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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (36 page)

BOOK: Clorofilia
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No había ningún lugar para dar la vuelta al pesado vehículo, y Gosha decidió salir del poblado por la parte de atrás. Bajó la ventanilla y sacó la cabeza y un hombro. Los mosquitos se apresuraron a meterse en el coche.

Musa sacó un cigarro, se sentó más cómodamente y acarició el fusil automático.

—Recuerdo que una vez en Siberia la situación era casi igual que aquí. Estábamos a las afueras de Irkutsk, muriéndonos de frío, llegó un parlamentario de los chinos. Por cierto, que hablaba ruso como una cotorra, mejor que yo. «Entregaos —dijo—, u os mataremos a todos. Enviaremos a una brigada del Grupo Especial de Operaciones, os cogeremos y os propinaremos un buen castigo. Nosotros, los chinos, en lo referente a torturas y castigos somos los mejores expertos del mundo, podéis creerme…» Por cierto, nadie se lo discutió. Y es verdad que su GEO no es precisamente un regalo, son unos demonios sin escrúpulos, no tienen miedo a nada… «Soltad las armas», nos dijo el parlamentario. —Musa volvió a pasar la mano suavemente por la culata—. «Entregaos a nosotros. Aceptaremos vuestra rendición con gran respeto. Y todo saldrá por la televisión: “Éstos son los terroristas rusos que finalmente han recapacitado y se han entregado, por cierto no a su país, sino a los chinos…”.» Para entonces ya nos habían declarado fuera de la ley y sólo quedábamos treinta y cinco. Y entonces Misha, nuestro comandante, le dijo a ese parlamentario: «¡Escúchame!, aquí yo soy el jefe y tú un mero invitado. Para mí todo lo que hay aquí es mío, y para ti todo esto es ajeno. Si me entrego, no me acogerá mi propia tierra. Por mi tierra puedo andar solamente yo, porque en esta tierra enterré a mi padre. Y me llegará la hora y no me enterrarán aquí. Tú eres un chico inteligente, tienes que entenderlo. Los rusos no tienen nada, ni cerebro ni cultura. Hubo un tiempo en que tenían petróleo, gas, carbón, piedras preciosas y metales de muchos colores, pero todo eso se vendió hace mucho, y el dinero se lo llevó el viento. Teníamos una gran cultura, pero se fue con el televisor como si se la hubiera tragado un retrete. Teníamos cerebros, y todavía los hay, ¡y qué cerebros!, pero son muy pocos. Por cada gran mente hay mil borrachuzos estúpidos. Ésa es nuestra proporción nacional. Ahora lo único que pueden hacer los rusos es beber vodka y darse golpes en el pecho. Todo lo que nos queda es esta tierra, que no se puede recorrer entera ni en cien años. Y toda nuestra esperanza reside en cuidar esta tierra y legársela a nuestros nietos, con la intención de que nuestros descendientes sean más inteligentes que sus abuelos y sepan dar un uso digno a su tierra…». —Musa sonrió maliciosamente—. Después de eso estuvimos otros dos años huyendo de los GEO chinos a lo largo de la orilla del Angará. Hasta que nos hartamos.

Aplastando la vegetación de monte bajo, el todoterreno rodó por el cauce del arroyo. No había otra forma de atravesar aquella salvaje espesura.

Glybov miró por la ventana y preguntó:

—Bueno, entonces ¿qué hacemos con la idea de ir a ver al joven?

—No se preocupe —contestó Gosha—, tendrá a su joven. ¿Ha visto al castaño Fediay? Tiene muchas mañas. Parece como que está del lado del viejo jefe, pero en cualquier momento puede irse al bando del joven. Hemos pactado que yo iré al lugar convenido y esperaré. Fediay organizará la reunión. El joven necesita armas. Por cierto, tampoco es tonto en lo referente a la mermelada. Por no hablar de las mujeres… Creo que lo convenceremos…

—Muy bien —convino Glybov—. El joven aceptará. ¿Y qué pasará con el viejo?

—El viejo no irá contra su propio hijo.

—Escucha, sargento —lo interrumpió Musa—. No te ofendas, pero nos tienes hartos a todos. Tienes que entender que aquí la vida de los aborígenes es más complicada que la vida en Moscú. Mermelada, berdanes… ¿Quieres que lo solucione todo yo solito, a mi manera? Voy a ver a ese peludo jefe de la tribu, suelto una ráfaga de metralla en el techo y salen todos corriendo, los viejos y los jóvenes.

—Descartado —dijo el doctor Smirnov—. Nada de violencia. Y lo mismo va para la chica.

—La chica ya ha dado su consentimiento —replicó Musa—. Le resulta interesante y divertido. Pregúntele usted mismo.

—No voy a preguntarle nada —dijo el médico, poniendo cara de viernes santo—. Todo esto es indecoroso. ¿Por qué la llevan metida en el maletero?

El partisano siberiano empezó a carcajearse.

—Esto no es indecoroso, doctor. Todo esto es la vida misma. ¿Qué más le da a ella dónde revolcarse? ¿Aquí, en el bosque, con esos aborígenes, o en Siberia con los criminales? ¿O incluso en el maletero? La he dejado ahí envuelta en un edredón. Estarán de acuerdo en que para ella es mejor quedarse con los aborígenes. Si le digo que este bosque es Siberia, y que esos hombres peludos son herbívoros condenados, se lo creerá todo.

—Eso sólo lo sabe el diablo —farfulló Smirnov dándose la vuelta.

—Tranquilo —intervino Glybov frunciendo el ceño—. Deje a un lado sus opiniones inteligentes. Se preocupa usted de una tontorrona terminal, mientras en Moscú un millón de chicas como ella se vuelven locas y se venden a sí mismas por medio gramo de pulpa cruda. No podemos salvarlas a todas, pero salvamos a las que podemos y como podemos.

Smirnov no respondió.

—Hemos llegado —anunció Gosha Degot—. Vamos.

El todoterreno se detuvo en medio de un campo.

Salieron y estiraron las piernas. Se pusieron a escuchar los trinos de los pájaros, entornaron los ojos mirando al sol. Musa abrió el maletero y ayudó a salir a la soñolienta pasajera.

—Es un buen bosque —dijo Glybov en voz alta—. Me gusta. Observen qué musgo, se me hunden los pies en él.

—¡Ay! —chilló Ilona—. Es verdad que se hunden. ¡Qué guay!

—Por si acaso, no se alejen mucho —advirtió Gosha—. Esto está lleno de serpientes.

—Yo soy un siervo del Gallo Enjuto —observó Musa burlándose—, a mí no se me acercan las serpientes. Pero en general estoy de acuerdo. Se está bien aquí. ¿Qué dice usted, señor Hertz?

Saveliy sonrió. Hacía medio año que nadie se dirigía a él por su apellido.

—Lo de señor sólo se utiliza en Moscú —dijo bromeando.

A él también le gustó el bosque. Aquí reinaba el imperio de la clorofila, aquí había un orden sencillo y claro: si creces, te habrás ganado la luz transparente, y si no creces significa que eres un liquen o moho. O un helecho, por ejemplo.

—¡Hey! —exclamó Musa en voz baja—. Ahí los tenemos.

Glybov se asustó.

—Pero no vuelvan la cabeza —musitó Musa entre dientes—. Hay dos a la derecha, uno a la izquierda, y todos los demás están detrás de nosotros. Diles algo, Gosha, para que se muestren. Dales a entender que los hemos visto.

—¡Eh! —gritó Gosha—. ¡Mitiay! ¡Fediay! ¡Buenos días!

Ninguna reacción.

—¿Por qué lo llamas Mitiay? —preguntó Glybov, agarrando fuerte el rifle automático—. ¿El jefe viejo no se llama también algo así como Mitiay?

—Sí —contestó Gosha—. Aquél es Mitiay el Viejo, y éste es Mitiay el Joven.

—Eso es lo que significa, Dimitri Dimítrevich —musitó Smirnov—. Ahí los veo. Están saliendo.

El séquito de Mitiay el Joven se componía de siete muchachos, muy jóvenes e imberbes. Todos tenían hombros amplios y eran musculosos, pero sus músculos no tenían nada en común con los de los atletas: nada de musculatura prominente, ninguna belleza, sólo unos bastos tendones bajo una piel oscura, traseros grandes y rollos de grasa alrededor de la cintura. Dos de ellos sostenían en las manos unas armas de anticuario con burdas culatas talladas de fabricación casera. Los demás iban armados con grandes lanzas o agitaban unos garrotes nudosos.

El jefe, un tipo de unos diecisiete años, ancho de hombros, echó un vistazo a los negociadores vestidos con trajes de camuflaje y empezó a sonreír. Su torso estaba cruzado por una cicatriz y le faltaban unos cuantos dientes delanteros, pero tenía unos ojos hermosos, azulados, descarados. «Un joven interesante» —pensó Saveliy—, lleno de impertinencia. Se mueve con aire de poderío, resopla por la nariz. Típico morro redondo eslavo, las mejillas con una incipiente barba sedosa que deja traslucir cierto rubor. Le tiemblan las aletas de la nariz. En el civilizado Moscú un tipo así llevaría ya tiempo por el camino equivocado, se habría adherido a los “amigos”, estaría talando tallos por la noche, riéndose y gozando de la vida.»

—¿Dónde está Fediay? —preguntó Gosha.

—¿Para qué quieres a Fediay? —preguntó tranquilamente el jefe—. ¿Qué pinta aquí Fediay si tienes ante ti al mismísimo Mitiay. Habla, di qué quieres de mí.

—Negocios.

—¿Qué negocios?

—Queremos tierra tuya. Desde barranco hasta campo.

—Busca tú mismo. —Mitiay se volvió para mirar a sus valientes compañeros—. Tierra.

—A cambio daremos… —Gosha levantó la mano y empezó a contar con los dedos— ocho cuchillos, cinco hachas, una berdan y cinco veces diez raciones grandes de mermelada. Y además, una mujer.

—Mujer, eso está bien —pronunció despacio el joven echando una mirada rápida a Ilona—. ¿Estuviste con el viejo jefe?

—Estuve —asintió Gosha—. Tu viejo no dio tierra. Nos echó.

—¿Ves? —dijo despectivamente el joven Mitiay apoyándose en una maza—. Primero fuiste a viejo y sólo después a mí. Eso está mal. Eres tonto. Primero tenías que venir a mí, y yo con viejo… eh… Eres tonto.

—Perdona —se disculpó Gosha, anonadado.

El salvaje negó con la cabeza.

—Viejo, él… Sí, es eso.

—¿Y tú?

—Yo —declaró con seriedad el joven, y volvió a mirar a sus compañeros de armas— soy yo mismo.

Sus compañeros adoptaron una pose de orgullo.

—Lo sé —dijo Gosha—. ¿Barranco, tuyo?

—Mío.

—¿Y campo?

—Considera mío.

—Dame tierra, entre barranco y campo.

El salvaje negó con la cabeza como con pena.

—No. Imposible. No daré. Tierra no daré. Es mía. Por ella sólo ando yo. Y también el Alce Blanco. Tú no puedes, imposible.

—Ella es tuya, desde luego —insistió Gosha—. Nosotros nos instalaremos en ella y nos dedicaremos sólo a nuestros asuntos. Entiende, hermano, cuánto bueno para ti. Para ti berdan, para ti mujer, para ti cartuchos, cuchillos, mermelada. Y para nosotros, tierra.

El salvaje sonrió y miró un instante a Ilona. Luego miró la culata. En ambos casos sus ojos brillaban con la misma fuerza.

—Berdan, eso sí —dijo—… Y mujer también.

De repente hizo un movimiento imperceptible y en una fracción de segundo se adelantó unos cuantos metros. Con un dedo señaló a Smirnov. El médico retrocedió, pero en seguida comprendió que lo que interesaba al salvaje no era él, sino el automático que llevaba colgado delante del pecho.

—Dispararrápido —dijo con firmeza el salvaje— y berdan. Y mujer. Cinco veces diez porciones grandes de mermelada. Cinco cajas de cartuchos. Dos veces por diez cuchillos.

—Es demasiado —se negó Gosha.

—Ajá —asintió divertido el joven Mitiay, mirando a sus guerreros. Éstos empezaron a reírse.

—Dispararrápido no daré —afirmó con convencimiento Gosha.

Mitiay se encogió de hombros.

—Si dispararrápido no, tierra tampoco.

—No puedo.

—Por consiguiente, yo tampoco puedo.

Gosha guardó silencio y se metió las manos en los bolsillos.

—Bueno, pues hasta mañana, Mitiay. Mañana hablaremos otra vez.

—Escucha —lo detuvo el joven jefe—. ¿Y dos mujeres?

—Dos no. Sólo hay una.

—Eh… —suspiró con aire bondadoso el joven—. Mientes. En tu aldea hay cuatro veces por diez mujeres. Todas blancas, todas huelen a miel. Mujeres no flacas.

Gosha sonrió maliciosamente.

—Yo tengo mucho de todo. Mujeres, dispararrápidos, cuchillos y muchas cosas más. Dame tierra y no te equivoques en tus cálculos. Vamos a estar aquí mucho tiempo. Tú también. Piensa, Mitiay.

Mitiay elevó la cabeza al cielo y parpadeó.

—No me gusta —replicó alegremente—. No me gusta pensar.

En un instante los salvajes desaparecieron en la espesura del bosque sin mover una sola rama.

—Chingachgook
[15]
de los cojones —refunfuñó Glybov, furioso, sacó su cantimplora y echó un trago.

—Es un golfo —dijo Musa, y escupió.

—Un tipo normal —comentó Gosha—. Pero no podemos darle el automático.

—Lo que necesita no es un automático, sino un buen cogotazo —dijo fríamente Musa—. Pero tienen buenas lanzas. Me gustaron. Muy buenas lanzas. No me esperaba que estos papúas tuvieran unas lanzas así.

—Son cazadores —explicó Gosha—. Con esas lanzas aciertan a un alce a cincuenta pasos. Lo he visto con mis propios ojos.

Musa hizo un gesto despectivo con la mano y se volvió hacia Ilona.

—¿Qué tal, querida? ¿Qué te han parecido estos jóvenes locales?

—No están mal —contestó divertida Ilona—. Sólo que apestan. Además, aquí hay algo que vuela todo el tiempo y me está picando…

—Se llama mosquito.

—Pues duele. Haz que no me piquen.

Musa asintió.

—Lo intentaré.

Ilona se encogió.

—¿Dónde hay un cuarto de baño por aquí?

—Por todas partes —contestó burlonamente Glybov—. Escuchad, vamos a disparar un poco. ¿Acaso he hecho en vano el vuelo desde Moscú? Allí ahora es un aburrimiento… He soñado toda la semana con venir aquí para levantar el ánimo…

—No es aconsejable —señaló Gosha—. Mañana llegaremos finalmente a un acuerdo, tendremos nuestra tierra. Después podrá disparar.

—Idos al diablo —dijo enojado el millonario frunciendo el ceño—. Musa tenía razón. Me he hartado de vuestra diplomacia troglodita. Cuchillos, mermelada, Alce Blanco, Demonio Enjuto… ¿Qué os pasa? ¿De verdad habéis decidido hacer tratos con esos apestosos neandertales? Usted, señor Degot, ¿se imagina toda la pasta que he soltado para su colonia?

—Un momento, déjelo ya —intervino el doctor Smirnov dando señales de vida—. No se las dé de benefactor. Le recomendaron lo de la colonia y usted puso su dinero. Si no lo hubiera puesto, nos habríamos ido a otra colonia junto con esta chica. A Siberia, o tal vez más lejos.

—Vale, vale, doctor —repuso Glybov, evidentemente herido en su amor propio—. Usted parece intocable. Empuja con el pie y se le abre cualquier puerta. Muy bien, hágase a la idea de que no he abierto el pico. —El millonario se agachó, cogió una florecilla pálida, la olió y la tiró.

—¿Qué significa in-to-ca-ble? —preguntó Ilona, pronunciando esa palabra sílaba a sílaba.

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