Concierto barroco (5 page)

Read Concierto barroco Online

Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

BOOK: Concierto barroco
3.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
vii

Y los “mori” de la torre del Orologio volvieron a dar las horas, atentos a su ya muy viejo oficio de medir el tiempo, aunque hoy les correspondiera martillar entre grisuras de otoño, envueltos en una lluvia neblinosa que, desde el amanecer, asordinaba las voces del bronce. Al llamado de Filomeno, el Amo salió de un largo sueño tan largo que parecía cosa de años. No era ya el Montezuma de la víspera, puesto que llevaba una afelpada bata de dormir, gorro de dormir, calcetas de dormir, y el traje de anoche no estaba ya en la butaca donde acaso lo hubiese dejado —o lo hubiesen puesto— con los collares, las plumas y las sandalias de correas doradas que tanto lucimiento habían dado a su persona. —“Se llevaron el disfraz para vestir al Signor Massimiliano Miler —dijo el negro, sacando ropas del armario—: Y dese prisa, que ya va a empezar el último ensayo, con luces, maquinarias, y todo”… ¡Ah! ¡Sí! ¡Claro! Los bizcochos mojados en vino de Malvasía le refrescaron la memoria. El sirviente lo rasuró prestamente y, ya hecho un caballero, bajó las escaleras del albergue, acabando de ajustarse las mancuernas a los puños de encaje. Hiciéronse escuchar nuevamente los martillos de los “mori” —“mis hermanos”, los llamaba Filomeno—, pero ahora el sonido de sus martillos se confundió con el de los presurosos martillazos de los tramoyistas del Sant’Angelo que, tras del telón de terciopelo encarnado, acababan de colocar la gran decoración del primer acto. Afinaban cuerdas y trompas los músicos de la orquesta, cuando el indiano y su servidor se instalaron en la penumbra de un palco. Y, de pronto, cesaron los martillazos y afinaciones, se hizo un gran silencio y, en el puesto del director, vestido de negro, violín en mano, apareció el Preste Antonio, más flaco y narigudo que nunca, pero acrecido en presencia por la ceñuda tensión de ánimo que, cuando había de enfrentarse con tareas de arte mayor, se le manifestaba en una majestuosa economía de gestos —parquedad muy estudiada para hacer resaltar mejor las resueltas y acrobáticas arremetidas que habrían de magnificar su virtuosismo en los pasajes concertantes. Metido en lo suyo, sin volverse para mirar a las pocas personas que, aquí, allá, se habían colado en el teatro, abrió lentamente un manuscrito, alzó el arco —como
aquella noche
— y, en doble papel de director y de ejecutante impar, dio comienzo a la sinfonía, más agitada y ritmada —acaso— que otras sinfonías suyas de sosegado tempo, y se abrió el telón sobre un estruendo de color. Recordó de pronto el indiano el tornasol de flámulas y gallardetes que hubiese contemplado, cierto día, en Barcelona, con esa encendida selva de velámenes y estandartes que, sobre proas de naves, alegraban el lado derecho del escenario, mientras, a la izquierda, empavesando las macizas murallas de un palacio, eran oriflamas y banderolas de púrpura y amaranto. Y, sobre un brazo de agua venido de la laguna de México, un puente de esbelta arcada (harto parecido, tal vez, a ciertos puentes venecianos) separaba el atracadero de los españoles de la mansión imperial de Montezuma. Pero, bajo tales esplendores, quedaban evidentes vestigios de una reciente batalla: lanzas, flechas, escudos, tambores militares, esparcidos en el piso. Entraba el Emperador de los Mexicanos, con una espada en la mano, y atento al arco del Maestro Antonio, clamaba:

“Son vinto eterni Dei! tutto in un giorno

Lo splendor de’miei fasti, e l’alta Gloria

Del valor Messican cade svenata…”

Vanas fueron las invocaciones, los ritos, los llamados al Cielo, ante los embates de un sino adverso. Hoy todo es dolor, desolación y desplome de grandezas:
“Un dardo vibrato nel mio sen…”
Y aparece la Emperatriz con traje entre Semíramis y dama del Ticiano, guapa y valiente mujer, que trata de reanimar los arrestos de su derrotado esposo, puesto por un
“falso ibero”
en tan aciago trance. —“No podía faltar en el drama —sopla Filomeno a su amo—: Es Anna Giró, la querida del Fraile Antonio. Para ella es siempre el primer papel.” —“Aprenda a respetar” —dice el indiano, severo, a su fámulo. Pero en eso, agachando la cabeza bajo las oriflamas aztecas que cuelgan sobre las tablas del espectáculo, aparece Teutile, personaje mencionado en la
Historia de la Conquista de México
de Mosén Antonio de Solís, que fuera Cronista Mayor de Indias. —“¡Pero resulta que aquí es hembra!” —exclama el indiano, advirtiendo que le abultan las tetas bajo la túnica ornada de grecas. —“Por algo la llaman ‘la alemana’ —dice el negro—: Y usted sabe que, en eso de ubres, las alemanas…” —“Pero esto es grandísimo disparate —dice el otro—: Según Mosén Antonio de Solís, Teutile era
general
de los ejércitos de Montezuma.” —“Pues aquí se llama Giuseppa Pircher, y para mí que se acuesta con Su Alteza el Príncipe de Darmstadt, o Armestad, como dicen otros, que mora, por aburrido de nieves, en un palacio de esta ciudad.” —“Pero Teutile es un hombre y no una mujer.” —“¡Cualquiera sabe! —dice el negro—: Aquí hay gente de mucho vicio… O si no, mire esto.” Y resulta que Teutile quería casarse con Ramiro, hermano menor del Conquistador Don Hernán Cortés, cuyo papel de varón nos canta ahora la Signora Angiola Zanuchi… —“Otra que se acuesta con Su Alteza el Príncipe de Darmstadt” —insinúa el negro. —“Pero… ¿aquí todo el mundo se acuesta con todo el mundo?” —pregunta el indiano, escandalizado. —“¡Aquí la gente se acuesta con todo Dios! …Pero, déjeme escuchar la música, pues está sonando un pasaje de trompeta que mucho me interesa” —dice el negro. Y el indiano, desconcertado por el trastrueque de apariencias, empieza a perderse en el laberinto de una acción que se enreda y desenreda en sí misma, con enredos de nunca acabar. Montezuma pide a la Emperatriz Mitrena —pues así la llaman— que inmole a su hija Teutile (“¡pero si Teutile, carajo, era un general mexicano!”…) antes de que la doncella sea mancillada por los torvos apetitos de un invasor. Pero (y aquí los “peros” se tienen que multiplicar al infinito…) la princesa prefiere darse muerte en presencia de Cortés. Y cruza el puente, que ahora resulta sorprendentemente parecido al de Rialto, y, pura y digna, clama ante el Conquistador:

“La figlia d’un Monarca,

in ostagio a Fernando? Il Sangue illustre

di tanti Semidei

cosí ingrato avvilirsi?”

En esto, Montezuma dispara una flecha a Cortés, y se arma un lío tal en el escenario que el indiano pierde el hilo de la historia y sólo es sacado de su alelamiento al ver que cambia la decoración y nos vemos, de pronto, en el interior de un palacio cuyas paredes se adornan de símbolos solares, donde aparece ahora el Emperador de México vestido a la española. —“¡Eso sí que está raro!” —observa el indiano, al darse cuenta de que el Signor Massimiliano Miler se ha quitado el disfraz que él —el que está aquí, en este palco, el rico, el riquísimo negociante de plata— llevaba puesto anoche, antenoche, o ante-ante-antenochísima, o no sé cuándo, para parecerse a los señores de la aristocracia romana que, por presumir de austeros ante las extravagancias de la Serenísima República, adoptaban ahora las modas de Madrid o de Aranjuez, como lo hacían muy naturalmente, desde siempre, los ricos señores de Ultramar. Pero, de todos modos, este Montezuma ataviado a la española resulta tan insólito, tan inadmisible, que la acción vuelve a enredarse, atravesarse, enrevesarse, en la mente del espectador, de tal modo que ante el nuevo atuendo del Protagonista, del Jerjes vencido, de la tragedia musical, se le confunde el cantante con las tantas y tantas gentes de personalidad cambiada como pudieron verse en el carnaval vivido anoche, antesdeanoche o no sé cuándo, hasta que se cierra el telón de terciopelo encarnado sobre un vigoroso llamado a combate naval, lanzado por un Asprano, otro “general de los mexicanos” a quien jamás mencionaron Bernal Díaz del Castillo ni Antonio de Solís en sus crónicas famosas… Suenan nuevamente las horas dadas por los “mori” del Orologio; se conciertan en presurosas percusiones los martillos tramoyistas, pero el Preste Vivaldi no abandona el ámbito de la orquesta, cuyos músicos se ponen a pelar naranjas o empinan las frascas del tintazo, y, sentándose en un taburete, se entrega a la tarea de revisar los papeles pautados del acto siguiente, marcando una corrección, a veces, con malhumorada pluma. Tal atención de lectura se observa en su modo de pasar las hojas, con gestos que en nada afectan la inmovilidad de su flaco lomo, que nadie se atreve a molestarlo. —“Tiene mucho de Licenciado Cabra” —dice el indiano, recordando el célebre dómine de la novela que ha corrido por toda América. —“Licenciado
Cabro
, diría yo…” —apunta Filomeno, a quien las redondas caderas y el sonrosado escote de Anna Giró no dejaron insensible… Pero ahora el arco del virtuoso da entrada a una nueva sinfonía —en tiempo lento y apoyado, esta vez—, ábrese el escenario, y estamos en una vasta sala de audiencias, en todo parecida a la que se nos muestra en el cuadro que posee el indiano en su casa de Coyoacán, donde se asiste a un episodio de la Conquista —más fiel a la realidad, en cierto modo, que lo que hasta ahora se ha visto aquí. Ahora Teutile (¿hay que aceptar, decididamente, que es hembra y no varón?), lamenta el destino de su padre, cautivo de los españoles, que actuaron con alevosía. Pero Asprano dispone de hombres listos a rescatarlo:
“Están impacientes mis guerreros por montar en sus canoas y piraguas; impacientes por castigar al Duce
(sic)
que a su palabra faltó.”
Entran en escena Hernán Cortés y la Emperatriz y se entrega la mexicana a un patético lamento donde un acento evocador de la Reina Atossa de Esquilo se mezcla (en este comienzo que escuchamos ahora) a un cierto derrotismo malinchero. Reconoce Mitrena-Malinche que aquí se vivía en tinieblas de idolatría; que la derrota de los aztecas había sido anunciada por pavorosos presagios. Además:

“Per sécolo si lunghi

furo i popoli cotanto idioti

ch’anche i propi tesor gl’érano ignoti”,

y se había entendido de pronto, que eran Falsos Dioses los que en estas tierras se adoraban; y que, al fin, por Cozumel, en trueno de cañones y lombardas, había llegado la Verdadera Religión, con la pólvora, el caballo y la Palabra de los Evangelios. Una civilización de hombres superiores se había impuesto con dramáticas realidades de razón y de fuerza… Pero, por lo mismo (y aquí se esfumaba el malinchismo de Mitrena en valiente subida del tono), la humillación impuesta a Montezuma era indigna de la cultura y el poderío de tales hombres:
“Si del Cielo de Europa a esta parte del Occidente habéis pasado, sed Ministro, señor, y no Tirano.”
Aparece Montezuma encadenado. Se envenena la discusión. Se agitan los músicos del Maestro Antonio bajo el repentino alboroto de su batuta; hay mutación de escena como sólo, por operación portentosa de sus
machinas
, las hacen los tramoyistas venecianos, y, en luminosa visión, aparece el gran Lago de Texcoco, con volcanes por fondo, surcado de embarcaciones indias, y se arma una tremenda naumaquia con encarnizada trabazón de españoles y mexicanos, clamores de odio, muchas flechas, ruido de aceros, morriones caídos, tajos y mandoblazos, hombres al agua, y una caballería que irrumpe repentinamente por el foro, acabando de desaforar la turbamulta; suenan trompetas arriba, suenan trompetas abajo, hay estridencias de pífanos y clarines, y es el incendio de la flota azteca, con fuego griego, fumarolas de artificio, centellas, humos y pirotecnias de alto vuelo, vocerío, confusión, gritos y desastres. —“¡Bravo! ¡Bravo! —clama el indiano—: ¡Así fue! ¡Así fue!” —“¿Estuvo usted en eso?” —pregunta Filomeno, socarrón. —“No estuve, pero digo que así fue y basta”… Huyen los vencidos, se retiran los de la caballería, queda el escenario lleno de cadáveres y malheridos, y Teutile, tal Dido Abandonada, quiere arrojarse a las últimas llamas de una hoguera que aún arde, para morir con gran estilo, cuando le anuncia Asprano que su propio padre le ha reservado el sublime destino de ser inmolada en el Altar de los Antiguos Dioses, cual nueva Ifigenia, para aplacar las iras de Quienes, desde el Cielo, rigen el destino de los mortales. — “Bueno: como ocurrencia de clásica inspiración, puede pasar” —opina el indiano, dudoso, al ver cerrarse nuevamente el telón encarnado. Pero pronto se arma el concertante de martillazos que anuncia nuevo decorado, regresan las gentes de la música, y, tras de una breve sinfonía que nada bueno anuncia —a juzgar por lo desgarrado de las armonías—, al abrirse nuevamente la embocadura del escenario, se admira una torre de maciza fábrica, con fondo panorámico, en juego óptico, de la magna ciudad de Tenochtitlán. Hay cadáveres en el suelo, cuya presencia no se explica muy bien el indiano. Y se vuelve a enredar la acción, con un Montezuma nuevamente vestido de Montezuma (“mi traje, mi mismo traje…”), una Teutile cautiva, gente que parece decidida a liberarla, y una Mitrena que pretende poner fuego al edificio. —“¿Otro incendio?” —pregunta Filomeno, deseoso de que se repita el anterior que fue, realmente, de un increíble lucimiento. Pero, no. Como por artes de birlibirloque se transforma la torre en un templo, en cuya entrada se yergue la estatua amenazadora, retorcida, orejuda, tremebunda, de un Dios que mucho se parece a los diablos inventados por el pintor Bosco, cuyos cuadros eran tan gustados por el Rey Felipe II, y que aún se conservan sobre los siniestros pudrideros de El Escorial —Dios a quien unos sacerdotes, vestidos de blanco, llaman
Uchilibos
. (“¿De dónde han sacado eso?” —se pregunta el indiano.) Traen a Teutile de manos atadas, y va a consumarse el cruento sacrificio, cuando el Signor Massimiliano Miler, acudiendo a las últimas energías de una voz seriamente fatigada por la desbordada inspiración de Antonio Vivaldi, larga, en heroico y sombrío esfuerzo, un lamento en todo digno del caído monarca de
Los persas: “Estrellas, habéis vencido. / Ejemplo soy, ante el mundo, de la inconstancia vuestra. / Rey fui, quien me jacté, de poseer divinos poderes. / Ahora, objeto de escarnio, aprisionado, encadenado, hecho despreciable trofeo de ajena gloria / sólo serviré para argumento de una futura historia”
. Y enjugábase el indiano las lágrimas arrancadas por tan sublimes quejas, cuando el telón, en un cerrar y abrirse de escenario, nos puso en la Gran Plaza de México, ornada de triunfos a la romana, columnas rostrales, bajo un cielo atremolado por todas las flámulas, gallardetes, estandartes, insignias y banderas, vistos hasta ahora. Entran los cautivos mexicanos, cadenas al cuello, llorando su derrota; y cuando parece que habrá de asistirse a una nueva matanza, sucede lo imprevisto, lo increíble, lo maravilloso y absurdo, contrario a toda verdad: Hernán Cortés perdona a sus enemigos, y, para sellar la amistad entre aztecas y españoles, celébranse, en júbilos, vítores y aclamaciones, las bodas de Teutile y Ramiro, mientras el Emperador vencido jura eterna fidelidad al Rey de España, y el coro, sobre cuerdas y metales llevados en tiempo pomposo y a toda fuerza por el Maestro Vivaldi, canta la ventura de la paz recobrada, el triunfo de la Verdadera Religión y las dichas del Himeneo. Marcha, epitalamio y danza general, y
da capo
, y otro
da capo
, y otro
da capo
, hasta que se cierra el terciopelo encarnado sobre el furor del indiano. —“¡Falso, falso, falso; todo falso!” —grita. Y gritando “falso, falso, falso, todo falso”, corre hacia el preste pelirrojo, que termina de doblar sus partituras secándose el sudor con un gran pañuelo a cuadros. — “¿Falso… qué?” pregunta, atónito, el músico. —“Todo. Ese final es una estupidez. La Historia…” —“La ópera no es cosa de historiadores.” —“Pero… Nunca hubo tal emperatriz de México, ni tuvo Montezuma hija alguna que se casara con un español.” —“Un momento, un momento —dice Antonio, con repentina irritación—: El poeta Alvise Giusti, autor de este ‘drama para música’, estudió la crónica de Solís, que en mucha estima tiene, por documentada y fidedigna, el bibliotecario mayor de la Marciana. Y ahí se habla de la Emperatriz, sí señor, mujer digna, animosa y valiente.” —“Nunca he visto eso.” —“Capítulo XXV de la Quinta Parte. Y también se dice, en la Parte Cuarta, que
dos o tres hijas
de Montezuma se casaron con españoles. Así que, una más, una menos…” —“¿Y ese dios
Uchilibos
?” —“Yo no tengo la culpa de que tengan ustedes unos dioses con nombres imposibles. Los mismos Conquistadores, tratando de remedar el habla mexicana, lo llamaban
Huchilobos
o algo por el estilo.” —“Ya caigo: se trataba de Huitzilopochtli.” —“¿Y usted cree que hay modo de cantar
eso
? Todo, en la crónica de Solís, es trabalenguas. Continuo trabalenguas: Iztlapalalpa, Goazocoalco, Xicalango, Tlaxcala, Magiscatzin, Qualpopoca, Xicotencatl… Me los he aprendido como ejercicio de articulación. Pero… ¿a quién, carajo, se le habrá ocurrido inventar semejante idioma?” —“¿Y ese Teutile, que se nos vuelve hembra?” —“Tiene un nombre pronunciable, que puede darse a una mujer.” —“¿Y qué se hizo de Guatimozín, el héroe verdadero de todo esto?” —“Hubiera roto la unidad de acción… Sería personaje para otro drama.” —“Pero… Montezuma fue lapidado.” —“Muy feo para un final de ópera. Bueno, si acaso, para los ingleses que terminan sus juegos escénicos con asesinatos, degollinas, marchas fúnebres y sepultureros. Aquí la gente viene al teatro a divertirse.” —“¿Y dónde metieron a Doña Marina, en toda esta mojiganga mexicana?” —“La Malinche esa fue una cabrona traidora y el público no gusta de traidoras. Ninguna cantante nuestra habría aceptado semejante papel. Para ser grande y merecedora de música y aplausos, la india esa hubiese debido hacer lo de Judith con Holofernes.” —“Su Mitrena, sin embargo, reconoce la superioridad de los Conquistadores.” —“Pero es quien, hasta el final, anima una resistencia desesperada. Esos personajes siempre tienen éxito.” El indiano, aunque algo bajado de tono, seguía insistiendo: “La Historia nos dice…” —“No me joda con la Historia en materia de teatro. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética… Mire, el famoso Monsieur Voltaire estrenó en París, hace poco, una tragedia donde se asiste a un idilio entre un Orosmán y una Zaira, personajes históricos que, de haber vivido cuando transcurre la acción, tendrían, él más de ochenta años, ella mucho más de noventa…” —“Ni con polvos de carey disueltos en aguardiente” —murmura Filomeno. —“…Y ahí se habla de un incendio de Jerusalén por el Sultán Saladino, que es totalmente falso, pues quienes, de verdad, saquearon la ciudad y pasaron la población a cuchillo fueron los Cruzados nuestros. Y fíjese que cuando se habla de los Santos Lugares, ahí sí que hay Historia. ¡Historia grande y respetable!” —“¿Y, para usted, la Historia de América no es grande ni respetable?” El Preste Músico metió su violín en un estuche forrado de raso fucsina: —“En América, todo es fábula: cuentos de Eldorados y Potosíes, ciudades fantasmas, esponjas que hablan, carneros de vellocino rojo, Amazonas con una teta de menos, y Orejones que se nutren de jesuitas…” Ahora volvía el indiano a irritarse: —“Si tanto le gustan las fábulas, ponga música al
Orlando Furioso
.” —“Ya está hecho: lo estrené hace seis años.” —“¿No me dirá que sacó en escena un Orlando que, en cueros, en pelota, cruza toda Francia y España, con los cojones al aire, antes de pasar a nado el Mar Mediterráneo e irse a la Luna, así, como quien no hace nada?”… —“No hablen más mierdas” —dijo Filomeno, muy interesado al observar que en el escenario, abandonado por los maquinistas, la Signora Pircher (Teutile) y la Signora Zanuchi (Ramiro), ya desmaquilladas y vestidas para irse a la calle, se estrechaban en un harto apretado abrazo, felicitándose, acaso con demasiados besos, por lo bien —ésa era la verdad— que habían cantado las dos. —“¿Tribadismo?” —preguntó el indiano, acudiendo a la más fina palabra que en aquel instante pudiese expresar sus sospechas. —“¡A quién le importa eso! —exclamó el Preste, respondiendo, con repentina prisa por marcharse, a una impaciente llamada de la guapa Anna Giró que había aparecido, pero ahora sin realce de luces y tramoya, al fondo del escenario—: Siento que no les haya gustado mi ópera… Otra vez trataré de conseguirme un asunto más romano”… Afuera, los “mori” del Orologio acababan de martillar las seis, entre palomas ya dormidas y neblinosas garúas que, resubidas de los canales, ocultaban los esmaltes y oros de su reloj.

Other books

The Wheel Of Time by Carlos Castaneda
Time Expired by Susan Dunlap
Love Not a Rebel by Heather Graham
The Rossetti Letter (v5) by Phillips, Christi
Arkansas by David Leavitt
Hell's Revenge by Eve Langlais
The Phoenix Project by Kris Powers