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Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

Códex 10 (6 page)

BOOK: Códex 10
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Por su parte, Narcís Palet fue informado, antes de iniciar su declaración, de que los investigadores habían encontrado restos de sangre en la suela de unas botas localizadas en su habitación del domicilio familiar. Su abogado intentó sabotear la voluntad de colaborar del detenido a declarar ante la instrucción policial, justo en el momento en que Flores leía el último derecho constitucional que lo amparaba.

—Señor le-tra-do —Flores puntualizó cada una de las sílabas poniéndolo en su sitio—, se lo diré una sola vez: si vuelve a abrir la boca antes de que finalice esta declaración lo expulsaré de este despacho y solicitaré la asignación de un nuevo abogado de oficio. No me tome por un novato.

Montagut suscribió con su silencio cada una de las palabras pronunciadas por el cabo.

—Disculpe, agente, no volverá a suceder, sólo quería asegurarme de que mi defendido había entendido sus derechos.

—Entonces limítese a escuchar y alegue lo que crea conveniente al final de la declaración, por favor —apostilló el sargento.

—¿Quieres declarar ante esta instrucción en relación a los hechos que han motivado tu detención? —preguntó Flores a Narcís Palet.

—Sí. —El muchacho levantó la barbilla por encima de la línea de sus hombros, muy orgulloso de sí mismo.

—En ese caso, explícanos qué sucedió la tarde del viernes en el taller mecánico de la calle Sant Roc de Figueres. —Montagut inició el interrogatorio con una pregunta general para tratar de discernir la intención con la que se había cometido el crimen y el alcance de los actos preparatorios.

—Fui a ese taller con la excusa de que le dieran un repaso a mi coche. Ese viejo me abrió la puerta y me dijo que estaba cerrado, que ya no trabajaba de mecánico, que se había jubilado hacía un año. Le dije que mi amigo Jordi Vilanova, que trabajaba para Comercial Borrás, me había asegurado que él seguía trabajando de tapadillo para distraerse y que me podría reparar la avería sin pagar tanto dinero como me pedían en un taller abierto al público. El viejo, al ver que venía recomendado, me invitó a entrar para hablar con más tranquilidad. Junto al banco de trabajo, charlamos de la necesidad de cambiar el embrague del FIAT. En un momento dado, se dio la vuelta para llamar a la casa de recambios y preguntar por el precio del material. Saqué una barra de hierro que llevaba escondida dentro de la chaqueta y…

Mientras oía al asesino del viejo amigo de su padre, Montagut reconstruía el suceso en su mente. Miraba al vacío, ajeno a cualquier otro sonido que no fuera el de aquella voz que cada vez le resultaba más lejana. Deambulaba por el taller, acotando cada indicio con las pequeñas cuñas numeradas de la policía científica.

Consiguió visualizar al hombrecillo que golpeaba con la barra de hierro a aquel anciano de manos anchas y afables; manos llenas de grasa. Su cuerpo se movía en el suelo, entre su propia sangre. El pobre viejo trataba de escapar de la muerte, que lo acechaba.

El asesino descargó tres golpes más sobre el cráneo de su víctima hasta conseguir que el traumatismo lo condujera por senderos de oscuridad.

La fresca Francisca

E
l calor humano se olía en el despacho. La calefacción central de la comisaría de Figueres estaba graduada a una temperatura agradable de 19 grados, sin embargo, hacía calor allí dentro. A juzgar por las novedades, notificadas a las dos de la tarde, sobre los desavenidos cabos Flores y Casanovas, el servicio no deparaba más que un par de gestiones con las que pasar el turno de una manera más o menos digna.

El café estuvo cargado de comentarios entre nosotros, los agentes. El tema central fue qué era lo más conveniente a la hora de posicionarse a favor o en contra de uno u otro cabo. Como siempre, no acabábamos de ponernos de acuerdo. Si bien uno de ellos era puntilloso, resabiado y desconfiado, el otro resultaba exigente y celoso del método de trabajo; claro que, ¿quiénes éramos nosotros para ejercer de jueces morales? En cualquier caso, parecía claro que las ideas de ambos eran contrarias y eso nos perjudicaba a todos.

Estábamos de servicio el cabo Flores, la mossa Sonia Mora y los mossos Nadal y yo mismo, Domènec. Faltaba Solé, que estaba de baja por una gripe intestinal.

Parecía que Sonia y Nadal debían estirar las horas tratando de seguir a un vecino de Llançà, sospechoso de la autoría de varios robos a interior de domicilio en casas de la urbanización Bon Sol, en el término municipal de Ventalló, al pie de la carretera de La Bisbal. El caso lo llevaba, y muy bien por cierto, Sonia. Tenía al fulano tan acorralado que hacía semanas que no daba un golpe. Paradójicamente, esto jugaba en contra del interés de la función coercitiva que se le supone a una unidad de investigación. Además, era fatal para Sonia, que intentaba atraparlo
in fraganti
. Lamentablemente, no estaba lejos el día en que la obligarían a detenerlo con cualquier excusa, ya que primaba el interés por resolver estadísticamente una docena de robos a interior de domicilio en aquella zona.

La jefatura del cuerpo apretaba las tuercas a los jefes de las dos regiones policiales, Girona y Lleida, en las que la Policía de la Generalitat de Catalunya estaba desplegada en aquel 2004. La intención era que los casos de delitos conocidos se acercaran en número a los de delitos resueltos. Los jefes de región instaban a los jefes de comisaría la aplicación inmediata de un método estadístico que todos los policías del cuerpo abominábamos; aquéllos, a su vez, presionaban a los mandos intermedios de cada servicio. Así fue cómo la orden de Dirección Por Objetivos (DPO) se extendió entre la plebe del cuerpo, para males de unos y regocijo de otros, desde principios del 2000.

El absurdo que suponía esta DPO sería la que llevaría a Sonia a tener que
trincar
a aquel sospechoso en cuanto se lo ordenaran, sin disponer más que de unos pocos indicios que enseguida quedarían desmontados por un abogado del turno de oficio. El caso quedaría sobreseído por la judicatura pero resuelto para la policía. Y así estaban las luchas administrativas de contención de la delincuencia. Quien pagaba el pato era mi vecino: ese ciudadano de a pie y víctima incondicional abandonado a su suerte por todo el sistema burocrático y administrativo en este país de lagartos al sol.

El cabo Flores despachaba un atestado de investigación. Mientras, yo relacionaba números de teléfono en una estafa con tarjetas de crédito. La oficina estaba abandonada al silencio y habitada únicamente por dos almas: las nuestras. De todos era sabido que el cabo Flores entraba en trance cuando escribía atestados. Lo mejor era no molestarlo con nada que no tuviera que ver con salir corriendo en pos de algún atracador de última hora. Demasiado abnegado para el trabajo.

El cabo Rovira, de la Oficina de Atención al Ciudadano (OAC), entró en el despacho de la unidad como alma que lleva al diablo una nota de castigo de Dios; esto es, en tromba y con precaución de no atropellar a nadie en su embestida. Con el uniforme perfecto, muy estirado el tipo y con pocas ganas de ocuparse en nada que no fuese lo que propiamente competía de una oficina de denuncias.

—Tenemos ahí afuera a una señora que quiere denunciar que le han tironeado el bolso en la calle —espetó sin respeto alguno por el silencio.

—Gracias, Rovira, podéis cogerle la denuncia sin problemas.

—Ni hablar, Flores. Según protocolo, los robos con violencia, mientras haya presencia de la unidad de investigación en la comisaría, os los tenéis que comer vosotros; por lo tanto, tema vuestro.

El cabo Rovira tiró encima de la mesa el DNI de la señora y se fue por donde había llegado, aunque con menor estruendo que a la entrada. No es que Rovira fuera mal chico, es que estaba cargado con el trabajo del turno anterior más el que se le acumulaba de los denunciantes que iban llegando. Lo que le perdía eran las formas.

Antes de que Flores pudiera coger el DNI de la señora y salir detrás de Rovira para un intercambio de impresiones del que, con toda seguridad, saldría perdiendo, me adelanté con un guiño que le dio a entender que ya me ocupaba yo del tema.

La víctima, la señora Francisca Expósito, perdía en su batalla con la vida, que ya le robaba alguno más de los 65 años que aparentaba. Vestía un trajecito sencillo y un abrigo de lana adquirido, con toda seguridad, en el mercadillo que se monta los jueves a la sombra del Parc Bosc de Figueres; todo a juego con el barrio obrero en el que vivía.

Me interesé primero, como es menester, por su estado de salud y le pregunté por las heridas sufridas en el curso del tirón de bolso. Es sabido que los tirones acaban con la víctima postrada de rodillas en el suelo. Forcejean más que suplican, para evitar que el ladrón se lleve lo poco que suele haber en un bolso de señora.

La providencia había querido que el
presunto
se escabullera con las pertenencias de la señora sin que ésta cayera al suelo y, por tanto, sin que se provocaran lesiones físicas. Eso era trabajar limpio, rápido y seguro en un negocio como éste. Además, el tirón se había producido, siempre según la narración de los hechos realizada por la señora Francisca, sin utilizar más medio de locomoción que el de poner pies en polvorosa tras la fechoría. Esto era nuevo en la parroquia, así que la hice pasar al despacho de investigación para que me explicara con todo detalle el suceso. Si había suerte con el reconocimiento fotográfico, tal vez la tarde se arreglara y pudiéramos ir a detener al autor.

Abrí la puerta del despacho y me aparté del hueco abierto para que primero pasara la señora; gesto caballeresco que espero que me honre si tenemos en cuenta lo que pasó un poco más tarde. Le indiqué enseguida que debía seguir por la puerta abierta de la izquierda, que es donde está ubicado el locutorio para tomar declaraciones. El cabo Flores hizo como si no nos hubiera visto entrar. Le conocía lo bastante como para saber que estaba analizando la situación sin perder detalle de la señora Francisca.

El locutorio de declaraciones era una pequeña división practicada en la oficina de la unidad. Estaba hecho a base de carpintería metálica, madera y vidrio que aislaban del ruido pero no de las voces. Con todo, había intimidad suficiente para que el usuario ocasional creyese que lo que uno hablaba allí dentro no se oía en el exterior. Eso facilitaba mucho el trabajo policial de interrogatorio, porque la gente aflojaba la lengua sin pudor cuando conectaba con el policía de turno que ocupara la butaca.

Ofrecí asiento a la señora en una silla cómoda pero más bajita que aquella destinada al interrogador. Esto era un detalle de mucha importancia psicológica: el interrogador siempre debía estar en un plano superior al entrevistado. Era una forma subliminal de establecer jerarquía. Muchos compañeros ni se enteraban de la utilidad tan práctica de esa sutil diferencia de altura. Un ambiente austero, sin cuadros ni ninguna otra cosa que adornase las paredes, servía de mucha ayuda para que los entrevistados no se distrajeran de lo verdaderamente importante. ¿Para qué va a mirar nadie una pared vacía?

La famosa lámpara de interrogatorios de las películas no existe en la vida real, pero se busca uno la vida cuando de verdad hace falta. En nuestro locutorio tenemos una ventana providencialmente orientada al sol de mediodía, fabulosa para según que trasiegos policiales puertas adentro. Y es que poder fijarse bien en cómo se mueven las pupilas de un entrevistado es genial para establecer puentes entre la verdad y la mentira. Aunque hubo una vez, mucho tiempo antes de convertirme en digno servidor de la ley, en que yo creía que eso de la lámpara servía para intimidar. ¡Qué cosas, Jesús!

Lo más importante del trabajo de investigación es que cada cual cree y utilice las herramientas que considere oportunas, todo sin faltar a la ley, al respeto de las víctimas, testigos o
presuntos
, y sin acusar de cosas que no son. Al final, como decía siempre Flores, de lo que se trata es de saber escribir para que no te pongan problemas.

Este locutorio había visto tiempos mejores. Uno de los anteriores jefes de comisaría —uno de los tantos que ha sufrido esta casa de orden en su corta historia— parecía sentirse incómodo en el despachito que originalmente se le había diseñado. La solución pasó por comerse espacio de la oficina de planificación. Ésta, a su vez, arrebató sitio al gran locutorio inicial, y éste acabó arrinconado en unos escasos seis metros cuadrados.

Encontré a la señora Francisca un tanto nerviosa, cosa normal en su situación de víctima incontestable. Intenté tranquilizarla ofreciéndole un poco de agua pero negó con la cabeza. En caso de que hubiese dicho que sí, hubiera tenido que rascar mi propio bolsillo para sacar un botellín de agua de la máquina. No había concesiones para las víctimas a menos que el agente encargado se sensibilizara, como en esa ocasión.

Siempre había polemizado con el resto de los compañeros sobre este particular. No entenderé jamás que a un detenido se le sirva comida y bebida, a la que por supuesto tiene humano derecho, pero que la víctima esté en las antípodas del mismo trato deferencial… En fin, cosas de la ley, que además de ser ciega adolece de memoria y olvida a las víctimas por el camino.

La señora Francisca se abanicaba con un papel estratégicamente doblado para sacarse de encima el sofoco que le enrojecía el rostro. Le concedí un minuto para reponerse. Algo más tarde ya estaba enterado de que aquella buena mujer había sido abordada por la espalda en el Passeig Nou, tal y como ya anunciara el cabo Rovira. Sólo había podido ver a un hombre joven de pelo oscuro y rizado, muy alto y vestido con pantalón tejano y chaqueta de cuero negra.

—No me ayuda usted mucho con esa descripción, señora Francisca.

—Pues no puedo decirle nada más, agente.

—Esperaba que pudiera usted mirar unas fotos y tratar de identificar a ese hombre, pero es que me lo pone usted muy difícil para poder cogerlo. ¿Qué llevaba usted en el bolso, mujer?

—300 euros.

—Llevaría usted alguna cosa más, ¿no?

—Bueno sí, la cartera entera, pero sólo llevaba una fotocopia del carné de identidad, unas fotos de la familia, unas facturillas del mercado y un poco de calderilla.

—¿Tarjetas de crédito?

—No, yo de eso no gasto, que no sé utilizarlas. Llevaba la libreta del banco con los 300 euros dentro de la funda de plástico. Era para pagar el puente en el dentista, que se lo iba yo pagando poco a poco, cada mes. También llevaba unas gafas de leer de cerca y una carta de mi hijo Remigio, que vive en Madrid.

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