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Authors: Andrei Rubanov

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Clorofilia (30 page)

BOOK: Clorofilia
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—Cállate ya, hijita —la interrumpió Musa—. Todo ha sido excelente.

Se dirigieron hacia el coche.

—No he entendido muy bien por qué piensas que estás acabado —dijo Musa en voz baja.

—Porque no creo en sus comprobaciones —contestó Saveliy con aire sombrío—. En los análisis de sangre y todo eso. ¿Qué coño de análisis de sangre si nada más entrar ya pueden determinar si la persona miente o no? Creo que el análisis de sangre es un cuento para tontos. Con sus técnicas pueden detectar a cualquier herbívoro a cien metros.

—Tienes razón —convino Musa amablemente—. ¿Adónde te llevo?

—¿Adónde? —Saveliy se quedó pensando—. Al trabajo.

El «amigo» arrancó a toda prisa y se alejó del lugar.

—¿Quieres decir que lo más importante para ti es el trabajo?

—No. Lo más importante para mí es mi familia. Y el niño.

—¿Tienes un hijo?

—Lo voy a tener.

—Lo dices como… Sin ninguna emoción.

Hertz se quedó callado y luego preguntó:

—¿Ha oído hablar de los hombrecillos verdes?

Musa giró la cabeza y miró a Saveliy con interés.

—Algo he oído. ¿Eso significa que vosotros…?

—Sí.

—¿Lo sabe tu mujer?

—Lo sabe.

—¿Y qué habéis decidido?

—¿Hay algo que decidir? Si nace verde, entonces veremos qué hacemos. Pero en cualquier caso, no lo vamos a entregar. Ya sea verde, azul o violeta, no pienso entregar a mi propio hijo.

—Mmm… —suspiró tristemente Musa—. No lo entiendes. Vendrán personas armadas y te lo quitarán. Si te resistes, te encarcelarán. Y a tu mujer también. Te romperán tus modernos dientes rojos y te echarán diez años, y hasta la vista. Nadie querrá defenderte.

—¿Y usted? —preguntó Hertz.

Musa pareció sorprenderse.

—¿Qué pinto yo en esto? Tú mismo has dicho que estás acabado. ¿Para qué voy yo a defender a un tipo que se tira de los pelos y grita que le ha llegado el final?

—Grito porque no veo salida.

El viejo canalla no contestó nada.

—Es mejor girar aquí —asintió Saveliy—, en la avenida de Konstantin Ernst. Queda más cerca.

—Pues giramos —dijo Musa—. Pero antes vamos a un sitio. Allí nos sentaremos y hablaremos tranquilamente. Me encanta cuando uno puede sentarse y hablar con calma…

—¿De qué? —preguntó Saveliy poniéndose tenso.

—De la vida —respondió severamente el canalla—. Vamos a un tercer piso, pero no tengas miedo.

Estuvieron mucho tiempo en el coche mientras se alejaban del centro. Atravesaron el sexto y el séptimo anillo de circunvalación. Se desviaron de las autopistas con puentes elevados, se adentraron entre bloques de viviendas levantadas apretadamente unas contra otras, torres de pisos construidas con bloques de hormigón barato de la época en que empezaron a aparecer los tallos. Ahora, al cabo de los años, aquí todo era absolutamente lúgubre. En uno de los cruces yacía calcinado con las ruedas hacia arriba un camión recogedor de basuras. Al lado de las cabinas de solarios callejeros se divisaban grupos de gente mal vestida con rostros pálidos. Ante los ojos de Saveliy se hicieron visibles los resultados de la intensa lucha del gobierno con los ciudadanos herbívoros: cada tallo local estaba cercado por una valla de cinco metros de resina de carbono superresistente. Como afirmaron los fabricantes chinos, este material único no cedía ante ninguna acción destructiva: ni se rompía, ni se podía cortar ni quemar. Pero ahora Hertz vio que en las vallas había trozos rotos, cortados o quemados, suficientes para que por el agujero se colara cualquiera que lo deseara.

Se acercaron a una de las torres con las paredes cubiertas de moho. Las ventanas de los cinco primeros pisos estaban tapiadas con ladrillo o simplemente cegadas toscamente. El vestíbulo apestaba a restos de comida y tenía el aspecto de una tienda, con escaparates miserables tras el sucio cristal llenos de garrafones y cantimploras de agua potable. Al ver a Musa, un vendedor desgreñado salió del estado de postración («El tío está en la típica fase de salida», adivinó Hertz) e hizo una respetuosa inclinación.

—El ascensor no funciona —advirtió Musa.

—No pasa nada —respondió Saveliy con un poco de hipocresía.

Subieron por una escalera cubierta de esputos, adentrándose en húmedos pasillos medio en penumbra. De repente, tras una puerta llena de rasguños, apareció un pequeño restaurante inusualmente acogedor, sin gente y decorado con buen gusto. Incluso había una chimenea. En un rincón emitía destellos una excelente instalación en tres dimensiones: un asiático atractivo y musculoso lo mismo sonreía con tristeza que adoptaba una de las posiciones del arsenal del kung-fu. A juzgar por las apariencias, esto era una cueva de ladrones, un cuartel general de delincuentes, lugar de encuentro y de reuniones de negocios.

Para ocultar su nerviosismo, Saveliy se inclinó hacia el destellante combatiente.

—Jackie Chan, ¿verdad?

—No —respondió Musa—. Éste no es Jackie Chan. Éste es Talgat Nimagtulín. ¿Has oído hablar de él?

—Era algún héroe del siglo XX.

—Bueno, héroe o no, al menos murió como un hombre.

—Ah —dijo Saveliy—. ¿Y cómo murió?

—Lo apuñalaron hasta matarlo.

Olía a carne frita. De una pared colgaba un anuncio con letras grandes:

LOS AMIGOS PAGAN

Y en la pared de enfrente habían pintado una advertencia más:

NO SERVIMOS AGUA

Se acercó un camarero. Sin decir una palabra, apartó las sillas de una de las mesas y encendió una vela. Aquí Musa se comportaba de otra manera, no encorvaba la espalda y no arrastraba los pies al andar. Ahora mostraba una buena planta, con una mirada de macho duro y unas canas que le aportaban nobleza. Así fue como lo vio Hertz la primera vez, hacía dos meses, en el despacho de Pushkov-Riltsev.

—Es un buen sitio —dijo Musa con aire práctico, sentándose medio de perfil y cruzándose de piernas majestuosamente—. Tras la pared de la cocina está el silenciador más potente de todo este barrio. Normalmente mandamos a la gente directamente desde aquí.

—¿Mandan? —preguntó Hertz—. ¿Adónde? ¿Al otro mundo?

La silla en que estaba sentado rechinó como si fuera de madera auténtica. Y tal vez fuera una silla de madera de verdad.

—No digas groserías —se enfadó Musa—. ¿Qué sentido tiene ser grosero? No te he dado motivos.

—Lo he soltado sin pensar —reconoció Saveliy—. Se me ocurrió y lo he soltado. Sin pensarlo.

Musa sonrió. —Eso ocurre cuando una persona pasa de la pulpa al alcohol. Intentas hablar con él de un asunto y lo único que hace es parpadear.

—¿Y nosotros ya hemos hablado de algo?

—Lo estoy intentando —dijo Musa amablemente—. Pero me interrumpes todo el tiempo.

—Perdone.

—No te disculpes.

Saveliy suspiró.

—Por cierto —dijo con aire de tristeza el canalla narigudo—, no te sirve de nada beber vodka.

—¿Por qué? —Porque tú, Saveliy, tienes medios. Y según creo, consumías solamente pulpa muy refinada. Octava o novena destilación. ¿He acertado?

—Sí.

—De la octava destilación —dijo Musa, con una suave entonación— nunca se ha salvado nadie. Con o sin vodka, es absolutamente imposible. De la pulpa cruda, sí, se desenganchan. De la cuarta o quinta, se desenganchan. De la séptima es prácticamente imposible. Del séptimo grado de concentración se desenganchan solamente las personas muy fuertes. Y de la octava todavía no se ha desenganchado nadie. Por no hablar ya de la novena.

Saveliy guardó silencio, pensó en lo que había oído y dijo:

—Mi amigo, Garri, al que han metido hoy en la cárcel, se desenganchó. A base de vodka y carne…

—Seguramente eso fue hace veinte años. Cuando el número cuatro se consideraba todo un lujo. Pero ahora, cuando empieza a salir la undécima… —Musa negó con la cabeza con pesar—. ¿Sabes lo que es la destilación? Cogen un cubo de materia prima, extraen el agua y el resultado es un producto seco. Después lo ponen debajo de una prensa y aplican una presión enorme, convirtiendo la cosa en una tabletita de este tamaño. —Musa encogió la mano y unió el pulgar con la punta del índice—. Digamos que si durante tres o cuatro años te has estado tragando a diario pastillas de la séptima y octava destilación, haz la cuenta: tú solito te has tragado un tallo maduro entero.

Hertz sintió que empezaban a entrarle escalofríos.

—¿Y qué pasará conmigo?

—Concretamente contigo no lo sé. Sólo sé que en tu situación la gente normalmente se transforma en buceadores. Los suelen llamar «corredores». Se sumergen desde el piso noventa al décimo. Se convierten en terminales. La hierba, amigo Saveliy, es una planta. No asalta, no te clava un puñal, pero mata lentamente a las personas. Sin que se den cuenta. Cada mañana se toman una nueva cápsula para estar todo el tiempo en estado de movimiento. Es muy perjudicial estar todo el tiempo en movimiento. Porque después, más o menos al cabo de un año, comienzan los ataques de rabia. La persona necesita sol, la mayor cantidad posible de sol, y si alguien se lo quita el herbívoro monta en cólera. Hay casos conocidos de violencia, incluso de asesinato. Va por ahí un joven cualquiera ocupado de sus propios asuntos, casi contento, disfrutando de alegría pura, y poco después, por casualidad, pasa una persona que se interpone entre él y los rayos directos, y el tipo coge cualquier objeto pesado que tenga a su alcance y le pega con fuerza en la cabeza…

—Yo no pienso bajar —contestó lúgubremente Saveliy—. No me convertiré en un corredor. Eso sería lo último.

—… Y con relación a los hombrecillos verdes —continuó Musa como si no lo hubiera escuchado—, no lo sabes todo sobre ellos. El mayor hombrecillo verde está dentro de ti. ¿Hace mucho que consumes pulpa?

—Casi siete años.

—¿Y siempre concentrada?

—Sí.

Musa guardó silencio.

—Eso es muy malo. Ni siquiera sé cómo decirte…

—Dígame la verdad. —De acuerdo, te la diré. Pero tienes que escuchar mis palabras como corresponde a un hombre… —Musa entornó los ojos—. El caso es que tú ya no eres una persona.

—Vaya —murmuró Hertz con la boca seca.

Su interlocutor se inclinó sobre la mesa y dijo en voz baja pero firme:

—Te hablo como a una persona sólo por respeto a aquel que nos presentó. Por respeto a mi antiguo comandante, a mi compatriota militar. Tú lo conoces como Mijáil Evgráfovich. No puedo hacer nada por ti, Saveliy. Tú ya no eres una persona, eres un tallo verde y tu destino está sellado. Te irás convirtiendo en una planta larga y dolorosamente. Pero no eres el único, hay muchos, muchísimos como tú. Todos los adictos a la pulpa. Los pobres que mascan pulpa aguantarán unos cuantos años. Tal vez hasta diez, o veinte. Podrán andar, conversar, tener hijos. Pero los ricos de los pisos superiores, los antropófagos, como los llaman… los adictos a los concentrados refinados… se convertirán en plantas en los próximos años. Perderán el aspecto de persona. Literalmente. Fisiológicamente. No sé cómo será. Nadie lo sabe. Es algo que acaba de empezar hace poco, y yo personalmente he visto sólo el principio del proceso… —Musa apretó los labios—. Es una pena que justamente me haya tocado a mí, un viejo pecador, la tarea de comunicarte que has desaparecido. Pero es mejor que lo haga yo, Musa Chechen, en esta tranquila taberna, que el primer ministro por el primer canal, ¿no es así?

Saveliy no contestó nada, ni siquiera se movió.

—Todo el que haya consumido el concentrado —la voz del mafioso canoso sonaba como si saliera del fondo de un barranco— está condenado. Empiezan a echar raíces y sus caras estarán siempre orientadas al sol. Sólo se salvarán los que nunca hayan rozado siquiera la hierba. De esos hay muy pocos. Incluso yo probablemente no me salvaré, porque me enteré demasiado tarde de todo esto… Y ahora, una cosa más, la última y más importante. Yo no te conozco, Saveliy, y la verdad es que me importas un carajo. Eres un muerto viviente. Pero Misha me suplicó que te ayudara: «Ayuda a todos los que puedas —me dijo—, pero especialmente te pido que ayudes a Saveliy y a su mujer». Eso me dijo. Y yo le tenía mucho respeto, así que haré lo que me pidió. No soy Alá, no te puedo curar, pero te puedo hacer la vida más fácil, darte un año o dos más de tranquilidad… Ahora te voy a detallar cómo lo voy a hacer. Después me dices sí o no. A mí me da igual lo que digas. Siempre tengo cola de gente deseando que los ayude, casi no me los puedo quitar de encima… Pero si me dices no, dentro de una hora te despertarás en algún lugar del centro de la ciudad con la sensación como de que has perdido el conocimiento durante cinco minutos. Lo recordarás todo: tu revista, tu redacción, a tu mujer, a tu colega arrestado. Pero a mí, a tu «amigo» Musa, jamás me recordarás. Y tampoco te acordarás de esta conversación. Y ahora, escúchame con atención.

Capítulo 10

A las cinco de la mañana se acercaron al banco y Hertz sacó casi todo el dinero que tenía en su cuenta. Obedeciendo a su instinto de burgués empedernido, dejó unos cuantos cientos de reserva. No pudo evitar reírse de sí mismo. ¿Para qué dejar, a quién? De mala gana se metió en los bolsillos los paquetes de billetes tornasolados, ultramodernos, fácilmente convertibles, inarrugables, ininflamables, los fiables
Russian rubles
, decorados con los retratos de grandes personajes, desde Vladímir Monómaco
[11]
hasta Alla Pugacheva
[12]
. Y además, emitidos en China.

Al volver al coche, empezó a enseñarle su riqueza a Musa, quien se apartó asustado.

—¡No es el lugar ni el momento!

—¿Cuándo, entonces?

El canalla, convertido de nuevo recientemente en un pacífico viejecito, explicó ceremoniosamente:

—Aceptaré el pago al final. Después de la entrega a domicilio.

—De acuerdo.

—Esconde el dinero y muéstrame tu teléfono.

—Lo tengo implantado.

—Entonces, desconéctalo.

Hertz hizo dócilmente lo que le pedía.

—Hace tan sólo un año —dijo Musa—, antes del envío les quitábamos obligatoriamente los implantes a todos. Teníamos nuestra propia clínica, nuestro cirujano… Pero ahora son otros tiempos. Hay que trabajar de acuerdo con el programa de emergencia. Hay demasiados solicitantes.

—Probablemente —supuso Saveliy lúgubremente—, y pronto habrá más. Y usted se va a hacer de oro.

Musa negó con la cabeza.

—Al contrario. Si todos se escapan tendré que cerrar mi negocio. Empezará el caos, el pánico, la histeria… El ejército, veinticinco tipos de policías… No me gusta trabajar en esas condiciones. Pero no me distraigas. ¿Tu mujer también lo tiene implantado?

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