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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (23 page)

BOOK: Clorofilia
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—Eso significa que soy tonto.

—¡Vaya! Lo que nos faltaba.

—¿Para qué me necesitas, entonces?

—Eres un tipo agradable —contestó ella sin dudarlo.

—Soy un caníbal. Soy estúpido. Pero soy agradable. Es muy difícil comprenderte.

—Nada difícil. ¿Quién es el tonto? El caníbal que masca pulpa y va de visita a casa de una chica pálida, como tú. Hay tontos agradables. Y también otros que no lo son. Tú eres un tonto agradable. Eres bueno. Muévete, muévete. ¿O quieres que me mueva yo?

—Movámonos juntos.

—No. Juntos es una tontería.

—Cuando nos movemos los dos —protestó Saveliy— es más interesante.

—Tonterías —replicó Ilona—. El interés aquí no pinta nada. Lo principal es que sea agradable.

—Entonces quedemos solamente tumbados y hablemos. Y después me iré. Me ha sucedido algo importante en el trabajo.

—¿Cómo lo sabes?

—Me han llamado por teléfono.

—Pues yo no he oído nada.

—Lo supongo. El teléfono está implantado en mi pabellón auricular.

—De verdad que eres tonto —constató Ilona—. Di simplemente que tienes el teléfono instalado en la cabeza.

—De acuerdo. Tengo un teléfono instalado en la cabeza.

—Qué asquerosidad.

—¿Por qué asquerosidad? A mí me parece muy cómodo.

—Tonto. ¿Qué tiene de cómodo? Estás tumbado con una chica, lo estás pasando bien, y de repente te suena una llamada en la cabeza… Qué horror.

—No puedo hacer nada. El trabajo es así.

Ilona sonrió con indulgencia.

—Entonces vete a trabajar.

—Primero tenemos que acabar.

—Has dicho que ha ocurrido algo importante.

—Al diablo lo importante. No pienso renunciar al placer. Eso sí que es tonto e impropio de hombres. Que se hunda el mundo entero, pero nosotros tenemos que acabar.

—¡Oh, Dios! —gimió Ilona—. ¡Vosotros, los caníbales, sois tan complicados! «¡Que se hunda el mundo!» ¿Cómo sabes tú que se va a hundir?

—Soy periodista. Sé muchas cosas.

—No presumas tanto.

—De acuerdo.

—¿Estás cómodo?

—Sí.

—¿Y así?

—Más cómodo todavía.

—A mí todos me dicen que soy agradable —dijo Ilona con orgullo.

—Basta ya. No quiero oír hablar de «todos».

—¿Y qué pasa? Tú tienes a tu esposa, yo tengo otros hombres.

—Como por ejemplo, Moisés —dijo Hertz.

—Moisés no es un hombre —lo corrigió suavemente Ilona—. Es un «amigo». No lo vas a entender. Yo le debo a él, y él me debe a mí. No es como entre los caníbales, que nadie debe nada a nadie. Aquí abajo tenemos otras normas. Y, además, esto no es cosa tuya. Si quieres, hago así, luego así, y tú…

—Quiero. Hazlo.

—Y también así. Los caníbales no saben hacer esto, ¿verdad?

—Es verdad, no saben.

—Pero para empezar, relájate.

Tembló, gimió, se mordió los labios, perdió el aliento, e incluso, seguramente, durante un rato apartó las sábanas y se elevó como ingrávido. Al otro lado de la pared alguien seguía arrancando hermosos y tristes sonidos a la armónica.

• • •

Después de sentarse en el taxi, echó una mirada a su alrededor. Buscó un Cadillac chino gris, pero no lo vio. Sencillamente podían haber cambiado de coche. «Que se vayan a la mierda —se dijo, resolutivo—. Si me los vuelvo a encontrar, me quito el cinturón de los pantalones y les doy con la hebilla en sus morros de plástico… Para que no alteren la comodidad psicológica personal.»

De verdad que no quería que se le acumulara la maldad. No tenía ganas de eso. Saveliy se acomodó medio tumbado en el asiento trasero. Después de visitar a su pálida amiga le costaba volver a su vida normal —agitada, activa, siempre exigiendo esfuerzos mentales y reacciones fulminantes—. El mundo de los caníbales, con todas sus pasiones, era molesto y agotador. Estar en la cama con Ilona era mucho más simple, tranquilo y agradable. Mientras hubiera unas cuantas botellas de agua en la cabecera, todo lo demás carecía de significado.

Unas semanas antes Hertz encontró la forma de hacer la transición. Para salir del mundo de los herbívoros suavemente y sin sufrir había que leer al menos media página del Libro Sagrado de los herbívoros.

Suspiró y echó otro vistazo. No vio nada sospechoso. El coche ganó velocidad y salió a la autopista noroeste, una autopista ultramoderna que habían inaugurado hacía menos de un año, con treinta carriles de asfalto de resina de primera calidad, ascensores para el servicio técnico y de emergencias y miles de cámaras de control. Aquí no era posible que se produjera un incendio, un choque, o cualquier otra alteración del orden. Cada cincuenta metros aparecían suspendidos en el aire unos carteles chinos holográficos: BEBE AGUA DEL BAIKAL Y PROSPERARÁS, PROYECTO VECINOS, LA MEJOR MANERA DE VIVIR MIL VIDAS.

Si los chinos dejaban de pagar, pensaba Saveliy, este milagro tecnogénico sería la última construcción de la civilización actual de sibaritas autocomplacientes.

… A los fuertes de este mundo, a los duques y hombres del gobierno diles: llorad y temed, porque se ha acabado vuestro tiempo. No toméis nada de vuestros súbditos. Hace tiempo que todo está ya tomado, excepto el polvo que yace abajo y la luz transparente que se encuentra arriba. No podrán abrumar con impuestos a los que se elevan hacia los rayos de la estrella amarilla. No engroséis las filas de sus guerreros. Nunca se hará guerrero ni soldado el tallo verde, incluso si lo quisiera, y no irá por orden vuestra a matar a sus semejantes, incluso si lo matan a él mismo. Porque el tallo no combate, sino que crece.

A los comerciantes, usureros y cambistas diles: temed y llorad, porque vuestro tiempo se ha acabado. Hace ya mucho que todo ha sido comprado y vendido por vosotros. Y otras miles y miles de veces comprado y vendido. Y hasta lo que no existe todavía, igualmente está comprado y vendido. Pero vosotros no podéis comprar el polvo de vuestros antepasados ni la luz transparente. El último de los pobres tiene todo el polvo a su alrededor y toda la luz transparente encima de él. Diles eso y repíteselo si no lo entienden: llorad y temed, podéis cambiar todo por el metal amarillo, pero no cambiaréis la estrella amarilla.

A los ladrones y a los ruines diles: temed, porque se ha acabado vuestro tiempo. El que crece no construye paredes altas y no cierra la puerta con un candado fuerte. El tallo no acumula propiedades, sino que se eleva hacia arriba.

A los ingenieros, científicos, sabios y libreros diles así: se han escritos miles y miles de libros, habéis inventado miles y miles de máquinas, pero abajo sigue existiendo el mismo polvo y arriba la misma luz transparente. ¿De qué sirve vuestra sabiduría? Vosotros decís que podéis hacer crecer en pleno desierto un jardín construido con vuestras propias manos, y así es. Pero ya habéis destruido miles y miles de jardines sembrados a mano, y por la locura de vuestros pensamientos salieron a la luz miles y miles de desiertos muertos. Llorad y temed, porque el tallo no destruido y vivo, silencioso y dulce, es miles y miles de veces más sabio que vuestros miles y miles de sabios, y vuestros miles y miles de ingenieros no han conseguido encontrar el secreto de su crecimiento.

No hay ningún secreto. El que crece, lo entenderá. El que está enraizado en el polvo, es para sí mismo duque, usurero, cambista, ladrón, ingeniero y sabio…

Cuando entre los tallos aparecieron las terrazas de color rosa grisáceo de la torre Chkalov, Valentina volvió a llamar.

—¿Dónde estás? ¿Cuándo llegarás? No se va. Está sentado, esperándote. Dice que se va a quedar ahí hasta que pierda la esperanza. No, no es de la policía, no lo parece. Es un tipo serio, ha llegado en helicóptero…

—Probablemente está relacionado con tu informe siberiano secreto —sugirió Saveliy.

—No lo sé —contestó nerviosa Valentina—. A mí ya me da igual.

Capítulo 5

Hertz se mantuvo sereno. Primero pasó detrás de la mesa, se acomodó bien en su sillón, se estiró la chaqueta cuidadosamente, y sólo después, con voz clara, preguntó:

—¿Con quién tengo el honor?

El desconocido le tendió una modestísima tarjeta de visita y sonrió.

—Mi nombre no le sonará de nada. Digamos que soy Ivanov. Iván Ivánovich Ivanov. Como decimos nosotros, lo que importa es el cargo, no el apellido.

Hertz leyó el texto de la tarjeta y se sintió impresionado.

—Sí, tiene un cargo importante. Impresiona, por así decirlo. Así que usted es Iván Ivánovich. Estupendo. ¿Qué quiere de mí?

Sobre los hombros fornidos de Iván Ivánovich se veía una fisonomía indefinidamente atractiva y algo vibrante. Una cierta benevolencia parecía fluir de su barbilla y caerle goteando como baba. Saveliy percibió una punzada en la zona de la nuca. El visitante anónimo utilizaba claramente el afeitado especial interactivo. «Eso ya lo sabemos —pensó con hostilidad Saveliy—. Con un tipo tan encantador se puede pasar uno el día entero, intercambiando opiniones sobre las cuestiones más delicadas de la modernidad, pero diez minutos después de separarse, el rostro del interlocutor desaparece de la memoria. Igual que el contenido de la conversación.»

Fijarse en esa fisonomía cándida y sencilla no tenía sentido, y Saveliy se concentró en las manos de su visitante: tenía callos en las palmas (deportista, y en la corporación Primo Hermano todos son deportistas), uñas bien cuidadas (se cuida, y en la corporación Primo Hermano todos cuidan de su aspecto), muñecas fuertes y secas, piel joven. «Como mucho, tendrá mi edad —pensó Hertz—. Quizá más joven. Y ya es director de un departamento de seguridad, es decir, protege la vida del hombre más rico e influyente del país. Hay que tomar en serio a este chico. Por ejemplo, si me estrangula ahora mismo con sus blancas y jóvenes manos, no le caerá ningún castigo.»

Iván Ivánovich suspiró y dijo:

—Estoy investigando a Pushkov-Riltsev, Mijáil Evgráfovich. El dueño de esta revista.

—Aquí no lo encontrará —respondió prudentemente Saveliy—. Pushkov-Riltsev sigue siendo el dueño, pero se retiró del negocio. Ahora la revista la dirijo yo.

El benevolente asintió.

—Eso ya lo sabemos. Y, a juzgar por lo que se ve, parece que no lo hace mal. En dos meses ha pasado del piso sesenta y nueve al ochenta y ocho.

— Está usted bien informado —observó en tono seco Hertz—. ¿Quiere agua?

El visitante ignoró la pregunta con negligencia.

—Yo, por si no lo sabe, soy una de… eh… las personas mejor informadas de nuestra divertida ciudad, por eso…

—Por lo que yo sé —lo interrumpió Saveliy—, en estos momentos Mijáil Evgráfovich debe de estar en su casa. Probablemente tiene usted su dirección.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—¿Qué pasa? ¿Esto es un interrogatorio?

—No —dijo educadamente el benevolente—. Ésta es una conversación privada. Como director del departamento de seguridad de la corporación Primo Hermano, tengo plenos poderes para transmitirle un encargo personal y confidencial del presidente de la corporación, el señor Golovanov. Un encargo personal, ¿entiende?

—No faltaba más.

—El señor Golovanov le pide… —El benevolente de repente desconectó por un instante su benevolencia y entornó los ojos—. Entiende, ¿verdad? Únicamente le PIDE… ayudarlo a encontrar a su antiguo jefe, Pushkov-Riltsev, Mijáil Evgráfovich.

—¿Qué quiere decir con «encontrar»?

—El mencionado Pushkov-Riltsev, Mijáil Evgráfovich, se ha perdido. Desaparecido.

—Ah —dijo Saveliy, tragando saliva.

El benevolente, como es lógico, lo observaba atentamente. Esperó a que el sorprendido Hertz se recuperara y añadió en voz baja:

—Hace dos semanas aproximadamente.

Si no existiera la pulpa de tallo, la décima destilación de primera clase; si no existiera la alegría en su forma más pura llenando al redactor jefe de la revista
Lo Más
, entonces el redactor jefe probablemente se habría puesto pálido, estaría agitando las manos, se habría puesto de pie, impactado, y habría salido corriendo y pegándose contra las paredes. Pero no hizo ningún gesto con las manos y no salió corriendo. Pensó, hizo un esfuerzo por recordar y dijo:

—A finales de agosto hablé con él por teléfono. Lo llamé a casa. El anciano me dijo que ahora la revista era mía y sólo mío también el dolor de cabeza. Y pidió que no lo molestáramos. Yo le tengo mucho respeto y me tomé en serio su petición… Por cierto, ¿cómo ha llegado a la conclusión de que ha desaparecido? Tiene ciento tres años…

—Ciento diecinueve —corrigió educadamente Iván Ivánovich, adoptando de nuevo un aspecto benevolente.

—¡Mejor me lo pone! No piensa que quizá, simplemente…

—En ese caso hubiéramos encontrado su cuerpo. Pero el apartamento está vacío.

Saveliy sonrió maliciosamente.

—Se habla mucho de su corporación. Corren rumores de que son ustedes todopoderosos. Pero no sé hasta qué punto… ¿Quiere decir que se colaron en su casa?

—Lo que se dice es correcto —dejó caer el benevolente—. Tenemos cierto poder para… Pero en este caso eso no importa.

—¿Para qué lo buscan?

Iván Ivánovich se cruzó de piernas.

—Una pregunta extraña. Yo pensé que usted sabía…

—¿Qué es lo que tengo que saber?

—Mijáil Evgráfovich Pushkov-Riltsev es el padre carnal del señor Golovanov.

Saveliy se quedó boquiabierto y sólo con un esfuerzo de voluntad consiguió encajar su mandíbula inferior con la superior.

—Me han encargado —continuó su interlocutor sin inmutarse— que tome medidas, no oficialmente, para encontrar al padre del señor Golovanov. Es un asunto delicado que no debe ser divulgado bajo ningún concepto. Sí, estuvimos en su apartamento. Está limpio. No hay huellas de roturas ni de que haya sido desvalijado. Todo está en su sitio. Sus valiosas colecciones están intactas. Sólo falta el dueño del apartamento. Y su silla de ruedas.

—¿Y qué hay del microchip? ¿Por qué no lo buscan por la señal del microchip?

—Señor Hertz —dijo en tono de reproche Iván Ivánovich—, me decepciona. Es usted demasiado ingenuo para ser el redactor jefe de una revista famosa. Casi diría que inocente.

—No le entiendo.

—El viejo no tenía microchip.

Saveliy se quedó pensando que desde fuera debía de parecer un auténtico idiota.

—No puede ser.

—Sí puede. Pushkov-Riltsev nunca pasó por la digitalización. Por motivos ideológicos. Esos casos son contados.

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