Desde su posición, el piloto del Little Bird podía ver cómo se llamaba el barco contrabandista. Era el
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, un nombre muy evocador. Pero, en realidad, era un pesquero oxidado, viejo, de treinta metros de eslora y que apestaba a pescado. Era lo que se pretendía. La tonelada de cocaína en paquetes estaba debajo del pescado podrido.
El capitán intentó tomar la iniciativa y ordenó que pusieran en marcha los motores. El helicóptero se apartó y fue a colocarse a una banda, a tres metros por encima del agua y a diez metros del
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. Desde aquella distancia, el francotirador podría haberle destrozado cualquiera de las dos orejas.
—Pare los motores —dijo una voz a través de los altavoces del Little Bird.
El capitán obedeció. No podía oírles por encima del estrépito del helicóptero, pero había visto la cortina de espuma de las dos neumáticas de ataque que se acercaban.
Esto también era incomprensible. Estaban a muchas millas de tierra firme. ¿Dónde demonios estaba el barco de guerra? Las intenciones de los hombres de pie en las dos neumáticas estaban claras: lanzaron ganchos de abordaje por encima de las bordas y con extrema rapidez saltaron a cubierta.
Eran jóvenes, con prendas negras, pasamontañas y armados hasta los dientes. El capitán contaba con solo siete tripulantes. La orden de «no resistirse» fue inteligente. Hubiesen durado segundos. Dos de los hombres se le acercaron; los demás apuntaron a la tripulación, que mantenían las manos bien alto por encima de las cabezas. Uno de los atacantes parecía estar al mando, pero únicamente hablaba en inglés. El otro oficiaba de intérprete. Ninguno de los dos se quitó el pasamontañas negro.
—Capitán, creemos que su barco transporta sustancias ilegales. Drogas; para ser más precisos cocaína. Tenemos la intención de inspeccionar su barco.
—No es verdad, solo llevo pescado. No tienen derecho a inspeccionar mi barco. Va contra las leyes del mar. Es un acto de piratería.
Le habían dicho que objetase esto. Por desgracia, su conocimiento de la ley era menos amplio que el de cómo conservar la vida. Nunca había oído hablar de la CRIJICA, aunque tampoco hubiese comprendido lo que era de haberlo oído.
Pero el comandante Ben Pickering estaba actuando conforme a derecho. La ley de justicia criminal (Cooperación Internacional) de 1990, conocida como CRIJICA, contenía varias cláusulas que trataban sobre interceptar barcos que supuestamente transportaran drogas. También explicaban los derechos de los acusados. Pero el capitán del
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no sabía que, ahora, él y su barco se consideraban una amenaza a la nación británica, como cualquier otro terrorista. Eso significaba que, para desgracia del patrón, el libro de reglas, con sus derechos civiles incluidos, había ido a parar donde hubiese ido la cocaína de haber tenido tiempo: arrojado por la borda.
Los SBS habían estado practicando durante dos semanas, así que llevaron a cabo la perfeccionada rutina en unos pocos minutos. Cachearon a los siete tripulantes y al capitán en busca de armas o aparatos de transmisión. Les confiscaron los móviles para un análisis posterior. Destrozaron la sala de radio. Esposaron a los ocho colombianos con las manos delante de la cintura y los encapucharon. Cuando ya no podían ni ver ni resistirse los llevaron a popa y les hicieron sentarse.
El comandante Pickering hizo un gesto y uno de sus hombres sacó un lanzacohetes. La bengala subió ciento cincuenta metros y estalló en una bola de fuego. Muy arriba, los sensores de calor del Global Hawk captaron la señal y el hombre delante de la pantalla en Nevada desactivó la interferencia. El comandante avisó al
Balmoral
de que podía acercarse y el buque Q apareció en el horizonte para colocarse a su lado.
Uno de los comandos vestía traje de submarinista. Saltó por la borda para recorrer el casco por debajo de la línea de flotación. Un truco muy habitual era llevar la carga ilegal en un recipiente soldado en la quilla, o incluso esconder los fardos en redes de nailon a treinta metros de profundidad durante el registro.
El buzo no necesitaba el traje, porque el agua estaba templada. Y el sol, ya por encima del horizonte, al este, alumbraba el agua como si fuese un foco. Pasó veinte minutos buceando entre las algas y lapas del casco descuidado. No había ninguna cápsula, ninguna trampilla secreta, ningún fardo colgando. En realidad, el comandante Pickering sabía dónde estaba la cocaína.
Tan pronto como desactivaron la interferencia le comunicó al
Balmoral
el nombre del pesquero interceptado. Después de todo era uno de los que figuraban en la lista de Cortez, uno de los barcos pequeños que no aparecía en ningún listado naviero internacional; no era más que un viejo pesquero de una aldea sin nombre. Pobre o no, estaba haciendo su séptimo viaje a África Occidental, cargado con diez mil veces su valor. Le dijeron dónde mirar.
El comandante murmuró las indicaciones al grupo de búsqueda de los guardacostas. El agente de aduanas soltó a su cocker spaniel. Retiraron las tapas de la bodega y quedaron a la vista toneladas de pescado que, aunque ya no era fresco, todavía estaba en las redes. Con la grúa del
Belleza
retiraron el pescado y lo lanzaron por la borda. Mil quinientos metros más abajo, los cangrejos estarían agradecidos.
Cuando quedó a la vista el suelo de la bodega los aduaneros buscaron el panel descrito por Cortez. Estaba muy bien oculto y el olor a pescado podría haber confundido al perro. La tripulación, encapuchada, no podía saber lo que estaban haciendo, ni tampoco ver cómo el
Balmoral
se acercaba.
Fueron necesarios una palanca y veinte minutos de trabajo para retirar la plancha. La tripulación lo hubiese hecho sin prisas a diez millas de los manglares de las islas Bijagós, antes de pasar la carga por encima de la borda a las canoas que esperaban en los riachuelos. Luego recibirían a cambio los bidones de combustible, repostarían y emprenderían el viaje de vuelta a casa.
De la sentina que estaba debajo de la bodega del pescado salió un hedor todavía más apestoso. Los aduaneros se habían puesto las máscaras y los respiradores. Todos los demás se apartaron.
Uno de los buscadores entró, primero el torso, con un soplete. El otro lo sujetó por las piernas. El primer hombre se movió hacia atrás y levantó un pulgar. Bingo. Entró con un garfio y una cuerda. Uno tras otro, los hombres de cubierta retiraron veinte fardos, de unos cincuenta kilos cada uno. El
Balmoral
los amuró, destacando por encima de ellos.
Les llevó otra hora. Ayudaron a la tripulación del
Belleza
, todavía encapuchada, a subir por la escalerilla al
Balmoral
y los llevaron bajo cubierta. Cuando les quitaron las esposas y las capuchas estaban en la bodega de proa, encerrados por debajo de la línea de flotación.
Dos semanas más tarde, los trasladaron a la flota auxiliar; de allí los llevarían hasta la base británica de Gibraltar, volverían a encapucharlos y los meterían de noche en un Starlifter norteamericano y los llevarían al océano Índico. Las capuchas volverían a desaparecer, verían un paraíso tropical y escucharían la orden: «Divertíos, no os comuniquéis con nadie y no intentéis escapar». La primera era opcional, las demás no.
La tonelada de cocaína también viajó a bordo del
Balmoral
. La vigilarían hasta que se descargase y pasara a manos norteamericanas en el mar. De la última tarea en el
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se encargó el técnico en explosivos del escuadrón. Estuvo bajo cubierta durante quince minutos. Subió y saltó por la borda a la segunda lancha neumática.
La mayoría de sus compañeros ya estaban de vuelta a bordo. El Little Bird ya estaba guardado en la bodega. Al igual que la primera neumática. El
Balmoral
avanzó a baja velocidad dejando una lenta estela a popa. La segunda neumática lo siguió. Cuando entre ellos y el viejo pesquero hubo una distancia de doscientos metros, el artificiero pulsó el botón del detonador.
Las cargas de explosivo plástico que había dejado atrás solo sonaron como si algo se hubiese roto, pero abrieron un agujero del tamaño de la puerta de un granero en el casco. Al cabo de treinta segundos había desaparecido para siempre en un largo y solitario descenso de mil quinientos metros hasta el fondo del mar.
Subieron la neumática a bordo y la guardaron. Nadie más en el Atlántico vio lo sucedido. El
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, su capitán, la tripulación y su carga simplemente se habían evaporado.
Pasó una semana antes de que en el cártel dieran crédito a la pérdida del
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e incluso entonces la reacción solo fue de perplejidad.
Habían perdido en otras ocasiones barcos, tripulaciones y cargas, pero aparte de la desaparición de los submarinos que iban de la costa del Pacífico a México, siempre había habido rastros o razones. Algunos de los barcos pequeños se habían hundido por las tormentas. El Pacífico, así llamado por Vasco Núñez de Balboa, el primer europeo que lo había visto —en un día de calma—, algunas veces podía enloquecer. El cálido mar Caribe de los folletos turísticos a veces debía soportar unos terribles vientos huracanados. Pero no era frecuente.
Cuando perdían cargas en el mar casi siempre se debía a que los tripulantes las lanzaban por la borda antes de ser capturados.
Del resto de las pérdidas en el mar los responsables eran las agencias de la ley o las armadas nacionales. El barco se incautaba, la tripulación era detenida, acusada, juzgada y encarcelada, pero eran personas prescindibles y a sus familias se las podía compensar con una buena suma de dinero. Todos conocían las reglas.
Los vencedores celebraban conferencias de prensa y mostraban los fardos de cocaína a los entusiasmados medios. Pero la única vez que el producto desaparecía por completo era cuando lo robaban.
Los sucesivos cárteles que habían dominado el negocio de la cocaína siempre habían padecido el mismo desorden psiquiátrico: una grave paranoia. La capacidad para sospechar era instantánea e incontrolable. Había dos crímenes que según su código eran imperdonables: robar el producto e informar a las autoridades. Al ladrón y al soplón siempre se les perseguía y sufrían las represalias. No podía haber excepciones.
Se tardó una semana en aceptar la pérdida porque el primero que debía recibirlo en Guinea-Bissau, el jefe de operaciones Ignacio Romero, se quejó de que un cargamento anunciado no había aparecido. Había esperado toda la noche a partir de la hora y en el lugar señalado, pero el
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, que conocía muy bien, no llegó.
Se le pidió que lo confirmase dos veces y lo hizo. Entonces hubo que investigar si había habido un malentendido. ¿El
Belleza
había ido al lugar equivocado? E incluso si era así, ¿por qué el capitán no lo había comunicado? Sabía que debía enviar un mensaje de dos palabras sin sentido si había problemas.
Entonces Alfredo Suárez tuvo que comprobar las condiciones meteorológicas. Había habido mar en calma en todo el Atlántico. ¿Un incendio a bordo? Pero el capitán tenía una radio. Incluso de haber ido en el bote salvavidas tenía su ordenador y el móvil. Por fin tuvo que informar de la pérdida al Don.
Don Diego reflexionó y revisó todas las pruebas que Suárez le había llevado. Desde luego parecía un robo y el primero en la lista de sospechosos era el capitán. Tal vez había robado todo el cargamento porque había cerrado un trato con un importador renegado, o quizá lo habían interceptado fuera del mar, en los manglares, y lo habían asesinado junto con la tripulación. Cualquiera de las dos opciones era posible, pero había que comenzar por el principio.
Si se trataba del capitán, se lo habría dicho a su familia antes de la operación o habría estado en contacto con ella desde su traición. Su familia la formaban su esposa y tres hijos que vivían en la misma aldea de adobe donde guardaba su viejo pesquero, en un riachuelo al este de Barranquilla. Envió al Animal a hablar con ella.
Los chicos no presentaron ningún problema. Los enterró. Vivos, por supuesto. Delante de su madre. Así y todo, ella se negó a confesar. Tardó varias horas en morir, pero se aferró a la historia de que su marido no había dicho nada ni hecho nada malo. Por fin, Paco Valdez no tuvo otra alternativa que creerla. De todas maneras no podía continuar. Ella había muerto.
El Don lo lamentaba. Era tan desagradable… Y finalmente, inútil. Pero inevitable. Sin embargo, aquello planteaba un problema todavía mayor. Si no era el capitán, entonces, ¿quién? Había alguien en Colombia que estaba incluso más angustiado que don Diego Esteban.
El Ejecutor había cumplido con su tarea después de llevar a la familia a las profundidades de la selva. Pero la selva nunca está del todo vacía. Un campesino de ascendencia india había oído los gritos y había espiado entre el follaje. Cuando el Ejecutor y sus dos acompañantes se fueron, el peón corrió a la aldea y narró lo que había visto.
Los aldeanos volvieron al lugar con un carro tirado por un buey y se llevaron los cuatro cadáveres de vuelta al pueblo junto al arroyo. Allí recibieron cristiana sepultura. El sacerdote oficiante era un jesuita, el padre Eusebio. Se sentía asqueado por lo que había visto antes de que tapasen el ataúd de pino.
De nuevo en las habitaciones de su parroquia abrió un cajón en su mesa de roble oscuro y miró el aparato que el padre provincial les había distribuido unos meses atrás. En cualquier otra situación nunca hubiese ni siquiera soñado en utilizarlo, pero ahora estaba furioso. Tal vez algún día vería algo, fuera del secreto del confesonario, y entonces quizá podría utilizar el artefacto norteamericano.
El segundo golpe correspondió a los SEAL. Una vez más estaban a la hora correcta en el lugar adecuado. El Global Hawk
Michelle
patrullaba la gran extensión del Caribe sureño que se extendía en un arco desde Colombia hasta el Yucatán. El MV
Chesapeake
estaba en el pasaje entre Jamaica y Nicaragua.
Dos planeadoras salieron de los manglares del golfo de Uraba, en la costa colombiana, y no pusieron rumbo hacia el sudoeste, a Colón y el canal de Panamá, sino al noroeste. El viaje era largo, casi hasta el límite de su capacidad, así que ambas iban cargadas con bidones de combustible aparte de una tonelada de cocaína cada una.
Michelle
las vio a veinte millas de la costa. Aunque no navegaban a su máxima velocidad de sesenta nudos, lo hacían a cuarenta, lo cual bastó para que los radares de
Michelle
, desde quince mil metros de altitud, supieran que no podían ser más que planeadoras. Comenzó a calcular el rumbo y la velocidad, y avisó al
Chesapeake
de que las planeadoras iban en su dirección. El buque Q cambió de rumbo para interceptarlas.