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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (21 page)

BOOK: Clorofilia
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—Escucha… Esta mañana… cuando venías al trabajo en coche… ¿no has notado nada extraño?

—¿Por ejemplo?

—Que te seguían.

Godunov se echó a reír.

—¡Ja! ¡Era yo el que la seguía! Soy un maníaco y un impertinente que sueña, por así decirlo, con poseer…

—Vete a la mierda —dijo sin malicia Valentina, mostrando los dientes.

—Vale —terció Saveliy—. Habla. ¿Qué hay en ese informe?

—El fin del mundo —murmuró Valentina con ojos brillantes.

—Nada menos.

—El informe se compone de dos partes. La primera es una introducción. Cálculos informativos. La idea esencial es ésta: los recursos naturales de Siberia Oriental se han agotado en un ochenta por ciento. El punto a partir del cual ya no es posible la renovación natural hace tiempo que se ha sobrepasado… La segunda parte es un apéndice. Escuchas de conversaciones telefónicas del copresidente chino de la Zona y su supervisor de Pekín. En la primavera del año que viene entrará en vigor el plan gubernamental secreto
Güey Tsia
, que traducido significa «Regreso a casa». La Zona Económica Libre dejará de existir. Los pagos por la renta se congelarán. Unilateralmente. —Valentina carraspeó—. Es decir, que los chinos se volverán a casa. Su decisión es definitiva y está tomada al más alto nivel.

Hertz tardó en captar el sentido de lo que acababa de escuchar. Guardó silencio durante casi un minuto y luego dijo:

—Dejarán de pagarnos.

—Ya era hora —comentó Garri Godunov, y volvió a bostezar.

—Probablemente —declaró Valentina en voz baja—, habrá guerra.

—No la habrá —replicó Godunov sonriendo maliciosamente—. Un país en el que el uniforme de los soldados lo diseñan modistos de alta costura no es capaz de combatir. Y además, ellos son tres mil millones, nosotros sólo cuarenta. ¿Qué clase de guerra puede haber? Cada chino nos tirará un poco de mierda y quedaremos enterrados para siempre.

—Escucha, Godunov —lo interrumpió Saveliy—, habla pero no divagues. Esta cuestión es muy estricta en mi revista. Uno puede burlarse de la patria, pero está prohibido burlarse de su potencial militar. Tú mismo escribiste sobre un nuevo supertanque sin piloto que se desplaza sobre un cojín de aire, que no se incendia, no se hunde y que él solo puede tomar prisioneros a los soldados del adversario…

—Sí, lo escribí —admitió el genio—. Pero no escribí que durante las pruebas experimentales uno de los generales rompió el supuestamente irrompible panel de mando del supertanque y todos vieron la pegatina de «Fabricado en China».

—Vaya —exclamó Saveliy—. ¿Y por qué no me lo habías contado?

—Porque tu revista es muy estricta con estas cosas.

Saveliy suspiró y echó una mirada alrededor como si fuera la primera vez. Hacía quince minutos su despacho era su fortaleza particular, su cascarón seguro, donde se sentaba en un mullido sillón, se ocupaba del negocio, creía en sí mismo y en el futuro. Ahora todo parecía frágil, como de juguete, de cartón piedra. El futuro se acercaba, negro e impenetrable.

«A Godunov no le importa —pensó Saveliy—. No tiene casa, familia, salud, dinero, no tiene nada excepto su nombre. Godunov es un tipo frenético, ansioso de acontecimientos. Para él, cuanto peor, mejor. Le resulta más interesante. Pero ¿qué tengo que hacer yo?»

Cogió con gran cuidado el mechero y se lo guardó en el bolsillo interior, en el mismo donde descansaban en una delicada bolsita unas cuantas cápsulas de pulpa de tallo. Miró a la pálida Valentina y preguntó a media voz:

—¿Cuántas personas lo saben?

—Cuatro. Mi informador y nosotros tres.

—A mí podéis borrarme —decidió al instante Godunov—. Me importa un carajo. Si estuviera en el lugar de los chinos yo habría dejado de pagar hace ya veinte años.

—¿Puede ser un rumor infundado? —Saveliy notó en seguida que su voz tenía el matiz de una esperanza infantil—. ¿Desinformación? ¿Información errónea? Por cierto, ¿cuánto dinero quiere tu informador?

—Mi informador no quiere dinero —respondió la mujer con espíritu práctico—. Mi fuente de información me quiere a mí.

—¡Cómo lo entiendo! —exclamó Godunov.

—Es difícil que se trate de una información errónea divulgada a propósito —continuó Valentina—. ¿Para qué iban a querer utilizarnos para transmitir a alguien ese horror?

—Para que piquemos el anzuelo y así nos cierran la revista.

—¿Quién os necesita? —dijo asqueado Garri Godunov—. Tenéis una brillante nómina apolítica. Sois leales, aburridos, unos desdentados inofensivos.

Hertz se puso de pie. Decidió que era el momento de tomar un poco de agua. Valentina, menuda, erguida, lo miró de abajo arriba. Él buscó el miedo en su mirada, pero no lo encontró.

—Garri —dijo Saveliy amablemente—, hagamos lo siguiente: tú ocúpate de tus dientes y nosotros nos ocuparemos de los nuestros.

—Como tú digas —respondió alegremente el genio—. Por cierto, deja de pintarte los tuyos de rojo. No es bonito…

—Desaparece —ordenó Hertz—. Ya me he hartado. Vamos a hacer lo siguiente: ahora nos separamos, sonreímos, hacemos las tareas de hoy y no decimos una palabra a nadie. Yo mismo miraré los archivos y tomaré una decisión.

—Yo quiero avisar a mis padres —manifestó Valentina.

—Pero no hoy —dijo Hertz—. Hay que pensar bien en todo. Y hacer comprobaciones seriamente. A lo mejor llamo a Evgráfovich. Cierto que nos prohibió que lo molestáramos, pero… Garri tiene razón: una guerra es improbable. Sin embargo, es posible que se produzcan desórdenes, anarquía, crisis económicas y cosas por el estilo. Incluso puede haber hambre. Si todo va a ser como está escrito en ese informe secreto, me temo que nos vamos a quedar sin trabajo…

—Que se joda —exclamó Godunov—. Me refiero al trabajo —aclaró.

Desde la puerta se oyeron unos gritos procedentes de la sala común.

—Otra vez —suspiró Valentina, enojada—. Saveliy, ya es hora de que tomes medidas.

—Bueno, pues vamos —dijo Hertz entre dientes—. Las tomaremos.

Cogió una botella de Double Premium Lux y se dirigió a la salida, ante lo cual Godunov —gamberro, grosero y cínico—, con un gesto exageradamente servicial, les abrió la puerta de par en par.

En la sala común bullía una actividad nada edificante. Las chicas estaban pegadas a la pared. Junto a la ventana, en actitud de guerreros mirándose uno a otro, estaban Prizhunov y Filippok.

—¿Qué está pasando aquí? —gritó Saveliy para que todos tuvieran claro de inmediato quién era el jefe allí.

Filippok volvió hacia el jefe un rostro pálido de indignación:

—¡Yo estaba en la ventana! ¡Sin meterme con nadie! Y este mierda…

—No grites —ordenó Hertz.

—¡Yo no soy un mierda! —replicó Pruzhinov—. ¡Tú sí que lo eres!

—¿A santo de qué me tienes que quitar tú a mí el sol?

—¿Y por qué tú te pasas la vida en la ventana?

Los dos estaban temblando y lanzando saliva por la boca. Los demás testigos de la pelea —la tercera en los últimos días— o bien ponían cara de que no pasaba nada, o bien observaban desde lejos.

—¡No estás solo aquí! —chilló Prizhunov—. ¡Vaya un tío listo! ¡Tú mesa es la que está más cerca de la ventana!

—¿Tienes envidia?

—Eres un fresco, mocoso.

—¡Tú sí que eres fresco! —La voz de Filippok se quebró en un falsete—. Eso habría que verlo, quién le quita el sol a quién.

Gritándose todo tipo de insultos, los contendientes empezaron a empujarse de los hombros y a inclinarse mirándose con el rostro contraído.

—Prizhunov —intervino Hertz—. Tienes dos veces su edad. ¿Qué pasa? ¿Tienes poco sol?

—¡Nunca hay sol suficiente! —gritó Prizhunov, y Saveliy se dio cuenta de que la cosa iba mal.

—Cálmate, por favor —terció Godunov con fría amabilidad mientras se acercaba adelantando a Hertz y a Valentina—. Si no, te voy a calmar yo.

—¿Cómo?

—Lo que has oído.

—¡Esto es escandaloso! —Prizhunov paseó la mirada por el pacífico grupo: lo miraban sin simpatía, lo mismo que a Filippok—. Saveliy, ¿ves en lo que se ha convertido nuestra redacción?

Saveliy guardó silencio.

Godunov se cruzó de brazos y empezó a reírse:

—Vaya par de idiotas. Largaos los dos. Idos al diablo. Refrescaos un poco y echaos un cigarrillo.

—¡Yo no fumo! —dijo Filippok, acalorado.

—Peor para ti.

—Garri tiene razón —dijo tranquilamente Valentina—. Esto es asqueroso. Largaos de aquí.

Filippok se sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se secó el sudor de la cara.

—Eh, vosotros —dijo Godunov, respirando con dificultad (sacaba a todos los presentes por lo menos una cabeza y media)—: Discutís como… mujeres. Filia, tú eres joven y fuerte. ¿Qué haces pegando al aire? Dale un buen puñetazo en la frente y se acabó.

Prizhunov se puso verde y sonrió mostrando los dientes.

—O en la oreja —propuso Godunov.

—Lo que faltaba —resopló Filippok—. Siga hablando… Yo no soy cualquiera. Tengo una repugnante agresividad animal.

Garri sonrió despectivamente.

—Ya, pues parece, Filia, que prefieres la agresividad vegetal.

—¿Y por qué no?

—¿De qué se trata?, ¿de ver quién es más fuerte. El que más lo sea se llevará más porción de sol. ¿Lo he adivinado?

Filippok juntó las manos patéticamente.

—¡El sol es de todos! ¡Qué más da si uno tapa a otro!

Prizhunov ya había recuperado el control de sí mismo, se sacudió cuidadosamente su brillante chaqueta, sonrió con desagrado y amenazó con un dedo, primero a Godunov y después al joven.

—¡No sabéis con quién os la estáis jugando! —chilló.

Garri Godunov dio un paso hacia adelante y Prizhunov se estremeció.

—¿Quién te crees que eres para que me la juegue contigo? —dijo sin alzar la voz—. Serénate, guapo. Haz las paces con el chico y vete a un café a tomar un poco de agua.

—Para usted yo no soy un chico —replicó Filippok, sacando el segundo pañuelo de papel del bolsillo.

—Valentina —pidió amablemente Godunov—, préstale un espejito al chico y pongámonos a trabajar.

Valentina apretó los labios con fuerza para contener la risa.

—¡Por cierto, eso está bien! —exclamó Saveliy con satisfacción, comprendiendo que la plantilla de la que él era responsable había sido capaz de resolver por sí sola sus problemas sin que tuviera que intervenir el director. Si el sistema se autorregula, significa que es firme—. Esto no es un circo, señores. Cada uno a sus asuntos. A Prizhunov y Filippok les pido que abandonen la oficina. Los espero dentro de media hora en mi despacho.

—Al diablo —musitó Prizhunov entre dientes—. Yo me tomo unas vacaciones ahora mismo.

Hertz miró a la cara a su antiguo colega y, recalcando las palabras, dijo:

—Aquí soy yo el que decide quién y cuándo se va de vacaciones. Recuérdalo. Mi apellido es Hertz, y en mi revista todo lo decido yo.

—¿En tu revista? —repitió Prizhunov en voz baja—. Querrás decir en tu…

Hizo un gesto con la mandíbula, giró sobre los talones y salió. Saveliy esperaba que Prizhunov diera un portazo al salir, pero su viejo colega, aunque a veces se permitía ciertos arrebatos de rabia, al final seguía siendo el mismo: inteligente, astuto, energético y prudente. Incluso le guiñó un ojo a la secretaria y desapareció de la sala sin apenas hacer ruido.

«Siento pena por él —pensó Hertz—. Hubo un momento en que creíamos que Prizhunov era el favorito de Pushkov-Riltsev. Yo estaba convencido de que la revista iba a pasar a sus manos, no a las mías.»

Prizhunov siempre trabajaba más que otros, y gracias a una red escrupulosamente organizada de informadores siempre le llegaba a él la información de primera clase. Pero el fracaso en su carrera lo destrozó. Corrían rumores de que pensaba emprender algo por su cuenta: una revista, o periódico, o un canal de televisión. Buscó inversionistas, e incluso intentó recurrir a la ayuda de los «amigos». Pero a los «amigos» no les gusta la gente como Prizhunov: vanidosos, groseros y sin compasión…

Se volvió a su despacho. Reprimió el deseo de poner los pies encima de la mesa. Le había quedado una sensación desagradable después de lo ocurrido. Los escándalos son el pan de un periodista, pero Hertz no se consideraba un periodista típico y lo pasaba mal cada vez que se producía una situación fuera de lo común. Las broncas entre ellos eran una tontería. Lo peor era cuando se presentaban los protagonistas de los artículos más críticos y soltaban a gritos su resentimiento y sus quejas. El millonario Glybov, después de publicarse la entrevista con él, mandó a una banda entera: tres abogados y tres rompemorros sin cuello con abdómenes planos y musculosos. Los abogados prometieron sin alzar la voz hacer desaparecer la revista de la faz de la Tierra, los rompemorros asintieron en silencio. Evidentemente, Hertz no se iba a enfrentar al vendedor de sol. Para eso tenía a Musa, un tipo que pasaba desapercibido, con una voz tranquila. El redactor jefe de la revista
Lo Más
hizo una llamada y a las tres horas la banda enviada por Glybov, haciendo rechinar los dientes, presentó oficialmente sus disculpas.

Hertz se sacó del bolsillo el mechero y lo conservó en la mano. Llamó al secretario.

—Busque a Godunov y dígale que venga.

—Godunov no está —respondió tímidamente el secretario—. Ha pedido que le digamos que se ha ido a beber.

Saveliy soltó unos cuantos tacos entre dientes.

• • •

Encontró a su antiguo compañero de clase un piso más abajo, en un pequeño bar llamado 451 Grados, un local vergonzosamente caro donde los hombres de negocios de más edad, medio tumbados entre grandes cojines de terciopelo, celebraban el éxito de sus operaciones. A Garri Godunov se lo consideraba aquí un experto, y realmente era un refinado
barfly
. Incluso le servían a crédito, lo que se justificaba por la undécima enmienda a la Constitución.

—¿Qué bebes? —preguntó Saveliy, sentándose a su lado.

—Qué más da —respondió el genio—. Digamos que oporto.

«Parece un viejo —pensó Hertz—. Despierto, grosero, pero viejo. Y somos de la misma edad. O no, él es casi un año mayor que yo. Hace cuarenta años, cuando estábamos en el colegio, eso era importante.»

—Bueno, pues yo también tomaré algo contigo. ¿Puedo?

—Puedes —asintió Garri—. Pero ¿para qué? Eres un herbívoro. El alcohol no te hace efecto.

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