Read Cometas en el cielo Online
Authors: Khaled Hosseini
—Eso me han dicho.
Farid me lanzó una mirada con la que quería decirme que oírlo no era lo mismo que verlo. Y tenía razón. Porque cuando Kabul apareció finalmente ante nosotros tuve la seguridad, la completa seguridad, de que en algún cruce nos habíamos equivocado de dirección. Farid debió de ver mi cara de estupefacción... Si transportaba gente a Kabul con cierta frecuencia, debía de estar acostumbrado a ver esa expresión en las caras de aquellos que llevaban mucho tiempo lejos de Kabul.
Me dio un golpecito en el hombro.
—Bienvenido de nuevo —dijo hoscamente.
Escombros y mendigos. Era lo único que veía donde quiera que mirase.Recordaba que en los viejos tiempos también había mendigos... Baba llevaba siempre en el bolsillo un puñado adicional de billetes afganos para ellos; nunca lo vi esquivarlos. Pero ahora los había en todas las esquinas, vestidos con harapos de arpillera, agachados en cuclillas y tendiendo las manos manchadas de barro pidiendo limosna. Y en su mayoría eran niños enjutos y con caras tristes, algunos no mayores de cinco o seis años. Se situaban en las esquinas de las calles más transitadas, sentados en el regazo de sus madres, quienes, tapadas con el burka, entonaban melancólicamente «
Bakhshesh, bakhshesh
!» Y había algo más, algo de lo que no me había dado cuenta hasta ese momento: había muy pocos niños que estuviesen sentados junto a un hombre. Las guerras habían convertido a los padres en un bien escaso en Afganistán.
Nos dirigíamos hacia el oeste, hacia el barrio de Karteh-Seh, por la que yo recordaba como una importante vía pública en los años setenta: Jadeh Maywand. Justo al norte de donde nos encontrábamos estaba el río Kabul, completamente seco. Sobre las colinas del sur se veía la vieja muralla derrumbada de la ciudad. Y al este de ella estaba la fortaleza de Bala Hissar (la antigua ciudadela que el señor de la guerra Dostum había ocupado en 1992), que se levantaba sobre la cordillera de Shirdarwaza, las mismas montañas desde las cuales los muyahidines acribillaron Kabul con misiles entre 1992 y 1996, infligiéndole la mayoría de los daños que yo estaba contemplando en aquellos momentos. La cordillera montañosa de Shirdarwaza se prolongaba hacia el oeste. Era desde aquellas montañas desde donde, según recordaba, disparaba el
Topeh chasht
, el cañón del mediodía. Detonaba a diario para anunciar el mediodía y el final del ayuno diurno durante el mes del ramadán. En aquellos tiempos, el retumbar del cañón se oía en toda la ciudad.
—De pequeño solía venir aquí, a Jadeh Maywand —musité—. Había tiendas y hoteles. Luces de neón y restaurantes. Compraba cometas a un anciano llamado Saifo, propietario de un pequeño establecimiento que se encontraba junto al antiguo cuartel de la policía.
—El cuartel de la policía sigue ahí —dijo Farid—. En la ciudad no hay escasez de policía. Lo que no encontrarás son cometas ni tiendas de cometas, ni en Jadeh Maywand ni en ninguna otra parte de Kabul. Esa época terminó.
Jadeh Maywand se había convertido en un castillo de arena gigantesco. Los edificios que no se habían derrumbado en su totalidad apenas se mantenían en pie. Los tejados estaban llenos de agujeros y las paredes, taladradas por misiles y bombas. Manzanas enteras habían quedado reducidas a escombros. Vi un letrero acribillado por las balas medio enterrado en un rincón entre una pila de cascotes. Decía «Beba Coca-Co...». Vi niños jugando en las ruinas de un edificio sin ventanas entre fragmentos de ladrillos y piedra, ciclistas y carros tirados por mulas esquivando niños, perros extraviados y montones de cascotes. Sobre la ciudad flotaba una neblina de polvo y, al otro lado del río, una columna de humo se alzaba en dirección al cielo.
—¿Dónde están los árboles? —pregunté.
—La gente los corta para tener leña en invierno —contestó Farid—. Los
shorawi
cortaron también muchos.
—¿Por qué?
—Porque los francotiradores se escondían en ellos.
Me asoló la tristeza. Regresar a Kabul era como tropezarse con un viejo amigo olvidado y ver que la vida no le había tratado bien, que se había convertido en un vagabundo, en un indigente.
—Mi padre construyó un orfanato en Shar-e-kohna, la antigua ciudad, al sur de aquí —dije.
—Lo recuerdo —replicó Farid—. Lo destruyeron hace unos años.
—¿Podemos parar? Quiero dar un paseo rápido por aquí.
Farid detuvo el vehículo en una pequeña calle secundaria junto a un edificio semiderruido que no tenía puerta.
—Esto era una farmacia —murmuró Farid cuando salimos del todoterreno.
Regresamos caminando a Jadeh Maywand y giramos hacia la derecha, en dirección oeste.
—¿A qué huele? —inquirí. Algo hacía que me llorasen los ojos.
—A diesel —respondió Farid—. Los generadores de la ciudad fallan continuamente, por lo que la electricidad no es de fiar. La gente utiliza el diesel como forma de energía.
—Diesel. ¿Recuerdas a lo que olía esta calle en los viejos tiempos?
Farid sonrió.
—A
kabob
.
—A
kabob
de cordero.
—Cordero —dijo Farid, saboreando la palabra—. Los únicos en Kabul que hoy en día comen cordero son los talibanes. —Me tiró de la manga—. Hablando de ellos... —Se acercaba un vehículo—. La patrulla de los barbudos —murmuró Farid.
Era la primera vez que yo veía a un talibán. Los había visto en televisión, en Internet, en las portadas de las revistas y en los periódicos. Pero en ese momento me encontraba a cinco metros de ellos, diciéndome que aquel repentino sabor que notaba en la boca no era el del puro miedo, diciéndome que, de pronto, mi carne no se había encogido hasta tocar los huesos y que el corazón no latía acelerado. Allí estaban. En todo su esplendor.
La camioneta Toyota descapotable de color rojo pasó lentamente por nuestro lado. Detrás iban un puñado de hombres jóvenes con caras serias sentados en cuclillas y con los Kalashnikov colgados del hombro. Todos llevaban barba y turbantes negros. Uno de ellos, un joven de piel oscura que tendría unos veinte años, de cejas anchas y pobladas, azotaba rítmicamente con un látigo el lateral de la camioneta. Su mirada perdida fue a descansar en mí.
Me miró fijamente. Nunca me había sentido tan desnudo. El talibán escupió saliva de color tabaco y apartó la vista. Sentí que respiraba de nuevo. La camioneta se alejó por Jadeh Maywand levantando a su paso una nube de polvo.
—¡Qué te ocurre! —me dijo entre dientes Farid.
—¿Qué?
—¡No te atrevas ni a mirarlos! ¿Me has entendido? ¡Jamás!
—No quería hacerlo —dije.
—Tu amigo tiene razón,
agha
—dijo alguien—. Es preferible golpear con un palo a un perro rabioso.
La voz pertenecía a un anciano mendigo que estaba sentado descalzo en las escaleras de un edificio acribillado por las balas. Iba vestido con un raído
chapan
reducido a harapos deshilachados y un turbante mugriento. El párpado izquierdo cubría un hueco vacío. Con una mano artrítica señaló la dirección por donde había desaparecido la camioneta roja.
—Dan vueltas y observan. Esperan a que alguien los provoque. Tarde o temprano, siempre cae alguien. Entonces los perros se dan el festín y el aburrimiento de la jornada queda por fin roto y alguien grita «
Allah-u-Akbar
!» Los días en que nadie los ofende, bueno..., siempre se puede elegir una víctima al azar...
—Mantén la mirada fija en los pies cuando los talibanes ronden cerca —me ordenó Farid.
—Tu amigo te ofrece buenos consejos —repuso el viejo mendigo, entrometiéndose de nuevo. Tosió secamente y escupió en un pañuelo andrajoso—. Perdonadme, pero ¿podríais prescindir de unos pocos afganis? —añadió.
—
Bas
. Vámonos —dijo Farid tirándome del brazo.
Le di al viejo cien mil afganis, el equivalente a tres dólares. Cuando se inclinó para coger el dinero, su hedor, una mezcla de leche agria y pies que no han sido lavados en semanas, inundó mi nariz y me provocó una arcada. Se guardó rápidamente el dinero en el cinturón. Su único ojo vigilaba a un lado y a otro.
—Mil gracias por tu benevolencia,
agha Sahib
.
—¿Sabes dónde está el orfanato de Karteh-Seh? —le pregunté.
—No es difícil de encontrar, está al oeste de Darulaman Boulevard —dijo—.
Cuando los misiles acabaron con el viejo orfanato, trasladaron a los niños que estaban allí a Karteh-Seh, que es como sacar a alguien de la jaula del león y meterlo en la del tigre.
—Gracias,
agha
—repliqué, y me volví dispuesto a marcharme.
—Era la primera vez, ¿no?
—¿Perdón?
—La primera vez que veías a un talibán. —No dije nada. El anciano asintió con la cabeza y sonrió. Reveló entonces los pocos dientes que le quedaban, todos amarillos y torcidos—. Recuerdo la primera vez que los vi entrar en Kabul. ¡Fue un día de alegría! —exclamó—. ¡El final de la matanza!
Wah, wah
! Pero, como dice el poeta: «¡Despreocupado estaba el amor y entonces llegaron los problemas!»
Se me dibujó una sonrisa en la cara.
—Conozco ese
ghazal
. Es de Hafez.
—Sí, así es. De hecho, tengo buenos motivos para conocerlo —respondió el viejo—. Lo enseñaba en la universidad.
—¿Ah, sí?
El viejo se llevó las manos al pecho y tosió.
—Desde mil novecientos cincuenta y ocho hasta mil novecientos noventa y seis. Estudiábamos a Hafez, Khayyam, Rumi, Beydel, Jami, Saadi... En una ocasión, fui invitado a dar una conferencia en Teherán, eso fue en mil novecientos setenta y uno. Hablé del místico Beydel. Recuerdo que el público se puso en pie y aplaudió. ¡Ja! —Sacudió la cabeza—. Pero ¿has visto a esos jóvenes de la camioneta? ¿Qué valores crees que ven ellos en el sufismo?
—Mi madre daba clases en la universidad —le conté.
—¿Cómo se llamaba?
—Sofia Akrami.
Su ojo consiguió brillar a través del velo que le habían causado las cataratas.
—«Las malas hierbas del desierto siguen con vida, pero la flor de primavera florece y se marchita.» Qué gracia, qué dignidad, qué tragedia.
—¿Conocías a mi madre? —le pregunté al viejo, arrodillándome ante él.
—No muy bien, pero sí, la conocía. Nos sentamos a charlar varias veces. La última de ellas fue un día lluvioso justo antes de los exámenes finales. Compartimos una maravillosa porción de pastel de almendras. Pastel de almendras con té caliente y miel. Por aquel entonces su embarazo estaba muy adelantado. Estaba preciosa. Nunca olvidaré lo que me dijo aquel día.
—¿Qué? Dímelo, por favor.
Baba siempre me había descrito a mi madre a grandes rasgos, como «una gran mujer». Pero yo siempre me había sentido sediento de detalles: cómo le brillaba el cabello a la luz del sol, su sabor de helado favorito, las canciones que le gustaba tararear, si se mordía las uñas... Baba se llevó a la tumba los recuerdos que tenía de ella. Tal vez temiera que con sólo pronunciar su nombre le entraran sentimientos de culpa por lo que había hecho poco tiempo después de su muerte. O tal vez su pérdida había sido tan grande, su dolor tan profundo, que no podía soportar hablar de ella. Tal vez ambas cosas.
—Dijo: «Tengo mucho miedo.» Y yo le pregunté: «¿Por qué?», y ella respondió: «Porque soy profundamente feliz, doctor Rasul. Una felicidad así asusta.» Le pregunté por qué y dijo: «Sólo te permiten ser así de feliz cuando están preparándose para llevarse algo de ti», y yo repliqué: «Calla. Basta de tonterías.»
Farid me cogió del brazo.
—Deberíamos irnos, Amir
agha
—dijo en voz baja. Pero yo retiré el brazo.
—¿Qué más? ¿Qué más te dijo?
Las facciones del viejo se suavizaron.
—Me gustaría acordarme de ello por ti. Pero no puedo. Tu madre falleció hace mucho tiempo y mi memoria está tan destrozada como estos edificios. Lo siento.
—Aunque sea un pequeño detalle, lo que sea.
El viejo sonrió.
—Intentaré recordar, te lo prometo. Vuelve y búscame.
—Gracias —dije—. Muchas gracias.
Y lo decía de todo corazón. Ahora sabía que a mi madre le gustaban el pastel de almendra con miel y el té caliente, que en una ocasión utilizó la palabra «profundamente», que su felicidad la corroía. Acababa de saber más cosas sobre mi madre gracias a aquel viejo de la calle de las que nunca supe por parte de Baba.
De vuelta al todoterreno, ni Farid ni yo comentamos nada de lo que la mayoría de los afganos habrían considerado una coincidencia improbable, que diera la casualidad de que un mendigo de la calle conociese a mi madre. Porque ambos sabíamos que en Afganistán, y particularmente en Kabul, un absurdo como aquél era de lo más corriente. Baba solía decir: «Coge dos afganos que no se han visto en su vida, déjalos en una habitación diez minutos y acabarán descubriendo su parentesco.»
Abandonamos al viejo en las escaleras de aquel edificio. Decidí tomar en serio su ofrecimiento, regresar al lugar y comprobar si había desenterrado alguna historia más relacionada con mi madre. Pero nunca volví a verlo.
Encontramos el orfanato nuevo en la zona norte de Karteh-Seh, a orillas del río Kabul, que estaba seco. Se trataba de un edificio bajo, tipo barracón, con las paredes llenas de rastros de metralla y las ventanas sujetas con planchas de madera. Farid me había contado por el camino que Karteh-Seh había sido uno de los vecindarios más castigados por la guerra, y en cuanto salimos del todoterreno las pruebas de lo que me había contado resultaron abrumadoras. Las calles, plagadas de baches, estaban flanqueadas por casas abandonadas y edificios bombardeados casi en ruinas. Pasamos junto al esqueleto oxidado de un coche volcado, un televisor sin pantalla medio enterrado entre los escombros y un muro donde habían escrito las palabras «
Zenda bad Taliban
!», «¡Larga vida a los talibanes!», con spray negro.
Nos abrió la puerta un hombre bajito, delgado y calvo con barba canosa y lanuda. Llevaba una chaqueta de tweed muy vieja, un casquete y un par de gafas con un cristal astillado que descansaban sobre la punta de su nariz. Detrás de las gafas había unos ojos diminutos parecidos a guisantes negros que volaban de mí a Farid.
—
Salaam alaykum
—dijo.
—
Salaam alaykum
—dije yo, y le mostré la fotografía—. Estamos buscando a este niño.
Echó un vistazo superficial a la fotografía.
—Lo siento. Nunca lo he visto.