Read Cometas en el cielo Online
Authors: Khaled Hosseini
¿Qué hacía yo en aquella carretera en plena noche? Debía estar acostado, bajo mis sábanas, con un libro de páginas manoseadas a mi lado. Aquello tenía que ser un sueño. Tenía que serlo. Al día siguiente por la mañana me levantaría y me asomaría a la ventana: nada de soldados rusos malhumorados patrullando por las aceras, nada de tanques circulando arriba y abajo por las calles de mi ciudad, con sus torretas girando como dedos acusadores; nada de cascotes, nada de toques de queda, nada de vehículos de transporte de tropas rusas zigzagueando por los bazares. Entonces, detrás de mí, escuché a Baba y a Karim discutiendo sobre el plan para cuando llegáramos a Jalalabad mientras fumaban un cigarrillo. Karim tranquilizaba a Baba diciéndole que su hermano tenía un camión grande de «primera calidad» y que la caminata hasta Peshawar sería un paseo. «Podría llevaros hasta allí con los ojos cerrados», dijo Karim. Escuché por encima cómo le explicaba a Baba que él y su hermano conocían a los soldados rusos y afganos que estaban apostados en los puestos de control y que habían llegado a un acuerdo «provechoso para ambas partes». Aquello no era un sueño. A modo de indicación, nos sobrevoló de repente un Mig. Karim arrojó el cigarrillo y sacó una pistola del cinturón. Apuntó hacia el cielo y, simulando que disparaba, escupió y maldijo al Mig.
Me pregunté dónde estaría Hassan. Luego lo inevitable. Vomité sobre una maraña de malas hierbas. Las náuseas y los ruidos de las arcadas quedaron amortiguados por el rugido ensordecedor del Mig.
Veinte minutos después nos deteníamos en el puesto de control de Mahipar. El conductor dejó el camión en punto muerto y saltó del vehículo para saludar a las voces que se aproximaban. La gravilla crujía bajo sus pies. Se produjo un intercambio de palabras, breve y en voz baja. Un encendedor parpadeó.
—
Spasseba.
Otro parpadeo de encendedor. Alguien rió, y el sonido estridente de aquella risotada me hizo pegar un salto. La mano de Baba me sujetó la pierna con firmeza. El hombre que reía se puso a cantar, con un marcado acento ruso, una versión calumniosa y desentonada de una antigua canción de boda afgana.
«Ahesta boro, Mah-e-man, ahesta boro»,
ve despacio, encantadora luna, ve despacio.
Un taconeo de botas en el asfalto. Alguien abrió la cubierta de lona por la parte trasera del camión y asomaron tres caras. Una era la de Karim; los otros dos eran de soldados, uno afgano y el otro un ruso sonriente con cara de bulldog y un cigarrillo en la comisura de la boca. Tras ellos se veía una luna color hueso en el cielo. Karim y el soldado afgano intercambiaron brevemente unas palabras en pastún. Pude entender algo de lo que decían... Hablaban sobre Toor y su mala suerte. El soldado ruso introdujo la cabeza en la parte trasera del camión. Era él quien tarareaba la canción de boda y seguía el ritmo golpeando con un dedo el filo de la portezuela. Incluso bajo la tenue luz de la luna fui capaz de ver el brillo vidrioso de sus ojos mientras examinaba a todos los pasajeros. El sudor le resbalaba por las cejas, a pesar del frío. Su mirada se detuvo en la mujer joven del chal negro. Se dirigió en ruso a Karim sin quitarle a ella los ojos de encima. Karim le respondió lacónicamente y el soldado le replicó de una manera más lacónica aún. El soldado afgano dijo también algo en voz baja y conciliadora. Pero el soldado ruso gritó algo que hizo que los otros dos se encogieran. Yo notaba cómo Baba, a mi lado, iba poniéndose tenso. Karim tosió para aclararse la garganta y bajó la cabeza. Dijo que el soldado quería pasar media hora con la mujer en la parte trasera del camión.
La joven se tapó la cara con el chal y rompió a llorar. El pequeño, sentado en el regazo de su marido, rompió a llorar también. La cara del marido estaba tan pálida como la luna en el cielo. Le dijo a Karim que le pidiera al «señor soldado
sahib»
que tuviera un poco de piedad, que tal vez tuviera una hermana o una madre, que tal vez tuviera también una esposa. El ruso escuchó a Karim y escupió una retahíla de palabras.
—Es su precio por dejarnos pasar —dijo Karim. No se atrevía a mirar al esposo a los ojos.
—El precio lo hemos pagado. Él recibe ya un buen dinero —replicó el marido. Karim y el soldado ruso volvieron a hablar.
—Dice..., dice que cualquier precio tiene su impuesto.
Ahí fue cuando Baba se puso en pie. Era mi turno de sujetarle con firmeza la pierna, pero Baba se soltó enseguida y la apartó. Al levantarse, eclipsó la luna.
—Quiero preguntarle una cosa a este hombre —dijo Baba. Se lo dijo a Karim, pero tenía la mirada fija en el soldado ruso—. Pregúntale dónde tiene la vergüenza.
Hablaron.
—Dice que esto es la guerra. Que en la guerra no hay vergüenza.
—Dile que se equivoca. Que la guerra no niega la decencia. Que la exige, más incluso que en tiempos de paz.
«¿Tienes que ser siempre el héroe? —pensé con el corazón palpitante—. ¿No puedes dejarlo correr aunque sea sólo por una vez?» Pero sabía que no podía..., era su forma de ser. El problema era que su forma de ser iba a acabar con todos nosotros.
El soldado ruso le dijo algo a Karim esbozando una sonrisa.
—
Agha Sahib
—dijo Karim—, estos
roussi
no son como nosotros. No comprenden nada sobre el respeto y el honor.
—¿Qué ha dicho?
—Dice que metiéndote una bala disfrutará casi tanto como...
Karim se interrumpió, pero hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mujer que había encandilado al guardia. El soldado apagó el cigarrillo sin terminarlo y desenfundó su pistola.
«O sea, que aquí es cuando muere Baba —pensé—. Así es como va a suceder.» Recité mentalmente una oración que había aprendido en el colegio.
—Dile que me llevaré un millar de sus balas antes que permitir que se produzca esta indecencia —dijo Baba.
Mi mente regresó a aquel invierno de hacía seis años. Yo observaba el callejón desde la esquina. Kamal y Wali sujetaban a Hassan. Los músculos de las nalgas de Assef se tensaban y se destensaban, sus caderas se movían hacia delante y hacia atrás. Vaya héroe había sido yo, preocupándome por la cometa. A veces, también yo me preguntaba si era realmente hijo de Baba.
El ruso con cara de bulldog levantó el arma.
—Baba, siéntate, por favor —dije, tirándole de la manga—. Creo que piensa dispararte en serio.
Baba me apartó la mano.
—¿Es que no te he enseñado nada? —me espetó, y se volvió hacia el sonriente soldado—. Dile que es mejor que me mate al primer disparo. Porque, si no caigo, lo voy a hacer pedazos. ¡Maldito sea su padre!
Mientras escuchaba la traducción, la sonrisa del soldado ruso no se desvaneció en ningún momento. Desactivó el dispositivo de seguridad de la pistola y apuntó hacia el pecho de Baba. Sentía que el corazón me golpeaba en la garganta. Me tapé la cara con las manos.
La pistola rugió.
«Ya está hecho. Tengo dieciocho años y estoy solo. No tengo a nadie en el mundo. Baba ha muerto y ahora tengo que enterrarlo. ¿Dónde lo entierro? ¿Adónde voy después?»
Pero el torbellino de pensamientos que rodaba en mi cabeza se detuvo repentinamente cuando abrí los ojos y vi a Baba todavía allí. Vi también a un oficial ruso que se había unido al grupo. Del cañón de su pistola vuelta hacia arriba salía humo. El soldado que pretendía matar a Baba había enfundado su arma y caminaba arrastrando los pies. Nunca había sentido con más fuerza la sensación de querer reír y llorar a la vez.
El oficial ruso, robusto y de pelo canoso, se dirigió a nosotros, expresándose en un mal farsi, y pidió disculpas por el comportamiento de su camarada.
—Los envían aquí a luchar —dijo—, pero no son más que niños y, cuando llegan aquí, descubren el placer de las drogas. —Dirigió al joven soldado la mirada arrepentida de un padre exasperado por el mal comportamiento de su hijo—. Éste se ha enganchado a la droga. Yo intento evitarlo, pero... —añadió, y luego hizo un gesto a modo de despedida.
Instantes después nos marchábamos. Oí una carcajada y luego la voz del soldado, calumniosa y desentonada, cantando la antigua canción de boda.
Avanzamos en silencio durante unos quince minutos antes de que el marido de la mujer joven se pusiera repentinamente en pie e hiciera algo que había visto hacer a muchos otros antes que a él: besar la mano de Baba.
La mala suerte de Toor. ¿No había oído hablar de eso en un retazo de conversación allí en Mahipar?
Entramos en Jalalabad una hora antes de que amaneciera. Karim nos hizo bajar rápidamente del camión y entramos en una casa de una planta situada en el cruce de dos caminos de tierra flanqueados por casas bajas, acacias y tiendas cerradas. Me subí el cuello del abrigo para protegerme del frío y arrastramos nuestras pertenencias al interior. Por algún motivo, recuerdo el olor a rábanos.
Una vez dentro de un salón vacío y escasamente iluminado, Karim cerró con llave la puerta principal y corrió las sábanas andrajosas que pasaban por cortinas. Luego respiró hondo y nos dio las malas noticias: su hermano Toor no podía llevarnos a Peshawar. Según nos explicó, la semana anterior se le había quemado el motor del camión y todavía estaba esperando que llegaran las piezas de recambio.
—¡La semana pasada! —exclamó alguien—. Si lo sabías, ¿por qué nos has traído hasta aquí?
Capté por el rabillo del ojo un movimiento nervioso. Luego vi algo borroso que atravesaba la habitación como un rayo y lo siguiente que vi fue a Karim aplastado contra la pared, con los pies y sus correspondientes sandalias colgando a medio metro de altura del suelo. Alrededor de su cuello, las manos de Baba.
—Te diré por qué —dijo Baba—. Porque así él se ha sacado su tajada del viaje. Eso es lo único que le importa.
Karim articulaba sonidos guturales. Un reguero de saliva le caía por la comisura de la boca.
—Suéltelo,
agha,
está matándolo —dijo uno de los pasajeros.
—Eso es lo que pretendo hacer —replicó Baba.
Lo que ninguno de los presentes sabía era que Baba no bromeaba. Karim estaba poniéndose rojo y daba patadas. Baba siguió asfixiándolo hasta que la joven madre, la que le había gustado al soldado ruso, le suplicó que parase.
Cuando Baba finalmente lo soltó, Karim cayó al suelo dando vueltas en busca de aire. La estancia se quedó en silencio. Hacía menos de dos horas que Baba se había ofrecido voluntario para recibir una bala por salvar la honra de una mujer que ni siquiera conocía, y ahora estrangulaba a un hombre hasta casi producirle la muerte. Y lo habría hecho de no haber sido por las súplicas de esa misma mujer.
Alguien empezó a dar golpes en la puerta. No, no en la puerta, abajo.
—¿Qué es eso? —preguntó alguien.
—Los otros —jadeó Karim, recuperando la respiración—. Están en el sótano.
—¿Cuánto llevan esperando? —dijo Baba, abalanzándose sobre Karim.
—Dos semanas.
—Creí que habías dicho que el camión se estropeó la semana pasada.
Karim se frotó el cuello.
—Puede que fuera la semana anterior —musitó.
—¿Cuánto tiempo tardarán?
—¿Qué?
—¿Cuánto tiempo tardarán en llegar los recambios? —rugió Baba.
Karim se encogió, pero no dijo nada. Me alegré de que estuviera oscuro. No deseaba ver la mirada asesina en la cara de Baba.
• • •
Un hedor a humedad y a moho me subió a la nariz cuando Karim abrió la puerta que conducía al sótano por medio de una inestable escalera. Bajamos en fila. Los peldaños crujían bajo el peso de Baba. En el frío sótano me sentí observado por ojos que centelleaban en la oscuridad. Vi formas acurrucadas por toda la habitación, sus siluetas perfiladas en las paredes por la tenue luz de un par de lámparas de queroseno. Un murmullo recorrió el sótano. Por encima de él, se oía el débil sonido de gotas de agua que caían en algún lugar, y algo más, un sonido chirriante.
Baba suspiró detrás de mí y dejó caer las bolsas.
Karim nos dijo que en un par de días el camión estaría arreglado. Que entonces emprenderíamos camino hacia Peshawar. Hacia la libertad. Hacia la seguridad.
El sótano fue nuestro hogar durante la semana siguiente y a la tercera noche descubrí el origen de los sonidos chirriantes. Ratas.
En cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, conté en el sótano unos treinta refugiados. Nos sentamos hombro con hombro junto a la pared, comimos galletas, pan con dátiles y manzanas. Aquella primera noche todos los hombres rezaron juntos. Uno de los refugiados le preguntó a Baba por qué no se unía a ellos.
—Dios nos salvará. ¿Por qué no le rezas?
Baba aspiró una pizca de rapé y estiró las piernas.
—Lo que nos salvará son ocho cilindros y un buen carburador. —Eso los silenció a todos por lo que al tema de Dios se refiere.
Fue a última hora de aquella primera noche cuando descubrí que dos de las personas que se escondían con nosotros eran Kamal y su padre. Fue impresionante ver a Kamal sentado en el sótano a escasos metros de donde yo estaba. Pero cuando él y su padre se aproximaron a donde nos encontrábamos nosotros y vi su cara, lo vi de verdad...
Se había marchitado..., no había otra palabra para describirlo. Sus ojos me lanzaron una mirada vacía, sin reconocerme en absoluto. Tenía los hombros encorvados y las mejillas hundidas, como si estuvieran demasiado agotadas para permanecer unidas al hueso que había debajo de ellas. Su padre, que había sido propietario de un cine en Kabul, le explicaba a Baba cómo, tres meses antes, una bala perdida le había dado en la sien a su esposa acabando con su vida. Luego le explicó a Baba lo de Kamal. Sólo pude escucharlo a trozos: «Nunca debería haber dejado que fuera solo... Un muchacho tan guapo, ya sabes... Eran cuatro..., intentó defenderse... Dios..., lo cogieron... Sangrando por allí... Los pantalones... No ha hablado más... Siempre está con la mirada fija...»
No habría camión, nos explicó Karim después de permanecer una semana encerrados en aquel sótano infestado de ratas. El camión no podía repararse.
—Pero hay otra posibilidad —dijo Karim, levantando la voz por encima de las quejas. Su primo disponía de un camión cisterna y lo había utilizado en un par de ocasiones para realizar contrabando de personas. Se encontraba en Jalalabad y seguramente cabríamos todos.
Todos decidieron ir excepto una pareja mayor.
Partimos aquella misma noche, Baba y yo, Kamal y su padre y los demás. Karim y su primo, un hombre calvo de cara cuadrada llamado Aziz, nos ayudaron a entrar en el camión cisterna. Uno a uno, subimos a la parte trasera del camión en marcha, subimos por la escalera de acceso y nos deslizamos en el interior de la cisterna. Recuerdo que cuando Baba había subido la mitad de la escalera, saltó de nuevo abajo y sacó la caja de rapé que llevaba en el bolsillo. La vació y cogió un puñado de tierra del camino sin pavimentar. Besó la tierra, la depositó en la caja y guardó ésta en el bolsillo interior de la chaqueta, junto a su corazón.