Había tomado el relevo de la guardia cuando Bunce vigilaba severamente a los guardiamarinas en el ritual de las tomas de altura de sol del mediodía; lo hacían más por rutina que por algún objetivo real, pues la visibilidad era demasiado escasa para obtener un cálculo fiable. Los guardiamarinas formaban en fila con sus sextantes alzados, y los ayudantes del piloto tomaban nota de sus progresos o errores.
—Niebla —respondió Bolitho con tranquilidad.
Cairns le miró con sorpresa.
—¿Es ésta una de sus fantasías célticas, teniente?
—El piloto ha prometido niebla —sonrió Bolitho.
El primer teniente suspiró.
—Será niebla entonces. ¡Por más que, con este viento que arrecia, no veo cómo eso puede ser posible!
—¡Atención, cubierta!
Era el grito del vigía apostado en lo alto del palo mayor. Ambos alzaron la vista. La voz les había cogido por sorpresa cuando creían estar completamente solos en cubierta.
Bolitho vio la diminuta figura del vigía que reposaba más arriba de la cofa del mayor, una silueta enana proyectada sobre la pantalla de nubarrones. Observarlo allí, en lo alto, bastaba para producirle vértigo.
—¡Una vela por el través de barlovento, señor!
Los dos tenientes, que ya habían tomado sendos catalejos del soporte del que colgaban, saltaron a la obencadura. Pero ni siquiera desde allí se acertaba a ver nada. Tan sólo las crestas de las olas, más furiosas y empinadas si cabe, al aparecer magnificadas por la lente, destacaban en el resplandor implacable del mar.
—¿Quiere que informe al comandante, señor?
Bolitho, pisando de nuevo las maderas de la cubierta, observó la expresión de Cairns. Su cerebro trabajaba intensamente. Una vela. ¿Qué podía significar? Imposible que perteneciese a un barco aliado. Ni siquiera el piloto de un buque perdido sería tan imprudente como para aventurarse en aquella zona peligrosa.
—Todavía no —respondió Cairns, quien dirigió una significativa mirada hacia la toldilla—. De cualquier forma, habrá oído ya la voz del vigía. No se molestará en salir hasta que estemos listos.
Bolitho reflexionó sobre la observación de Cairns. No estaba acostumbrado a ver al comandante Pears en aquella tesitura. Pero su decisión le pareció bastante acertada. Pears no era hombre de apresurarse en subir a cubierta a la mínima alarma. En eso resultaba distinto a otros comandantes, siempre pendientes de sus buques, impacientes también por responder a preguntas sin respuesta posible.
Volvió a estudiar las facciones tranquilas de Cairns. También es verdad que Cairns gozaba de toda la confianza de su superior.
—¿Desea que suba a la cofa para verlo personalmente, señor? —preguntó Bolitho.
Cairns meneó la cabeza en una negativa.
—No. Subiré yo. Tenga en cuenta que el comandante pedirá un informe detallado.
Bolitho estudió los gestos del primer teniente que, ya en los flechastes de la obencadura, trepaba con el catalejo colgado en bandolera como un mosquete. Todavía le quedaba mucho por trepar. Primero libraría las arraigadas de la cofa y rodearía el cañón giratorio que yacía allí protegido por una lona encerada. De allí saltaría a los obenques del mastelero y seguiría hacia arriba en su viaje hacia el vigía que reposaba acodado en las crucetas como si fuesen el respaldo de un banco en la plaza de su pueblo.
Tuvo que apartar la vista de la silueta de Cairns. No lograba acostumbrarse, no conseguía vencer la aprensión. Tenía pánico a las alturas. Cada vez que se veía obligado a trepar a la obencadura, lo cual, por fortuna, era ya poco frecuente, sentía la misma náusea vertiginosa, el mismo miedo a caer.
Vio aparecer por la cubierta del combés una figura familiar y sintió que le invadía una sensación parecida al afecto. El hombre que la inspiraba tenía un cuerpo musculoso y desgarbado, que cubría con una camisa de cuadros y un pantalón blanco ondeante al viento. Se llamaba Stockdale y su presencia era un recuerdo más del tiempo transcurrido a bordo de la
Destiny
. Stockdale era el fornido pugilista al que Bolitho rescató de las manos de un corredor de apuestas, junto a las paredes de una miserable posada, durante una expedición dedicada a reclutar tripulación para el navío.
Stockdale se adaptó al mar como si hubiese nacido en él. Aunque su fuerza equivalía, por lo menos, a la de cinco hombres, nunca abusaba de ello. Al contrario, era más considerado con los débiles que otros. El corredor de apuestas le azotaba con una cadena, furioso porque Stockdale había perdido un combate contra uno de los hombres de Bolitho. El marino en cuestión debió de hacer alguna trampa para derrotarlo, pensaba Bolitho, porque nunca más había visto al pugilista dejarse vencer por nadie.
Hablaba poco y cuando lo hacía las palabras le salían con dificultad, como si sus cuerdas vocales hubiesen sufrido lesiones irreparables en las numerosas peleas que había librado, a puños descubiertos, embestida a embestida, viajando de feria en feria por todo el país.
Revivió el episodio de la patrulla de leva. Ver a Stockdale de rodillas, sin camisa y con la espalda surcada por los cortes que le provocaban los golpes de cadena, había sido demasiado para Bolitho. Propuso a Stockdale que se alistara en la dotación de la
Destiny
sin pensar siquiera en las futuras consecuencias. El hombre se limitó a asentir con la cabeza, recogió sus pertenencias y le siguió hacia el navío.
Cuando Bolitho precisaba ayuda, o se hallaba en una dificultad, allí estaba Stockdale dispuesto a ayudarlo. Siempre. En la última ocasión, Bolitho apenas vio al salvaje que se abalanzó rugiendo sobre él armado de un alfanje que acababa de arrebatar a un enemigo agonizante. Más tarde se enteró de lo que había ocurrido. Stockdale surgió del grupo de marinos aterrorizados, alzó a Bolitho en sus brazos como a un bebé y lo condujo a un lugar seguro.
Cuando Bolitho recibió la orden de trasladarse a bordo del
Trojan
pensó que, con ello, se terminaría la extraña relación que mantenía con aquel hombre. Pero se equivocaba. De alguna manera, quién sabe cómo, Stockdale también había logrado ser trasladado.
—Algún día le harán a usted comandante —confesó el hombre con su voz jadeante—. Apuesto a que le vendrá bien un patrón personal.
Bolitho sonrió para sí observando aquella masa corpulenta. Stockdale tenía gran habilidad con sus manos. Podía coser gazas, llevar la rueda del timón o subir a rizar una vela, si hacía falta. Pero ahora su puesto era el de cabo de cañón; mandaba uno de los mortíferos treinta cañones, de dieciocho libras de calibre, alineados en la batería de la cubierta del combés. Y por supuesto, casualmente, se hallaba en la división que estaba al mando del teniente Bolitho.
—¿Qué opina usted, Stockdale?
Las curtidas facciones del marino dibujaron una sonrisa maliciosa.
—Alguien nos vigila, señor Bolitho.
Bolitho vio los movimientos doloridos de la mandíbula. El frío y la humedad hacían sufrir al boxeador.
—Usted lo cree así, ¿verdad?
—Sí, señor —respondió el hombre convencido—. Saben a lo que vamos y adonde nos dirigimos. Apuesto a que hay más velas que no vemos, algo más lejos y disimuladas por la bruma.
Cairns saltó a cubierta tras descender del mástil deslizándose por un obenque. El oficial conservaba la agilidad de un joven guardiamarina.
—Por su aspecto, juraría que es una goleta —dijo—. Aunque con esa maldita calima es casi imposible distinguir nada.
El teniente se estremeció sintiendo una súbita oleada de frío y prosiguió:
—Navega de la misma bordada que nosotros.
Luego, viendo que Bolitho y Stockdale sonreían, preguntó:
—¿Se puede saber qué les hace tanta gracia?
—Stockdale dice que la embarcación nos está vigilando, señor. Se mantiene tan a barlovento como puede.
Cairns abrió la boca como si pretendiese expresar la opinión contraria, pero rectificó:
—Me temo que tiene razón. En vez de dar una demostración de fuerza, es como si el
Trojan
marcase la ruta a los corsarios, para ayudarles a hallar ese mismo botín que pretendemos proteger.
El teniente se frotó la mandíbula y prosiguió:
—Dios Santo, vaya idea tan sombría. De esa gente cabe esperar que ataquen al convoy por uno de sus flancos traseros. Entiéndame: lo normal es que un barco más lento quede rezagado del grupo; entonces, los atacantes lo rodean y lo abordan antes de que la escolta tenga tiempo de dar la vuelta e intervenir.
Se frotó la mandíbula con más energía:
—Sea lo que sea, no se atreverán a intentarlo mientras vean cerca las portas de los cañones del
Trojan
.
Bolitho recordó la inflexión de la voz de Pears, que le había sorprendido durante la asamblea de oficiales. La sombra de una duda. Su suspicacia se veía ahora mucho más fundada.
Cairns echó una mirada hacia atrás, donde los dos timoneles miraban alternativamente de la vela a la aguja y de la aguja a la vela, sus piernas separadas, sus brazos en tensión.
—No hay mucho de qué informar al comandante, Dick. Le han dado unas órdenes. El
Trojan
no tiene la velocidad de una fragata. Si perdemos tiempo en maniobras inútiles, jamás alcanzaremos el convoy de mercantes. Y ya ha visto usted cómo se comporta el viento en esta zona: caprichoso, variable y achubascado. Mañana podríamos volver a tenerlo en contra. O ahora mismo.
—Recuerde lo que vaticinó el sabio: niebla —dijo con cautela Bolitho, viendo que la palabra golpeaba a Cairns como una bala de pistola—. Si tenemos que ponernos a la capa, difícilmente serviremos de ayuda a ningún convoy.
Cairns le estudió con atención.
—Debería haber tenido en cuenta ese factor. Los corsarios conocen las aguas de la zona mucho mejor que cualquiera de nosotros —reflexionó sonriendo con amargura, para añadir—: Si exceptuamos al Sabio.
En aquel instante apareció sobre el alcázar el teniente Quinn, quien se presentó tocando su sombrero con los dedos.
—Tengo orden de relevarle, señor.
Observaba alternativamente a Bolitho y las tensas masas de lona que se hinchaban por encima de él. Bolitho pensaba retirarse sólo durante el tiempo necesario para tomar un rápido refrigerio, pues quería saber cómo iba a reaccionar Pears. Sin embargo, para el sexto teniente, con sólo dieciocho años de edad, esos minutos representaban una vida entera de enorme responsabilidad: mientras sus pies recorriesen el alcázar de una banda a otra, él y nadie más que él era responsable del destino del
Trojan
, para bien y para mal.
Bolitho se disponía a decirle algunas palabras tranquilizadoras pero se contuvo. Quinn debía aprender a valerse por sí mismo. Un oficial que precisase ayuda de otros a la primera dificultad no servía para nada en las auténticas crisis, cuando el valor no se le suponía a nadie.
Siguió a Cairns hasta la escotilla mientras Quinn demostraba con gestos exagerados saber observar el rumbo de la aguja y las notas del cuaderno de bitácora.
—Lo hará bien —susurró Cairns—, dentro de un tiempo.
Bolitho se sentó a la mesa de la camareta de oficiales, mientras Mackenzie y Logan se afanaban a su alrededor intentando servirle un plato decente. La carne hervida iba acompañada de avena, leche, galletas de marino enriquecidas con melaza y tanto queso como fuese capaz de tragar. Por suerte, contaban también con generosas reservas de vino tinto que el último convoy había desembarcado en Nueva York. Viendo la expresión de Probyn, que se hallaba cerca, Bolitho dedujo que el oficial había dado cuenta de más de una copa.
El teniente miró a Bolitho y le preguntó con voz espesa:
—¿Qué era ese alboroto sobre una vela avistada en barlovento? Parece que alguien se está poniendo nervioso, ¿no? —Se inclinó hacia adelante para mirar al resto de sus colegas—. ¡Dios, cómo ha cambiado la Armada!
Bunce, que ocupaba el extremo de la mesa, replicó a las palabras del teniente sin levantar siquiera la mirada:
—No mezcle a Dios en eso, señor Probyn. El Señor no ha hecho nada. No pierde su tiempo en asuntos de infieles.
En otro rincón sonó la voz inexpresiva de Sparke: —Esto no es comida, es bazofia. En cuanto tenga oportunidad, desembarco al cocinero y busco otro. Ese salvaje debería bailar en el extremo de un ronzal, y no dedicarse a servirnos un veneno como éste.
Una súbita escora del navío obligó a que las manos de todos se dedicaran a agarrar platos y tazones. Un instante después, la mesa había recuperado su horizontalidad.
Bunce extrajo un reloj y lo estudió.
—La niebla, señor Bunce… —preguntó con educación Bolitho—¿llegará? ¿está seguro?
El cirujano Thorndike, que le había oído, soltó a su lado una sonora carcajada.
—¡Vamos! ¡Erasmus! ¿Niebla, con el navío saltando en esta mar y este viento?
Bunce, haciendo caso omiso a las exclamaciones del doctor, respondió a Bolitho:
—Mañana. No habrá más remedio que fachear las velas y ponerse a la capa. Hay demasiada profundidad para que podamos fondear. —El piloto balanceó su cabeza con desánimo, y continuó—: Tiempo perdido. Más millas por recuperar.
Debió de considerar que ya había hablado lo suficiente, pues se levantó de la mesa. Anduvo en silencio hasta alcanzar el lugar de Probyn y, al pasar junto a éste, soltó con voz profunda:
—Entonces veremos quién está nervioso, me parece a mí.
Probyn hizo chasquear los dedos para pedir más vino y exclamó con furia:
—¡Cuanto más viejo se hace, más loco se vuelve! —Intentaba que su frase provocase la risa general, pero nada ocurrió en la sala.
El capitán D'Esterre clavó sus ojos en él:
—Por lo menos él tiene a Dios de su parte. Me pregunto a quién o qué tiene usted.
Un piso más arriba comía el comandante Pears, sentado ante su amplia mesa y con una servilleta blanca al cuello. Las risas de la camareta de oficiales llegaron a sus oídos, y preguntó a Cairns:
—Parece que les divierte la vida en el mar, ¿no?
Cairns asintió:
—Parece que sí, señor —dijo mientras observaba la cabeza inclinada de Pears y esperaba que su jefe ofreciese alguna conclusión o alguna idea.
—Tanto si navega sola como si va acompañada —advirtió Pears— la goleta resulta una amenaza para nosotros. Si nos hubiesen proporcionado la compañía de un bergantín o una balandra rápida, que pudiese dar caza a esos bandidos… —reflexionó antes de concluir con un gesto de impotencia—: Pero estamos así.