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Authors: Alejo Carpentier

Tags: #Relato

Concierto barroco (4 page)

BOOK: Concierto barroco
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v

Desconfiada asomó la cara al rastrillo la monja tornera, mudándosele la cara de gozo al ver el semblante del Pelirrojo: —“¡Oh! ¡Divina sorpresa, maestro!” Y chirriaron las bisagras del portillo y entraron los cinco en el Ospedale della Pietá, todo en sombras, en cuyos largos corredores resonaban, a ratos, como traídos por una brisa tornadiza, los ruidos lejanos del carnaval. —“¡Divina sorpresa!” —repetía la monja, encendiendo las luces de la gran Sala de Música que, con sus mármoles, molduras y guirnaldas, con sus muchas sillas, cortinas y dorados, sus alfombras, sus pinturas de bíblico asunto, era algo como un teatro sin escenario o una iglesia de pocos altares, en ambiente a la vez conventual y mundano, ostentoso y secreto. Al fondo, allá donde una cúpula se ahuecaba en sombras, las velas y lámparas iban estirando los reflejos de altos tubos de órgano, escoltados por los tubos menores de las voces celestiales. Y preguntábanse, Montezuma y Filomeno a qué habían venido a semejante lugar, en vez de haberse buscado la juerga adonde hubiese hembras y copas, cuando dos, cinco, diez, veinte figuras claras empezaron a salir de las sombras de la derecha y de las penumbras de la izquierda, rodeando el hábito del fraile Antonio con las graciosas blancuras de sus camisas de olán, batas de cuarto, dormilonas y gorros de encaje. Y llegaban otras, y otras más, aún soñolientas y emperezadas al entrar, pero pronto piadoras y alborozadas, girando en torno a los visitantes nocturnos, sopesando los collares de Montezuma, y mirando al negro, sobre todo, a quien pellizcaban las mejillas para ver si no eran de máscara. Y llegaban otras, y otras más, trayendo perfumes en las cabelleras, flores en los escotes, zapatillas bordadas, hasta que la nave se llenó de caras jóvenes —¡por fin, caras sin antifaces!—, reidoras, iluminadas por la sorpresa, y que se alegraron más aún cuando de las despensas empezaron a traerse jarras de sangría y aguamiel, vinos de España, licores de frambuesa y ciruela mirabel. El Maestro —pues así lo llamaban todas— hacía las presentaciones:
Pierina del violino… Cattarina del corneto… Bettina della viola… Bianca Maria organista… Margherita del arpa doppia… Giuseppina del chitarrone… Claudia del flautino… Lucieta della tromba…
Y poco a poco, como eran setenta, y el Maestro Antonio, por lo bebido, confundía unas huérfanas con otras, los nombres de éstas se fueron reduciendo al del instrumento que tocaban. Como si las muchachas no tuviesen otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo:
Clavicémbalo… Viola da brazzo… Clarino… Oboe… Basso di gamba… Flauto… Organo di legno… Regale… Violino alla francese… Tromba marina… Trombone…
Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al
podium
, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo
concerto grosso
que pudieron haber escuchado los siglos —aunque los siglos no recordaron nada, y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse… Prendido el frenético
allegro
de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti —pues era él— se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. —“¡Dale, sajón del carajo!” —gritaba Antonio. —“¡Ahora vas a ver, fraile putañero!” —respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el
plenum
, con tal acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final. —“¡El sajón nos está jodiendo a todos!” —gritó Antonio, exasperando el
fortíssimo
. —“A mí ni se me oye” —gritó Doménico, arreciando en acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palos de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados, que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara. —“¡Magnífico! ¡Magnífico!” —gritaba Jorge Federico. —“¡Magnífico! ¡Magnífico! —gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo. Compás 28. Compás 29. Compás 30. Compás 31. Compás 32. —“¡Ahora!” —aulló Antonio Vivaldi, y todo el mundo arrancó sobre el
Da capo
, con tremebundo impulso, sacando el alma a los violines, oboes, trombones, regales, organillos de palo, violas de gamba, y a cuanto pudiese resonar en la nave, cuyas cristalerías vibraban, en lo alto, como estremecidas por un escándalo del cielo.

Acorde final. Antonio soltó el arco. Doménico tiró la tapa del teclado. Sacándose del bolsillo un pañuelo de encaje harto liviano para tan ancha frente, el sajón se secó el sudor. Las pupilas del Ospedale prorrumpieron en una enorme carcajada, mientras Montezuma hacía correr las copas de una bebida que había inventado, en gran trasiego de jarras y botellas, mezclando de todo un poco… En tal tónica se estaba, cuando Filomeno reparó en la presencia de un cuadro que vino a iluminar repentinamente un candelabro cambiado de lugar. Había ahí una Eva, tentada por la Serpiente. Pero lo que dominaba en aquella pintura no era la Eva flacuchenta y amarilla —demasiado envuelta en una cabellera inútilmente cuidadosa de un pudor que no existía en tiempos todavía ignorantes de malicias carnales—, sino la Serpiente, corpulenta, listada de verde, de tres vueltas sobre el tronco del Árbol, y que, con enormes ojos colmados de maldad, más parecía ofrecer la manzana a quienes miraban el cuadro que a su víctima, todavía indecisa —y se comprende cuando se piensa en lo que nos costó su aquiescencia— en aceptar la fruta que habría de hacerla parir con el dolor de su vientre. Filomeno se fue acercando lentamente a la imagen, como si temiese que la Serpiente pudiese saltar fuera del marco y, golpeando en una bandeja de bronco sonido, mirando a los presentes como si oficiara en una extraña ceremonia ritual, comenzó a cantar:

—Mamita, mamita,

ven, ven, ven.

Que me come la culebra,

ven, ven, ven.

—Mírale lo sojo

que parecen candela.

—Mírale lo diente

que parecen filé.

—Mentira, mi negra,

ven, ven, ven.

Son juego é mi tierra,

ven, ven, ven.

Y haciendo ademán de matar la sierpe del cuadro con un enorme cuchillo de trinchar, gritó:

—La culebra se murió,

Ca-la-ba-són,

Son-són.

Ca-la-ba-són,

Son-són.


Kábala-sum-sum-sum
—coreó Antonio Vivaldi, dando al estribillo, por hábito eclesiástico, una inesperada inflexión de latín salmodiado.
Kábala-sum-sum-sum
—coreó Doménico Scarlatti.
Kábala-sum-sum-sum
—coreó Jorge Federico Haendel. Kábala-sum-sum-sum —repetían las setenta voces femeninas del Ospedale, entre risas y palmadas. Y, siguiendo al negro que ahora golpeaba la bandeja con una mano de mortero, formaron todos una fila, agarrados por la cintura, moviendo las caderas, en la más descoyuntada farándula que pudiera imaginarse —farándula que ahora guiaba Montezuma, haciendo girar un enorme farol en el palo de un escobillón a compás del sonsonete cien veces repetido.
Kábala-sum-sum-sum
. Así, en fila danzante y culebreante, uno detrás del otro, dieron varias vueltas a la sala, pasaron a la capilla, dieron tres vueltas al deambulatorio, y siguieron luego por los corredores y pasillos, subiendo escaleras, bajando escaleras, recorrieron las galerías, hasta que se les unieron las monjas custodias, la hermana tornera, las fámulas de cocina, las fregonas, sacadas de sus camas, pronto seguidas por el mayordomo de fábrica, el hortelano, el jardinero, el campanero, el barquero, y hasta la boba del desván que dejaba de ser boba cuando de cantar se trataba —en aquella casa consagrada a la música y artes de tañer, donde, dos días antes, se había dado un gran concierto sacro en honor del Rey de Dinamarca…
Ca-la-ba-són-són-són
—cantaba Filomeno, ritmando cada vez más.
Kábala-sum-sum-sum
—respondían el veneciano, el sajón y el napolitano.
Kábala-sum-sum-sum
—repetían los demás, hasta que, rendidos de tanto girar, subir, bajar, entrar, salir, volvieron al ruedo de la orquesta y se dejaron caer, todos, riendo, sobre la alfombra encarnada, en torno a las copas y botellas. Y, después de una muy abanicada pausa, se pasó al baile de estilo y figuras, sobre las piezas de moda que Doménico empezó a sacar del clavicémbalo, adornando los aires conocidos con mordentes y trinos del mejor efecto. A falta de caballeros, pues Antonio no bailaba y los demás descansaban en la hondura de sus butacas, se formaron parejas de oboe con tromba, clarino con regale, cornetto con viola, flautino con chitarrone, mientras los violini piccoli alla francese se concertaban en cuadrilla con los trombones. —“Todos los instrumentos revueltos —dijo Jorge Federico—: Esto es algo así como una sinfonía fantástica.” Pero Filomeno, ahora, junto al teclado, con una copa puesta sobre la caja de resonancia, ritmaba las danzas rascando un rayo de cocina con una llave. —“¡Diablo de negro! —exclamaba el napolitano—: Cuando quiero llevar un compás, él me impone el suyo. Acabaré tocando música de caníbales.” Y, dejando de teclear, Doménico se echó una última copa al gaznate, y, agarrando por la cintura a Margherita del Arpa Doble, se perdió con ella en el laberinto de celdas del Ospedale della Pietá… Pero el alba empezó a pintarse en los ventanales. Las blancas figuras se aquietaron, guardando sus instrumentos en estuches y armarios con desganados gestos, como apesadumbradas de regresar, ahora, a sus oficios cotidianos. Moría la alegre noche con la despedida del campanero que, repentinamente librado de los vinos bebidos, se disponía a tocar maitines. Las blancas figuras iban desapareciendo, como ánimas de teatro, por puerta derecha y puerta izquierda. La hermana tornera apareció con dos cestas repletas de ensaimadas, quesos, panes de rosca y medialuna, confituras de membrillo, castañas abrillantadas y mazapanes con forma de cochinillos rosados, sobre los que asomaban los golletes varias botellas de vino romañola: “Para que desayunen por el camino.” —“Los llevaré en mi barca” —dijo el Barquero. —“Tengo sueño” —dijo Montezuma. —“Tengo hambre —dijo el sajón—: Pero quisiera comer en donde hubiese calma, árboles, aves que no fuesen las tragonas palomas de la Plaza, más pechugonas que las modelos de la Rosalba y que, si nos descuidamos, acaban con las vituallas de nuestro desayuno.” —“Tengo sueño” —repetía el disfrazado. —“Déjese arrullar por el compás de los remos” —dijo el Preste Antonio… —“¿Qué te escondes ahí, en el entallado del gabán? —preguntó el sajón a Filomeno. —“Nada: un pequeño recuerdo de la Cattarina del Cornetto” —responde el negro, palpando el objeto que no acaba de definirse en una forma, con la unción de quien tocara una mano de santo puesta en relicario.

vi

De la ciudad, aún sumida en sombras bajo las nubes grisáceas del lento amanecer, les venían distantes algarabías de cornetas y matracas, traídas o llevadas por la brisa. Seguía el holgorio entre tabernas y tinglados cuyas luces empezaban a apagarse, sin que las máscaras trasnochadas pensaran en refrescar sus disfraces que, en la creciente claridad, iban perdiendo la gracia y el brillo. La barca, tras de largo y quieto bogar, se acercó a los cipreses de un cementerio. —“Aquí podrían desayunar tranquilos” —dijo el Barquero, parando en una orilla. Y a tierra fueron pasando capachos, cestas y botellas. Las lápidas eran como las mesas sin mantel de un vasto café desierto. Y el vino romañola, sumándose a los que ya venían bebidos, volvió a poner una festiva animación en las voces. El mexicano, sacado de su sopor, fue invitado a narrar nuevamente la historia de Montezuma que Antonio, la víspera, había mal oído, ensordecido como lo estaba por el griterío de las máscaras. —“¡Magnífico para una ópera!” —exclamaba el pelirrojo, cada vez más atento al narrador que, llevado por el impulso verbal, dramatizaba el tono, gesticulaba, mudaba de voz en diálogos improvisados, acabando por posesionarse de los personajes. —“¡Magnífico para una ópera! No falta nada. Hay trabajo para los maquinistas. Papel de lucimiento para la soprano —la india esa, enamorada de un cristiano— que podríamos confiar a una de esas hermosas cantantes que…” —“Ya sabemos que ésas no te faltan…” —dijo Jorge Federico. —“Y hay —proseguía Antonio— ese personaje de emperador vencido, de soberano desdichado, que llora su miseria con desgarradores acentos… Pienso en
Los Persas
, pienso en Jerjes:

¡Soy yo, pues “oh dolor!

¡Oh, mísero! nacido

para arruinar mi raza

y la patria mía…”

—“A Jerjes me lo dejas a mí —dijo Jorge Federico, malhumorado—, que para eso me basto yo.” —“Tienes razón —dijo el pelirrojo, señalando a Montezuma—: Éste resulta un personaje más nuevo. Veré cómo lo hago cantar un día de éstos en el escenario de un teatro.” —“¡Un fraile metido en tablados de ópera! —exclamó el sajón—: Lo único que faltaba para acabar de putear esta ciudad.” —“Pero, si lo hago, trataré de no acostarme con Almiras ni Agripinas, como hacen
otros
” —dijo Antonio, estirando la aguda nariz. —“Gracias, en lo que me respecta…” —“…Y es que me voy cansando de los asuntos manidos. ¡Cuántos Orfeos, cuántos Apolos, cuántas Ifigenias, Didos y Galateas! Habría que buscar asuntos nuevos, distintos ambientes, otros países, no sé… Traer Polonia, Escocia, Armenia, la Tartaria, a los escenarios. Otros personajes: Ginevra, Cunegunda, Griselda, Tamerlán o Scanderbergh el albanés, que tantos pesares dio a los malditos otomanos. Soplan aires nuevos. Pronto se hastiará el público de los pastores enamorados, ninfas fieles, cabreros sentenciosos, divinidades alcahuetas, coronas de laurel, peplos apolillados y púrpuras que ya sirvieron en la temporada pasada.” —“¿Por qué no inventa una ópera sobre mi abuelo Salvador Golomón? —insinúa Filomeno—: Ése sí que resultaría un asunto nuevo. Con decorado de marinas y palmeras.” El sajón y el veneciano echaron a reír en tan regocijado concierto que Montezuma tomó la defensa de su fámulo: —“No lo veo tan extravagante: Salvador Golomón luchó contra unos hugonotes, enemigos de su fe, igual que Scanderbergh luchó por la suya. Si bárbaro les parece a ustedes un criollo nuestro, igual de bárbaro es un eslavón de allá enfrente” (esto, señalando hacia donde debía hallarse el Adriático, según la brújula de su entendimiento, bastante desnortada por los morapios tragados durante la noche). —“Pero… ¿quién ha visto que el protagonista de una ópera sea un negro? —dijo el sajón—: “Los negros están buenos para máscaras y entremeses.” —“Además, una ópera sin amor no es ópera —dijo Antonio—: Y amor de negro con negra, sería cosa de risa; y amor de negro con blanca, no puede ser —al menos, en el teatro.” —“Un momento… Un momento —dijo Filomeno, cada vez más subido de diapasón por el vino romañola—: Me contaron que en Inglaterra tiene gran éxito el drama de un moro, general de notables méritos, enamorado de la hija de un senador veneciano… ¡Hasta le dice un rival en amores, envidioso de su fortuna, que parecía un chivo negro montado en oveja blanca —lo cual suele dar primorosos cabritos pintos, sea esto dicho de paso!” —“No me hablen de teatro inglés —dijo Antonio—: El Embajador de Inglaterra…” —“…Muy amigo mío” —apuntó el sajón. —“…el Embajador de Inglaterra me ha narrado unas piezas que se dan en Londres y son cosas de horror. Ni en barracas de charlatanes, ni en cámaras ópticas, ni en aleluyas de ciegos, se vieron nunca cosas semejantes”… Y fue, en el alba que iba blanqueando el cementerio, un escalofriante recuento de degollinas, fantasmas de niños asesinados; uno a quien un duque de Cornuailles saca los dos ojos a la vista del público, taconeándolos luego, en el piso, a la manera de los fandangueros españoles; la hija de un general romano a quien arrancan la lengua y cortan las dos manos después de violarla, acabando todo con un banquete donde el padre ofendido, manco a seguidas de un hachazo dado por el amante de su mujer, disfrazado de cocinero, hace comer a una Reina de Godos un pastel relleno con la carne de sus dos hijos —sangrados poco antes, como cochinos en vísperas de boda aldeana… —“¡Qué asco!” —exclamó el sajón. —“Y lo peor es que en el pastel se había usado la carne de las caras —narices, orejas y garganta— como recomiendan los tratados de artes cisorias que se haga con las piezas de fina venatería…” —“¿Y eso comió una Reina de Godos?” —preguntó Filomeno, intencionado. —“Como me estoy comiendo esta ensaimada” —dijo Antonio, mordiendo la que acababa de sacar —una más— de la cesta de las monjitas. —“¡Y hay quien dice que ésas son costumbres de negros!” —pensaba el negro, mientras el veneciano, remascando una tajada de morro de jabalí escabechado en vinagre, orégano y pimentón, dio algunos pasos, deteniéndose, de pronto, ante una tumba cercana que desde hacía rato miraba porque, en ella, se ostentaba un nombre de sonoridad inusitada en estas tierras. —“
IGOR STRAVINSKY
” —dijo, deletreando. —“Es cierto —dijo el sajón, deletreando a su vez—: Quiso descansar en este cementerio.” —“Buen músico —dijo Antonio—, pero muy anticuado, a veces, en sus propósitos. Se inspiraba en los temas de siempre: Apolo, Orfeo, Perséfona —¿hasta cuándo?” —“Conozco su
Oedipus Rex
—dijo el sajón—: Algunos opinan que en el final de su primer acto —
¡Gloria, gloria, gloria, Oedipus uxor!
— suena a música mía.” —“Pero… ¿cómo pudo tener la rara idea de escribir una cantata profana sobre un texto en latín?” —dijo Antonio. —“También tocaron su
Canticum Sacrum
en San Marcos —dijo Jorge Federico—: Ahí se oyen melismas de un estilo medieval que hemos dejado atrás hace muchísimo tiempo.” —“Es que esos maestros que llaman avanzados se preocupan tremendamente por saber lo que hicieron los músicos del pasado —y hasta tratan, a veces, de remozar sus estilos. En eso, nosotros somos más modernos. A mí se me importa un carajo saber cómo eran las óperas, los conciertos, de hace cien años. Yo hago lo mío, según mi real saber y entender, y basta.” —“Yo pienso como tú —dijo el sajón— …aunque tampoco habría que olvidar que…” —“No hablen más mierdas” —dijo Filomeno, dando una primera empinada a la nueva botella de vino que acababa de descorchar. Y los cuatro volvieron a meter las manos en las cestas traídas del Ospedale della Pietá, cestas que, a semejanza de las cornucopias mitológicas, nunca acababan de vaciarse. Pero, a la hora de las confituras de membrillo y de los bizcochos de monjas, se apartaron las últimas nubes de la mañana y el sol pegó de lleno sobre las lápidas, poniendo blancos resplandores bajo el verde profundo de los cipreses. Volvió a verse, como acrecido por la mucha luz, el nombre ruso que tan cerca les quedaba. Y, en tanto que el vino adormilaba nuevamente a Montezuma, el sajón, más acostumbrado a medirse con la cerveza que con el tinto peleón, se volvía discutidor y engorroso: —“Stravinsky dijo —recordó de repente, pérfido— que habías escrito seiscientas veces el mismo
concerto
.” —“Acaso —dijo Antonio—, pero nunca compuse una polca de circo para los elefantes de Barnum.” —“Ya saldrán elefantes en tu ópera sobre Montezuma” —dijo Jorge Federico. — “En México no hay elefantes” —dijo el disfrazado, sacado de su modorra por la enormidad del dislate. —“Sin embargo aparecen animales de esos, junto con panteras, pelícanos y papagayos, en las tapicerías del Quirinal donde se nos muestran los portentos de las Indias” —dijo Jorge Federico, con la insistencia propia de quienes persiguen una idea fija en los humos del vino. —“Buena música tuvimos anoche” —dijo Montezuma, por desviar a los demás de una tonta porfía. —“¡Bah! ¡Una mermelada!” —dijo Jorge Federico. —“Yo diría más bien que era como una
jam session
” —dijo Filomeno con palabras que, por lo raras, parecían desvaríos de beodo. Y, de pronto, sacó del bulto del gabán, enrollado junto a las vituallas, el misterioso objeto que, como “recuerdo” —decía— le había regalado la
Cattarina del cornetto
: era una reluciente trompeta (“y de las buenas” —señaló el sajón, muy conocedor del instrumento) que al punto se llevó a los labios y, después de probarle la embocadura, la hizo prorrumpir en estridencias, trinos, glisados, agudas quejas, levantando con ello las protestas de los demás, pues se había venido acá en busca de calma, huyendo de las murgas del carnaval, y aquello además, no era música, y, caso de serlo, totalmente impropia de sonar en un cementerio, por respeto a los difuntos que tan quietos yacían bajo la solemnidad de las lápidas presentes. Dejó pues Filomeno —un tanto avergonzado por el regaño— de asustar con sus ocurrencias a los pájaros de la isleta que, hallándose nuevamente dueños de su ámbito, volvieron a sus madrigales y motetes en petirrojo mayor. Pero ahora, bien comidos y bebidos, cansados de discusiones, Jorge Federico y Antonio bostezaban en tal cabal contrapunto que, a veces, se reían del dúo involuntariamente logrado. —“Parecen
castrati
en ópera bufa” —decía el disfrazado. —“¡
Castrati
, tu madre!” —replicaba el Preste, con gesto algo impropio de quien —aunque nunca hubiese dicho una misa pues estaba demostrado que los humos del incienso le daban ahogos y pruritos— era hombre de tonsura y disciplina… Entretanto, se alargaban las sombras de árboles y panteones. En esta época del año los días se hacían más cortos. —“Es hora de marcharse” —dijo Montezuma, pensando que se aproximaba el crepúsculo y que un cementerio en el crepúsculo es siempre algo melancólico que induce a meditaciones poco regocijadas sobre el destino de cada cual —como las hacía, en tales ocasiones, un príncipe de Dinamarca aficionado a jugar con calaveras, a semejanza de los chamacos mexicanos en días de Fieles Difuntos… Al ritmo de remos metidos en un agua tan quieta que apenas si se ondulaba a ambos lados de la barca, bogaron lentamente hacia la Plaza Mayor. Ovillados bajo la toldilla de borlas, el sajón y el veneciano dormían las fatigas de la farra con tal contento en los rostros que daba gusto mirarlos. A veces sus labios esbozaban ininteligibles palabras, como cuando se quiere hablar en sueños… Al pasar frente al palacio Vendramin- Calergi, notaron Montezuma y Filomeno, que varias figuras negras —caballeros de frac, mujeres veladas como plañideras antiguas— llevaban, hacia una góndola negra, un ataúd con fríos reflejos de bronce. —“Es de un músico alemán que murió ayer de apoplejía —dijo el Barquero, parando los remos—: Ahora se llevan los restos a su patria. Parece que escribía óperas extrañas, enormes, donde salían dragones, caballos volantes, gnomos y titanes, y hasta sirenas puestas a cantar en el fondo de un río. ¡Díganme ustedes! ¡Cantar debajo del agua! Nuestro Teatro de la Fenice no tiene tramoya ni máquinas suficientes para presentar semejantes cosas.” Las figuras negras, envueltas en gasas y crespones, colocaron el ataúd en la góndola funeraria que, al impulso de pértigas solemnemente movidas, comenzó a navegar hacia la estación del ferrocarril donde, resoplando entre brumas, esperaba la locomotora de Turner con su ojo de cíclope ya encendido… —“Tengo sueño” —dijo Montezuma, repentinamente agobiado por un enorme cansancio. —“Estamos llegando —dijo el Barquero—: Y la hospedería suya tiene entrada por el canal.” —“Es ahí donde se arriman las chalanas de la basura” —dijo Filomeno, a quien una nueva tragada de morapio había puesto de ánimo rencoroso, por lo del regaño en el cementerio. —“Gracias de todos modos” —dijo el indiano, cerrando los ojos con tal peso de párpados que apenas si advirtió que lo sacaban de la barca, lo subían por una escalera, lo desnudaban, acostaban, arrebujaban, metiéndole varias almohadas debajo de la cabeza. —“Tengo sueño” —murmuró aún—: Vete, tú también, a dormir.” —“No —dijo Filomeno—: Voy con mi trompeta a donde pueda hacer bulla”… Afuera, seguía la fiesta. Accionando sus martillos de bronce, daban la hora los “mori” de la torre del Orologio.

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