Vio a Archie confirmar, amargamente, la muerte de Kristy Mathers, y luego su imagen dio paso a un par de pretores de los informativos locales, que se dedicaron a intercambiar comentarios sobre el monstruo que andaba suelto, para pasar sin mas dilación, a un informe especial sobre la sorprendente falta de lluvia en el valle del Willamette. La rueda de prensa había sido a las diez, lo que significaba que habían pasado casi dos horas. Se preguntó qué estaría haciendo en aquel momento Archie Sheridan.
Sonó el teléfono. Susan casi se cae al intentar contestar antes de que sonara por tercera vez, para evitar que saltara el contestador automático. Vio el identificador de llamadas y supo de inmediato quién era.
—Me ha encantado —declaró Ian, sin preámbulo alguno.
Susan sintió que la tensión de la mañana se diluía.
—¿Enserio?
—Es fantástico. Esa yuxtaposición que has hecho de seguir los pasos de la chica muerta en el Cleveland con el descubrimiento del cuerpo de Kristy Mathers es exactamente lo que queríamos, preciosa. No hay mucho sobre Sheridan, pero nos has enganchado, y ahora queremos que disecciones a ese detective para poder ver cómo late su corazón.
—Eso será para la semana próxima —respondió feliz Susan mientras se servía una taza de café frío y la metía en el microondas—. Dejad que los imbéciles nos pidan más, ¿verdad?
—¿Los imbéciles?
Susan se rió.
—Los lectores.
—¡Oh! —dijo Ian—. Es verdad.
Ese día, Susan se puso unas botas camperas, unos vaqueros, una camiseta de los Pixies y una chaqueta de terciopelo rojo. Colocó un cuaderno de notas en uno de los bolsillos laterales de su chaqueta y dos bolígrafos azules en el superior. Incluso se cepilló su melena rosa y se puso maquillaje.
Cuando estuvo lista para salir, abrió su libreta para echar una ojeada a la garabateada lista de nombres y número telefónicos que Archie Sheridan le había dado. Se detuvo un momento para preguntarse qué pensaría el detective del primer artículo cuando fuera publicado, y luego trató de alejar su ansiedad. Él era el tema. Ella la escritora. El primero de los artículos estaba terminado, pero aún le quedaban otros tres por escribir. Marcó un número de teléfono.
—Hola —saludó Susan con tono alegre—. ¿Hablo Debbie Sheridan?
Hubo un instante de duda al otro lado de la línea. —¿Sí?
—Soy Susan Ward. Del
Herald
. ¿Le ha comentado su marido que era posible que la llamara?
—Algo me ha dicho.
No hizo ninguna corrección con respecto a la cuestión del marido, pensó Susan. No había dicho; «Querrá decir mi ex marido. Estamos divorciados. Habría anulado el matrimonio si hubiera podido, es un hijo de puta». Escribió la palabra «marido» en su libreta, seguida de un signo de interrogación.
Susan se obligó a sonreír, con la esperanza de que Debbie pudiera percibirlo en su voz. Era un viejo truco para las entrevistas telefónicas que le había enseñado Parker.
—Estoy escribiendo un reportaje sobre él, y quería hacerle a usted algunas preguntas. Necesito algunos datos más sobre su marido. Para darle un poco de personalidad al artículo.
—¿Podría llamarme más tarde? —preguntó Debbie.
—Lamento haberla molestado. Está trabajando, ¿verdad? ¿Qué hora es buena para llamarla?
Hubo una pausa.
—No, no estoy en el trabajo. Sólo necesito pensar un poco sobre el tema.
—¿Quiere hablar con Archie? Porque yo le he prendo y él me ha dicho que no tenía inconveniente en que hablara con usted.
—No. No. Es que no me gusta volver sobre determinados recuerdos. Déjeme que lo piense un poco. —La voz de Debbie sonaba cálida—. Llámeme más tarde, ¿le parece?
—Por supuesto —accedió a regañadientes Susan.
Colgó, e inmediatamente marcó el siguiente número de la lista antes de que perdiera el coraje para hacerlo. El médico de Archie estaba ocupado, así que Susan dejó su nombre y el número de su móvil a la recepcionista.
Dejó escapar un profundo suspiro, se acomodó frente al escritorio del Gran Escritor y buscó en Google «Gretchen Lowell». Más de ochenta mil páginas de Internet. Pasó una media hora hojeando las que le parecían más interesantes. Resultaba increíble la cantidad de sitios que había en Internet dedicados a las actividades de los asesinos en serie.
Susan estaba leyendo el titular de un estudio sobre el caso de la Belleza Asesina cuando algo le llamó la atención. «Gretchen Lowell llamó al 911 para entregarse y pedir una ambulancia».
Susan cogió el teléfono y llamó al móvil de Ian.
—Estoy en una reunión de noticias —respondió.
—¿Cómo podría conseguir una grabación del 911?
—¿Cuál?
—Gretchen Lowell. ¿La has oído alguna vez?
—No se la proporcionaron a la prensa. Recibimos un transcripción.
—Quiero la grabación de la llamada. ¿Puedo conseguirla?
Ian chasqueó la lengua.
—Déjame intentarlo.
Susan colgó y buscó en Google la penitenciaría del estado de Oregón. Tomó nota de la dirección de la prisión un trozo de papel que tenía junto al ordenador, y después abrió un documento de Word. «Querida señora Lowell —escribió—. Estoy encargada de hacer un reportaje sobre el detective Archie Sheridan, y me gustaría hacerle a usted un par de preguntas». Trabajó en el texto de la carta duran, te casi veinte minutos. Cuando terminó, la puso en un sobre, pegó un sello y escribió la dirección.
Efectuó el pago de algunas facturas y luego se dirigió I a una oficina de correos para enviarlas juntó a la carta dirigida a la Belleza Asesina. Después se encaminó al Instituto Cleveland. Quería comenzar el siguiente artículo con alguna anécdota personal, un recuerdo de sus días de estudiante allí. Y pensó que regresar a su antiguo instituto le traería I a la memoria detalles que podría usar para ser más sugerente. Pero la verdad es que había estado evitándolo.
Hacía unos momentos que había sonado el timbre indicando el fin de las clases y el pasillo principal rebosaba de alumnos sacando cosas de sus casilleros y guardándolas en sus mochilas, reunidos en pequeños grupos, bebiendo refrescos, hablando en voz alta y saliendo apresurados del edificio, hacia la luz. Se movían con esa elasticidad de los adolescentes en su ambiente natural, algo que Susan no recordaba haber experimentado nunca. La diferencia entre los alumnos del primero y el último año era abrumadora, Los primeros parecían niños, algo que le resultó extraño, porque cuando ella tema catorce años se consideraba a sí misina una adulta.
Algunos de los alumnos miraron de reojo a Susan cuando ésta pasó delante de ellos, pero la mayoría ni siquiera pestañeó. En su mundo, el cabello color rosa era bastante habitual. Tomó algunas notas para su artículo, detalles e impresiones de la escuela, la atmósfera.
Cuando llegó a las oscuras puertas dobles que daban paso al salón de actos, se detuvo un instante, con una mano en el picaporte, sobrecogida por una oleada de recuerdos adolescentes. El instituto. Tendría que ser ilegal. Se pasó una mano por el cabello, puso su mejor cara de mujer adulta, y cruzó las puertas.
Todavía conservaba el mismo olor de antaño: a pintura, serrín y limpiador de alfombras con perfume a naranja.
El salón de actos tenía capacidad para doscientas cincuenta personas. Sus asientos de plástico rojo se dirigían hacia un pequeño escenario negro. Las luces del escenario estaban encendidas, y unos decorados de madera y tela, a medio construir, intentaban dar la sensación de un salón de principios de siglo. Reconoció el mismo sofá estilo reina Ana que habían usado para
Arsénico por compasión y Más Untos por docena
, las lámparas de Asesinato en la vicaría. Y la misma escalera. Siempre la misma escalera. Sólo la cambiaban de lugar.
Había odiado su época de instituto, pero aquel lugar le encantaba. La asombró pensar en la cantidad de horas que había pasado allí cuando finalizaban las clases, ensayando una obra tras otra. Se había convertido en su único mundo, especialmente después de la muerte de su padre.
Aquel día no había nadie en el salón de actos. La soledad del lugar le hizo sentir una punzada de tristeza. Se dirigió hasta la última fila de asientos y se arrodilló para examinar la segunda silla contando desde el pasillo central. Allí marcadas sobre el metal, estaban sus iniciales: «SW». Después de todos esos años, su nombre seguía grabado allí. Se sintió repentinamente observada y se puso de pie. No quería que nadie entrara y la encontrara allí. No deseaba tropezarse con nadie. El protagonista de su reportaje era Archie, no ella. Miró una vez más a su alrededor y se dio media vuelta I tiendo a toda prisa hacia el vestíbulo.
A su espalda alguien la llamó:
—Señorita Ward.
Reconoció aquella voz inmediatamente. Era la persona que la había enviado al despacho del director mil veces.
—Señor McCallum.
No había cambiado nada. Era un hombre bajo, grueso, con un gran bigote y un enorme llavero que hacía que uno de los bolsillos de sus pantalones estuviera más bajo que el otro, lo que requería constantes ajustes.
—Venga con nosotros. Voy a acompañar al señor Schmidt a la dirección —dijo.
Susan se fijó entonces en el adolescente que iba al lado de McCallum. Éste le sonrió tímidamente; un doloroso reguero de acné subía por su cuello.
Susan se apresuró a seguirlos. Los alumnos en los pasillos se apartaban para dejar pasar a McCallum, que no reducía la velocidad.
—Leo sus artículos —le dijo a Susan.
—¡Ahí —exclamó lacónicamente Susan, sintiéndose incómoda.
—¿Está aquí por lo de Lee Robinsón?
Susan se sintió mejor y abrió su libreta.
—¿La conocía?
—Nunca la vi —afirmó McCallum.
Susan de volvió hacia el alumno.
—¿Y tu?
El chico se encogió de hombros.
—La verdad es que no. Quiero decir, sabía quién era.
McCallum se dio media vuelta.
—¿Qué le he dicho, señor Schmidt?
El muchacho enrojeció.
—Ni una palabra.
—No quiero que abra la boca ni diga una sola palabra hasta mañana —ordenó McCallum. Después se volvió a Susan—. El señor Schmidt tiene un problema de incontinencia verbal.
Susan estaba a punto de recordar lo mal que lo había pasado ella por la misma causa, cuando una vitrina con trofeos atrajo su atención.
—Mire —dijo Susan, apoyando un dedo contra el vidrio. Todos los trofeos de los Concursos del Saber.
McCallum asintió orgulloso, su mentón y su cuello confundiéndose en una masa única.
—Ganamos el concurso estatal el año pasado. Así que se vieron obligados a cambiar de lugar algunos trofeos de fútbol para hacerle sitio.
La vitrina estaba llena de trofeos, el más grande de todos era una ensaladera de plata con el nombre de la escuela y el año grabados con una caligrafía elegante.
—La verdad es que me gustaban mucho los Concursos del Saber —recordó en voz baja.
—Pero abandonó el equipo —observó McCallum.
A Susan se le hizo un nudo en la garganta, pero se obligó a tragarse aquella angustia.
—Me estaban sucediendo muchas cosas.
—Es difícil perder a un padre a esa edad.
Susan apoyó la palma de una mano contra el cristal, j Los trofeos estaban brillantemente pulidos y su reflejo distorsionado le devolvía la mirada en una docena de imágenes. Cuando retiró la mano, una leve huella quedó impresa en la superficie.
—Sí.
—Es un golpe duro —apostilló el alumno.
McCallum lo miró y se puso un dedo sobre los labios.
—Ni una palabra —ordenó.
El profesor de Física se dio media vuelta hacia Susan y señaló con el pulgar la puerta marrón que había al otro lado del pasillo.
—Nosotros nos quedamos ahí —anunció. Extendió una mano gruesa y peluda. Susan la estrechó—. Señorita Ward, le deseo lo mejor para el futuro.
—Gracias, señor McCallum —agradeció Susan.
McCallum condujo al alumno hasta la puerta y la abrió. El muchacho le dirigió un tímido saludo mientras lo conducían hacia el despacho del director.
—Lamento haber abandonado los Concursos del Saber —les dijo, pero la puerta ya se había cerrado.
—No puedo creerlo.
Susan examinaba su viejo Saab con aire incrédulo. Le habían puesto un cepo. El artilugio metálico estaba firme— mente aferrado a la rueda delantera izquierda. Cerró los ojos con fuerza y lanzó un grave gruñido. Había aparcado en el lugar reservado a los profesores, pero estaban fuera del horario escolar. Y apenas habían transcurrido quince minutos. Se movió durante un rato, intentando calmarse.
—Te han pillado, ¿eh?
Sorprendida, Susan giró la cabeza y vio a un muchacho reclinado contra el capó de un BMW naranja, aparcados par de sitios detrás de ella. El muchacho tenía un rostro agradable, la piel clara y el cabello un poco largo. Su coche era realmente bonito, uno de esos viejos modelos 2002 de los años setenta, de color mandarina, brillante, sin un solo rasguño. Los detalles de cromo brillaban elegantemente. En la matrícula se leía: JEY2.
—Es bonito, ¿verdad? —afirmó—. Un regalo de mi palpara compensarme el haber abandonado a mi madre por su agente inmobiliaria.
—¿Y realmente fue de gran ayuda?
—Le ayudó a él. —Hizo un gesto hacia su coche—. Tienes que ir a la secretaría y pagar una multa. Después llamarán a uno de los vigilantes para que retire el cepo. Será mejor que te apresures. Hay un partido de baloncesto, así que la oficina cerrará temprano. —Se puso de pie al lado de su coche y se acercó unos pasos hacia ella, mirando al suelo. Luego volvió a levantar la vista y entrecerró los ojos—. Dime, ¿quieres comprar algo de hierba?
Susan dio un paso atrás y miró a su alrededor para ver si había alguien cerca. Había policías por todas partes. Dos coches patrulla estaban aparcados a ambos lados del edificio. Además Susan había visto a un hombre sentado en un sedán frente a la escuela, a menos de treinta metros de donde estaban ellos. ¿Sería un policía o un padre esperando para recoger a su hijo? Así era exactamente como arrestaban a periodistas inocentes.
—Soy mayor de edad —le dijo en un susurro.
Sus ojos se dirigieron a su cabello rosa, pasando por su camiseta de los Pixies, las botas camperas y el deteriorado coche a su espalda.
—¿Estás segura? Es de buena calidad.
—Sí —admitió Susan más decidida. Miró al cepo. ¿Por qué siempre le pasaban estas cosas a ella?—. ¿Dónde está la secretaría?