Volvió a suspirar imaginándose un gran tazón de consomé de ternera ambarino, con unos picatostes moderadamente fritos, y se dispuso a tomar una sopa de verduras baja en calorías. Para que desplegara toda la gama de sabores se recomendaba tomarla a temperatura ambiente con una pequeña cantidad de crema ácida dietética desnatada, pero la sola idea de la crema ácida sin grasa le parecía indignante, porque iba en contra no sólo de la idea de la comodidad psicológica personal, sino también de los principios vitales fundamentales del hombre moderno. Era como despreciar a los herbívoros y al mismo tiempo alimentarse de espárragos y coles de Bruselas cocidas, cuya esencia es la misma que la de la hierba. Aquí se puede sospechar de tendencia a una doble moral, ¿o no?
Recordó que los herbívoros auténticos y convencidos, a los que en lenguaje popular se los conocía como «terminales», responden al respetado público de los pisos superiores exactamente con el mismo desprecio, y para vengarse llaman «antropófagos» a las personas comunes y corrientes. Y en ese instante dejó de pensar en el tema para no perder lo que le quedaba de apetito.
Después de vacilar un poco, el plato que había elegido como principal, ala de pato con judías blancas y salsa de tomate, le pareció que estaba cocinado sin ningún respeto hacia el producto y hacia el consumidor, pero a pesar de todo no había motivo para enfadarse. A través de las ventanas se colaban con frecuencia grandes claros de luz solar, el semisillón con refuerzo a la altura de la cintura permitía adoptar las posturas más cómodas, como poner recta la espalda para que el esófago pudiera tragar el siguiente trozo de comida, o echarse hacia atrás para poder resoplar de satisfacción. La dama que estaba sentada en diagonal con él estaba pidiendo el tercer cóctel y ya hacía esfuerzos para sostener la mejilla sobre su pequeño puño. A poca distancia, un grupo con aspecto bohemio destrozaba a ocho manos una enorme langosta. De la pared salía suavemente una música, probablemente especial para aumentar la salivación… Saveliy se sintió espiritual y físicamente satisfecho y acabó su almuerzo con un buen trozo de camembert.
• • •
El doctor Smirnov vivía en Biriulevo
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, en una vieja torre de viviendas llamada Zamiatin, en el piso cuarenta y uno. A Saveliy nunca le gustó la frontera entre los pisos treinta y los cuarenta, y ahora, al salir del ascensor, se dio cuenta de que ese día su antipatía iba a ser más fuerte.
El amplio y lúgubre vestíbulo estaba limpio, pero era evidente que allí no se ponía orden con especial fervor. En el estanque seco de la fuente había unas cuantas colillas, dos o tres de ellas aún echaban humo. Olía a ácido. Los objetivos de las cámaras de la policía estaban tapados con goma de mascar. Una pantalla de vídeo, cubierta con una piel de oveja transparente antivándalos, centelleaba tontamente con una publicidad social estandarizada.
«¿Quieres una vida de verdad, o prefieres trabajar como bombero?» «Compórtate como una persona, no comas hierba.» «Lotería lunar, tu oportunidad de elevarte hacia el cielo.» Y al final, lo que se veía en todas partes: «¡No debes nada a nadie!».
Precisamente allí, en el piso cuarenta y uno, por una u otra razón, todos sabían perfectamente que no debían nada a nadie.
Aquí habitaba una colonia de lo más zopenco: pequeños taimados que habían ascendido del nivel veinte, bohemios tontos, habitantes con ambiciones. Aquí habitaba una mayoría de gente solitaria: hombres sin familia, mujeres disponibles, viejos abandonados por sus hijos. Otros apartamentos, al contrario, se habían convertido espontáneamente en residencias de estudiantes y
okupas
, elegidos por jóvenes desafortunados. Aquí actuaban los pedófilos y se escondían los que no querían pagar la pensión alimenticia de sus hijos. Aquí los inventores locos construían motores eternos. En los pisos treinta y nueve, cuarenta y cuarenta y uno se podía encontrar a un herbívoro vestido con ropa usada, a un tipo decente como un hombre de negocios arruinado que vendía su apartamento en el piso setenta y cinco para evitar que lo arrestaran por impago de impuestos. Aquí a todos les daba todo igual; aquí vivían temporalmente. Los fracasados, cuya vida iba cuesta abajo, aguantaban un año o dos antes de hundirse definitivamente en el lodazal de los pisos veinte y treinta, y los que venían de abajo cobraban aliento para continuar su ascenso a los respetables pisos sesenta.
Otros apartamentos estaban vacíos. Guiado por su instinto profesional, Saveliy empujó con la punta del pie una de las puertas. Echó un vistazo. Las habitaciones estaban vacías y había corriente de aire. En la entrada, en un lado de la pared, había una copia holográfica muy antigua, abandonada por sus dueños, de un hombre endeble con barba y mirada penetrante. Podía ser Vladímir Lenin o Charlie Manson. Como es sabido, al llegar a viejos no se podía distinguir a uno del otro.
Hertz encontró el pasillo que necesitaba. Al dar la vuelta se dio de bruces con un hombre mayor, con aspecto de reclutador militar, portador de una expresión especial en su rostro que en distintas proporciones combinaba la repugnancia con el amor a la patria.
El reclutador, sin miedo a equivocarse, adivinó que Saveliy era un extraño y le guiñó un ojo:
—Un lugar apestoso.
El periodista asintió educadamente. Estuvo a punto de pisar una lata de cerveza y al final vio la puerta con el número que buscaba.
A pesar de sus recelos, el doctor Smirnov resultó ser un hombre bien vestido, entrado en años, pero que evidentemente conservaba la fortaleza de sus hombros y manos. Al instante, Saveliy imaginó fácilmente ese rostro tranquilo y significativo en la portada de la revista
Lo Más
, o en la de cualquier otra publicación respetable. Tenía una frente grande y noble enmarcada en la cuadrícula de unas profundas arrugas, las verticales más profundas incluso que las horizontales; cejas blancas inamovibles, ojos azules, y la mirada de un ser que durante muchos decenios ha ido pasando del mal al bien y al final ha llegado a alcanzarlo.
Saveliy se dio cuenta de repente de que estaba sonriendo débilmente. Ahora lo llevarían a una habitación espléndida y espaciosa, le ofrecerían un sillón modesto pero cómodo, le servirían té y con frases sencillas le explicarían cómo estaba constituido el mundo. No podía ser de otro modo entre las personas con esas arrugas y esos ojos.
—Usted debe de ser Saveliy —dijo el doctor Smirnov—. Pase. ¿Le apetece un té?
—No, gracias.
El dueño de la casa asintió. Hertz entró en una habitación espaciosa y se sentó en un sillón modesto pero cómodo.
—¿Qué tal Misha? —preguntó Smirnov.
Saveliy tardó en comprender.
—¿Se refiere a Mijáil Evgráfovich? Mejor que nadie.
Smirnov asintió benévolamente con cabeza varias veces. Evidentemente se estaba acordando de algo bueno.
—¿Y aún sigue publicando ese periódico?
—Revista.
—Increíble. ¿Y qué tiene de bueno su revista?
Hertz respondió con indiferencia:
—Su revista es la mejor, la mejor de todas.
—Vaya.
Smirnov se sentó frente a él y reposó en las rodillas sus grandes y viejas manos.
—Perdone —dijo cortésmente Saveliy—, seguramente le estoy quitando el sol.
—Ni por asomo.
—Si quiere, me siento en otro lugar.
Smirnov se sonrió.
—Escuche, me importa tres cominos el sol.
Esas palabras dichas vulgarmente ofendieron un poco a Hertz, pero no cambiaron en nada su empatía con el dueño de la casa. A juzgar por su voz, sus gestos, sus maneras y la expresión de su rostro, el doctor Smirnov era un hombre extraordinariamente fuera de lo común, de esa especie de la que dicen que «ya no nacen».
—Si no le apetece té —dijo Smirnov—, quizá prefiera agua.
—Encantado.
El anciano se dirigió a un rincón que hacía las veces de cocina y le trajo un vaso de agua. Era un agua extraordinaria, mucho mejor que la Double Premium del millonario Glybov. Saveliy sintió curiosidad.
—Es un agua muy buena —afirmó Smirnov, adivinando el pensamiento de su huésped—. Es de fabricación casera, la producimos para uso propio, en el laboratorio. Y la enriquecemos con vitaminas nosotros mismos.
—Su agua es excelente —reconoció Saveliy—. ¿Y qué es ese laboratorio?
—Es mi pasatiempo —explicó tranquilamente el anciano—. No creo que le resulte interesante.
—Entonces, vayamos directamente al grano.
El doctor Smirnov sonrió y dijo con un suspiro:
—En realidad, le he explicado todo a Mijáil por teléfono. Mi escuela se cerró hace mucho tiempo.
Su voz era a la vez suave y firme.
—¿Por qué la llama «escuela»? —preguntó Saveliy, sorprendido, y puso en marcha el dictáfono apretando los dedos—. A mí me dijeron que usted era doctor.
—Doctor en pedagogía. Y un poco biólogo.
—Ah.
Hertz estudió las arrugas de la frente del doctor e inesperadamente decidió decir todo lo que no quería.
—¿Se da usted cuenta…? A mí me han encargado que escriba un artículo sobre usted. Usted fue el protagonista del primer número de nuestra revista. Debo reconocer que no he leído ese número, es decir, no estoy preparado en absoluto para esta entrevista. Esto es repugnante. Peor aún: no es profesional. Puede echarme de aquí ahora mismo.
—Eso es absurdo —contestó Smirnov—. Misha ya me había advertido. Hablando con sinceridad, yo no recuerdo qué escribieron sobre mí en ese periódico. Todo eso ocurrió hace mucho tiempo. Escribieron, sí, mucho… Mi esposa coleccionaba los recortes… Pero murió. Hace veinticinco años que cerré mi escuela y hace diez que enterré a mi mujer. Ahora no me dedico a nada. —Hizo una pausa y sonrió—. A casi nada.
—¿Y qué tipo de escuela era?
—Una escuela para niños especiales. —Smirnov miró por la ventana, donde se mecía la típica penumbra diurna, después volvió sus ojos azules hacia el periodista y se lo quedó mirando atentamente—. Escuche, si realmente Mijáil necesita ese artículo…
—Realmente lo necesita.
—Entonces tengo que contárselo fielmente, y eso llevará tiempo…
—Estoy listo —declaró Hertz, reaccionando de inmediato—. Si usted no tiene tiempo, podemos empezar ahora y continuar mañana.
El hombre canoso frunció el ceño, bajó la mirada y rió débilmente.
—Hace treinta y cinco años yo trabajaba con niños. Era maestro en una escuela. Como se sabe, uno de los principios fundamentales de la pedagogía moderna es que todos los niños tienen talento. La labor del maestro, del educador, consiste en formar la personalidad del niño, descubriendo sus talentos y capacidades. Todos sin excepción están dotados de ellos. La dimensión del don es distinta, pero la chispa divina germina en todas las almas. Uno crece con talento para la música, otro es un experto fontanero. Uno se convierte en un Einstein, otro en empleado del servicio de saneamiento. Se supone que para la sociedad tan importante es Einstein como los empleados de ese servicio, capacitados y amantes del trabajo. Ahora le voy a exponer, por decirlo de algún modo, el preámbulo, para que usted entienda exactamente…
—Continúe, por favor.
—Los genios y los grandes talentos aparecen rara vez, pero con constancia, y su cantidad en todas las épocas y períodos es aproximadamente la misma. Los genios están extendidos equitativamente por todo el planeta. Los Shakespeares, Copérnicos y Lomonósov nacen tanto en la pobre África como en la rica América. Pero mientras en un país próspero un pedagogo experimentado sabe distinguir en seguida el talento innato entre los niños menos dotados, en un país pobre y en vías de desarrollo la persona puede pasar toda su vida plantando coles y sólo vagamente puede soñar con desarrollar su talento. O, guiado por un impulso interior, intenta realizarse por sí mismo sin haber recibido educación ni disfrutado de condiciones… Dios sabe cuántos Shakespeares acaban sus días sin haber concebido su Hamlet. ¿Me comprende?
—¡Por supuesto!
Smirnov tosió. Era evidente que no experimentaba el más mínimo placer con su relato.
—Por otro lado es preciso recordar que la sociedad en general no está en absoluto interesada en que haya muchos Einsteins o Shakespeares. Para la sociedad es más seguro que haya pocos. El exceso de genios lleva a que su excesiva actividad destruya la civilización. Los genios deben existir en un estrecho círculo de personas prácticas, sensatas y prudentes. Y si hablamos, no ya de la sociedad, sino del gobierno, entonces el panorama se vuelve más interesante aún. Los grandes talentos sólo son necesarios para el gobierno en contados ejemplares. Bastan tres o cuatro técnicos expertos, corifeos de las ciencias exactas, para que inventen misiles y bombas, además de un pensador-humanista ocupando el cargo, hablando imaginariamente, de «conciencia de la nación». Por lo que respecta a los que no inventan bombas, sino teléfonos y locomotoras, éstos se han preocupado siempre de sí mismos, sin tener ningún apoyo del gobierno ni de la sociedad. Incluso en los períodos en que gobernaban las más sabias administraciones, muchos grandes inventos estuvieron guardados bajo la alfombra durante decenios. El Estado no necesita gente como Einstein. Necesita soldados, contribuyentes y electores. Y, naturalmente, mujeres, para que produzcan nuevos soldados y contribuyentes. Esto puede sonar raro, pero hasta el Estado más justo existe apoyándose en la mediocridad, y cuanta más mediocridad haya, mejor para el Estado. Los genios son molestos para todos, son herejes, no les gusta subordinarse a nadie y crean a su alrededor dudosos…
—¿Significa eso —lo interrumpió Saveliy— que usted creó una escuela para genios?
—Al contrario. —El doctor Smirnov frunció los labios—. Para los no dotados.
—Vaya.
—A mí me interesaban los clásicos y absolutamente poco dotados. El exceso de ellos también es peligroso. Durante muchos años de trabajo me encontraba con niños que no eran capaces de nada. Les ofrecía un libro y no les interesaba. Les daba un instrumento musical y no lo querían. Los ponías delante de un torno y tampoco reaccionaban. Los mandabas a cuidar de animales y pasaban de largo. Los llevabas a un escenario y tampoco funcionaba. Nada, en ningún sitio y de ninguna manera. Esos niños existen, son tontos, débiles de voluntad, sin carácter, inútiles, casos perdidos. Yo empecé a observar a esos niños. Todos ellos vivían en familias de escasos recursos. Por lo general, en familias donde faltaba el padre o la madre. Estudiando el problema comprendí una cosa muy sencilla: sí, todos los niños tienen talento, con una sola condición, y es que hayan sido concebidos con amor. Pueden haber nacido en un cobertizo, puede que no conozcan a sus padres, eso no importa… Lo principal es que su padre biológico amara a su madre biológica. Los niños no dotados son hijos no deseados, que vienen al mundo como resultado de un contacto sexual casual. Yo anduve indagando en las familias, recogía estadísticas, preguntaba, hacía historiales… Conozco casos en los cuales, de padres degenerados, alcohólicos o drogadictos, nacían hijos maravillosos con talento, simplemente porque sus padres se amaron de verdad… Yo fundé una escuelainternado con mi propio dinero y con ayuda de unos amigos que también pusieron sus ahorros. Por cierto, Misha participó activamente, tanto financiando como con carácter general… Yo reuní no sólo a niños difíciles. Reuní a niños de los que sabía exactamente que eran hijos del azar, engendrados por una tontería. Hijos que no eran deseados ni por su padre ni por su madre. Eran seres espiritual e intelectualmente pobres. Lastre. Ni siquiera eran capaces de robar, porque para eso hay que tener destreza y osadía. Empecé a buscar en cada uno de ellos la chispa divina…