Y sonará la trompeta…
CORINTIOS, I, 52
Bajo la tenue llovizna que daba un cierto olor de establo al paño de los abrigos, andaba el indiano, ceñudo, metido en sí mismo, con los ojos puestos en el suelo, como contando los adoquines de la calle —azulados por las luces municipales. Sus pensamientos no acababan de exteriorizarse en un quedo murmullo, de labios para adentro, que le quedaba a medio camino entre la idea y la palabra. —“¿Por qué he de verlo como agobiado por la representación en música que acabamos de ver?” —le pregunta Filomeno. —“No sé —dice al fin el otro, dejando de malgastar la voz en soliloquios ininteligibles—: El Preste Antonio me ha dado mucho que pensar con su extravagante ópera mexicana. Nieto soy de gente nacida en Colmenar de Oreja y Villamanrique del Tajo, hijo de extremeño bautizado en Medellín, como lo fue Hernán Cortés. Y sin embargo hoy, esta tarde, hace un momento, me ocurrió algo muy raro: mientras más iba corriendo la música del Vivaldi y me dejaba llevar por las peripecias de la acción que la ilustraba, más era mi deseo de que triunfaran los mexicanos, en anhelo de un imposible desenlace, pues mejor que nadie podía saber yo, nacido allá, cómo ocurrieron las cosas. Me sorprendí, a mí mismo, en la aviesa espera de que Montezuma venciera la arrogancia del español y de que su hija, tal la heroína bíblica, degollara al supuesto Ramiro. Y me di cuenta, de pronto, que estaba en el bando de los americanos, blandiendo los mismos arcos y deseando la ruina de aquellos que me dieron sangre y apellido. De haber sido el Quijote del Retablo de Maese Pedro, habría arremetido, a lanza y adarga, contra las gentes mías, de cota y morrión.” —“¿Y qué se busca con la ilusión escénica, si no sacarnos de donde estamos para llevarnos a donde no podríamos llegar por propia voluntad? —pregunta Filomeno—: Gracias al teatro podemos remontarnos en el tiempo y vivir, cosa imposible para nuestra carne presente, en épocas por siempre idas.” —“También sirve —y esto lo escribió un filósofo antiguo— para purgarnos de desasosiegos ocultos en lo más hondo y recóndito de nuestro ser… Ante la América de artificio del mal poeta Giusti, dejé de sentirme espectador para volverme actor. Celos tuve del Massimiliano Miler, por llevar un traje de Montezuma que, de repente, se hizo tremendamente mío. Me parecía que el cantante estuviese representando un papel que me fuera asignado, y que yo, por blando, por pendejo, hubiese sido incapaz de asumir. Y, de pronto, me sentí como fuera de situación, exótico en este lugar, fuera de sitio, lejos de mí mismo y de cuanto es realmente mío…
A veces es necesario alejarse de las cosas,
poner un mar de por medio,
para ver las cosas de cerca
.” En aquel momento martillaron, como lo venían haciendo desde hacía siglos, los “mori” del Orologio. —“Ya me jode esta ciudad, con sus canales y gondoleros. Ya me he tirado a la Ancilla, la Camilla, la Zulietta, la Angeletta, la Catina, la Faustolla, la Spina, la Agatina, y otras muchas cuyos nombres he olvidado —¡y basta! Regreso a lo mío esta misma noche. Para mí es otro el aire que, al envolverme, me esculpe y me da forma.” —“Según el Preste Antonio, todo lo
de allá
es fábula.” —“De fábulas se alimenta la Gran Historia, no te olvides de ello. Fábula parece lo nuestro a las gentes
de acá
porque han perdido el sentido de lo fabuloso. Llaman fabuloso cuanto es remoto, irracional, situado en el ayer —marcó el indiano una pausa—: No entienden que lo
fabuloso
está en el futuro. Todo futuro es fabuloso” …Andaban, ahora, por la alegre Calle de la Mercería, menos animada que otras veces, a causa de la llovizna que ya, de tanto caer, comenzaba a gotear del ala de los sombreros. El indiano recordó entonces los encargos que, la víspera de su viaje, le habían hecho, allá en Coyoacán, sus amigos y contertulios. Nunca había pensado, desde luego, en reunir las solicitadas muestras de mármoles, el bastón de ámbar polonés, el raro infolio del estacionario caldeo, ni quería lastrar su equipaje con barrilillos de marrasquino ni monedas romanas. En cuanto a la mandolina incrustada de nácar… ¡que la tocara la hija del inspector de pesas y medidas en su propia carne, que bien templada y afinada para eso la tenía! Pero ahí, en aquella tienda de música, debían hallarse las sonatas, los conciertos, los oratorios, que bien modestamente le pidiera el maestro de cantar y tañer del pobre Francisquillo. Entraron. El vendedor les trajo, para empezar, unas sonatas de Doménico Scarlatti: —“Rico tipo” —dijo Filomeno, recordando la noche aquella. —“Dicen que está en España el muy cabrón, donde ha conseguido que la Infanta María Bárbara, generosa y querendona, corra con sus deudas de juego, que le seguirán creciendo mientras quede una baraja en mesa de coime.” —“Cada cual tiene sus debilidades. Porque, a éste, le ha dado siempre por las mujeres” —dijo Filomeno, señalando unos conciertos del Preste Antonio, titulados “Primavera”, “Estío”, “Otoño”, “Invierno”, cada uno encabezado —explicado— por un lindo soneto. —“Ése vivirá siempre en primavera, aunque lo agarre el invierno” —dijo el indiano. Pero, ahora, pregonaba el hortera los méritos de un muy notable oratorio: “
El Mesías
.” —“¡Nada menos! —exclamó Filomeno—: El sajón ese no trabaja en talla inferior.” Abrió la partitura: —“¡Carajo! ¡Esto se llama escribir para la trompeta! De aquí a que yo pueda tocar esto.” Y leía y releía, con admiración, el aria de bajo, escrita por Jorge Federico sobre dos versículos de la Epístola a los Corintios. —“Y, sobre notas que sólo un ejecutante de primera fuerza podría sacar de su instrumento, estas palabras que parecen cosa de
spiritual
:
The trumpet shall sound
and the dead shall be raised
incorruptible, incorruptible,
and we shall be changed,
and we shall be changed!
The trumpet shall sound,
the trumpet shall sound!”
Recogido el equipaje, guardadas las músicas en una petaca de sólido cuero que ostentaba el adorno de un calendario azteca, se encaminaron, el indiano y el negro, a la estación del ferrocarril. Faltando minutos para la salida del expreso, se asomó el viajero a la ventanilla de su compartimiento de los
Wagons-Lits-Cook
: “Siento que te quedes” —dijo a Filomeno que, algo escalofriado por la humedad, esperaba en el andén. —“Me quedo un día más. Para mí, lo de esta noche, es oportunidad única.” —“Me lo imagino… ¿Cuándo volverás a tu país?” —“No lo sé. Por lo pronto, iré a París.” —“¿Las hembras? ¿La Torre Eiffel?” —“No. Hembras hay en todas partes. Y la Torre Eiffel ha dejado, desde hace tiempo, de ser un portento. Asunto para pisapapel, si acaso.” —“¿Entonces?” —“En París me llamarán
Monsieur Philomène
, así, con P. H. y un hermoso acento grave en la ‘e’. En La Habana, sólo sería ‘el negrito Filomeno’.” —“Eso cambiará algún día.” —“Se necesitaría una revolución.” —“Yo desconfío de las revoluciones.” —“Porque tiene mucha plata, allá en Coyoacán. Y los que tienen plata no aman las revoluciones… Mientras que los
yos
, que somos muchos y seremos
mases
cada día”… Martillaron una vez más —¿y cuántas veces, en siglos y siglos? —los “mori” del Orologio. —“Acaso los oigo por última vez —dijo el indiano—: Mucho aprendí con ellos en este viaje.” —“Es que mucho se aprende viajando.” —“Basilio, el gran capadocio, santo y doctor de la Iglesia, afirmó, en un raro tratado, que Moisés había sacado mucha ciencia de su vida en Egipto y que Daniel resultó tan buen intérprete de sueños —¡y con lo que gusta eso ahora!— fue porque mucho le enseñaron los magos de la Caldea.” —“Saque usted provecho de lo suyo —dijo Filomeno—, que yo me ocuparé de mi trompeta.” —“Quedas bien acompañado: la trompeta es activa y resuelta. Instrumento de malas pulgas y palabras mayores.” —“Por ello es que suena tanto en Juicios de Gran Instancia, a la hora de ajustar cuentas a cabrones e hijos de puta” —dijo el negro. —“Para que ésos se acaben habrá que esperar el Fin de los Tiempos” —dijo el indiano. —“Es raro —dijo el negro—: Siempre oigo hablar del Fin de los Tiempos. ¿Por qué no se habla, mejor, del Comienzo de los Tiempos?” —“Ése, será el Día de la Resurrección” —dijo el indiano. —“No tengo tiempo para esperar tanto tiempo” —dijo el negro… La aguja grande del reloj de entrevías saltó el segundo que lo separaba de las 8 p.m. El tren comenzó a deslizarse casi imperceptiblemente, hacia la noche. —“¡Adiós!” —“¿Hasta cuándo?” —“¿Hasta mañana?” —“O hasta ayer…” —dijo el negro, aunque la palabra “ayer” se perdió en un largo silbido de la locomotora… Se volvió Filomeno hacia las luces, y parecióle, de pronto, que la ciudad había envejecido enormemente. Salíanle arrugas en las caras de sus paredes cansadas, fisuradas, resquebrajadas, manchadas por las herpes y los hongos anteriores al hombre, que empezaron a roer las cosas no bien éstas fueron creadas. Los campaniles, caballos griegos, pilastras siriacas, mosaicos, cúpulas y emblemas, harto mostrados en carteles que andaban por el mundo para atraer a las gentes de
travellers checks
, habían perdido, en esa multiplicación de imágenes, el prestigio de aquellos Santos Lugares que exigen, a quien pueda contemplarlos, la prueba de viajes erizados de obstáculos y de peligros. Parecía que el nivel de las aguas hubiese subido. Acrecía el paso de las lanchas de motor la agresividad de olas mínimas, pero empeñosas y constantes, que se rompían sobre los pilotajes, patas de palo y muletas, que todavía alzaban sus mansiones, efímeramente alegradas, aquí, allá, por maquillajes de albañilería y operaciones plásticas de arquitectos modernos. Venecia parecía hundirse, de hora en hora, en sus aguas turbias y revueltas. Una gran tristeza se cernía, aquella noche, sobre la ciudad enferma y socavada. Pero Filomeno no estaba triste. Nunca estaba triste. Esta noche, dentro de media hora, sería el Concierto —el tan esperado concierto de quien hacía vibrar la trompeta como el Dios de Zacarías, el Señor de Isaías, o como lo reclamaba el coro del más jubiloso salmo de las Escrituras. Y como tenía muchas tareas que cumplir todavía dondequiera que una música se definiera en valores de ritmo fue, con paso ligero, hacia la sala de conciertos cuyos carteles anunciaban que, dentro de un momento, empezaría a sonar el cobre impar de Louis Armstrong. Y parecíale a Filomeno que, al fin y al cabo, lo único vivo, actual, proyectado, asaeteado hacia el futuro, que para él quedaba en esta ciudad lacustre, era el ritmo, los ritmos, a la vez elementales y pitagóricos, presentes acá abajo, inexistentes en otros lugares donde los hombres habían comprobado —muy recientemente, por cierto— que las esferas no tenían más músicas que las de sus propias esferas, monótono contrapunto de geometrías rotatorias, ya que los atribulados habitantes de esta Tierra, al haberse encaramado a la luna divinizada del Egipto, de Súmer y de Babilonia, sólo habían hallado en ella un basurero sideral de piedras inservibles, un rastro rocalloso y polvoriento, anunciadores de otros rastros mayores, puestos en órbitas más lejanas, ya mostrados en imágenes reveladas y reveladoras de que, en fin de cuentas, la Tierra esta, bastante jodida a ratos, no era ni tan mierda ni tan indigna de agradecimiento como decían algunos —que era, dijérase lo que se dijera, la Casa más habitable del Sistema— y que el Hombre que conocíamos, muy maldito y fregado en su género, sin más gentes con quienes medirse en su ruleta de mecánicas solares (acaso Elegido por ello, nada demostraba lo contrario) no tenía mejor tarea que entenderse con sus asuntos personales. Que buscara la solución de sus problemas en los Hierros de Ogún o en los caminos de Eleguá, en el Arca de la Alianza o en la Expulsión de los Mercaderes, en el gran bazar platónico de las Ideas y artículos de consumo o en la apuesta famosa de
Pascal & Co. Aseguradores
, en la Palabra o en la Tea —eso, era cosa suya. Filomeno, por lo pronto, se las entendía con la música terrenal —que a él, la música de las esferas, lo tenía sin cuidado. Presentó su
ticket
a la entrada del teatro, lo condujo a su butaca una acomodadora de nalgas extraordinarias —el negro lo veía todo con singular percepción de lo inmediato y palpable— y apareció en truenos, grandes truenos que lo eran de aplausos y exultación, el prodigioso Louis. Y, embocando la trompeta, atacó, como él sólo sabía hacerlo, la melodía de
Go down Moses
, antes de pasar a la de
Jonah and the Whale
, alzada por el pabellón de cobre hacia los cielos del teatro donde volaban, inmovilizados en un tránsito de su vuelo, los rosados ministriles de una angélica canturía, debida, acaso, a los claros pinceles de Tiépolo. Y la Biblia volvió a hacerse ritmo y habitar entre nosotros con
Ezekiel and the Wheel
, antes de desembocar en un
Hallelujah, Hallelujah,
que evocó, para Filomeno, de repente, la persona de Aquel —el Jorge Federico de
aquella noche
— que descansaba, bajo una abarrocada estatua de Roubiliac, en el gran Club de los Mármoles de la Abadía de Westminster, junto al Purcell que tanto sabía, también, de místicas y triunfales trompetas. Y concertábanse ya en nueva ejecución, tras del virtuoso, los instrumentos reunidos en el escenario: saxofones, clarinetes, contrabajo, guitarra eléctrica, tambores cubanos, maracas (¿no serían, acaso, aquellas “tipinaguas” mentadas alguna vez por el poeta Balboa?), címbalos, maderas chocadas en mano a mano que sonaban a martillos de platería, cajas destimbradas, escobillas de flecos, címbalos y triángulos-sistros, y el piano de tapa levantada que ni se acordaba de haberse llamado, en otros tiempos, algo así como “un clave bien temperado”. —“El profeta Daniel, ése, que tanto había aprendido en Caldea, habló de una orquesta de cobres, salterio, cítara, arpas y sambucas, que mucho debió parecerse a ésta”, pensó Filomeno… Pero ahora reventaban todos, tras de la trompeta de Louis Armstrong, en un enérgico
strike-up
de deslumbrantes variaciones sobre el tema de
I Can’t Give You Anything But Love, Baby
, nuevo concierto barroco al que, por inesperado portento, vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio.
La Habana - París,
1974
Apéndice