El piloto recuperó el control, no lo suficiente para salvar el aparato, pero sí para recorrer tres millas y posar el helicóptero fuera del alcance de las ametralladoras. Pero el suboficial Roberts se había quedado solo en las rocas rodeado por veinte asesinos de Al Qaeda. Los SEAL se enorgullecen de que nunca han dejado atrás a un compañero, vivo o muerto. Después de pasar a otro helicóptero, Dixon y los demás fueron a buscarlo; de camino recogieron a un pelotón de boinas verdes y a un equipo de los SAS británicos. Lo que siguió está registrado en los anales de los SEAL.
Neil Roberts puso en marcha su localizador para avisar a sus compañeros de que estaba vivo. También comprendió que el nido de ametralladoras continuaba activo y dispuesto a abortar cualquier intento de rescate que llegase del cielo. Con las granadas de mano acabó con los tipos de la ametralladora, pero descubrió su posición. Los hombres de Al Qaeda fueron a por él. Sin embargo, vendió cara su vida; luchó y disparó hasta la última bala y murió con su cuchillo de combate en la mano.
Cuando llegaron los rescatadores ya era demasiado tarde para Roberts, pero los tipos de Al Qaeda aún estaban allí. Hubo un encarnizado intercambio de disparos de más de ocho horas entre las rocas mientras centenares de yihadistas llegaban para sumarse a los sesenta que habían emboscado a los americanos. Seis de ellos murieron, y dos SEAL resultaron gravemente heridos. Pero a la luz de la mañana contaron trescientos cadáveres de Al Qaeda. Todos los muertos norteamericanos fueron llevados a casa, incluido Neil Roberts.
Casey Dixon llevó el cuerpo al helicóptero de evacuación y como había recibido una herida en el muslo también fue trasladado a Estados Unidos. Una semana más tarde asistió al funeral de sus compañeros en la capilla de la base en Little Creek. Después de aquello, cada vez que miraba la cicatriz en su muslo derecho recordaba aquella terrible noche en las rocas de Tora Bora.
Nueve años más tarde, en un cálido atardecer al este de las islas Turcas y Caicos, miraba cómo sus hombres y sus equipos pasaban del barco nodriza a su nuevo hogar, el antiguo carguero de cereales, que ahora se llamaba
Chesapeake
. Desde muy arriba, un EP-3 de Roosevelt Roads que patrullaba les avisó de que el mar estaba desierto. No había ningún observador.
Para maniobras de ataque en el mar llevaba una gran neumática de casco rígido de once metros de eslora. Tenía suficiente capacidad para transportar a todo su pelotón y avanzar con el agua en calma a cuarenta nudos. También disponía de otras dos Zodiac más pequeñas. Solo tenían cinco metros de eslora, podían llevar a cuatro hombres armados y se movían a la misma velocidad.
Igualmente, llevaba dos guardacostas norteamericanos expertos en registrar barcos, dos inspectores de aduana con perros, dos técnicos de comunicaciones del cuartel general y, esperando en el helipuerto en la popa del barco nodriza, los dos pilotos de la marina. Estaban en el interior del Little Bird, un aparato que los SEAL casi nunca veían y que no habían utilizado antes.
Si algunas veces los llevaban en helicóptero, era en los nuevos Boeing Knight Hawk. Pero el pequeño aparato era el único helicóptero cuyos rotores podían descender hasta la bodega del
Chesapeake
cuando las escotillas estaban abiertas.
Entre el equipo que trasladaban también estaban las habituales metralletas Heckler and Koch MP 5A de fabricación alemana, el arma preferida por los SEAL para el combate cuerpo a cuerpo; el equipo de submarinismo, las unidades Draeger; los fusiles para los cuatro francotiradores, y una enorme cantidad de municiones.
Cuando la luz empezó a disminuir el EP-3 les informó desde lo alto que el mar continuaba despejado. El Little Bird despegó, dio una vuelta como una abeja furiosa y se posó en el
Chesapeake
. En cuanto los rotores se detuvieron, la grúa de cubierta levantó el pequeño helicóptero y lo bajó a la bodega. Las tapas se cerraron, moviéndose con suavidad sobre los rieles. Después las cubrieron con lonas embreadas para protegerlas de la lluvia y la espuma.
Los dos barcos se separaron y la nave nodriza desapareció en la penumbra. Desde el puente algún gracioso transmitió un mensaje en código con una lámpara Aldis, una tecnología de un siglo atrás. En el puente del
Chesapeake
el capitán lo tradujo. Decía: BUENA SUERTE.
Durante la noche, el
Chesapeake
pasó entre las islas para dirigirse hacia su área de vigilancia, la cuenca del Caribe y el golfo de México. Cualquiera que buscase en internet se enteraría de que era un carguero legal que transportaba trigo desde el golfo de San Lorenzo a las bocas hambrientas de Sudamérica.
Bajo cubierta, los SEAL limpiaban y comprobaban sus armas; los mecánicos ponían a punto los fuera borda y el helicóptero para el combate; los cocineros preparaban algo de cena mientras abastecían las despensas y los frigoríficos, y los técnicos de comunicaciones montaban sus equipos para una vigilancia de veinticuatro horas en un canal cifrado que transmitía desde un viejo depósito en Anacostia, Washington.
La llamada que debían esperar podía tardar en llegar diez semanas, diez días o diez minutos. Cuando llegase estarían dispuestos para el combate.
El hotel Santa Clara es un alojamiento de lujo en el corazón del centro histórico de Cartagena. El edificio, un convento con una antigüedad de centenares de años, había sido totalmente restaurado. El agente de la SOCA que supuestamente era maestro en la escuela naval, había informado a Cal Dexter de todos los detalles del establecimiento.
Dexter había estudiado los planos e insistido en pedir una habitación determinada. Se registró con el nombre de señor Smith pasado el mediodía del domingo señalado. Muy consciente de que había cinco musculosos matones sentados sin tomar nada en un patio interior o leyendo los avisos colgados en los tablones del vestíbulo, tomó un almuerzo ligero en un atrio a la sombra de los árboles. Mientras comía, un tucán salió de entre las hojas, se posó en la silla de delante y lo miró.
—Compañero, sospecho que tú estás muchísimo más seguro que yo en este lugar —murmuró el señor Smith.
Cuando acabó, firmó la cuenta con el número de habitación y subió en el ascensor hasta el último piso. Dejó bien a la vista que estaba allí y solo.
Devereaux, en una rara muestra de cierta preocupación, le había aconsejado que llevase un apoyo formado por sus recién adoptados boinas verdes de Fort Clark. Pero él declinó el consejo.
—Por muy buenos que sean —le había dicho—, no son invisibles. Si Cárdenas ve algo sospechoso, no aparecerá. Creerá que van a asesinarlo o a secuestrarlo.
Cuando salió del ascensor en el quinto y último piso y se dirigió por el pasillo exterior hasta su habitación, supo que había cumplido con el consejo de Sun Tzu. Deja siempre que te subestimen.
Cuando llegó a su habitación vio a un hombre con un cubo y una fregona al final del pasillo. No era muy sutil. En Cartagena son las mujeres quienes friegan. Entró. Sabía lo que encontraría. Había visto las fotos. Una gran habitación con aire acondicionado. Un suelo de cerámica, muebles de roble oscuro y unas grandes puertas que daban a la terraza. Eran las tres y media.
Apagó el aire acondicionado, descorrió las cortinas, abrió las puertas de cristal y salió a la terraza. En lo alto estaba el azul claro de un día de verano colombiano. Detrás de su cabeza, solo a un metro de altura, el desagüe y el tejado color ocre. Delante de él, cinco pisos más abajo, resplandecía la piscina. Con un buen salto quizá caería en la parte más profunda, pero lo más probable era que acabase estrellándose contra los azulejos. De todas formas, no era lo que tenía pensado.
Volvió a la habitación y colocó una butaca de forma que las puertas del balcón quedasen a su lado y tuviera una visión clara de la puerta. Por fin cruzó la habitación, abrió la puerta, que como todas las habitaciones de hotel tenía un amortiguador y se cerraba sola, la calzó para dejarla apenas entreabierta y volvió a su asiento. Esperó, con la mirada en la puerta. A las cuatro se abrió. Roberto Cárdenas, pistolero y asesino múltiple, quedó enmarcado con el fondo azul del cielo.
—Señor Cárdenas, por favor. Entre, tome asiento.
El padre de la joven encerrada en un centro de detención de Nueva York dio un paso adelante. La puerta se cerró y se oyó el chasquido de la cerradura de bronce. Haría falta la tarjeta de plástico correcta o un ariete para abrirla desde el exterior.
Dexter pensó que Cárdenas parecía un tanque de batalla con patas. Era sólido, probablemente inamovible si no quería moverse. Quizá rondaría los cincuenta años, pero era una masa de músculos con el rostro de un dios azteca.
Le habían dicho que el hombre que había utilizado a su mensajero en Madrid para enviarle una carta personal estaría solo y desarmado, pero por supuesto no lo había creído. Sus hombres habían estado vigilando el hotel y los alrededores desde la madrugada. Llevaba una Glock de nueve milímetros en la cintura y un puñal afilado como una navaja en una vaina sujeta a la pantorrilla bajo la pernera derecha. Sus ojos buscaron en la habitación una trampa oculta, a un pelotón de norteamericanos al acecho.
Dexter había dejado la puerta del baño abierta, pero Cárdenas echó una rápida mirada en el interior. Estaba vacío. Miró a Dexter como un toro en una plaza que ve que su enemigo es pequeño y débil, pero no acaba de entender por qué está allí sin protección. Dexter le señaló la otra butaca. Le habló en español.
—Como ambos sabemos, hay momentos en los que la violencia funciona. Pero este no es uno de ellos. Hablemos. Por favor, siéntese.
Sin apartar la mirada del norteamericano, Cárdenas se acomodó en la butaca acolchada. El arma que llevaba a la espalda le obligó a sentarse un poco más adelante. Dexter tomó nota.
—Tiene a mi hija. —No era un hombre al que le gustara dar rodeos.
—Las autoridades de Nueva York tienen a su hija —le rectificó.
—Más le valdrá que ella esté bien.
Julio Luz, casi meándose de miedo, le había explicado lo que Boseman Barrow le había contado sobre algunas de las cárceles de mujeres en la parte norte del estado.
—Está bien, señor. Angustiada, por supuesto, pero no maltratada. La retienen en Brooklyn, donde las condiciones son confortables. Es más, está en la lista de vigilancia por riesgo de suicidio…
Alzó una mano cuando Cárdenas amenazó levantarse como un resorte de su butaca.
—Pero solo es un engaño. Así tiene su propia habitación en la enfermería. No tiene ninguna necesidad de mezclarse con las otras presas; con la chusma, por decirlo de algún modo.
El hombre que había ascendido desde las cloacas de los barrios más miserables hasta llegar a miembro clave de la Hermandad, el cártel que controlaba el negocio de la cocaína en todo el mundo, miró a Dexter sin acabar de entenderlo.
—Está loco, Smith. Esta es mi ciudad. Podría retenerlo aquí mismo. Sin ningún problema. Unas pocas horas conmigo y suplicaría para hacer la llamada. Mi hija por usted.
—Es muy cierto. Usted podría y yo quizá lo haría. El problema es que las personas del otro lado no lo aceptarían. Tienen sus órdenes. Usted, más que nadie, comprende las reglas de la obediencia absoluta. Soy un peón demasiado pequeño. No habría trato. Lo único que ocurriría sería que Letizia iría al norte.
Los ojos negros, cargados de odio, no parpadearon, pero el mensaje caló.
Ni se le pasó por la cabeza que el delgado norteamericano de pelo gris no fuese un peón sino el jugador principal. Él mismo nunca hubiese ido a territorio enemigo solo y desarmado, así que ¿por qué iba a hacerlo el yanqui? Un secuestro no funcionaría para ninguna de las dos partes. A él no lo secuestrarían y no tenía ningún sentido retener al norteamericano.
Cárdenas pensó en lo que según Luz había vaticinado Barrow: veinte años, una condena ejemplar. Ninguna defensa posible, un caso abierto y cerrado sin que ese tal Domingo de Vega apareciera para decir que había sido todo idea suya.
Mientras Cárdenas pensaba, Cal Dexter levantó la mano derecha para rascarse el pecho. Por un segundo sus dedos se metieron debajo de la solapa. Cárdenas se movió hacia delante, dispuesto a desenfundar la Glock oculta. El señor Smith sonrió para disculparse.
—Los mosquitos —dijo—. Me están acribillando.
A Cárdenas no le interesó. Se relajó cuando la mano derecha volvió a aparecer. Se hubiese sentido menos relajado de haber sabido que las yemas habían tocado un botón que ponía en marcha un transmisor ultrafino sujeto en el bolsillo interior.
—¿Qué quiere, gringo?
—Bien —dijo Dexter, sin molestarse por la rudeza de su tono—. A menos que haya alguna intervención, las personas que están detrás de mí no podrán parar la maquinaria de la justicia. No en Nueva York. No se puede comprar y no se puede esquivar. Pronto incluso la misericordia de mantener a Letizia a salvo de cualquier daño en Brooklyn se acabará.
—Ella es inocente. Usted lo sabe, yo lo sé. ¿Quiere dinero? Le haré rico para el resto de su vida. Sáquela de allí. La quiero de vuelta.
—Por supuesto. Pero como he dicho, solo soy un peón. Quizá haya una manera…
—Hable.
—Si la UDYCO en Madrid descubriese a un empleado corrupto en la sección de equipajes y él hiciese una confesión completa y con testigos de que escogió una maleta al azar, después de los habituales controles de seguridad, y metió la cocaína para que la recuperase un compañero en Nueva York, entonces su abogado podría solicitar una vista urgente. Sería difícil que un juez de Nueva York no desestimara el caso. Seguir adelante sería negarse a creer en nuestros amigos españoles al otro lado del Atlántico. Creo sinceramente que es la única manera.
Se oyó un rumor sordo como si unas nubes de tormenta se estuviesen agolpando en el cielo azul.
—Este… empleado de la sección de equipajes. ¿Se le podría descubrir y obligar a confesar?
—Quizá. Depende de usted, señor Cárdenas.
El rumor se hizo más fuerte. Se convirtió en un rítmico batir. Cárdenas repitió la pregunta.
—¿Qué quiere, gringo?
—Creo que ambos lo sabemos. ¿Quiere un intercambio? Ahí lo tiene. Lo que usted tiene a cambio de Letizia.
Se levantó, arrojó una pequeña tarjeta a la alfombra, salió por las puertas de la terraza y dobló a la izquierda. La escalerilla de acero bajaba por una esquina del tejado y se movía con la corriente de aire.