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Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

Códex 10 (3 page)

BOOK: Códex 10
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Ton vestía el mono de trabajo y un vehículo lo esperaba con el capó abierto. Irónica suerte del destino, la de fallecer ante la estúpida mirada de unos focos redondos, que te han visto vivir y luchar por superar una obligada jubilación, y yacer ahora desangrado con un agujero en la cabeza del calibre de un tornillo métrico 8.

Los agentes de la Unidad de Seguridad Ciudadana, con el sargento Joan Hurtos al mando, habían realizado un buen trabajo asegurando el escenario del crimen; con una herida sangrante en la parte posterior de la cabeza no había duda alguna de que el viejo Ton había sido asesinado por la espalda.

El cabo Josep Flores interrogaba al menor que había encontrado el cuerpo y después había dado la voz de alarma. Se trataba de un adolescente de esos que se juegan la vida a todo gas, recadero de piezas de recambio desde un proveedor hasta los diferentes talleres de la ciudad de Figueres.

Arnau Rabassedas consolaba a la ya viuda, y trataba de determinar los posibles móviles que hubieran empujado a alguien a cometer el homicidio. Casanovas, el cabo de reciente incorporación en su unidad, conversaba con el forense, con toda seguridad para aclarar los primeros conceptos médico-legales sobre las circunstancias y momento de la muerte.

Los agentes de científica habían establecido un área de seguridad dentro del taller. En esa área, la secretaria judicial redactaba, ante su señoría la magistrada juez del juzgado número 15 de Figueres, el acta oficial del levantamiento del cadáver.

Montagut paseaba la mirada entre los indicios acotados. Buscaba en su mente las diferentes secuencias posibles, todas ellas previas a la muerte del mecánico jubilado. Se preguntaba el modo de acceso del autor o autores, cómo se habían movido por el escenario representado y cuánto tiempo había durado el drama de la vida en aquella pequeña atmósfera. Por un instante le había parecido descubrir la sombra de la muerte bajo el banco de trabajo en el que se hallaba el tornillo y el yunque del mecánico. Instintivamente se llevó la mano al estómago y un ligero mareo le impidió seguirle el rastro a la oscuridad que se movía tras el cuerpo inerte de Ton.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el cabo Flores.

—Sí, sí. —El sargento retiró la mano del estómago—. Es sólo una mala digestión. ¿Qué te cuenta el chaval?

—Que le traía un pedido. Trabaja en Comercial Borrás, y al llegar se ha encontrado la puerta lateral de la persiana entornada, aunque ha llamado al timbre como hace siempre. Luego, al ver que no acudían a la puerta ha entrado y se ha encontrado este festival. —Flores señaló el espacio del taller ocupado por el cadáver.

—Y tú, Arnau, ¿qué has averiguado? —Montagut se dirigía ahora al cabo Arnau Rabassedas, que acababa de incorporarse a la conversación.

—Bueno, la señora está afectadísima. ¿Te encuentras bien, Monti? Estás blancuzco.

—Normal. —Montagut eludía la pregunta directa—. ¿Qué sabe de los objetos de valor que pudiera haber aquí?

—En la oficina —Rabassedas señaló una construcción en carpintería de aluminio y cristal al fondo del taller, a una altura de tres metros— parece que solía guardar dinero en un cajón de la mesa del despacho, pero no acostumbraba a cerrarlo con llave. Podría haber unos 2.000 euros. Está por confirmar.

—¿Por qué tanto? Este hombre ya no trabajaba oficialmente, se dedicaba a hacer algunas reparaciones a conocidos y vecinos, más por afición que otra cosa.

—Según su esposa, dejaba el dinero aquí hasta que a final de mes lo subía a su casa. Era dinerillo extra. Después, lo gastaba con sus nietos, o la sorprendía con algún viaje fugaz para disfrutar de la jubilación.

—Pero ¿tanto dinero? —insistió el sargento Montagut. Rabassedas se encogió de hombros.

—Estamos a final de mes. Además, parece que había cobrado algo por una cosecha de aceitunas.

—No lo entiendo —el sargento frunció el ceño y estiró los labios hacia atrás—, pero en fin, así están las cosas. Veamos qué nos cuenta Casanovas de su charla con el forense. —Lanzó un gesto desafiante al cabo Casanovas.

—Hola, sargento. ¿Se sabe algo?

—Hay que joderse con el nuevo —masculló Flores en dirección a Montagut, dando la espalda a propósito al cabo Casanovas.

—Esperábamos que tú nos lo contaras a nosotros —le dijo Montagut.

—¿Yo? —Casanovas levantó las cejas sorprendido—. ¡Oh, sí! Claro, perdone…

—No me trates de usted, Casanovas. Aprende eso rápido, por favor.

—Claro, sargento, disculpe. El forense dice que el cuerpo conserva algunos grados de temperatura por encima del ambiente, con lo que calcula que hace unas cuatro horas que ha muerto.

—¿Y eso? —se mofó Flores.

—Un cuerpo pierde temperatura a razón de un grado por hora y aquí estamos a 28 grados; si el cuerpo está a 32 grados…

—Vale, vale, te sabes la lección, chico listo…

—Flores, por favor, basta de estupideces —intercedió el sargento—. Casanovas, quiero saber cuántos golpes tiene ese hombre en la cabeza, si murió como consecuencia de ellos y, sobre todo, si seguía vivo cuando recibió el último.

—Es un asesinato, sargento —se lució Casanovas ante la socarrona sonrisa del cabo Flores—. El forense cuenta no menos de cuatro contusiones en la cabeza, todas ellas sangrantes, así que la víctima murió tras quedar tendido en el suelo, herido de muerte, eso sí. Además, hay que contemplar el ataque por la espalda y la edad de la víctima. De lo que sí está seguro es de que esa llave inglesa junto al cadáver, y ese martillo, no son el arma homicida. Tendremos más datos después de la autopsia.

—Está bien. Voy a hablar con la juez. Cuando los de científica acaben de trasplantar las huellas de calzado —señaló los dibujos de algún tipo de suelas que se alejaban de la sangre junto al cuerpo en dirección a la oficina en un rastro carmesí—, que suban allí arriba y traten de revelar huellas dactilares en la mesa y el resto de mobiliario. Los funerarios podrán retirar el cuerpo en cuanto lo diga su señoría. Arnau, quiero que busques a posibles testigos por los alrededores, y tú —señaló a Flores— te vas a todos los distribuidores de piezas de recambio y te enteras de los nombres de todos sus repartidores y del servicio de piezas en todo el día de hoy. Quiero saber si alguien más ha venido hoy aquí, aparte del chaval ese que ha encontrado el cuerpo. Venga, cada uno a lo suyo.

—¿Quién va a llevar la dirección de la investigación, Monti? —preguntó el cabo Arnau Rabassedas.

—Lo siento, chicos, pero este caso lo voy a llevar yo.

* * *

—Señoría. —El sargento Montagut se acercó a la juez que instruía el caso.

—¿Qué le parece, Montagut?

El sargento puso al corriente a la juez de las primeras actuaciones y la invitó a acompañarlo a la oficina, en la que ya estaba trabajando un mosso de la policía científica. Gracias a las marcas de aquellas suelas manchadas de sangre, casi se podía seguir una crónica de los movimientos del delincuente por todo el taller. El individuo se había dirigido directamente a los cajones de la mesa, que aparecían abiertos.

—Parece que el autor fue directo al grano, sargento —dijo el mosso de científica—. Sabía que aquí había algo, aunque desconocía en qué cajón encontraría lo que buscaba, por eso los abrió todos. Hay huellas de guantes.

—¿De qué tipo de guantes? —quiso saber el sargento.

—En realidad no son guantes —se rectificó el mosso, que miraba a la juez.

—¿Calcetines? —preguntó Montagut.

—Eso es lo que parece. Pero dudo que se descalzara, no hay huellas de pies en el suelo. Tal vez no sean calcetines.

—Entonces, ¿qué? —inquirió la juez—. Todos sabemos que si no hay señales de dedos, aunque sea a través de guantes, es que utilizan los propios calcetines.

—Podría tratarse de unas manoplas, o incluso de la típica braga de motorista, si es que la utilizaron para entrar aquí.

—Podría ser —apostilló Montagut—. ¿Habéis encontrado hilos de lana o similar?

—Sí, pero eso tampoco es decisivo.

—Entonces, ¿tú qué crees que usaron, Grau?

—Yo no debería hacer conjeturas, sargento —se quejó el mosso de la policía científica, que alternaba la mirada entre él y la juez.

—Está bien, no te preocupes. Lo dejamos en que utilizaron una prenda de ropa de color…

—Negro, las hebras de la tela que hemos encontrado son negras.

—… una prenda de color negro para evitar dejar huellas dactilares. ¿Le parece bien, señoría? —concluyó el sargento.

—Por mí como quieran. —La juez se encogió de hombros—. Si no hay huellas no tenemos nada.

—Gracias, Grau. ¿Qué has encontrado en los cajones?

—Nada importante, sargento, facturas de varios establecimientos de Figueres, todos ellos relacionados con el mundo de la automoción, y un sobre vacío con el logo del BBVA impreso.

—Señoría —pidió Montagut—, si no tiene inconveniente, ¿podemos retirar el cadáver?

—Por nosotras puede proceder. Tenemos el acta a punto. —La juez firmó el documento que le extendía su secretaria judicial—. ¿Podría alguien acercarnos al juzgado, Montagut?

—Claro, las acercaré yo mismo.

El sargento volvió a pasar ante el cadáver de Ton. Se marchaba con la señora juez y la secretaria judicial. Los empleados de la funeraria preparaban la bolsa de nailon negro en la que trasladarían al pobre jubilado hasta el tanatorio, donde lo esperaban el bisturí y las tenazas de corte del forense.

—Sonia, por favor, acompaña a la esposa del finado a la comisaría y tómale una declaración breve de lo que sepa. Encárgate de que se sienta cómoda y de que no le falte de nada. Quim —dijo a otro de los mossos—, tú llévate al muchacho; llama a sus padres y a su jefe y que vengan a comisaría. Tómale declaración delante del padre o de la madre y luego que se vaya a casa. De su jefe quiero una descripción de las personas que han traído recambios hasta aquí estos días.

El sargento Montagut se despidió de sus hombres y del sargento de seguridad ciudadana y, absorto en sus pensamientos, condujo a la comitiva judicial hasta el juzgado, ubicado justo al lado de la comisaría de policía.

* * *

El sonido de las máquinas recreativas no permitía la propagación de la noticia que se televisaba en el monitor del bar. Narcís Palet casi se fumaba el filtro de su cigarrillo en una calada aprensiva. Sentado sobre un taburete, junto a la barra, se tomaba su quinto cubalibre del día. El presentador del avance de noticias, en alguna cadena de televisión, hablaba sin parar y sin que él se enterara de nada de lo que decía.

Las imágenes eran familiares para todos los parroquianos congregados en el bar Juvenil. La calle Sant Roc, una vía estrecha del centro de Figueres, y el rótulo de un taller mecánico de barrio, centraban la atención de la cámara de un reportero gráfico. El camarero subió el volumen para escuchar lo que decía y entonces su voz ocupó las paredes del local en las que momentos antes rebotaba la música de las tragaperras. Todos los presentes se enteraron al mismo tiempo del asesinato de un hombre mayor, mecánico jubilado, que había sido sorprendido por la espalda por unos desconocidos mientras se encontraba en su taller. Un murmullo de incomprensión se elevó en el bar al conocer que aquella vida de trabajo y abnegación había sido segada por unos miserables euros.

El móvil de Narcís vibró en su bolsillo. Éste pulsó la tecla verde después de comprobar el número que llamaba y habló con voz trémula al aparato. Nadie pensó que quien sostenía el teléfono en el extremo de la barra era el asesino del mecánico. Pagó la consumición y se fue antes de que el reportero acabara de ofrecer el resto de detalles de la investigación que habían trascendido al secreto del sumario.

* * *

La tarde golpeaba a la unidad de investigación de la comisaría de Figueres con la convocatoria de una reunión urgente de todo el personal. El sargento Montagut comunicaba que se había vulnerado el secreto de las actuaciones, decretado por la juez instructora en el caso del mecánico de la calle Sant Roc. Las filtraciones no eran nuevas en una cadena de investigación; los periodistas pagaban bien la información oculta y había muchas personas sabedoras de esos secretos a voces.

—No me parece bien que se viertan sospechas sobre los agentes de la unidad, Monti —recriminaba Arnau Rabassedas—. Estoy plenamente convencido de que la información no ha salido de esta oficina.

—Yo voy más allá, Arnau: estoy convencido de que la información no ha salido de ningún agente de policía, pero eso no justifica que pasemos por alto determinadas actuaciones deshonrosas de miembros del cuerpo. No me pongáis esas caras de corderos degollados, lo que os estoy diciendo es que la juez abrirá unas diligencias para la investigación de la filtración, así que a nadie se le ocurra abrir la boca en torno a este asunto.

—Espero que meta en esa investigación a todos los miembros de su juzgado, a los empleados de la funeraria, a los de las ambulancias que acudieron al aviso, a los vecinos que se congregaron, a los testigos y a sus propios amantes, ¡joder!

—Tranquilízate, Flores —pidió el sargento.

—No me da la gana, coño, que siempre chorrea la mierda en el mismo sentido.

—Entonces estate callado —ordenó Montagut—. Repito que esto no es una reprimenda. Aquel que sea preguntado por algún periodista, que recuerde informarle de que tenemos una oficina del portavoz a la que debe acudir y no saltarse el protocolo de prensa. Si entendéis esto, pasamos página.

El sargento miró uno a uno a los mossos reunidos.

—Si eso ha salido de aquí, es repugnante y deberíamos abrir un expediente de investigación propio sobre la filtración —opinó el cabo Casanovas.

—Tócate los cojones, otra vez el nuevo. Me tienes hasta las narices, chato —se le encaró Flores—. Aquí nadie abrirá un expediente a menos que tú seas un infiltrado de asuntos internos.

—Flores…

—No puedo, sargento. ¿De qué va este tío?

—No voy de nada, caimán, estas cosas es mejor atajarlas de raíz o se pudre el cesto entero.

—¡Ya basta, Casanovas! Cuando yo crea que hay que abrir expedientes lo haré sin importarme la graduación de quien se lo merezca, pero en este asunto nadie sospecha de nadie; insisto en que lo toméis como un simple recordatorio de vuestras obligaciones respecto de la prensa.

Flores señaló con el dedo al cabo Casanovas.

—No vas bien, pichafloja. Cuando quieras mear encima de alguien para ganarte unos galones me encontrarás a tu lado para cortarte las ganas.

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