Cometas en el cielo (14 page)

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Authors: Khaled Hosseini

BOOK: Cometas en el cielo
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Entonces fui al montón de regalos, cogí el reloj y un par de los sobres que contenían dinero y salí de puntillas. Al pasar por delante del despacho de Baba me detuve a escuchar. Había estado toda la mañana allí encerrado, haciendo llamadas. En esos momentos hablaba con alguien sobre un cargamento de alfombras que debía llegar la semana siguiente. Bajé las escaleras, atravesé el jardín y entré en la vivienda de Alí y Hassan, que estaba situada junto al níspero. Levanté el colchón de Hassan y deposité allí mi reloj nuevo y un puñado de billetes afganos.

Esperé media hora más. Pasado ese tiempo, llamé a la puerta del despacho de Baba y le conté la que esperaba que fuese la última de una larga lista de mentiras vergonzosas.

A través de la ventana de mi habitación, vi que Alí y Hassan llegaban por el camino de entrada empujando las carretillas cargadas de carne,
naan,
fruta y verduras. Vi a Baba salir de casa y encaminarse hacia Alí. Sus bocas articulaban palabras que yo no podía oír. Baba señaló en dirección a la casa y Alí asintió. Se separaron. Baba entró de nuevo en casa y Alí siguió a Hassan hacia el interior de su choza.

Unos instantes después, Baba llamaba a mi puerta.

—Ven a mi despacho —dijo—. Vamos a sentarnos todos y a solucionar este tema.

Entré en el despacho de Baba y tomé asiento en uno de los sofás de piel. Hassan y Alí tardaron media hora o más en llegar.

Habían estado llorando los dos; era fácil de adivinar, porque llegaron con los ojos rojos e hinchados. Se colocaron frente a Baba, cogidos de la mano, y me pregunté cómo era posible que yo hubiera sido capaz de provocar un dolor como aquél.

Baba se adelantó y preguntó:

—Hassan, ¿has robado ese dinero? ¿Has robado también el reloj de Amir?

La respuesta de Hassan fue una única palabra, pronunciada con voz ronca y débil:

—Sí.

Me encogí, como si acabaran de darme un bofetón. Me dio un vuelco el corazón y a punto estuve de soltar la verdad. Entonces lo comprendí: se trataba del sacrificio final que Hassan hacía por mí. De haber respondido que no, Baba le hubiese creído porque todos sabíamos que Hassan no mentía nunca, y si Baba lo creía, entonces el acusado sería yo; tendría que explicarlo y saldría a la luz lo que yo era en realidad. Baba jamás me perdonaría. Y eso llevaba a otra conclusión: Hassan lo sabía. Sabía que yo lo había visto todo en el callejón y que me había quedado allí sin hacer nada. Sabía que lo había traicionado y a pesar de ello me rescataba una vez más, quizá la última. En ese momento lo quería, lo quería más que nunca querría a nadie, y deseaba decirles a todos que yo era la serpiente en la hierba, el monstruo en el lago. No merecía su sacrificio; yo era un mentiroso, un tramposo y un ladrón. Y lo habría dicho, pero una parte de mí se alegraba. Se alegraba de que todo aquello fuera a acabar pronto. Baba los despediría, habría un poco de sufrimiento, pero la vida continuaría. Y eso quería yo, continuar, olvidar, hacer borrón y cuenta nueva. Quería poder respirar de nuevo.

Pero Baba me sorprendió cuando dijo:

—Te perdono.

¿Perdonar? Pero si el robo era el pecado imperdonable, el denominador común de todos los pecados. «Cuando matas a un hombre, le robas la vida. Le robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. No existe acto más miserable que el robo.» ¿No me había sentado Baba en sus rodillas y me había dicho esas palabras? Entonces, ¿cómo podía perdonar a Hassan? Y si Baba podía perdonar aquello, entonces ¿por qué no podía perdonarme a mí por no ser el hijo que siempre había querido? ¿Por qué...?

—Nos vamos,
agha Sahib
—dijo Alí.

—¿Qué? —dijo Baba. El color le desapareció de la cara.

—No podemos seguir viviendo aquí —contestó Alí.

—Pero lo he perdonado, Alí, ¿no lo has oído? —dijo Baba.

—La vida aquí resulta imposible para nosotros,
agha Sahib.
Nos vamos.

Alí arrastró a Hassan hacia él y lo rodeó por el hombro. Era un gesto de protección y yo sabía de quién estaba protegiéndolo. Alí me miró y en su mirada fría e implacable vi que Hassan se lo había contado. Se lo había contado todo, lo que Assef y sus amigos le habían hecho, lo de la cometa, lo mío. Por extraño que parezca, me alegraba de que alguien supiese lo que yo era realmente; estaba cansado de disimular.

—No me importan ni el dinero ni el reloj —dijo Baba con los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba—. No comprendo por qué...

¿Qué quieres decir con eso de imposible?

—Lo siento,
agha Sahib,
pero ya hemos hecho las maletas. Hemos tomado una decisión.

Baba se puso en pie. El dolor ensombrecía su semblante.

—Alí, ¿no te he proporcionado siempre todo lo que has necesitado? ¿No he sido bueno contigo y con Hassan? Eres el hermano que nunca tuve, Alí, lo sabes. No te vayas, por favor.

—No hagas esto más difícil de lo que ya es,
agha Sahib
—dijo Alí.

Ladeó la boca y, por un instante, creí ver una mueca. En ese momento comprendí la profundidad del sufrimiento que yo había provocado, la oscuridad del dolor que yo había acarreado a todo el mundo, un pesar tan grande que ni la cara paralizada de Alí podía enmascarar. Me obligué a mirar a Hassan, pero tenía la cabeza agachada, los hombros hundidos y se enroscaba en el dedo un hilo que colgaba del dobladillo de su camisa.

Baba suplicaba.

—Dime al menos por qué. ¡Necesito saberlo!

Alí no se lo dijo a Baba, igual que no protestó cuando Hassan confesó el robo. Nunca sabré por qué, pero podía imaginármelos a los dos en la penumbra de su pequeña choza, llorando, y a Hassan suplicándole que no me delatara. Resulta difícil imaginar el control que debió de necesitar Alí para mantener la promesa.

—¿Nos llevarás hasta la estación de autobuses?

—¡Te prohíbo que te vayas! —vociferó Baba—. ¿Me has oído? ¡Te lo prohíbo!

—Con todos mis respetos, no puedes prohibirme nada,
agha Sahib
—dijo Alí—. Ya no trabajamos para ti.

—¿Adónde iréis? —le preguntó Baba con la voz rota.

—A Hazarajat.

—¿Con tu primo?

—Sí. ¿Nos llevarás a la estación de autobuses,
agha Sahib
?

Entonces vi a Baba hacer algo que nunca le había visto hacer: lloró. Me asustó un poco ver sollozar a un hombre adulto. Se suponía que los padres no lloraban.

—Por favor —dijo Baba, pero Alí se encaminaba hacia la puerta y Hassan seguía sus pasos.

Nunca olvidaré la forma en que Baba pronunció aquellas palabras, el dolor de su súplica, el miedo.

Era muy excepcional que lloviese en Kabul en verano. El cielo azul se mantenía allá a lo lejos y el sol era como un hierro candente que te abrasaba la nuca. Los riachuelos donde Hassan y yo jugábamos a tirar piedras durante la primavera se habían secado y los cochecitos de transporte tirados por hombres o muchachos levantaban polvo a su paso. La gente acudía a las mezquitas al mediodía para rezar sus diez
rakats
y luego se retiraba al cobijo de cualquier sombra para sestear a la espera de la llegada del frescor del atardecer. El verano significaba largas jornadas de colegio sudando en el interior de aulas llenas y poco ventiladas, aprendiendo a recitar
ayats
del Corán y luchando contra esas palabras árabes tan extrañas que te hacían retorcer la lengua. Significaba cazar moscas con la mano mientras el
mullah
hablaba con monotonía y una brisa caliente traía el olor a excrementos procedente del cobertizo que había en un extremo del patio y levantaba el polvo junto al desvencijado y solitario aro de baloncesto.

Pero la tarde en que Baba acompañó a Alí y Hassan a la estación llovía y rugían los truenos. En cuestión de minutos, la lluvia empezó a descargar con fuerza. El sonido constante del agua inflamaba mis oídos.

Baba se ofreció a llevarlos personalmente hasta Bamiyan, pero Alí se negó. A través de la ventana empañada de mi habitación, observé a Alí cargando en el coche de Baba, que aguardaba en el exterior, junto a la verja, una solitaria maleta donde cabían todas sus pertenencias. Hassan llevaba a la espalda su colchón, bien enrollado y atado con una cuerda. Había dejado sus juguetes en la cabaña vacía... Los descubrí al día siguiente, amontonados en un rincón igual que los regalos de cumpleaños en mi habitación.

Las gotas de lluvia se deslizaban por los cristales de la ventana. Vi a Baba cerrar de un portazo el maletero. Empapado, se dirigió al lado del conductor. Se inclinó y le dijo algo a Alí, que iba sentado en el asiento de atrás. Tal vez estuviera quemando el último cartucho para tratar de que cambiara de idea. Estuvieron un rato hablando mientras Baba, encorvado y con un brazo sobre el techo del vehículo, se empapaba. Cuando se enderezó, adiviné por la línea de sus hombros hundidos que la vida que yo había conocido hasta entonces se había acabado. Baba entró en el coche. Las luces delanteras se encendieron y recortaron en la lluvia dos halos gemelos de luz. Como si de una de esas películas hindúes que Hassan y yo solíamos ver se tratara, ésa era la parte donde yo debía salir corriendo, chapoteando con los pies desnudos en el agua. Perseguiría el coche dando gritos para que se detuviese. Sacaría a Hassan del asiento de atrás y, con unas lágrimas que se confundirían con la lluvia, le diría que lo sentía mucho y los dos nos abrazaríamos bajo el aguacero. Pero aquello no era una película hindú. Lo sentía, pero ni lloré ni salí corriendo. Contemplé el coche de Baba tomando la curva y llevándose con él a la persona cuya primera palabra no fue otra que mi nombre. Antes de que Baba girara hacia la izquierda en la esquina donde tantas veces habíamos jugado a las canicas, capté una imagen final y borrosa de Hassan hundido en el asiento de atrás.

Retrocedí y lo único que vi ya fueron las gotas de lluvia en los cristales de las ventanas, que parecían plata fundida.

10

Marzo de 1981

Enfrente de nosotros había sentada una mujer joven. Llevaba un vestido de color verde oliva y un chal negro en la cabeza para protegerse del frío de la noche. Cada vez que el camión daba una sacudida o tropezaba con un bache, se ponía a rezar. Su
«Bismillah!»
resonaba a cada salto o movimiento brusco del camión. Su marido, un hombre corpulento vestido con bombachos y tocado con un turbante azul celeste, acunaba a un bebé en un brazo mientras con la mano libre pasaba las cuentas de un rosario. Sus labios recitaban en silencio una oración. Había más personas, una docena en total, incluyéndonos a Baba y a mí, que íbamos sentados a horcajadas sobre nuestras maletas, apretujados contra desconocidos en la caja cubierta por una lona de un viejo camión ruso.

Yo tenía las tripas revueltas desde que habíamos salido de Kabul a las dos de la mañana. Baba nunca me lo mencionó, pero yo sabía que consideraba mis mareos en coche otra de mis muchas debilidades. Lo vi reflejado en su cara las dos veces en que mi estómago se cerró de tal manera que no me quedó más remedio que devolver. Cuando el tipo corpulento (el marido de la mujer que rezaba) me preguntó si estaba mareándome, le respondí que tal vez sí. Baba apartó la vista. El hombre levantó la esquina de la lona y le gritó al conductor que parara. Pero el conductor, Karim, un escuálido hombre de piel oscura con facciones que recordaban las de un gavilán y un bigote tan fino que parecía dibujado a lápiz, sacudió la cabeza negativamente.

—Estamos demasiado cerca de Kabul —gritó a modo de respuesta—. Dile que se aguante.

Baba gruñó algo entre dientes. Me habría gustado decirle que lo sentía, pero de repente me di cuenta de que empezaba a salivar, que notaba el típico sabor a bilis. Me volví, levanté el toldo y vomité sobre el lateral del camión en marcha. Detrás de mí, Baba se disculpaba con los demás pasajeros. Como si marearse fuera un crimen. Como si uno no pudiera marearse a los dieciocho años. Devolví dos veces más hasta que Karim decidió detenerse, principalmente para que no le manchara el vehículo, su medio de vida. Karim era contrabandista de personas, un negocio lucrativo en aquel entonces que consistía en transportar a gente desde el Kabul ocupado por los
shorawi
hasta la seguridad relativa que ofrecía Pakistán. Nos dirigíamos a Jalalabad, a ciento setenta kilómetros al sudeste de Kabul, donde nos esperaba su hermano, Toor, que disponía de un camión más grande, ocupado ya por un segundo convoy de refugiados y que nos conduciría por el paso de Khyber hasta Peshawar.

Cuando Karim se detuvo a un lado de la carretera, nos encontrábamos a pocos kilómetros al oeste de las cataratas de Mahipar. Mahipar, que significa «pez volador», era una cima elevada con un precipicio que dominaba la planta hidroeléctrica que los alemanes habían construido para Afganistán en 1967. Baba y yo habíamos subido en coche hasta la cima en incontables ocasiones de camino a Jalalabad, la ciudad de los cipreses y los campos de caña de azúcar donde los afganos pasaban las vacaciones de invierno.

Salté por la parte trasera del camión y fui dando tumbos por el terraplén que había junto a la carretera. Tenía la boca llena de saliva, un aviso de lo que estaba a punto de producirse. Avancé dando tumbos hasta un lugar desde el cual se veía un profundo valle que en aquel momento estaba sumido en la oscuridad. Me encorvé, apoyé las manos en las rodillas y esperé a que llegara la bilis. Una rama se partió en algún lugar y ululó una lechuza. El viento, suave y frío, chasqueaba entre las ramas y agitaba los arbustos que salpicaban la loma. Abajo se oía el débil sonido del agua deslizándose por el valle.

En el arcén de aquella carretera pensé en cómo habíamos abandonado la casa donde había vivido toda mi vida, como si nos marcháramos un momento: los platos manchados de
kofta,
apilados en el fregadero de la cocina; la colada, en la cesta de mimbre del vestíbulo; las camas por hacer; los trajes de Baba, colgados en el armario. Los tapices cubriendo las paredes del salón y los libros de mi madre abarrotando las estanterías del despacho de Baba. Los signos de nuestra fuga eran sutiles: había desaparecido la fotografía de la boda de mis padres, así como la fotografía borrosa de mi abuelo y el sha Nader junto al ciervo muerto. En los armarios faltaban unas pocas prendas. También había desaparecido el cuaderno con tapas de piel que me había regalado Rahim Kan cinco años atrás.

Por la mañana, Jalaluddin (nuestro séptimo criado en cinco años) pensaría seguramente que habíamos salido a dar un paseo a pie o en coche. No se lo habíamos dicho. En Kabul ya no se podía confiar en nadie. A cambio de dinero, o bajo la presión de las amenazas, la gente se delataba entre sí, el vecino al vecino, el hijo al padre, el hermano al hermano, el criado al amo, el amigo al amigo. Pensé en el cantante Ahmad Zahir, que había tocado el acordeón en la fiesta de mi decimotercer cumpleaños. Salió a dar una vuelta en coche con unos amigos y después encontraron su cuerpo arrojado en una cuneta con una bala en la nuca. Los
rafiqs,
los camaradas, estaban por todas partes y habían dividido Kabul en dos grupos: los que escuchaban a escondidas y los que no. Lo malo era que nadie sabía quién pertenecía a cuál. Un comentario casual al sastre mientras te tomaba medidas para cortarte un traje podía hacerte aterrizar en las mazmorras de Poleh-Charkhi. Una queja al carnicero sobre el toque de queda, y en un abrir y cerrar de ojos te encontrabas entre rejas y con los ojos clavados en la boca de un Kalashnikov. Incluso en la intimidad de sus casas, la gente hablaba de manera calculada. Los
rafiqs
se encontraban también en las aulas; habían enseñado a los niños a espiar a sus padres, qué escuchar y a quién contárselo.

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