—¿Me permite una sugerencia, señor?
Pears se sirvió de su cuchillo para cortar una porción de queso, que examinó con suspicacia antes de depositarlo en su plato.
—Si ha venido a verme es para hablar de ella —respondió sonriendo—. Diga.
Cairns embutió sus manos tras la espalda y sonrió con ojos brillantes.
—Señor, ¿se ha enterado de que el piloto prevé que mañana haya niebla?
Pears asintió antes de explicar:
—No es la primera vez que recorro estas costas. Aunque las conozco y sé que la niebla es frecuente en sus aguas, en esta ocasión no me atrevería a pronosticarla con tanta seguridad. —Empujó el queso hacia un lado y prosiguió—: Pero cuando el piloto predice algo, no suele equivocarse.
—Lo malo, señor, es que tendremos que fachear las velas y esperar hasta que escampe.
—Maldita sea, ya lo sé, cuento con ello.
—Pero esa embarcación que nos vigila tendrá que hacer lo mismo, por su propia seguridad, y también para no perdernos. La niebla podría convertirse en nuestra aliada.
El primer teniente dudó un instante, como si antes de hablar intentara adivinar el humor del comandante.
—Si pudiésemos hallarla en la niebla y abordarla… —aventuró.
—¡Por el nombre de Dios, Cairns! ¿Qué me está proponiendo? ¿Que ordene arriar los botes, embarque en ellos a gente valiosa y entrenada y los envíe a perderse en esa maldita niebla espesa? Por los dientes del infierno, amigo mío, ¡eso sería mandarles a una muerte cierta!
—Existe la posibilidad de que vaya acompañada por otra embarcación —profirió Cairns con súbita testarudez—. En tal caso se señalizarán mediante fanales. Navegando con cuidado y vigilando el rumbo de la aguja, creo que una expedición bien planeada tiene posibilidades.
Calló un momento, observando las dudas y argumentos que brillaban en los ojos de Pears, para a continuación insistir:
—Con eso nos agenciaríamos un velero rápido de escolta, aparte de otras cosas: información, datos sobre los planes de los corsarios.
Pears se recostó en la silla y le miró con gravedad:
—A usted no le faltan ideas, de eso no cabe duda.
—Quien me ha hecho pensar en ello ha sido el cuarto teniente, señor.
—Podía haberlo sospechado —repuso Pears saltando de su silla y andando hasta las cristaleras con su grueso cuerpo encorvado hacia las tablas del suelo—. Esos malditos marinos de Cornualles. Una pandilla de piratas y raqueros. Imagino que usted ya les conoce.
Cairns habló sin casi mover sus facciones:
—Tengo entendido que Falmouth, donde nació el señor Bolitho, fue el último puerto fiel al rey Carlos, y que se enfrentó a Cromwell y al Parlamento, señor.
—Muy bien dicho —repuso Pears con una tensa sonrisa en los labios—. Pero eso no impide que la idea sea muy arriesgada. Imagine que perdamos para siempre los botes y que, por desgracia, tampoco sean capaces de encontrar al enemigo, y mucho menos de capturarlo.
—La niebla alcanzará al enemigo mucho antes que a nosotros, señor —insistió Cairns—. Propongo que en cuanto eso ocurra cambiemos de bordo para aproximarnos hacia él con todo el trapo que resista el aparejo.
—Pero si el viento viene en contra nuestra… —Pears alzó la mano y guardó silencio un instante—. Calma, señor Cairns, puedo comprender su desánimo, pero la responsabilidad es mía. Eso me obliga a contemplar todas las posibilidades.
Tanto en la cubierta superior como más allá de las puertas de la cámara, la vida proseguía a su ritmo habitual. Sonaba el golpeteo de una bomba funcionando en las profundidades de la sentina, y por encima del techo resonaban los pasos de algún hombre de la guardia que corría por la toldilla a regular una verga o recoser una driza desgastada.
—Aunque reconozco que el plan contiene un elemento de sorpresa —concedió con voz pausada Pears, quien a continuación pareció decidirse—: Mande mis saludos al piloto y pídale que se una a nosotros en el cuarto de derrota. —Rió entre dientes antes de añadir—: Aunque, conociéndole como le conozco, imagino que ya se encuentra allí.
De regreso a su puesto en la cubierta del alcázar, barrida por el viento, Bolitho vigilaba con los ojos escocidos por la sal y la espuma a los hombres que trabajaban en la arboladura. La terrorífica fuerza que desarrollaban las velas le tenía extasiado. Pronto habría que tomar otro rizo, pensó, pero antes el comandante debía ser informado. Había observado ya la actividad en el pequeño cuarto situado junto al camarote de Bunce, tras la toldilla, donde acababan de entrar Pears y Cairns.
Un momento más tarde, Cairns surgió de entre la llovizna. Bolitho observó que no llevaba puesto su sombrero. Eso no era habitual en el primer teniente, hombre siempre elegante y meticuloso con su atuendo fuese cual fuese el tiempo o las circunstancias.
—¿Alguna novedad desde la cofa?
—Sí, señor.
Bolitho se agachó intentando evitar una nube de espuma que, tras saltar por encima de las redes de la batayola, le empapó a él y a su superior. Cairns ni siquiera se inmutó.
—El enemigo sigue en el mismo lugar de antes —explicó aceleradamente—, manteniendo el barlovento sobre nosotros y a los mismos grados de demora.
—Así, informaré al comandante —dijo Cairns, quien inmediatamente corrigió—: No hará falta. Ya viene.
Bolitho se movió para apartarse hacia el costado de sotavento, como era su obligación siempre que el comandante subía a la cubierta, pero su áspera voz le hizo detenerse.
—Quédese aquí, señor Bolitho.
Pears se movió lentamente hasta la barandilla del alcázar, la cabeza cubierta con un sombrero encajado hasta los ojos, y habló:
—Tengo entendido que usted y el primer teniente han estado maquinando un plan muy audaz.
—Bien, señor, yo…
—Una locura —sentenció Pears con la mirada clavada en la vela mayor, que se hinchaba y tiraba con fuerza de su verga—. Aunque contenga una dosis, una pequeñísima dosis de mérito.
Bolitho le miró con gratitud.
—Muchísimas gracias, señor.
Pears, ignorándole, se dirigió a Cairns.
—Tendrán que apañarse con las dos yolas del combés. Quiero que usted mismo seleccione los hombres uno a uno. Usted sabrá quiénes son los mejor preparados para una misión de este calibre. —Hizo una pausa y, luego, mirando atentamente la expresión de Cairns, añadió con gentileza—: Pero usted no les acompañará.
Cairns intentó iniciar una protesta que el comandante interrumpió:
—No puedo permitirme prescindir de usted. Me podría ocurrir cualquier cosa a mí. Si usted y yo faltamos, ¿qué será del
Trojan
? ¿Eh?
Bolitho observaba a los dos militares. Se sintió como un intruso al ver por primera vez la decepción pintada en el semblante de Cairns.
—A la orden, señor —repuso éste—. Inmediatamente me ocupo de ello.
—Aunque sí puede mandar a ese chico —soltó bruscamente Pears cuando ya se retiraba—. Nadie le echará en falta.
Pears alcanzó la toldilla. Allí le esperaba todavía Bunce, cuya mata de pelo al viento parecía un haz de cordeles sueltos.
Del capitán llegó una última orden, parecida a un ladrido:
—¡Pasen la voz al segundo teniente! ¡Que comparezca de inmediato en la toldilla!
Bolitho analizó los sentimientos que le embargaban en aquel instante. Formaría parte de la misión. Y también Sparke («Anóteme el nombre de ese marino»).
Pensó en Cairns y en cómo había dejado perder el privilegio para atribuirse a sí mismo el mérito del plan. Muchos oficiales de cubierta, en su situación, habrían fingido que la idea de abordar al enemigo era propia, aspirando así a ganar sólo para sí la recompensa final. Al dar el crédito a su subordinado, el hombre mostraba su categoría humana.
Un día más iba a oscurecer temprano, con aquella lluvia y aquellas nubes bajas que se añadían a la incomodidad general de la cubierta y los sollados del navío.
Cairns se encontró con Bolitho cuando éste quedó libre de guardia y simplemente le dijo:
—Le he seleccionado un buen puñado de hombres, Dick. El segundo teniente estará al mando de la misión y contará con la ayuda del señor Frowd, el mejor de los asistentes del piloto. Junto a ellos irá el guardiamarina Libby. Usted embarcará con el señor Quinn y el señor Couzens.
Bolitho clavó los ojos en su inexpresiva mirada. Exceptuando Sparke y Frowd, el citado asistente del piloto, y quizá él mismo, los demás hombres eran bisoños en acciones de ese tipo. Ni el nervioso Quinn, pensó, ni el voluntarioso Couzens debían de haber oído el estampido de más armas de fuego que las utilizadas para la caza.
—Muchas gracias, señor —repuso intentando ofrecer a Cairns la misma serenidad que el oficial había mostrado ante el comandante.
Cairns le agarró por el brazo.
—Búsquese ropa de abrigo seca, si la hay —aconsejó, añadiendo al tiempo que se desviaba hacia su camarote—: El temible Stockdale estará entre los hombres de su yola. ¡No he tenido valor para impedir que se alistase!
Bolitho recorrió la camareta de oficiales y se introdujo en su minúsculo camarote. Allí, tras desnudarse y frotar vigorosamente sus miembros ateridos por el frío, logró al fin entrar un poco en calor.
Luego se sentó en la litera y escuchó los sonidos producidos por el inmenso navío: crujidos, temblores, algún choque ocasional del agua contra las cercanas portas de los cañones.
El día siguiente a la misma hora podía estar acercándose a un desastre, o acaso ya habría muerto. Se estremeció e, intentando aliviar la momentánea sensación de inquietud, masajeó con energía los músculos de su vientre.
Por lo menos entraría en acción. Se embutió en una camisa limpia y buscó a tientas sus calzones.
Acababa de encontrarlos cuando oyó un grito distante, repetido, que recorría por pasillos y entrepuentes:
—¡Todo el mundo a cubierta! ¡Gavieros, a las vergas, a tomar un rizo en las gavias!
Al incorporarse a toda prisa se golpeó con un gancho del techo.
—¡Maldición!
Se recuperó en un instante y corrió hacia el universo de viento y restallidos que le esperaba en cubierta, acudiendo a la llamada de las exigencias del
Trojan
, que estaban por encima de todo.
Se deslizó al lado del teniente Probyn, que descansaba en su uniforme desarreglado. El superior le examinó y preguntó torciendo el gesto con sorna:
—Así que niebla ¿eh?, ¿eso habían prometido?
Bolitho le devolvió la mirada con impertinencia:
—¡Váyase al infierno!
Tomó sus buenas dos horas de trabajo a toda la dotación reducir las velas hasta el tamaño exigido por el comandante, y así preparar el navío para la noche. El rumor sobre un posible ataque sorpresa había recorrido como un reguero de pólvora todas las cubiertas; como Bolitho pudo constatar, entre la gente circulaban las más salvajes apuestas, relacionadas casi siempre con si alguno de los reclutados volvería o no con vida.
Al fin y al cabo, tampoco sería extraño que los planes terminasen en nada. Demasiadas veces ya, durante las misiones del
Trojan
, había ocurrido así. Nervios, preparación y miedo, para que a última hora llegase la contraorden.
Bolitho imaginó que les resultaría tarea casi imposible hallar al otro velero en la oscuridad y capturarlo. Aun así, se sentiría defraudado si la misión se cancelaba.
Penetró en la camareta de oficiales y se encontró con que la mayoría de camaradas se habían echado en los ataúdes que les servían de camastros, sus cuerpos rotos por el cansancio de tantas horas de viento duro y maniobra.
El cirujano y el capitán D'Esterre, sentados bajo el cono de luz que producía una solitaria linterna, jugaban a las cartas. Más atrás se hallaba el teniente Quinn, totalmente solo junto a las cristaleras de popa, su mirada absorta en el vibrante timón que asomaba por la limera. La oscilante luz que le llegaba de la linterna, hacía que su expresión pareciera más aniñada, si eso era posible.
Bolitho halló un lugar junto a él y se sentó tras saludarlo con la cabeza, al tiempo que el criado Logan se acercaba con un jarrón de vino en la mano.
—¿Se encuentra usted bien, James?
Quinn le miró de pronto con sobresalto.
—Sí, gracias, señor.
—Richard, o Dick, si lo prefiere —ofreció con una sonrisa Bolitho, quien añadió consciente del desaliento que se observaba en las facciones del otro—: Esto no es el sollado de guardiamarinas, ¿se da cuenta?
Quinn lanzó una furtiva mirada a la pareja de jugadores de cartas. La montaña de pequeñas monedas crecía junto a la manga escarlata del oficial de infantería, mientras que la del costado opuesto menguaba tras cada mano del juego.
—Usted ha participado en acciones como esa, señor… —dijo con voz desmayada, para corregir de inmediato—: Digo… Dick.
—En más de una —asintió Bolitho.
No deseaba defraudar la confianza de Quinn, una vez había logrado obtenerla.
—Imaginaba… pensaba que si había acción de combate sucedería en el navío —explicó Quinn abarcando con gesto impotente la camareta y la cubierta que se extendía más allá del mamparo—. Quiero decir, con los amigos cerca, con ustedes. Creo que así lograría soportarlo, sobrevivir esa primera vez. Quiero decir el primer combate.
—Le entiendo —dijo Bolitho—. El navío es nuestro hogar, y eso ayuda.
Quinn anudó los dedos de sus manos y explicó: —Mi familia vive en Londres y se dedica al comercio de cueros. Mi padre se oponía a que yo me alistase en la Armada. —Alzó ligeramente la barbilla al decir eso—. Pero yo estaba decidido. ¡Había visto tantas veces cómo se abría paso río abajo un navío de guerra, en dirección al mar! Yo sabía muy bien lo que quería.
Bolitho comprendía sin dificultad el desaliento que invadía a Quinn al aprender en su propia piel lo que era un navío de Su Majestad, y enfrentarse a la realidad cotidiana: la dura disciplina, la sensación de que uno, como guardiamarina recién llegado, era el único de a bordo sumergido en una total e inútil ignorancia.
En su etapa de guardiamarina, Bolitho había aprendido a superar ese desespero. Le ayudó a ello el recuerdo de los oscuros retratos que jalonaban, en la mansión de Cornualles, las paredes de pasillos y escalera. Eran el homenaje a los antepasados que se habían embarcado antes que él. Ahora él y su hermano Hugh continuaban la tradición. Hugh había sido destinado en una fragata que probablemente patrullaba ahora por el Mediterráneo. A él le había tocado el destino del
Trojan
y, aquella tarde, se hallaba a punto de embarcarse para una de esas misiones cuyos relatos, oídos en las tabernas de Falmouth, le habían hecho soñar.