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Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

Concierto barroco (2 page)

BOOK: Concierto barroco
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Ah, dolente partita,

Ah, dolente partita!…

Y luego hubo algo, mal recordado, de
A un giro sol di bell’occhi lucenti…
Pero, cuando el servidor concluyó el madrigal, apartando la mirada del mástil de la vihuela, se vio solo: ya el Amo y su visitante nocturna habían marchado a la habitación de los santos en marcos de plata para oficiar los júbilos de la despedida en la cama de las incrustaciones de plata, a la luz de los velones puestos en altos candelabros de plata.

ii

El Amo andaba entre sus cajas amontonadas en un galpón —sentándose sobre ésta, moviendo aquélla, parándose ante la otra— rumiando su despecho en descompuestos monólogos donde la ira alternaba con el desaliento. Bien habían dicho los antiguos que las riquezas no eran garantía de felicidad, y que la posesión del oro —valga decir: de la plata— era de pocos recursos ante ciertos contratiempos puestos por los hados en el espinoso camino de toda vida humana. Desde la salida de la Veracruz habían caído sobre la nave todos los vientos encontrados que, en los mapas alegóricos, hinchan los carrillos de genios perversos, enemigos de la gente de mar. Con las velas rotas y averías en el casco, maltrecha la crujía, habíase llegado, por fin, a buen puerto, para encontrar La Habana enlutada por una tremenda epidemia de fiebres malignas. Todo allí —como hubiese dicho Lucrecio— “era trastorno y confusión y los afligidos enterraban a sus compañeros como podían”. (
De Rerum Natura
, Libro VI, precisaba el viajero, erudito, cuando de memoria citaba estas palabras.) Y por ello, en parte porque era preciso reparar la nave lastimada y volver a repartir la carga —mal colocada, desde el principio, por los peones de la estiba veracruzana—, y, sobre todo, porque había sido de buen consejo fondear lejos de la población azotada por el mal, se estaba en esta Villa de Regla, cuya pobre realidad de aldea rodeada de manglares acrecía, en el recuerdo, el prestigio de la ciudad dejada atrás, que se alzaba, con el relumbre de sus cúpulas, la suntuosa apostura de sus iglesias, la vastedad de sus palacios —y las floralías de sus fachadas, los pámpanos de sus altares, las joyas de sus custodias, la policromía de sus lucernarias— como una fabulosa Jerusalén de retablo mayor. Aquí, en cambio, eran calles angostas, de casas bajas, cuyas ventanas, en vez de tener cancelas de buen herraje, se abrían tras de varillas mal pintadas de blanco, bajo tejados que, en Coyoacán, apenas si hubiesen servido para cobijar gallineros o porquerizas. Todo estaba como inmovilizado en un calor de tahona, oliente a cieno y revolcaduras de marrano, a berrenchines y estiércol de establos, cuyo cotidiano bochorno venía a magnificar, en añoranzas, la transparencia de las mañanas mexicanas, con sus volcanes tan próximos, en la ilusión del mirar, que sus cimas parecían situadas a media hora de marcha de quien contemplara el esplendor de sus blancuras puestas sobre los azules de inmensos vitrales. Y aquí habían venido a parar, con cajas, baúles, fardos y guacales, los pasajeros del barco enfermo, esperando que le curaran las mataduras, mientras, en la ciudad de enfrente, bien alzada sobre las aguas del puerto, reinaba el siniestro silencio de las mansiones cerradas por la epidemia. Cerradas estaban las casas de baile, de guaracha y remeneo, con sus mulatas de carnes ofrecidas bajo el calado de los encajes almidonados. Cerradas las casas de las calles de los Mercaderes, de la Obrapía, de los Oficios, donde a menudo se presentaban —aunque esto no fuese novedad muy notable— orquestas de gatos mecánicos, conciertos de vasos armónicos, pavos bailadores de forlana, los célebres Mellizos de Malta, y los sinsontes amaestrados que, además de silbar melodías de moda, con el pico ofrecían tarjetas donde estaba escrito el destino de cada cual. Y como si el Señor, de tarde en tarde, quisiese castigar los muchos pecados de esa ciudad parlera, alardosa y despreocupada, sobre ella caían, repentinamente, cuando menos se esperaban, los alientos malditos de las fiebres que le venían —según opinaban algunos entendidos— de las podredumbres que infestaban las marismas cercanas. Una vez más había sonado el
Dies Irae
de rigor y las gentes lo aceptaban como un paso más, rutinario e inevitable, del Carretón de la Muerte; pero lo malo era que Francisquillo, después de tiritar durante tres días, acababa de largar el alma en un vómito de sangre. Con la cara más amarilla que azufre de botica, lo metieron entre tablas, llevándolo a un cementerio donde los ataúdes tenían que atravesarse, unos encima de otros, cruzados, tornapuntados, como maderas en astillero, pues, en el suelo, no quedaba lugar para los que de todas partes traían… Y he aquí que el Amo se ve sin criado, como si un amo sin criado fuese amo de verdad, fallida, por falta de servidor y de vihuela mexicana, la gran entrada, la señalada aparición, que había soñado hacer en los escenarios a donde llegaría, rico, riquísimo, con plata para regalar, un nieto de quienes hubiesen salido de ellos —“con una mano delante y otra atrás”, como se dice— para buscar fortuna en tierras de América.

Pero he aquí que en la posada de donde salen, cada mañana, las recuas que hacen el viaje a Jaruco, le ha llamado la atención un negro libre, hábil en artes de almohaza y atusado, que, en los descansos que le deja el cuidado de sus bestias, rasguea una guitarra de mala pinta, o, cuando le vienen otras ganas, canta irreverentes coplas que hablan de frailes garañones y guabinas resbalosas, acompañándose de un tambor, o, a veces, marcando el ritmo de los estribillos con un par de toletes marineros, cuyo sonido, al entrechocarse, es el mismo que se oye —martillo con metal— en el taller de los plateros mexicanos. El viajero, para aliviarse de su impaciencia por proseguir la navegación, se sienta a escucharlo, cada tarde, en el patio de las mulas. Y piensa que en estos días, cuando es moda de ricos señores tener pajes negros —parece que ya se ven esos moros en las capitales de Francia, de Italia, de Bohemia, y hasta en la lejana Dinamarca donde las reinas, como es sabido, hacen asesinar a sus esposos mediante venenos que, cual música de infernal poder, habrá de entrarles por las orejas—, no le vendría mal llevarse al cuadrerizo, enseñándole, desde luego, ciertos modales que parece ignorar. Pregunta al posadero si el sujeto es mozo honrado, de buena doctrina y ejemplo, y le responden que no lo hay mejor en toda la villa, y que, además, sabe leer, puede escribir cartas de poca complicación, y hasta dicen que entiende de solfa por papeles. Traba pues conversación con Filomeno —pues así se llama el cuadrerizo— y se entera de que es biznieto de un negro Salvador que fue, un siglo atrás, protagonista de una tan sonada hazaña que un poeta del país, llamado Silvestre de Balboa, la cantó en una larga y bien rimada oda, titulada
Espejo de Paciencia
… “Un día”… —según narra el mozo—, echó anclas en aguas de Manzanillo, allí donde una inacabable cortina de árboles playeros suele ocultar lo malo que pueda venir del mar, un bergantín al mando de Gilberto Girón, hereje francés de los que no creen en Vírgenes ni Santos, capitán de una caterva de luteranos, aventureros de toda laya, de los muchos que, siempre listos a meterse en empresas de desembarcos, contrabandos y rapiñas, andaban trashumando fechorías por distintos parajes del Caribe y de la Florida. Supo el desalmado Girón que en las haciendas de Yara, a unas leguas de la costa, hallábase, visitando su diócesis, el buen Fray Juan de las Cabezas Altamirano, obispo de esta isla que antaño llamábase Fernandina —“porque, cuando la divisó por vez primera el Gran Almirante Don Cristóbal, reinaba en España un Rey Fernando que tanto montaba como la Reina, decían las gentes de otros tiempos, acaso por aquello de que deber de Rey es montar a la Reina, y en esto de líos de alcoba nadie, en fin de cuentas, sabe quién monta a quién, porque, en eso de que monte el varón o que el varón sea montado, es asunto que…” —“Prosigue tu historia en línea recta, muchacho —interrumpe el viajero—, y no te metas en curvas ni transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.” —“Así lo haré” —dice el mozo. Y alzando los brazos y accionando las manos como títeres, con los dedos pulgares y meñiques movidos como bracitos, continúa en la narración del sucedido con tanta vida como la pone cualquier bululú de buen ingenio en sacarse personajes de tras de las espaldas y montarlos en el escenario de sus hombros. (—“Así cuentan algunos feriantes en los mercados de México —pensaba el viajero— la gran historia de Montezuma y Hernán Cortés.”) Se entera pues el hugonote que el Santo Pastor de la Fernandina pernoctaba en Yara, y sale en su busca, seguido de sus sayones, con el perverso ánimo de apresarlo y exigir fuerte rescate por su persona. Llega al pueblo de madrugada, halla dormidos a los moradores, se apodera del virtuoso prelado sin reverencia ni miramientos, reclamando, a cambio de su libertad, un tributo —cosa enorme para esa pobre gente— de doscientos ducados en dineros, cien arrobas de carne y tocino, y mil cueros de ganado, amén de otras cosas menores, reclamadas por los vicios y bestialidades de tales forbantes. Reúnen los atribulados vecinos lo fijado por la exorbitante demanda, y devuelto es el Obispo a su parroquia, donde es recibido con grandes festejos y alegrías —“de los que luego se hablará con mayor despacio”, advierte el mozo, antes de ahuecar la voz y arrugar el ceño para entrar en la segunda parte, bastante más dramática, del relato… Furioso al enterarse de lo ocurrido, un bizarro Gregorio Ramos, capitán “con arrestos de Paladín Roldán”, resuelve que no habrá de salirse el francés con la suya, ni gozarse del botín tan fácilmente malhabido. Junta prestamente una partida de hombres de pelo en pecho y bragas bien colgadas y frente a ella se encamina a Manzanillo, con el propósito de librar batalla al pirata Girón. Iban en la tropa gente de espada bien templada, partesanas, botafogos y espingardas, cargando los más, sin embargo, con aquello que mejor hubiesen hallado para arrojarse a la pelea, por no ser su oficio el de las armas: llevaba éste un herrón amolado, junto al que sólo pudo conseguirse una pica mohosa; alzaba aquél una aguijada boyera o un chuzo de labranza, trayendo un pellejo de manatí a falta de broquel. También se tenían varios indios naboríes, listos a luchar de acuerdo con las astucias y costumbres de su nación. Pero venía sobre todo —¡sobre todo!— en el escuadrón movido por heroico empeño,
uno, ese, Aquel
(y se quitó el sombrero pajizo de revueltos flecos el narrador) a quien el poeta Silvestre de Balboa habría de cantar en especial estrofa:

“Andaba entre los nuestros diligente

un etíope digno de alabanza,

llamado Salvador, negro valiente,

de los que tiene Yara en su labranza,

hijo de Golomón, viejo prudente:

el cual, armado de machete y lanza,

cuando vido a Girón andar brioso,

arremete contra él como león furioso”.

Recio y prolongado resultó el combate. Desnudo iba quedando el negro, de tanto como lo rozaban las furiosas cuchilladas del luterano, bien defendido por su cota de factura normanda. Pero, luego de burlarlo, sofocarlo, fatigarlo, acosarlo, con mañas de las que se usan en los apartamientos de ganado bravío, el animoso Salvador:

“…hízose afuera y le apuntó derecho,

metiéndole la lanza por el pecho.


¡Oh, Salvador criollo, negro honrado!

¡Vuelve tu fama, y nunca se consuma;

que en alabanza de tan buen soldado

es bien que no se cansen lengua y pluma!”

Cortada es luego la cabeza del pirata y enclavada en la punta de una lanza para que todos, en el camino, sepan de su fin miserable, antes de ser bajada al hierro de un puñal que hasta la empuñadura le entra por las tragaderas —con cuyo trofeo se llega, en arrebato de vencedores, a la ilustre ciudad de Bayamo. A gritos piden los vecinos que se conceda al negro Salvador, en premio a su valentía, la condición de hombre libre, que bien merecida se la tiene. Otorgan las autoridades la merced. Y, con el regreso del Santo Obispo, cunde la fiesta en la población. Y tanto es el contento de los viejos, y el alborozo de las mujeres, y la algarabía de los niños, que, dolido por no haber sido invitado al regocijo, lo contempla, desde las frondas de guayabos y cañaverales, un público (dice Filomeno, ilustrando su enumeración con gestos descriptivos de indumentaria, cuernos y atributos) de sátiros, faunos, silvanos, semicarpos, centauros, náyades y hasta hamadríadas “en naguas”. (Esto de los semicarpos y centauros asomados a los guayabales de Cuba pareció al viajero cosa de excesiva imaginación por parte del poeta Balboa, aunque sin dejar de admirarse de que un negrito de Regla fuese capaz de pronunciar tantos nombres venidos de paganismos remotos. Pero el cuadrerizo, ufano de su ascendencia —orgulloso de que su bisabuelo hubiese sido objeto de tan extraordinarios honores— no ponía en duda que en estas islas se hubiesen visto seres sobrenaturales, engendros de mitologías clásicas, semejantes a los muchos, de tez más obscura, que aquí seguían habitando los bosques, las fuentes y las cavernas —como los habían habitado ya en los reinos imprecisos y lejanos de donde hubiesen llegado los padres del ilustre Salvador que era, en su modo, una suerte de Aquiles, pues donde no hay Troya presente se es, a proporción de las cosas, Aquiles en Bayamo o Aquiles en Coyoacán, según sean de notables los acontecimientos.) Pero ahora, atropellando remedos y onomatopeyas, canturreos altos y bajos, palmadas, sacudimientos, y con golpes dados en cajones, tinajas, bateas, pesebres, correr de varillas sobre los horcones del patio, exclamaciones y taconeos, trata Filomeno de revivir el bullicio de las músicas oídas durante la fiesta memorable, que acaso duró dos días con sus noches, y cuyos instrumentos enumeró el poeta Balboa en filarmónico recuento: flautas, zampoñas y “rabeles ciento” (“ripio de rimador falto de consonante —piensa el viajero—, pues nadie ha sabido nunca de sinfonías de cien rabeles, ni siquiera en la corte del Rey Felipe, tan aficionado a la música, según se dice, que nunca viajaba sin llevar consigo un órgano de palo que, en descansos, tañía el ciego Antonio de Cabezón”), clarincillos, adufes, panderos, panderetas y atabales, y hasta unas
tipinaguas
, de las que hacen los indios con calabazos —porque, en aquel universal concierto se mezclaron músicos de Castilla y de Canarias, criollos y mestizos, naboríes y negros. —“¿Blancos y pardos confundidos en semejante holgorio? —se pregunta el viajero—: ¡Imposible armonía! ¡Nunca se hubiese visto semejante disparate, pues mal pueden amaridarse las viejas y nobles melodías del romance, las sutiles mudanzas y diferencias de los buenos maestros, con la bárbara algarabía que arman los negros, cuando se hacen de sonajas, marugas y tambores!… ¡Infernal cencerrada resultaría aquélla y gran embustero me parece que sería el tal Balboa!” Pero piensa asimismo —y ahora más que antes— que el bisnieto de Golomón sería el mejor sujeto posible para heredar las galas del difunto Francisquillo, y una mañana, hechas a Filomeno las proposiciones de entrar a su servicio, el forastero le prueba una casaca roja que le sienta magníficamente. Luego le pone una peluca blanca que lo hace más negro de lo que es. Con los calzones y las medias claras se las entiende bastante bien. En cuanto a los zapatos de hebilla, sus juanetes se le resisten un tanto, pero ya se irán acostumbrando… Y, hablado lo que había de hablarse, arreglado todo con el posadero, sale el Amo, tocado de jarano, hacia el embarcadero de Regla, en aquel amanecer de septiembre, seguido por el negro que sobre su cabeza alza una sombrilla de paño azul con flecos plateados. El servicio del desayuno con tazas grandes y tazas chicas, todas de plata, la bacía y el orinal, la jeringa de las lavativas —también de plata—, la escribanía y el estuche de las navajas, el relicario de la Virgen y el de San Cristóbal, protector de andariegos y navegantes, vienen en cajas, seguidas de otra caja que guarda los tambores y la guitarra de Filomeno, cargadas a lomo de esclavos a quienes el criado, ceñudo bajo el escaso resguardo de un tricornio charolado, apura el paso, gritando palabras feas en dialecto de nación.

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