Read Cometas en el cielo Online
Authors: Khaled Hosseini
—¿Dónde está Hassan? —musitó.
—Estoy aquí —dijo él. Le cogió la mano y se la apretó.
El ojo bueno de la mujer se desplazó para mirarlo.
—He caminado mucho y desde muy lejos para ver si eres tan bello en la realidad como lo eras en mis sueños. Y lo eres. Incluso más. —Se llevó una mano a su maltrecha cara—. Sonríeme. Por favor. —Hassan obedeció y la anciana se echó a llorar—. Cuando saliste de mí, sonreíste, ¿no te lo han contado nunca? Y ni siquiera te abracé. Que Alá me perdone, ni siquiera te abracé.
Ninguno de nosotros había visto a Sanaubar desde que se había fugado con un grupo de músicos y bailarines justo después de dar a luz a Hassan. Tú no la conociste, Amir, pero de joven era una belleza. Se le formaba un hoyuelo cuando sonreía y los hombres se volvían locos con sus andares. Nadie que pasara por la calle junto a ella, fuese hombre o mujer, podía mirarla sólo una vez. Y entonces...
Hassan le soltó la mano y salió precipitadamente de la casa Lo seguí, pero corría demasiado. Lo vi subir precipitadamente hacia la colina donde solíais jugar los dos. Sus pies levantaban nubes de polvo. Dejé que se marchase y estuve todo el día sentado junto a Sanaubar, observando cómo el cielo pasaba del azul luminoso al morado. Cuando cayó la noche y la luz de la luna bañaba las nubes, Hassan aún no había vuelto. Sanaubar lloraba y decía que su regreso había sido un error, tal vez peor que su huida. Pero la obligué a quedarse. Hassan regresaría, lo sabía.
Y lo hizo a la mañana siguiente. Se le veía cansado y debilitado, como si no hubiese dormido en toda la noche. Tomó la mano de Sanaubar entre las suyas y le dijo que llorase si así lo quería, pero que no era necesario, que estaba en su casa, en su casa y con su familia. Luego palpó las cicatrices de su cara y le acarició el cabello.
Hassan y Farzana la atendieron hasta que mejoró. Le dieron de comer y le lavaron la ropa. Le ofrecí una de las habitaciones de invitados de la planta superior. A veces, cuando observaba el jardín a través de la ventana, veía a Hassan y a su madre arrodillados, recogiendo tomates, podando un rosal o charlando. Recuperaban los años perdidos, me imagino. Que yo sepa, él nunca le preguntó dónde había estado o por qué se había ido, y ella nunca se lo dijo. Supongo que hay historias que no necesitan explicación.
Fue Sanaubar quien actuó de comadrona durante el nacimiento del hijo de Hassan aquel invierno de 1990. Todavía no había empezado a nevar, pero los vientos invernales soplaban ya en los jardines, aplastando las flores y arrancando las hojas. Recuerdo que Sanaubar salió de la cabaña con su nieto en brazos. Lo llevaba envuelto en una manta de lana. Irradiaba felicidad bajo el sombrío cielo gris, las lágrimas le rodaban por las mejillas y el penetrante y gélido viento de invierno le alborotaba el cabello. Estrujaba al bebé entre sus brazos como si no estuviera dispuesta a soltarlo jamás. Esa vez no. Se lo entregó a Hassan, quien me lo entregó a mí, y yo le canté al pequeño al oído la oración del
Ayat-ul-kursi
.
Le pusieron de nombre Sohrab, en honor al héroe del
Shahnamah
favorito de Hassan, como tú bien sabes, Amir
jan
. Era un niño precioso, dulce como el azúcar y con el mismo carácter que su padre. Deberías haber visto a Sanaubar con aquel bebé, Amir
jan
. Se convirtió en el centro de su existencia. Cosía ropita para él y le hacía juguetes con trozos de madera, trapos y hierba seca. Cuando tenía fiebre, permanecía en vela toda la noche y ayunaba durante tres días. Quemaba
isfand
en una cacerola para exorcizar a
nazar
, el ojo del diablo. A los dos años, Sohrab la llamaba Sasa. Los dos eran inseparables.
Vivió hasta verlo cumplir los cuatro años y, de pronto, una mañana ya no se despertó. Parecía tranquila, en paz, como si ya no le importase morir. La enterramos en el cementerio de la colina, el que estaba junto al granado, y recé una plegaria para ella. La pérdida fue dura para Hassan... Siempre duele más tener y perder que no tener de entrada. Pero aún fue más dura para el pequeño Sohrab. Daba vueltas por la casa buscando a Sasa, pero ya sabes cómo son los niños, olvidan con mucha rapidez.
Por entonces, debía de correr el año 1995, los
shorawi
habían sido derrotados y hacía tiempo que se habían marchado. Kabul pertenecía a Massoud, Rabbani y los muyahidines. Los combates entre las distintas facciones eran terribles y nadie sabía si viviría lo bastante para ver finalizar el día. Nuestros oídos se acostumbraron a los silbidos de las granadas, a los tiroteos. Nuestros ojos se familiarizaron con la visión de hombres que desenterraban cuerpos entre montañas de escombros. En aquellos días, Amir
jan
, Kabul era lo más parecido a un infierno en la tierra. Pero Alá fue bueno con nosotros. La zona de Wazir Akbar Kan no resultó muy atacada, así que no lo sufrimos tanto como otros barrios.
En aquellos días, cuando el fuego de los misiles se calmaba y los tiroteos disminuían, Hassan llevaba a Sohrab al zoo para ver a
Marjan
, el león, o lo acompañaba al cine. También le enseñó a utilizar el tirachinas, y, a los ocho años, Sohrab se había convertido en un verdadero experto del artilugio: desde la terraza era capaz de darle a una piña colocada sobre un cubo de plástico situado en mitad del jardín. Hassan le enseñó a leer y escribir... su hijo no iba a criarse analfabeto como él. Le cogí mucho cariño a aquel pequeño, pues le había visto dar sus primeros pasos, balbucear sus primeras palabras. En la librería del Cinema Park, que, por cierto, también ha sido destruida, le compraba libros infantiles iraníes y él los leía a medida que yo se los regalaba. Me hacía pensar en ti, en lo mucho que te gustaba leer de pequeño, Amir
jan
. A veces le leía por la noche, jugábamos a las adivinanzas o le enseñaba trucos de cartas. Lo echo mucho de menos.
En invierno Hassan llevaba a su hijo a volar cometas. Ya no había tantos concursos como en los viejos tiempos, pues nadie se sentía seguro al aire libre, pero de vez en cuando se celebraba algún que otro torneo. Hassan montaba a Sohrab a caballito y trotaban juntos por las calles, corriendo y trepando a los árboles donde caían las cometas. ¿Recuerdas, Amir
jan
, lo buen volador de cometas que era Hassan? Pues seguía siendo igual de bueno. Al final del invierno, él y Sohrab colgaban en las paredes del pasillo las cometas que habían volado. Las exponían como si de cuadros se tratara.
Ya te he explicado cómo celebramos todos en 1996 la entrada de los talibanes y el fin de los combates diarios. Recuerdo que una noche llegué a casa y me encontré a Hassan en la cocina escuchando la radio. Tenía una mirada grave. Le pregunté qué ocurría y se limitó a sacudir la cabeza.
—Que Dios ayude ahora a los hazaras, Rahim Kan
sahib
—dijo.
—La guerra ha terminado, Hassan. Habrá paz, felicidad y tranquilidad. ¡Se acabaron los misiles, se acabaron los asesinatos, se acabaron los funerales!
Él apagó la radio y me preguntó si deseaba algo antes de que se retirara a acostarse.
Unas semanas después, los talibanes prohibieron las guerras de cometas. Y dos años más tarde, en 1988, masacraron a los hazaras de Mazar-i-Sharif.
Rahim Kan descruzó lentamente las piernas y se apoyó en la pared desnuda con la cautela y parsimonia de la persona a la que cada movimiento le desencadena fuertes punzadas de dolor. En el exterior se oía el rebuzno de un asno y a alguien que hablaba a gritos en urdu. El sol empezaba a ponerse. Destellos rojos se filtraban por las grietas de los desvencijados edificios.
Volvió a golpearme la enormidad de lo que hice aquel invierno y el verano siguiente. Los nombres resonaban en mi cabeza: Hassan, Sohrab, Alí, Farzana y Sanaubar. Oír a Rahim Kan pronunciar el nombre de Alí fue como descubrir una vieja y polvorienta caja de música que llevaba años sin ser abierta; la melodía empezó a sonar de inmediato: «¿A quién te has comido hoy, Babalu? ¿A quién te has comido, Babalu de ojos rasgados?» Intenté conjurar la cara congelada de Alí, ver su mirada tranquila, pero el tiempo a veces es codicioso... y se lleva con él parte de los recuerdos.
—¿Sigue Hassan en casa? —le pregunté.
Rahim Kan acercó la taza de té a sus secos labios y dio un sorbo. Luego hurgó en busca de un sobre en el bolsillo de la chaqueta y me lo entregó.
—Para ti.
Abrí el sobre sellado. En el interior encontré una foto hecha con una cámara Polaroid y una carta doblada. Permanecí un minuto entero con la mirada fija en la fotografía.
Un hombre alto con turbante blanco y
chapan
verde a rayas junto a un niño. Estaban delante de un par de puertas de hierro fundido. La luz del sol llegaba oblicuamente desde atrás y proyectaba una sombra en el centro de sus rotundas facciones. Entornaba los ojos y sonreía a la cámara, mostrando la ausencia de un par de dientes. Incluso en una fotografía borrosa como aquélla se percibía que el hombre del
chapan
destilaba seguridad en sí mismo, tranquilidad. Era por su forma de posar, con los pies ligeramente separados, los brazos cómodamente cruzados sobre el pecho y la cabeza algo inclinada en dirección al sol. Y por su manera de sonreír. Observando la fotografía se llegaba a la conclusión de que se trataba de un hombre que pensaba que el mundo había sido bueno con él. Rahim Kan tenía razón: lo habría reconocido de haberme tropezado con él en la calle. El niño iba descalzo, enlazaba con un brazo el muslo del hombre y su cabeza rapada descansaba contra la cadera. También sonreía y tenía los ojos entornados.
Desdoblé la carta. Estaba escrita en farsi. No faltaban puntos, ni había comas olvidadas, ni letras mal escritas... Era una escritura casi infantil, por su pulcritud. Empecé a leer:
En el nombre de Alá, el más magnánimo, el más piadoso, Amir agha, con mis más profundos respetos:
Farzana
jan
, Sohrab y yo rezamos para que esta última carta te encuentre en buen estado de salud y bajo la luz de las buenas gracias de Alá. Da, por favor, mis más afectuosas gracias a Rahim Kan
sahib
por entregártela. Espero que un día tenga en mis manos una carta tuya y sepa por ella de tu vida en América. Tal vez, incluso, una fotografía tuya bendiga mis ojos. Les he hablado mucho de ti a Farzana
jan
y a Sohrab, de cómo nos criamos juntos y jugábamos y corríamos por las calles. ¡Se ríen con las historias de las travesuras que tú y yo solíamos hacer!
Amir
agha
, por desgracia, el Afganistán de tu juventud ha muerto hace tiempo. La bondad ha abandonado esta tierra y es imposible escapar de las matanzas. Siempre las matanzas. En Kabul el miedo está en todas partes, en las calles, en el estadio, en los mercados, forma parte de nuestra vida, Amir
agha
. Los salvajes que gobiernan nuestra
watan
no conocen la decencia humana. El otro día acompañé a Farzana
jan
al bazar para comprar patatas y
naan
. Ella le preguntó al vendedor cuánto costaban las patatas, pero él no la oyó, creo que era sordo de un oído. Así que ella volvió a preguntárselo elevando la voz y de pronto apareció corriendo un joven talibán que le pegó en los muslos con su vara de madera. Le dio tan fuerte que mi mujer cayó al suelo. Se puso a gritarle y a maldecirla y a decirle que el Ministerio del Vicio y la Virtud no permite que las mujeres hablen en voz alta. Tuvo durante días un morado enorme en la pierna, pero ¿qué podía hacer yo, excepto quedarme quieto viendo cómo golpeaban a mi mujer? ¡Si hubiera salido en su defensa, ese perro me habría metido alegremente una bala! ¿Qué le ocurriría entonces a mi Sohrab? Las calles ya están bastante llenas de huérfanos y cada día doy gracias a Alá por seguir con vida, no porque tema la muerte, sino porque mi esposa tiene un marido y mi hijo no es huérfano.
Desearía que pudieses ver a Sohrab. Es un buen muchacho. Rahim Kan sahib y yo le hemos enseñado a leer y a escribir para que no crezca ignorante como su padre. ¡Y sabe disparar muy bien con el tirachinas! A veces salimos a pasear por Kabul y le compro un caramelo. En Shar-e-Nau sigue habiendo un hombre mono, y si lo vemos, le pago para que haga la danza del mono para Sohrab. ¡Tendrías que verlo reír! A menudo subimos al cementerio de la colina. ¿Te acuerdas de cuando nos sentábamos bajo el granado y leíamos el
Shahnamah
? Las sequías han dejado la colina árida y el árbol lleva años sin dar frutos, pero Sohrab y yo seguimos sentándonos a su sombra y le leo el
Shahnamah
. No es necesario que te diga que su parte favorita es aquella en la que aparece su tocayo, la de Rostan y Sohrab. Pronto podrá leer el libro solo. Soy un padre muy orgulloso y muy afortunado.
Amir
agha
, Rahim Kan
sahib
está enfermo. Tose todo el día y veo que deja rastros de sangre en la manga cuando se seca la boca con ella. Ha perdido mucho peso y me gustaría que comiese un poco del
shorwa
con arroz que Farzana
jan
le prepara. Pero sólo toma un bocado o dos y creo que lo hace únicamente por respeto a mi mujer. Estoy muy preocupado por este hombre para mí tan querido; rezo por él todos los días. Dentro de muy poco irá a Pakistán para que lo vean los médicos de allí y confío en que regrese con buenas noticias. Aunque temo por él. Farzana
jan
y yo le hemos dicho al pequeño Sohrab que Rahim Kan se pondrá bien. ¿Qué podemos hacer? Sólo tiene diez años y lo adora. Han llegado a establecer una relación muy íntima. Antes Rahim Kan
sahib
solía llevárselo al bazar y le compraba globos y galletas, pero ahora está demasiado débil para hacerlo.
Últimamente sueño mucho, Amir
agha
. A veces tengo pesadillas. Veo cadáveres colgados, pudriéndose en campos de fútbol con la hierba teñida de rojo por la sangre. Me despierto ahogado y sudoroso. Aunque normalmente sueño con cosas buenas y doy las gracias a Alá de que así sea. Sueño que Rahim Kan
sahib
se pondrá bien. Sueño que mi hijo crecerá y que será una buena persona, una persona libre e importante. Sueño que las calles de Kabul volverán a adornarse con flores de
lawla
y que en las casas de samovar volverá a sonar la música del
rubab
, y que volarán cometas por el cielo. Y sueño que algún día regresarás a Kabul para visitar de nuevo la tierra de tu infancia. Si lo haces, encontrarás a un viejo y fiel amigo esperándote.
Qué Alá siempre te acompañe.