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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (13 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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—He elegido personalmente tu regalo —dijo Assef.

La cara de Tanya se contrajo y sus ojos volaron rápidamente desde Assef hasta mí. Sonrió, poco convencida, y parpadeó. Me pregunté si Baba lo habría advertido.

—¿Sigues jugando a fútbol, Assef
jan
? —le preguntó Baba, que siempre había querido que trabase amistad con Assef.

Éste sonrió. Era horripilante lo dulce que podía parecer.

—Naturalmente,
Kaka jan.

—Extremo derecho, si no recuerdo mal.

—Este año juego de delantero centro —dijo Assef—. En esa posición se meten más goles. La semana próxima jugamos contra el equipo de Mekro-Rayan. Será un buen encuentro. Tienen buenos jugadores.

Baba hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—De joven yo también jugaba de delantero centro.

—Apuesto a que aún podría, si quisiera —comentó Assef, y honró a Baba con un guiño de simpatía.

Baba se lo devolvió.

—Veo que tu padre te ha transmitido sus modales aduladores, mundialmente famosos...

Le dio un codazo al padre de Assef y a punto estuvo de tirarlo al suelo. La carcajada de Mahmood fue casi tan convincente como la sonrisa de Tanya y de pronto me pregunté si quizá, de algún modo, su hijo los tendría asustados. Intenté fingir una sonrisa, pero no conseguí más que una débil inclinación de las comisuras de los labios. Se me revolvía el estómago de ver a mi padre haciendo migas con Assef.

Assef me miró entonces.

—Wali y Kamal también han venido. No querían perderse tu cumpleaños por nada del mundo —dijo, con una carcajada a punto de aflorar de su boca. Yo asentí en silencio—. Mañana vamos a jugar un pequeño partido de voleibol en mi casa —anunció—. Tal vez te apetecería venir. Trae contigo a Hassan, si quieres.

—Eso suena divertido —replicó Baba gritando—. ¿Qué opinas, Amir?

—No me gusta el voleibol —murmuré.

Vi el débil pestañeo de Baba y siguió entonces un silencio incómodo.

—Lo siento, Assef
jan
—dijo Baba encogiéndose de hombros. Eso dolía, él disculpándose por mí...

—No pasa nada —repuso Assef—. Pero la invitación sigue en pie, Amir
jan.

Bueno, es igual. Como sé que te gusta mucho leer, te he comprado un libro. Uno de mis favoritos. —Me entregó un paquete envuelto en papel de regalo—. Feliz cumpleaños.

Vestía una camisa de algodón y pantalones azules, corbata de seda roja y mocasines negros relucientes. Olía a colonia y llevaba el pelo rubio repeinado hacia atrás. Superficialmente, era el sueño de cualquier padre hecho realidad: un chico fuerte, alto, bien vestido y de buenos modales, con talento y aspecto impresionantes, sin mencionar su habilidad para bromear con los adultos. Pero en mi opinión, sus ojos lo traicionaban. Cuando yo los miraba, la fachada se derrumbaba y revelaba el centelleo de locura que se ocultaba tras ellos.

—¿No vas a aceptarlo, Amir? —me dijo Baba en ese momento.

—¿Qué?

—Tu regalo —contestó irritado—. Assef
jan
está ofreciéndote un regalo.

—Oh —dije. Cogí el paquete de Assef y bajé la vista. En ese instante deseaba poder estar solo en mi habitación, con mis libros, lejos de aquella gente.

—¿Y bien? —añadió Baba.

—¿Qué?

Baba hablaba en voz baja, el tono que adoptaba cuando yo lo avergonzaba en público.

—¿No piensas darle las gracias a Assef
jan
? Ha sido todo un detalle por su parte.

Ojalá Baba hubiera dejado de llamar a Assef de aquella manera. ¿En cuántas ocasiones me llamaba a mí Amir
jan
?

—Gracias —dije. La madre de Assef me miró como si quisiese decir algo, pero no lo hizo. Fue entonces cuando me percaté de que ninguno de los progenitores de Assef había pronunciado palabra. Antes de que la situación se pusiera más tensa entre Baba y yo, y sobre todo para escapar de Assef y su sonrisa, me alejé de ellos—. Gracias por haber venido —apunté, y a continuación me abrí camino entre la multitud de invitados y me deslicé entre las verjas de hierro forjado.

Dos casas más abajo de la nuestra había un terreno grande y sin cultivar. Había oído a Baba explicarle a Rahim Kan que lo había comprado un juez y que había un arquitecto trabajando en el proyecto. De momento, el solar seguía vacío, excepto por un gran cubo de basura que Alí guardaba en la esquina sur. Cada dos semanas, Alí, ayudado por otros dos hombres, cargaba el cubo en un camión y lo llevaba al vertedero de la ciudad.

Arranqué el papel del regalo de Assef y la cubierta del libro brilló a la luz de la luna. Se trataba de una biografía de Hitler. Lo tiré a la basura.

Me agaché junto a la pared del vecino y me dejé caer al suelo. Permanecí un rato sentado allí a oscuras, con las rodillas contra el pecho, contemplando las estrellas, a la espera de que finalizara la noche.

—¿No deberías estar atendiendo a los invitados? —preguntó una voz familiar. Rahim Kan se acercaba a mí pegado a la pared.

—No me necesitan. Baba está allí, ¿no? —respondí. Rahim Kan se sentó a mí lado y el hielo de su copa tintineó—. No sabía que bebieras.

—Pues sí —dijo, y me dio un codazo en plan de guasa—, aunque sólo en las ocasiones importantes.

Sonreí.

—Gracias.

Dirigió la copa hacia mí en señal de brindis y dio un trago. Encendió un cigarrillo, uno de esos cigarrillos paquistaníes sin filtro que siempre fumaban él y Baba.

—¿Te he contado alguna vez que estuve a punto de casarme?

—¿De verdad? —dije con una ligera sonrisa imaginándome a Rahim Kan a punto de casarse.

Siempre lo había considerado como el álter ego de Baba, mi mentor literario, mi colega, el que nunca se olvidaba de traerme un recuerdo, un
saughat,
cuando regresaba de un viaje al extranjero. Pero ¿un marido? ¿Un padre?

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Es verdad. Yo tenía dieciocho años. Ella se llamaba Homaira. Era hazara, hija de los criados de nuestro vecino. Bonita como un
pari,
melena castaña, grandes ojos avellana... Y aquella sonrisa…, aún la oigo reír a veces. —Agitó la copa—. Nos veíamos en secreto en los pomares de mi padre, siempre después de medianoche, cuando todo el mundo se había ido a dormir. Paseábamos bajo los árboles de la mano... ¿Te incomodo, Amir
jan
?

—Un poco —dije.

—Bueno, podrás soportarlo —replicó dando una nueva calada—. Nosotros teníamos la ilusión de celebrar una boda estupenda a la que invitaríamos a todos los familiares y amigos desde Kabul a Kandahar. Yo construiría una gran casa para nosotros, con un patio cubierto de azulejos y amplios ventanales. En el jardín plantaríamos árboles frutales y todo tipo de flores. También tendríamos césped para que jugaran los niños. Los viernes, después del
namaz
en la mezquita, todo el mundo se reuniría en casa para comer en el jardín, bajo los cerezos, y beberíamos agua fresca del pozo. Después tomaríamos el té con dulces viendo cómo nuestros hijos jugaban con sus primos... —Dio un trago largo al whisky. Tosió—. Deberías haber visto la mirada de mi padre cuando se lo conté. Y mi madre se desmayó. Mis hermanas tuvieron que mojarle la cara con agua fresca. Mientras la abanicaban, me miraban como si acabara de rebanarle el cuello. Mi hermano Jalal se disponía a ir a por su escopeta de caza y mi padre lo detuvo. —Rahim Kan soltó una amarga carcajada—. Éramos Homaira y yo contra el mundo. Y te lo digo, Amir
jan:
al final, siempre acaba ganando el mundo. Así son las cosas.

—¿Y qué pasó?

—Aquel mismo día, mi padre puso a Homaira y a su familia en un camión y los expulsó de Hazarajat. Nunca volví a verla.

—Lo siento —dije.

—Probablemente fue lo mejor —repuso Rahim Kan encogiéndose de hombros—. Habría sufrido. Mi familia nunca la habría aceptado como a una igual. Es imposible ordenarle un día a alguien que te lustre los zapatos y al siguiente llamarlo hermano. —Me miró—. Ya lo sabes, Amir, puedes contarme todo lo que quieras. En cualquier momento.

—Lo sé —dije, inseguro.

Estuvo observándome mucho rato, como si estuviese esperando algo. Sus insondables ojos negros buscaban un secreto impronunciable entre nosotros. Estuve a punto de explicárselo, de explicárselo todo, pero ¿qué habría pensado de mí? Me habría odiado, y con razón.

—Ten. —Me entregó una cosa—. Casi se me olvida. Feliz cumpleaños. —Era un cuaderno con las tapas de piel marrón. Repasé con los dedos las puntadas doradas de los bordes. Aspiré el aroma de la piel—. Para tus historias —dijo. Iba a darle las gracias cuando se produjo una explosión y unas luces iluminaron el cielo.

—¡Fuegos artificiales!

Regresamos corriendo a casa y encontramos a todos los invitados congregados en el patio, mirando hacia el cielo. Los niños reían y gritaban con cada nueva explosión. La gente estallaba en aplausos cada vez que los cohetes silbaban y estallaban formando racimos de fuego. Cada pocos segundos el jardín quedaba iluminado por repentinas ráfagas de rojo, verde y amarillo.

Entonces, en uno de aquellos breves estallidos de luz, vi algo que jamás olvidaré: Hassan, con una bandeja de plata, sirviendo refrescos a Assef y Wali. La luz parpadeó, se produjo un silbido y una explosión, y luego un nuevo resplandor de luz anaranjada: Assef sonreía y le daba a Hassan un golpecito en el pecho con el nudillo.

Después, por suerte, la oscuridad.

9

A la mañana siguiente, sentado en el suelo de mi habitación, me dediqué a abrir, caja tras caja, los regalos. No sé por qué me molesté en hacerlo, pues me limitaba a echarles una ojeada indiferente y a lanzarlos a un rincón. El montón iba creciendo: una cámara Polaroid, una radio, un sofisticado tren eléctrico... y varios sobres cerrados con dinero en metálico. Sabía que nunca gastaría ese dinero ni escucharía la radio, y que el tren eléctrico nunca correría por sus vías en mi habitación. No quería nada de aquello, todo era dinero manchado de sangre. Además, Baba jamás me habría preparado una fiesta como aquélla si no hubiese ganado el concurso.

Baba me hizo dos regalos. Uno de ellos lo tenía todo para convertirse en la envidia de los niños del vecindario: una Schwinn Stingray, la reina de las bicicletas. Sólo un puñado de niños de Kabul tenían una Stingray nueva, y yo era ya uno de ellos. Tenía el manillar elevado, con las empuñaduras de cuero negro y su famoso sillín en forma de banana. Los radios eran dorados, y el cuadro de color rojo, como una manzana de caramelo. O como la sangre. Otro niño habría saltado de inmediato sobre la bicicleta y se habría ido a dar una vuelta derrapando. Yo habría hecho lo mismo unos meses atrás.

—¿Te gusta? —me preguntó Baba, asomando la cabeza por la puerta de mi dormitorio.

Le sonreí con timidez y le di rápidamente las gracias. Deseaba haber podido mostrarme más efusivo.

—Podríamos salir a dar una vuelta —dijo Baba. Una invitación, aunque poco entusiasta.

—Tal vez más tarde. Estoy un poco cansado —repliqué.

—Bien —dijo Baba.

—¿Baba?

—¿Sí?

—Gracias por los fuegos artificiales —dije. Agradecimiento, pero poco entusiasta.

—Descansa un poco —dijo Baba encaminándose hacia su habitación.

El otro regalo de Baba, y esta vez no se quedó a esperar a que lo abriese, era un reloj. Tenía la esfera azul y manecillas doradas en forma de saetas luminosas. Ni siquiera me lo probé. Lo dejé entre los juguetes del rincón. El único regalo que no arrojé al montón fue el cuaderno con tapas de piel de Rahim Kan. Lo tenía en mi vestidor. Eso era lo único que no me parecía dinero manchado de sangre.

Me senté en el borde de la cama con el cuaderno entre las manos, pensando en lo que Rahim Kan me había contado sobre Homaira y en su convicción de que lo que había hecho su padre había sido acertado. «Habría sufrido.» Igual que sucedía cuando el proyector de Kaka Homayoun se quedaba atascado en una misma diapositiva, esa misma imagen seguía centelleando en mi cabeza una y otra vez: Hassan, con la cabeza gacha, sirviendo refrescos a Assef y Wali.

Tal vez fuera lo mejor. Reducir su sufrimiento. Y también el mío. Fuera como fuera, estaba claro: uno de los dos tenía que marcharse.

A última hora de la tarde cogí la Schwinn para derrapar con ella por primera y última vez. Di dos vueltas a la manzana y regresé a casa. Cuando llegué al camino de acceso al jardín trasero, vi a Hassan y a Alí atareados limpiando los restos de la fiesta de la noche anterior. El jardín estaba inundado de vasos de papel, servilletas arrugadas y botellas vacías de refresco. Alí plegaba las sillas y las colocaba junto a la pared. Me vio y me saludó.


Salaam,
Alí —dije, devolviéndole el saludo.

Levantó un dedo para pedirme que esperase y se dirigió a su vivienda. Un instante después, salió de nuevo con algo en las manos.

—Anoche ni Hassan ni yo tuvimos la oportunidad de darte esto —dijo, entregándome un paquete—. Es modesto y no es digno de ti, Amir
agha.
Pero esperamos que te guste. Feliz cumpleaños.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Gracias, Alí —contesté. Deseaba que no me hubiesen comprado nada. Abrí el paquete y me encontré con un
Shahnamah
nuevo, una edición de tapa dura con ilustraciones en color. Allí estaba Ferangis contemplando a su hijo recién nacido, Kai Khosrau. Y Afrasiyab, montado a lomos de su caballo, al frente de su ejército, armado con la espada. Y naturalmente, Rostam, infligiendo la herida mortal a su hijo, el guerrero Sohrab—. Es bonito —añadí.

—Hassan dijo que el que tenías estaba viejo y roto y que le faltaban algunas páginas. Éste tiene todos los dibujos hechos a mano, con pluma y tinta —me explicó orgulloso, hojeando el libro que ni él ni su hijo podían leer.

—Es precioso —comenté. Y lo era. Y, me imaginaba, nada barato. Quería decirle a Alí que no era el libro, sino yo, el que no era digno. Salté de nuevo a la bicicleta—. Dale las gracias a Hassan de mi parte.

Acabé sumando el libro a la pila de regalos del rincón de mi dormitorio. Pero mi mirada volvía a él una y otra vez, así que lo enterré en el fondo. Aquella noche, antes de acostarme, le pregunté a Baba si había visto por algún lado mi reloj nuevo.

A la mañana siguiente esperé en mi habitación a que Alí despejara la mesa del desayuno en la cocina. Esperé a que lavara los platos y limpiara las encimeras. Me aposté en la ventana del dormitorio y esperé a que Alí y Hassan saliesen a hacer las compras al bazar empujando sus carritos vacíos.

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