Bolitho dirigió su mirada hacia Sparke. No era un hombre fácil de comprender, pero daba gusto mirarlo cuando trabajaba. Controlaba a sus hombres con la facilidad y el oficio de un director de orquesta veterano. No se le escapaba ni un detalle.
Una ola de silencio invadió el navío. Bolitho miró hacia popa y vio cómo el comandante cruzaba el alcázar junto a su barandilla. Pears hizo un gesto de saludo al viejo Bunce, el Sabio, y dirigió unas palabras inaudibles a su primer oficial.
En lo más alto ondeó de pronto el gallardete escarlata. Su tela lamía el viento y parecía, por momentos, endurecerse como una lámina de metal. El viento era excelente para navegar a la vela, pensó Bolitho, que al mismo tiempo se alegraba de que fuesen el comandante y Bunce los encargados de conducir el navío por entre la flota fondeada, y no él mismo.
Oteó de nuevo la lejanía por encima de la batayola, y se preguntó quién les observaba desde tierra o desde otros buques. Algunos de los mirones eran aliados, sin duda, pero también habría espías que en aquel mismo instante debían de enviar la noticia a sus correligionarios de Washington. Otro buque de guerra británico que levaba anclas. ¿Adonde se dirigía? ¿Cuál era su misión?
Desvió de nuevo su atención a lo que ocurría en cubierta. Con que sólo la mitad de los rumores que corrían fuesen ciertos, el enemigo debía de estar mejor informado que la propia gente de a bordo. Charlatanes dispuestos a irse de la lengua ante oídos indiscretos había a montones en los círculos de poder, tanto militares como civiles, de Nueva York. O, por lo menos, así se decía.
Cairns alzó la bocina metálica con que daba las órdenes:
—¡Póngase en marcha, señor Tolcher!
Tolcher, el rechoncho contramaestre, alzó su bastón y bramó:
—¡Más hombres al cabrestante! ¡Venga, más energía, muchachos!
Luego se volvió hacia el músico, que sostenía un violín.
—Esa música, hijo de perra, ¡que suene! ¿A que te mando a darle a la bomba?
Unas voces avisaron desde la proa:
—¡El ancla está a pique, señor! —Es decir, que el navío se hallaba ya libre de su fondeo.
—¡Gavieros arriba! ¡Larguen gavias! —La voz de Cairns, amplificada por el metal cónico de la bocina, perseguía a los hombres y los empujaba como un clarín—. ¡Larguen también las trinquetas y los foques!
El trapo, libre de sus ataduras, se enfrentó al viento y comenzó a flamear en agitado frenesí. Los hombres, aferrados como monos a las jarcias, luchaban por dominarlo mientras se realizaba la maniobra.
—¡Hombres a las brazas! —ordenó Sparke—. ¡Señor Bolitho, anote el nombre de ese marino!
—¡A la orden, señor!
Bolitho, oculto por la lluvia, sonrió para sí. Sparke siempre hacía la misma jugarreta. « ¡Anóteme el nombre de ese marino! » Aunque nadie hubiese cometido una falta, ni hubiese un nombre concreto que apuntar, eso hacía creer a la gente que Sparke alcanzaba a verlo todo.
De nuevo llegó una ruda voz desde el castillo de proa:
—¡Ancla en la serviola, señor!
Ya libre por completo de las anclas que lo unían al fondo del mar, el
Trojan
derivó con su enorme masa atravesada al viento; las velas flameaban y batían como fogonazos de un bombardeo; los hombres de cubierta se aplicaban a tirar de las brazas con todo su peso, con los cuerpos inclinados hacia atrás hasta casi tocar las tablas.
El buque prosiguió su giro hasta ofrecer la aleta al viento. Al mismo tiempo, pivotaron las vergas y, enseguida, las velas, por fin liberadas de las manos que luchaban con ellas, fueron llenándose una a una. Sus formas redondas, endurecidas por la presión del viento, parecían corazas de acero. Pronto el casco hundió la amura en una masa de espuma y levantó una estela blanca, arrastrando bajo el agua las portas de los cañones de sotavento.
Bolitho corría de una sección a otra con su sombrero ladeado y a punto de perderlo; en sus oídos resonaban el gemido de los motones y el restallar de las velas, pero más aún con el coro vibrante y ensordecedor de los estayes y obenques del aparejo.
En cuanto tuvo un momento de respiro se detuvo y distinguió a lo lejos la silueta de Sandy Hook que desfilaba por el través. Varios hombres que esperaban en una embarcación auxiliar saludaron al paso del navío, deslizándose majestuoso por su costado.
La voz de Cairns resonó de nuevo a través de la bocina:
—¡Larguen juanetes y sobrejuanetes! ¡Más trapo!
Bolitho alzó la cabeza para observar la línea oblicua de los obenques que sostenían el mástil del mayor. En lo alto se divisaba a los guardiamarinas y sus hombres corriendo por las vergas para establecer las velas. Luego dirigió la mirada hacia popa y vio cómo Bunce, con las manos juntas tras la espalda, observaba la maniobra del buque. Su cara parecía esculpida en granito. Un momento después le vio asentir con lentitud. Era la expresión más parecida al placer que Bolitho le había visto mostrar.
Se imaginó la estampa del navío visto desde la costa, con su feroz mascarón de proa, una reluciente talla pintada en pan de oro en forma de guerrero troyano tocado por un casco de cresta roja. La espuma debía ya surgir a banda y banda de la roda, sumergiendo el bauprés, y la masa del casco, negra y pulida, debía brillar reflejando las crestas blancas que desfilaban a su paso, como si quisiera limpiarse de los restos de la tierra que dejaba atrás.
Se oyó la áspera voz de Probyn que ordenaba a sus hombres trincar la segunda ancla en cubierta. Después de la tarea, reflexionó Bolitho, precisaría de una buena ración de alcohol. Se volvió hacia atrás para mirar a los hombres de su división, que descendían por los estayes y saltaban sobre los pasamanos para colocarse en formación ante el mástil. Entonces se dio cuenta de que el comandante le estaba observando. Las miradas de los dos hombres parecieron encontrarse por encima del ajetreo de la cubierta y la maniobra.
Bolitho llevó sin darse cuenta la mano a su sombrero y lo colocó correctamente. En su imaginación notó que el capitán daba un imperceptible signo de asentimiento.
Pero fue un instante. Enseguida había nuevas tareas que llevar a cabo en la cubierta del
Trojan
, donde no quedaba tiempo para fantasías.
—¡Hombres listos a cazar las brazas! ¡Preparados para virar por redondo!
Sparke gritaba desde su estación:
—¡Señor Bolitho!
Bolitho alcanzó con la mano el borde de su sombrero.
—¡A la orden, señor! ¡Anoto el nombre de ese marino!
Cuando por fin todo el aparejo trabajaba y la maniobra estuvo clara y al gusto del comandante y del señor Bunce, la tierra ya había desaparecido por popa tragada por la calima y la lluvia.
El teniente Richard Bolitho cruzó la cubierta del alcázar y, al llegar a la borda de barlovento, se agarró con fuerza a las redes de la batayola para mantener el equilibrio. Las pirámides de velas del
Trojan
que se alzaban sobre él le impresionaban, a pesar de hallarse ya habituado a ellas. Especialmente tras la continua frustración y el penoso trabajo que habían supuesto los cuatro últimos días de navegación, pensó.
El viento, que a la salida de Sandy Hook soplaba favorable y prometedor, se transformó y a las pocas horas parecía que lo enviara el mismísimo diablo. Rolaba y cambiaba de intensidad sin avisar, lo que obligaba, a lo largo de cada guardia, a llamar a cubierta a toda la dotación para rizar velas, bracear vergas y completar la maniobra. Un día entero le costó al
Trojan
alcanzar el temido cabo Nantucket, rodeado de bajos, y librarlo con suficiente resguardo en unas aguas que hervían bajo el largo bauprés y que parecían enfurecidas por alguna fuerza infernal.
Luego, en cuanto la marcha del navío alcanzaba los cuatro o hasta los cinco nudos, el viento volvía a cambiar su fuerza, bramando con salvaje triunfo mientras los gavieros, sin aliento, peleaban en lo alto del aparejo para aferrar la lona con sus ateridas manos. Trabajaban y, al mismo tiempo, intentaban no perder el equilibrio en aquel mundo enloquecido y tambaleante, muchos metros por encima de la seguridad de la cubierta.
Por fin, la meteorología había cambiado y el
Trojan
mantenía ahora un rumbo muy cercano al norte. Sus vergas iban braceadas al máximo para que las velas tomasen todo el viento posible, y a lo largo de su costado sotavento el agua espumosa desfilaba demostrando por fin un progreso auténtico.
Bolitho recorrió con la mirada la cubierta del combés. Más allá de la barandilla del alcázar podía ver los grupos de hombres que descansaban y charlaban, inmemorial costumbre de los hombres de mar a la espera de ver qué rancho había preparado el cocinero para la comida del mediodía. A juzgar por la humareda grasienta que desde la chimenea de la cocina se desparramaba hacia sotavento, dedujo Bolitho, no iba a variar mucho respecto al día anterior: una mezcla de buey salado arrancado de los barriles de salmuera, combinado con galletas de marino en diversos estados de dureza, avena y restos del rancho del día anterior, todo ello hervido en inmensos calderos.
George Triphood era el jefe de cocinas del
Trojan
; le odiaba toda la dotación, con excepción de sus pinches de cocina, y parecía regodearse ante esa antipatía general, pues se le veía feliz cuando sus guisos provocaban maldiciones, gemidos y quejas.
Bolitho se sintió presa de un súbito ataque de hambre; sabía, sin embargo, que la dieta servida en la cámara de oficiales no sería mucho mejor; tampoco iba a quedar mucha ración para él cuando terminase su guardia y quisiese comer.
Entonces recordó a su madre y la gran mansión de los Bolitho, situada cerca de Falmouth. Se movió para alejarse de Couzens, el fiel guardiamarina asignado a su guardia que raramente apartaba la vista de él. La muerte de la dama le había producido un terrible impacto. Sirviendo en la Armada uno corría peligro de muerte una docena de veces todos los días. Enfermedades, naufragios o mortíferos cañonazos eran algunas de las causas. Los muros de la parroquia de Falmouth estaban cubiertos de placas y exvotos que lo recordaban, grabados con los nombres y las promesas de oficiales de marina, hijos de Falmouth que dejaron un día el puerto y que jamás regresaron.
Pero nunca imaginó que eso le pudiera ocurrir a su madre. Era demasiado. Aquella mujer, siempre vigorosa y tan animada, asumió todas las responsabilidades de la mansión y la tierra cuando su marido, el comandante James Bolitho, se hallaba en la mar, hecho, por lo demás, tan frecuente.
Tanto Bolitho como su hermano Hugh, y por supuesto las dos chicas —Nancy y Felicity— la querían mucho, si bien cada uno de ellos de una forma particular y privada. Cuando Bolitho llegó a casa, de regreso de su misión en la
Destiny
, traumatizado y todavía convaleciente de su terrible herida, había sentido más que nunca que necesitaba a su madre, y, sin embargo, la mansión parecía una tumba. La señora Bolitho había muerto. Desde entonces habían transcurrido meses y todavía le parecía imposible aceptar que ella no permanecía en Falmouth, oteando el mar que se extendía más allá del castillo de Pendennis, con aquella risa contagiosa que conseguía siempre mantener alejadas las tristezas y preocupaciones.
Un enfriamiento, dijeron que fue. Luego llegaron las fiebres.
En pocas semanas su vida se extinguió.
No le costó imaginar a su padre en aquel momento. El comandante James, como le llamaban las gentes del pueblo, gozaba del respeto de todos. Fue nombrado juez de paz tras perder un brazo en acto de servicio y ser destinado a la reserva.
La mansión en invierno. Los caminos intransitables a causa del barro. Las noticias tardaban en llegar. La mente de los campesinos se hallaba demasiado ocupada en los problemas del frío, la humedad, los animales extraviados y los zorros que merodeaban junto a los corrales, como para pensar en aquella lejana guerra. Pero su padre sí se preocupaba. Debía de sentirse tan impotente como un buque de guerra fondeado en un puerto o prisionero en un dique seco. Añoraba, sin duda, la vida y el universo de los marinos, al que se había visto obligado a renunciar, y que necesitaba. Y estaba, además, completamente solo.
Para él debía de ser un millón de veces más difícil, pensó Bolitho.
Apareció en cubierta el primer teniente Cairns quien, tras examinar el rumbo en la aguja magnética y echar un vistazo a la pizarra donde el asistente del piloto anotaba los cálculos cada media hora, cruzó la cubierta para reunirse con Bolitho.
Éste acercó los dedos al borde de su sombrero.
—Se mantiene el rumbo, señor. Norte nordeste, velas portando.
Cairns asintió con el gesto. Sus ojos, enormemente pálidos, parecían poder atravesar a cualquier hombre.
—Si el viento sigue arreciando quizá habrá que tomar algún rizo. Creo que no podemos soportar más trapo.
Se volvió a sotavento haciendo visera con la mano. Aunque la calima escondía el sol, el resplandor de la atmósfera resultaba cegador. Costaba distinguir la línea de horizonte que separaba el cielo y el océano, cuya superficie parecía un desierto cubierto por innumerables chispas de acero. Por suerte, las olas venían ahora más separadas; viajaban en filas paralelas y alzaban sus crestas contra la rechoncha aleta del
Trojan
, escorándolo y, en ocasiones, saltando por encima del trancanil de barlovento antes de alejarse, siempre ondulantes, en la dirección del horizonte opuesto.
Parecían tener todo el mar para ellos solos. Una vez librado Nantucket, con rumbo franco hacia la boca de la bahía de Massachusetts, la derrota del
Trojan
se alejó de la costa y de las rutas de tráfico local. En algún lugar a sesenta millas por el través de barlovento debía estar Boston. Más de uno, a bordo del
Trojan
, recordaba cómo era Boston, ciudad amable y señorial antes de que del resentimiento y la amargura naciese el actual río de sangre.
Sólo un loco se atrevería ahora a acercarse a esa bahía. Allí hallaban refugio los corsarios más expertos, y Bolitho se preguntó, no por primera vez, si en aquel preciso momento alguno de esos veleros amparado por la cerrazón del tiempo seguía la estela del navío.
Cairns, que protegía su garganta con un embozo, preguntó:
—¿Qué opina usted del tiempo, Dick?
Bolitho estudió distraído las riadas de hombres que, surgiendo a través de las escotillas, se dirigían a la cocina para recoger el rancho.