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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (24 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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—A veces se tarda un poco —le dije una noche a Soraya.

—¡Un año no es un poco, Amir! —exclamó con un tono de voz cortante poco habitual en ella—. Algo va mal, lo sé.

—Entonces vayamos a un médico.

El doctor Rosen, un hombre barrigudo y mofletudo, con dientes pequeños y uniformes, hablaba con un ligero acento del este de Europa, remotamente eslavo. Sentía pasión por los trenes: su despacho estaba abarrotado de libros sobre la historia del ferrocarril, locomotoras en miniatura, dibujos de trenes trepando por verdes colinas y cruzando puentes... En la pared de detrás del escritorio había un cartel que rezaba: «La vida es un tren. Sube a bordo.»

Nos expuso el plan. Primero me estudiaría a mí.

—Los hombres son más fáciles —dijo, dando golpecitos en la mesa de caoba—. La fontanería del hombre es como su cabeza: sencilla, con pocas sorpresas. Ustedes, señoras, por el contrario... Bueno, digamos que Dios se lo pensó concienzudamente cuando las creó. —Me pregunté si a todas las parejas les diría aquello de la fontanería.

—Afortunadas que somos... —comentó Soraya.

El doctor Rosen se echó a reír. Parecía bastante lejos de ser una risa franca. Me dio una receta para entregar en el laboratorio y un tubo de plástico. A Soraya le tendió una solicitud para hacerse análisis de sangre rutinarios. Luego nos estrechamos la mano.

—Bienvenidos a bordo —dijo al despedirnos.

Yo salí airoso de la prueba.

Los siguientes meses fueron una época confusa de pruebas para Soraya: temperatura basal corporal, análisis de sangre para verificar todo tipo de hormonas, algo llamado «prueba del moco cervical», ecografías, más análisis de sangre y más análisis de orina. Soraya se sometió a una prueba denominada histeroscopia en la que el doctor Rosen insertó un telescopio en el útero de Soraya para echarle un vistazo. No encontró nada.

—La fontanería funciona —anunció, desechando sus guantes de látex. Tenía ganas de que dejara de utilizar ese término..., no éramos lavabos.

Finalizadas las pruebas, nos dijo que no podía explicarse por qué no podíamos tener hijos. Y, aparentemente, no era una situación excepcional. Era lo que se denominaba infertilidad inexplicada.

Luego llegó la fase de tratamiento. Lo probamos con un fármaco llamado clomifeno, y con hMG, una serie de inyecciones que Soraya se administraba ella misma. Viendo que no funcionaba nada de aquello, el doctor Rosen aconsejó la fecundación in vitro. Recibimos una carta muy cortés de nuestro seguro médico en la que nos deseaban mucha suerte y nos decían que sentían no poder hacerse cargo de los gastos.

Echamos mano del anticipo que había recibido por la novela. La fecundación in vitro resultó ser un proceso eterno, complicado, frustrante y, por último, un fracaso. Después de meses de permanecer sentados en salas de espera leyendo revistas como
Good Housekeeping
y
Reader's Digest
, después de interminables batas de papel y salas de exploración frías y estériles iluminadas por fluorescentes, de la humillación repetida de explicarle hasta el mínimo detalle de nuestra vida sexual a un completo desconocido, de inyecciones, sondas y recogidas de muestras, volvimos al doctor Rosen y a sus trenes.

Sentado enfrente de nosotros, tamborileando en el escritorio con los dedos, utilizó por vez primera la palabra «adopción». Soraya lloró durante todo el camino de vuelta a casa.

Soraya dio la noticia a sus padres el fin de semana después de nuestra última visita al doctor Rosen. Estábamos sentados en sillas de cámping en el jardín de los Taheri, asando truchas en la barbacoa y bebiendo yogur
dogh
. Era una tarde de marzo de 1991. Khala Jamila acababa de regar las rosas y sus nuevas madreselvas, y su fragancia se mezclaba con el aroma del pescado. Eran ya dos veces las que se había acercado a Soraya para acariciarle el cabello y decirle:

—Dios es quien mejor lo sabe,
bachem
. Tal vez es que no debía ser así.

Soraya seguía sin levantar la vista. Estaba cansada, lo sabía, cansada de todo aquello.

—El médico mencionó la idea de la adopción —murmuró.

La cabeza del general Taheri se volvió al instante al oír aquello. Cerró la tapa de la barbacoa.

—¿Sí?

—Dijo que era una opción —dijo Soraya.

En casa habíamos hablado ya de la adopción y Soraya se mostraba ambigua al respecto.

—Sé que es una tontería y que tal vez resulte vanidoso —me dijo de camino a casa de sus padres—. Pero no puedo evitarlo. Siempre he soñado que lo tendría entre mis brazos y que sabría que mi sangre lo habría alimentado durante nueve meses, que un día lo miraría a los ojos y me sorprendería viéndote a ti o a mí en él, que se haría mayor y tendría tu sonrisa o la mía. Sin eso... ¿Está mal pensar así?

—No —le respondí yo.

—¿Soy egoísta?

—No, Soraya.

—Pero si tú quieres...

—No —le dije—. Si lo hacemos, no deberíamos albergar ninguna duda al respecto y tendría que ser de mutuo acuerdo. De otro modo, no sería justo para el bebé.

Apoyó la cabeza en la ventanilla y no dijo nada más durante el resto del trayecto.

El general estaba sentado a su lado.


Bachem
, eso de la... adopción, no estoy seguro de que sea para nosotros, los afganos. —dijo. Soraya me miró agotada y suspiró—. Cuando se hacen mayores quieren saber quiénes son sus padres naturales. Y no puedes culparlos por ello. A veces abandonan el hogar por el que tanto trabajaste para encontrar a quienes les dieron la vida. La sangre tira,
bachem
, no lo olvides nunca.

—No quiero seguir hablando de esto —replicó Soraya.

—Te diré algo más —continuó el general. Se notaba que iba acelerándose; estábamos a punto de presenciar uno de sus pequeños discursos—. Mira a Amir
jan
. Todos conocimos a su padre, sé quien era su abuelo en Kabul y también su bisabuelo. Si me lo pidieras, podría perfectamente aquí sentado recordar generaciones de sus antepasados. Fue por eso por lo que, cuando su padre, que Dios lo tenga en la paz, vino al
khastegari
, no lo dudé. Y créeme, su padre no habría accedido a pedir tu mano de no saber de quién descendías. La sangre es muy importante,
bachem
, y cuando adoptas no sabes de quién es la sangre que mete en casa.

»Ahora bien, si fuésemos norteamericanos, no importaría. Aquí la gente se casa por amor; el apellido y los antepasados no forman parte de la ecuación. Y adoptan de la misma manera; mientras el bebé esté sano, todo el mundo feliz. Pero nosotros somos afganos,
bachem
.

—¿Está ya el pescado? —dijo Soraya. La mirada del general Taheri se clavó en ella. Le dio una palmadita en la rodilla.

—Limítate a ser feliz por tener salud y un buen marido.

—¿Qué opinas, Amir
jan
? —dijo Khala Jamila.

Deposité mi vaso en la repisa, donde una hilera de macetas con geranios seguía goteando.

—Creo que estoy de acuerdo con el general
Sahib
.

Aliviado, el general asintió y regresó a la barbacoa.

Todos teníamos nuestros motivos para no adoptar. Soraya tenía los suyos y el general también. Yo, por mi parte, tenía el siguiente: que quizá algo, alguien, en algún lugar, hubiera decidido negarme la paternidad por lo que había hecho. Tal vez fuera ése mi castigo, y quizá fuera justo. «Tal vez es que no debía ser así», había dicho Khala Jamila. O, tal vez, debía ser así.

Unos meses después utilizamos el anticipo de mi segunda novela para pagar la entrada de una preciosa casa victoriana de dos dormitorios en el barrio de Bernal Heights de San Francisco. Tenía tejado a dos aguas, suelos de madera y un diminuto jardín con un cobertizo y una barbacoa al fondo. El general me ayudó a reparar la cubierta y a pintar las paredes. Khala Jamila se lamentó de que nos trasladásemos a casi una hora de camino de su casa, sobre todo porque pensaba que Soraya necesitaba todo el amor y el apoyo que ella podía ofrecerle..., sin darse cuenta de que su compasión, bien intencionada aunque abrumadora, era precisamente lo que empujaba a Soraya a llevar a cabo el traslado.

• • •

A veces, mientras Soraya dormía a mi lado, yo permanecía tendido en la cama, escuchando el ruido de la contraventana, que se abría y cerraba empujada por la brisa, y el sonido de los grillos que cantaban en el jardín. Y prácticamente podía sentir el vacío en el vientre de Soraya, como si fuese una cosa viva y que respirara. Aquel vacío se había filtrado en nuestro matrimonio, en nuestras risas y en nuestras relaciones sexuales. Y aquella noche, a última hora, en la oscuridad de nuestro dormitorio, lo sentía saliendo de Soraya para establecerse entre nosotros. Para dormir entre nosotros. Como un recién nacido.

14

Junio de 2001

Colgué el auricular y me quedé mirándolo fijamente durante un buen rato. Sólo cuando
Aflatoon
me sorprendió con un ladrido me percaté del silencio que se había apoderado de la estancia. Soraya había dejado el televisor sin volumen.

—Estás pálido, Amir —dijo desde el sofá, el mismo que nos habían regalado sus padres con motivo del estreno de nuestro primer apartamento.

Estaba acostada, con la cabeza de
Aflatoon
cobijada en su pecho, y las piernas tapadas por los viejos cojines. Hojeaba un especial de la PBS sobre la inquietante situación de los lobos en Minnesota, mientras corregía a desgana unas redacciones del curso que impartía en la escuela de verano (llevaba ya seis años dando clases en el mismo colegio). Se incorporó y
Aflatoon
bajó de un salto del sofá. Fue el general quien bautizó a nuestro cocker spaniel con el nombre en farsi de Platón, porque decía que, si mirabas con insistencia y durante un rato los ojos negros y transparentes del perro, parecía que estuviera pensando algo muy serio.

Bajo la barbilla de Soraya había aparecido un pequeño atisbo de papada. Los últimos diez años habían rellenado ligeramente la curva de sus caderas y dejado en su cabello negro como el carbón algunas pinceladas de gris ceniza. Sin embargo, conservaba el rostro de la princesa del baile, con sus cejas en forma de pájaro en pleno vuelo, y su nariz, elegantemente curvada como una letra del antiguo alfabeto árabe.

—Estás pálido —repitió Soraya, depositando el montón de papeles sobre la mesa.

—Tengo que ir a Pakistán.

Entonces se puso en pie.

—¿A Pakistán?

—Rahim Kan está muy enfermo. —Sentí un nudo en la garganta al pronunciar esas palabras.

—¿El antiguo socio de Kaka? —Soraya nunca había visto a Rahim Kan, pero le había hablado de él. Asentí con la cabeza—, ¡Oh! —dijo—. Lo siento mucho, Amir.

—Manteníamos una relación muy íntima. Cuando era pequeño, fue el primer adulto a quien consideré un amigo.

Le describí a él y a Baba tomando el té en el despacho de mi padre y luego fumando junto a la ventana, la brisa con esencia de escaramujo que llegaba del jardín y doblegaba las columnas de humo.

—Recuerdo que me lo contaste —dijo Soraya. Hizo una pausa—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—No lo sé. Quiere verme.

—¿Es...?

—Sí, es seguro. No me pasará nada, Soraya. —Era la pregunta que ella había deseado formular durante todo aquel rato... Quince años de matrimonio nos habían otorgado el don de leernos el pensamiento—. Voy a dar un paseo.

—¿Voy contigo?

—No, preferiría ir solo.

Me dirigí en coche hasta Golden Gate Park y paseé por Spreckels Lake, en la zona norte del parque. El sol centelleaba en el agua, sobre la que navegaban docenas de barcos diminutos impulsados por la vivificante brisa de San Francisco. Me senté en un banco y vi a un hombre que lanzaba a su hijo un balón de fútbol y le daba instrucciones de cómo debía manejarlo. Levanté la vista y vi un par de cometas rojas con largas colas azules que se elevaban hacia el cielo. Flotaban por encima de los árboles del extremo oeste del parque, por encima de los molinos de viento.

Pensé en el comentario que había hecho Rahim Kan justo antes de colgar. Fue de pasada, como una ocurrencia de última hora. Cerré los ojos y me lo imaginé al otro extremo del teléfono. Tenía los labios ligeramente entreabiertos y la cabeza inclinada hacia un lado. Una vez más, algo en sus ojos negros sin fondo insinuaba el secreto nunca pronunciado que existía entre nosotros. Con la diferencia de que ahora ya lo sabía. Las sospechas que yo había mantenido durante todos esos años eran ciertas. Sabía lo de Assef, la cometa, el dinero y el reloj de manecillas luminosas. Lo había sabido siempre.

«Ven. Hay una forma de volver a ser bueno», me había dicho Rahim Kan justo antes de colgar el teléfono. Lo dijo de pasada, como una ocurrencia de última hora.

Una forma de volver a ser bueno.

Cuando llegué a casa, Soraya estaba hablando por teléfono con su madre.

—No estará mucho tiempo,
madar jan
. Una semana, tal vez dos... Si, tú y
padar
podéis venir a casa...

Hacía dos años, el general se había fracturado la cadera derecha. Sufría una de sus habituales migrañas y, al salir de su habitación, con ojos legañosos y aturdido, había tropezado con el borde de una alfombra. El grito que dio hizo que Khala Jamila saliese corriendo de la cocina. «Fue como un
jaroo
, un palo de escoba que se parte por la mitad», decía ella siempre, a pesar de que el médico había dicho que era poco probable que hubiera oído nada parecido. La cadera hecha añicos del general (y todas las complicaciones posteriores, la neumonía, la infección, la prolongada estancia en el hospital) acabó con los eternos soliloquios de Khala Jamila sobre su propia salud. E inició otros nuevos sobre la del general. Explicaba a todo aquel que quisiera escucharla que los médicos habían dicho que los riñones empezaban a fallarle. «Sin embargo, ellos no han visto nunca unos riñones afganos, ¿no es así?», decía con orgullo. Lo que mejor recuerdo de la estancia del general en el hospital es a Khala Jamila esperando que se quedara dormido para luego cantarle canciones que yo recordaba de Kabul, que sonaban en la vieja radio llena de interferencias de Baba.

La fragilidad, y también la edad, del general habían suavizado las cosas entre él y Soraya. Paseaban juntos, salían a comer los sábados y, a veces, el general asistía a alguna de sus clases. Se sentaba en el fondo del aula, vestido con su traje gris lleno de brillos, el bastón de madera en el regazo y una sonrisa. A veces incluso tomaba apuntes.

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