Oyó cómo los tacones del centinela exterior entrechocaban en un saludo y alzó la mirada. Un instante después aparecía por la puerta el primer teniente.
—Ya he pasado la orden a la cámara de oficiales. Señor. Todos los hombres con graduación se presentarán aquí a las dos campanadas.
—Bien.
Bastó una rápida mirada del comandante hacia Foley para que el mayordomo acudiese corriendo con una botella y, respetuosamente colocado a la espalda de los marinos, sirviese dos copas de vino clarete.
—Lo que ocurre, señor Cairns… —el comandante se interrumpió para examinar el color del vino a la luz del fanal—, es que no es posible mantener una guerra defensiva durante demasiado tiempo. Nos encontramos atascados en Nueva York: un enclave fiel en un continente donde las fuerzas rebeldes ganan terreno día a día. En Filadelfia las cosas parecen estar algo mejor. Enfrentamientos, escaramuzas, nosotros les incendiamos un fuerte o un enclave, ellos nos capturan un buque de transporte o hacen caer en una emboscada a una patrulla. ¿Qué es Nueva York? Una ciudad sitiada, una plaza capaz de defenderse y resistir, pero ¿durante cuánto tiempo?
Cairns, en vez de responder, sorbió con cautela el vino generoso. La mitad de su cerebro prestaba atención a los sonidos exteriores a la cámara: el silbido del viento, el crujido de los maderos.
Pears, viendo su expresión, sonrió para sus adentros. Cairns era un excelente primer oficial, quizá el mejor que había tenido a sus órdenes. Merecía mandar su propio barco, y su única oportunidad para ello era la guerra.
Pero Pears amaba a su buque por encima de cualquier sueño o esperanza. La posibilidad de que Sparke tomase el puesto de primer oficial la consideraba como una amenaza. Por supuesto, Sparke era un oficial eficiente y mostraba grandes dotes mandando los cañones y atendiendo a otras responsabilidades, pero carecía por completo de imaginación. Pensó un instante en Probyn y lo descartó, asimismo, de inmediato. A continuación, Bolitho, el cuarto teniente. Se parecía a su padre, aunque a veces parecía tomarse a la ligera alguna misión encomendada. Eso sí: sus subordinados parecían encantados con él. En tiempos duros como aquellos, eso valía muchísimo.
Pears suspiró. Bolitho no había cumplido aún los veintiún años. Para manejar un navío de línea hacía falta contar con oficiales experimentados. Se frotó el mentón para esconder la preocupación de sus facciones. ¿No sería la juventud de Bolitho, unida a los propios años de su ascenso en la Armada, lo que le hacía razonar de aquella forma?
—¿Está el navío a son de mar, listo para zarpar a la primera orden? —preguntó bruscamente.
Cairns asintió.
—Sí, señor. Aunque nos faltan una docena de hombres, que están de baja por enfermedad o accidentes, pero eso es habitual en misiones como la nuestra.
—Por supuesto que lo es. Muchos primeros oficiales han amanecido con canas en la cabeza pensando cómo sacar sus buques de puerto, cuando ni con sobornos ni con amenazas hallaban suficiente tripulación para dotar todos los puestos.
A la hora anunciada las puertas de la cámara se abrieron y todos los oficiales del
Trojan
, con excepción de los guardiamarinas y los aspirantes a suboficiales, desfilaron en busca de un rincón donde acomodarse.
El acontecimiento era poco habitual; por eso tardaron en encontrar sitio y formar ordenadamente. Foley, el mayordomo, y Fogg, el patrón personal destinado al bote del comandante, corrían de un lado a otro buscando sillas suficientes para todos.
Eso dio tiempo a Pears para observar las distintas reacciones de cada hombre y analizar si el congregarlos a todos ponía de relieve alguna diferencia.
Probyn, relevado de su guardia por un segundo del piloto, estaba encarnado y con los ojos brillantes. Demasiado firme en sus talones para que fuese cierto.
Sparke, siempre estirado y rebosante de severidad, así como el bisoño Dalyell, se sentaron junto al sexto teniente, Quinn, que era el más joven del grupo y que apenas cinco meses atrás aún era guardiamarina.
Luego estaba Erasmus Bunce, el piloto. Los hombres le llamaban a sus espaldas el Sabio, apodo que sin duda merecía por su impresionante presencia. Entre los pilotos, oficio que producía los hombres de mar más insólitos y eficaces, Bunce destacaba, si cabe, aún más. Medía más de un metro ochenta, tenía un pecho amplísimo y su cabeza aparecía coronada por una rebelde mata de pelo gris. Pero sus ojos, profundos y transparentes, eran casi tan negros como las espesas cejas que los cubrían. Una imagen de auténtico sabio.
Pears observó cómo el piloto se agachaba para esquivar con la cabeza los baos superiores y se sintió más tranquilo.
A Bunce le gustaba el ron, pero amaba al navío como a una esposa. Con él como encargado de la navegación había poco que temer.
Ahí estaba el contador Molesworth, un hombre pálido con un tic nervioso en los párpados, algo que —sospechaba Pears— manifestaba algún escondido sentimiento de culpa. A su lado se acomodó Thorndike, el cirujano, que aparecía siempre con la sonrisa en la boca. Recordaba más a un actor de teatro que a un especialista en sangre y huesos. Dos manchas de brillante color escarlata, las casacas de los oficiales de infantería D'Esterre y Raye, destacaban más hacia babor. Y, por supuesto, Cairns, que completaba la asamblea. En ésta no se incluían ni el resto de los suboficiales ni los especialistas. El contramaestre, el jefe de artilleros, los asistentes del piloto y los carpinteros, a los que Pears conocía de vista, pero también de oído y por sus servicios.
—¿No está aquí el señor Bolitho? —preguntó con voz susurrante el teniente Probyn.
Pears frunció el ceño, despreciando la hipocresía de Probyn. Tenía tanta sutileza como un mazo de ocho kilos.
—Mandaré a alguien a por él, señor —sugirió Cairns.
La puerta se abrió y se cerró inmediatamente, en silencio. Pears vio cómo Bolitho se deslizaba hasta una silla que había quedado vacía entre los dos oficiales de infantería.
—¡Ese oficial, póngase firme! —resonó la voz áspera de Cairns, que parecía una caricia—. ¡Ah!, es usted, señor, ¡ya era hora!
Bolitho se mantuvo firmes en su puesto, moviendo ligeramente los hombros para mantener el equilibrio pese al balanceo del buque.
—Lo… lo siento, señor.
Bolitho vio la sonrisa diabólica de Dalyell y miró a sus pies; gotas de agua procedentes de su húmeda camisa resbalaban por debajo de su casaca y caían sobre la lona pintada a cuadros blancos y negros que cubría el piso de la sala.
—Su camisa parece empapada, señor —dijo con suavidad Pears, quien tras volverse hacia su mayordomo añadió—: Foley, un trapo para proteger la silla. Lejos de Gran Bretaña no es fácil encontrar recambios para esos objetos.
Bolitho se sentó bruscamente. No sabía si sentirse humillado o furioso.
Pero inmediatamente olvidó el tono zahiriente de Pears y la camisa, rescatada a toda prisa del tendedero de la cámara y totalmente empapada. Las palabras de Pears cautivaban mucho más su interés.
—Zarparemos con el alba, señores. El gobernador de Nueva York ha recibido informes de que existe un plan para atacar el convoy que ha partido de Halifax. El convoy lo constituye una gran concentración de buques de carga escoltados por dos fragatas y una balandra. Pero navegando con este tiempo infame resultará muy fácil que la flota se disperse; más de un buque precisará acercarse a la costa para comprobar su situación, imposible de calcular con el cielo cubierto. —Sus dedos se cerraron bruscamente formando un puño—. Ahí es donde nuestro enemigo piensa atacarlos.
Bolitho se inclinó hacia adelante sin notar ya la humedad desagradable que rodeaba su cintura.
Pears continuaba su discurso:
—Hace poco le explicaba esto al señor Cairns: es imposible ganar una guerra defendiéndose. Tenemos los navíos, pero el enemigo juega con la ventaja de su conocimiento del territorio; también sus embarcaciones, menores que nuestros buques armados, son más ágiles y rápidas. Para conservar nuestra ventaja debemos dominar el mar: mantener abiertas al tráfico todas las rutas de comercio, detener y registrar cualquier embarcación sospechosa, y conseguir así que nuestra presencia se note. Las guerras no se ganan con ideales, sino con pólvora, balas y armas. Esos suministros, precisamente, son los que le faltan al enemigo.
Movió sus ojos sombríos para observar las reacciones de sus hombres, y continuó:
—El convoy de Halifax contiene gran cantidad de pólvora y munición, así como algunos cañones, destinados a las guarniciones de Filadelfia y de Nueva York. Bastaría con que la carga de uno de esos buques cayese en manos enemigas para que nuestro bando sufriese los efectos durante muchos meses.
Miró a su alrededor con rapidez y dijo:
—¿Alguna pregunta?
Sparke fue el primero en alzarse.
—¿Por qué nosotros, señor? Por supuesto que agradezco poder hacerme a la mar para servir a mi patria, y corregir los desmanes de…
Pears le interrumpió con voz pausada:
—Por favor, cíñase a la cuestión que desea preguntar.
Sparke tragó saliva con dificultad, lo que acentuó la cicatriz que mostraba su mejilla.
—¿Por qué no destacan algunas fragatas, señor?
—Porque no hay suficientes, nunca hay suficientes fragatas. Aparte de que, según opina el almirante, en las presentes circunstancias una demostración de fuerza puede dar mejor resultado.
Bolitho se irguió en su asiento al percibir algo indefinible. El tono del capitán le parecía sospechoso. Había en él un minúsculo trazo de duda. Observó a su alrededor, pero sus compañeros no parecían percatarse de nada. A lo mejor lo imaginaba, quizá buscaba algún punto débil en el discurso del comandante para compensar la incomodidad causada por sus reproches de momentos antes.
—Ocurra lo que ocurra en esta misión —añadió el comandante—, no podemos bajar la guardia. Este navío es nuestra responsabilidad principal, a él debemos nuestra atención las veinticuatro horas del día. Cada jornada que pasa, la situación de la guerra evoluciona. El traidor de ayer es hoy un aliado patriota. Un hombre que en su día respondió a la llamada de su patria —continuó lanzando una aguda mirada hacia Sparke— es acusado ahora de
loyalista
, como si fuese él el marginal, el bastardo, y no los demás.
El piloto, Erasmus Bunce, se alzó con parsimonia, mientras sus ojos, medio escondidos tras la madera de un bao, brillaban como ascuas de carbón.
—Un hombre debe actuar según sus principios, señor. Sólo Dios puede decidir quién tiene razón y quién no en este conflicto.
Pears sonrió con gravedad. El viejo Bunce, lo sabían todos, mantenía profundas convicciones religiosas. En una ocasión arrojó a las aguas del puerto de Portsmouth a un marinero borracho que había osado mencionar el nombre de Dios en una canción obscena.
Bunce, que provenía de la región de Devon, se embarcó por primera vez a los nueve o diez años de edad. Se decía que ahora superaba los sesenta, pero Pears no lograba imaginárselo joven, y menos niño.
—Así es, señor Bunce —asintió el comandante—. Muy bien dicho.
Cairns carraspeó mientras observaba con paciencia al piloto.
—¿No tiene nada más que decir, señor Bunce?
El piloto se acomodó de nuevo en su asiento y se cruzó de brazos.
—No, eso es todo.
El comandante dirigió un gesto hacia Foley. Sobraban las palabras, pensó Bolitho.
Enseguida aparecieron las jarras de vino y los vasos, y luego Pears anunció:
—Caballeros, un brindis: por el navío… ¡Y que la maldición de Dios caiga sobre los enemigos de nuestro Rey!
Bolitho vigiló a Probyn, cuyo vaso se hallaba ya vacío. El hombre buscaba afanosamente una jarra de donde servirse.
Reflexionó sobre el timbre de voz de Pears al referirse al navío. Un oficial que, como Probyn, bebiese demasiado y a causa de ello pusiera en peligro el buque necesitaría algo más que la ayuda de Dios.
Poco después, finalizada ya la reunión de oficiales, Bolitho pensó que su único progreso en la relación con el comandante había consistido en una reprimenda.
Suspiró. Cuando uno era guardiamarina, pensaba que la vida de los tenientes de navío transcurría en una especie de paraíso. Al alcanzar el rango se veían los temores y adversidades que llevaba consigo. Quizá también los comandantes vivían acongojados por algo o alguien, pero en aquel momento se le hacía difícil creerlo.
El amanecer resultó algo más despejado que el crepúsculo, pero no mucho. El viento se mantenía, firme y frío, del noroeste. Los copos de nieve se convirtieron pronto en gotas de lluvia y, al mezclarse con la espuma que volaba, hicieron brillar la cubierta y las jarcias cual cristal pulido.
Bolitho se sabía de memoria los procedimientos para hacerse a la mar; había participado en la rutina más ocasiones de las que podía recordar. Jamás, sin embargo, dejaba de excitarle y producirle una inexplicable emoción interior. Le fascinaba la cohesión con que todos, hasta el último hombre, se integraban en la cadena de mando para que el enjambre de maderas y cabos se metamorfosease en un instrumento vivo y perfecto.
Cada uno de los mástiles era servido por varias divisiones de hombres. En ellas había ágiles gavieros, que trepaban a las vergas, y hombres más experimentados y menos fuertes que trabajaban en cubierta maniobrando las drizas y brazas. A medida que se sucedían los gritos de atención y las órdenes, manadas de hombres surgieron por las escotillas y se desparramaron sobre cubierta. Costaba creer que el casco del
Trojan
, con sus doscientos quince pies de eslora que se alargaban desde el mascarón de proa al espejo de popa, pudiese dar cabida a tantos cuerpos. En escasos segundos las rápidas figuras de los marinos y los mozos, los infantes y los soldados, se agruparon en grupos compactos, que los correspondientes suboficiales, en uniforme y con correajes de cuero que cruzaban sus pechos, repasaban pasando lista y comprobando los nombres escritos en cuadernos.
Ya giraba el inmenso cabrestante. Su gemelo le acompañaba en la cubierta inferior. Bolitho casi sintió bajo sus pies el desperezarse del buque, que se agitaba ante la próxima salida a la mar.
Al igual que los marinos y los soldados, todos los oficiales ocupaban ya sus puestos. En el castillo de proa estaba Probyn, acompañado de Dalyell, ambos al mando del mástil de trinquete. Sparke era responsable de la primera cubierta de cañones y del mástil mayor, el motor principal del navío, que con sus kilómetros de cabuyería, sus vergas y sus hectáreas de trapo, daba vida al casco situado bajo ellos. Por fin, en el mástil de mesana, al cargo principalmente de la guardia del alcázar, se hallaba el joven teniente Quinn. Éste y el teniente de infantería obedecían las órdenes y caprichos del teniente Cairns.