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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (4 page)

BOOK: Creación
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—Más importantes que las rutas comerciales son las ideas acerca de la creación que has encontrado. —El disgusto de Anaxágoras por el comercio y la política lo distingue de los demás griegos—. Y debes poner por escrito el mensaje de tu abuelo Zoroastro. He oído hablar de Zoroastro toda mi vida, pero nadie me ha explicado claramente quién era ni qué creía respecto de la naturaleza del universo.

Dejo a Demócrito el registro del debate que siguió. Calias dijo que creía en todos los dioses. Era predecible. ¿De qué otro modo habría podido ganar tres veces la carrera de carros de Olimpia? Pero es claro: es el portador de la antorcha en los misterios de Demeter en Eleusis.

Elpinice se mostró escéptica. Le gustan las pruebas. Esto significa un argumento bien construido. Para los griegos, la única prueba que importa son las palabras. Son maestros en el hacer plausible lo fantástico.

Como siempre, Anaxágoras hizo gala de modestia. Siempre habla como una persona «simplemente curiosa». Aunque aquella piedra que cayó del cielo demostró su teoría sobre la naturaleza del sol, se muestra más modesto que nunca, porque «hay tanto más por conocer».

Demócrito le preguntó por sus célebres «cosas»: las cosas están todo el tiempo en todas partes y no se pueden ver.

—Nada —dijo Anaxágoras, después de su tercera copa de vino muy diluido de Elpinice— es generado ni destruido; simplemente es mezclado o separado de las cosas existentes.

—Pero sin duda —respondí—, la nada no es ninguna cosa y por lo tanto no tiene ninguna existencia.

—¿No sirve la palabra «nada»? Probemos entonces con el término «todo». Pensad en todo como en un número infinito de pequeñas simientes que contienen todo lo que existe. Por lo tanto, todo está en todo lo demás.

—Eso es mucho más difícil de creer que la pasión de la sagrada Demeter cuando su hija descendió al Hades —dijo Calias—, llevando consigo la primavera y el verano, un hecho concretamente observable. —Calias murmuró entonces una plegaria, como debe hacer un gran sacerdote de los misterios eleusinos.

—No he hecho ninguna comparación, Calias. —Anaxágoras siempre tiene tacto—. Pero admitirás que un tazón de lentejas no tiene pelos.

—Esperemos que no —dijo Elpinice.

—¿Ni recortes de uñas? ¿Ni trocitos de hueso?

—Estoy de acuerdo con mi esposa. Quiero decir, espero que no haya nada de eso entre las lentejas.

—Está bien. Yo tampoco. Admitiremos también que por muy atentamente que observemos una lenteja, no veremos más que la lenteja misma. No hay pelos ni sangre ni huesos ni piel.

—Desde luego que no. A mí no me gustan las lentejas.

—Calias es un auténtico pitagórico —dijo Elpinice.

Pitágoras prohibió a los miembros de su secta comer legumbres porque contenían almas humanas transmigrantes. Esta es una noción hindú que de algún modo recogió Pitágoras.

—No, soy una auténtica víctima de la flatulencia. —Calias creía que su aclaración era divertida.

Anaxágoras fue al grano.

—Con una dieta de solamente lentejas y agua invisible, un hombre cría pelos, uñas, huesos, nervios, sangre. Por lo tanto, todos los elementos de un cuerpo humano están de alguna manera presentes en la lenteja.

Demócrito anotará por su cuenta, pero no por la mía, el resto de nuestra cena, que fue agradable e instructiva.

Calias y Elpinice se marcharon los primeros. Luego Anaxágoras se acercó a mi diván y dijo:

—Quizás no pueda visitarte por algún tiempo. Sé que comprenderás.

—¿Medismo?

De esto acusan los atenienses a los griegos que favorecen a los persas y a sus hermanos de raza, los medos.

—Sí.

Me sentí más exasperado que alarmado.

—Esta gente no es sensata. Si el Gran Rey no quisiera la paz, yo no sería embajador en Atenas. Sería el gobernador militar.

Eso no era inteligente. El efecto del vino.

—Pericles es popular. Yo soy su amigo. Además, vengo de una ciudad que estuvo sometida al Gran Rey. Por lo tanto, tarde o temprano, me acusarán de medismo. Por el bien de Pericles, espero que sea tarde.

Cuando era muy joven, Anaxágoras combatió en Maratón, lo hizo de nuestro lado. Ninguno de nosotros ha aludido nunca a este episodio. Él no es como yo, no tiene el menor interés por la política. Por lo tanto, está condenado a ser utilizado por los conservadores como un arma contra el general Pericles.

—Esperemos que nunca te acusen —respondí—. Si te encuentran culpable, te condenarán a muerte.

Anaxágoras dejó escapar un suave suspiro que podía ser una risilla.

—El descenso al Hades —dijo— es el mismo para todos, no importa dónde ni cuándo se inicie.

Le hice entonces la más sombría de las preguntas griegas, formulada por el autor de
Los Persas
, cuya cabeza no era lo bastante dura:

¿No sería mejor para el hombre no haber nacido?

—Ciertamente no. —La respuesta no se hizo esperar—. Poder estudiar el cielo es una razón suficiente para vivir.

—Infortunadamente, no puedo ver el cielo.

—Entonces escucha música. —Anaxágoras es siempre concreto—. Pericles está convencido de que los espartanos respaldan la rebelión de Eubea. Por eso, esta temporada, el enemigo es Esparta y no Persia. —Anaxágoras bajó su voz hasta que fue un susurro—. Cuando le dije al general que venía a cenar aquí esta noche, me pidió que te presentara sus excusas. Hace tiempo que desea recibirte, pero siempre está vigilado.

—Por la libertad ateniense.

—Hay ciudades peores, Ciro Espitama.

Mientras Anaxágoras se despedía le pregunté:

—¿Dónde estaba toda esa materia infinitesimal antes de que la mente la pusiera en movimiento?

—En todas partes.

—No es una verdadera respuesta.

—Ni era una verdadera pregunta.

Reí.

—Me recuerdas a un sabio que conocí en oriente. Cuando le pregunté cómo había empezado el mundo, me dio una respuesta disparatada. Cuando le dije que esa respuesta no tenía sentido, contestó: «Una pregunta imposible obliga a una respuesta imposible».

—Un sabio, en verdad —repuso Anaxágoras sin convicción.

—¿Por qué esa mente puso en marcha la creación?

—Porque ésa es la naturaleza de la mente.

—¿Es eso demostrable?

—Se ha demostrado que el sol es una roca; gira tan rápidamente que se ha inflamado. Pues bien, el sol debe de haber estado en reposo en algún momento, o de lo contrario ya se hubiera apagado, como el fragmento que cayó a tierra.

—Entonces, ¿por qué no concuerdas conmigo en que la mente que puso en movimiento todas esas semillas era la del Sabio Señor, cuyo profeta era Zoroastro?

—Debes hablarme más del Sabio Señor, y contarme qué le dijo a tu abuelo. Quizás el Sabio Señor sea la mente. ¿Quién sabe? Yo no. Debes enseñarme.

Me gusta Anaxágoras. No se pone en primer plano, como la mayoría de los sofistas. Pienso en mi pariente Protágoras. Los jóvenes le pagan para que les enseñe algo llamado moral. Es el sofista más rico del mundo griego, según los demás sofistas, que sin duda lo saben. Hace muchos años que conocí a Protágoras, en Abdera. Un día vino a casa de mi abuelo a traer leña. Era joven, encantador, ingenioso. De alguna manera, más tarde llegó a ser educado. No creo que mi abuelo le ayudara, aunque era un hombre muy rico. Hace varios años que Protágoras no está en Atenas. Se dice que enseña en Corinto, una ciudad repleta de jóvenes ricos, ociosos e impíos, según los atenienses. Demócrito admira a nuestro pariente y se ha ofrecido a leerme uno de sus muchos libros. He declinado este placer. Por otra parte, no me molestaría volver a verle. Protágoras es otro favorito de Pericles.

Excepto por una breve reunión pública con el general Pericles, en la casa de gobierno, nunca he estado a menos de media ciudad de distancia de él. Pero es natural; como dijo Anaxágoras anoche, siempre está vigilado. Aunque Pericles es, efectivamente, el gobernante de Atenas, siempre puede ser acusado de medismo o de ateísmo, o aun del asesinato de Efialtes, su mentor político.

A Demócrito, el gran hombre le parece aburrido. Por otra parte, el muchacho admira a Aspasia. Últimamente ha visitado con asiduidad su casa, donde residen permanentemente media docena de encantadoras jóvenes milesias.

Como le estoy dictando a Demócrito, no mencionaré mis puntos de vista sobre la conducta ideal de un joven en la sociedad. Él asegura que Aspasia es todavía hermosa a pesar de su edad avanzada —tiene casi veinticinco años— y de su reciente maternidad. También es una mujer sin miedo, lo cual es muy bueno, desde que hay mucho que temer en esta turbulenta ciudad, en particular para una meteca —el término local para extranjera— que es, además, casualmente, la amante de un hombre odiado por la vieja aristocracia y por sus numerosos dependientes. Se rodea de hombres brillantes que no creen en los dioses.

En estos días, un vidente loco amenaza con acusar a Aspasia de impiedad. Si lo hace, podría estar verdaderamente en peligro. Pero, según Demócrito, ella se ríe ante la sola mención del nombre del vidente. Sirve el vino. Instruye a los músicos. Escucha a los que hablan. Atiende a Pericles; y a su nuevo hijo.

3

En el principio fue el fuego. Toda la creación parecía estar en llamas. Habíamos bebido el sagrado haoma y el mundo era tan etéreo y luminoso como el fuego que ardía en el altar.

Esto ocurría en Bactra. Yo tenía siete años. Estaba junto a mi abuelo Zoroastro. Tenía en la mano el haz ritual de varas y miraba…

Justamente cuando empezaba a ver de nuevo aquel día terrible, hubo un estrépito en la puerta. Como el criado no está jamás en casa, Demócrito abrió y dejó entrar al sofista Arquelao y a uno de sus alumnos, un joven albañil.

—¡Lo han arrestado!

Arquelao tiene la voz más poderosa que yo haya oído de labios griegos, es decir, la más atronadora del mundo.

—Anaxágoras —dijo el joven albañil—. Lo han arrestado por impiedad.

—¡Y por medismo! —gritó Arquelao—. Debes hacer algo.

—Pero —dije suavemente— como soy precisamente el medo de Atenas, no me parece que mis palabras impresionen bien a la asamblea. Todo lo contrario.

Arquelao, sin embargo, no lo cree así. Quiere que me presente ante las autoridades y afirme que, desde el tratado de paz, el Gran Rey no piensa atacar el mundo griego. Y concretando: como hay ahora, demostrablemente, una paz perfecta entre Persia y Atenas, Anaxágoras no puede ser culpable de medismo. Encuentro este argumento moderadamente ingenioso, como al mismo Arquelao.

—Infortunadamente —digo—, una de las condiciones del tratado es que los términos no se discutan en público.

—Pericles puede discutirlos. —La voz reverberaba en el patio.

—Puede —dije—. Pero no lo hará. Es un asunto demasiado delicado. Además, aun cuando se pudiera discutir el tratado, los atenienses podrían encontrar a Anaxágoras culpable de medismo, o de cualquier otra cosa que excite su fantasía.

—Muy cierto —dijo el alumno.

El joven albañil se llama Sócrates. Insólitamente feo, según Demócrito, es insólitamente inteligente. El verano pasado lo contraté, por complacer a Demócrito, para que reparara la pared del frente. Hizo tal desastre que ahora tenemos una docena de rendijas nuevas por donde silba el viento helado y, como resultado, he tenido que abandonar definitivamente la habitación del frente. Sócrates se ha ofrecido a rehacer la pared, pero temo que baste con que toque la casa con su llana, para que todo el edificio de barro se derrumbe sobre nuestras cabezas. Como artesano, es de lo más desconcertante. Mientras escayola una pared puede quedarse bruscamente inmóvil mirando al frente, durante un rato, escuchando alguna especie de espíritu privado. Cuando le pregunté qué cosas le decía el espíritu, él se limitó a reír y dijo: «A mi daimon le gusta hacerme preguntas».

Me pareció que el suyo era un tipo de espíritu muy poco satisfactorio. Pero osaría decir que, a pesar de su agudeza, Sócrates es tan poco satisfactorio en su condición de sofista como en su calidad de albañil.

Arquelao coincidió conmigo en que como los conservadores no se atreven a atacar personalmente a Pericles, deben contentarse con acusar a su amigo Anaxágoras. Pero no estuve de acuerdo con Arquelao cuando sostuvo que yo debía hablar en la asamblea y decir que la acusación de medismo era falsa.

—¿Por qué habrían de escucharme? —pregunté—. Además, la acusación principal es de impiedad. Anaxágoras es culpable de impiedad. Como lo eres tú, Arquelao. Como yo, a los ojos de la muchedumbre y de quienes lo han acusado. ¿Quién lo hizo?

—Lysicles, el vendedor de ovejas.

El nombre resonó en mis oídos como una enorme ola. Lysicles es un hombre vulgar, tortuoso, resuelto a hacer fortuna sirviendo a Tucídides y a los intereses conservadores.

—Entonces todo está claro —dije—. Tucídides atacará en la asamblea a Anaxágoras, y a su amigo Pericles. Pericles defenderá a Anaxágoras, y a su propia administración.

—¿Y tú…?

—No haré nada. —Me mostré firme—. Mi propia posición aquí es débil, para decir lo menos. En el momento en que los conservadores decidan que es hora de otra guerra con Persia, me matarán, si el tiempo no se anticipa.

Me obligué a toser patéticamente. Luego no pude dejar de toser. Estoy verdaderamente enfermo.

—¿Y qué ocurrirá —preguntó bruscamente Sócrates— cuando mueras? —Aspiré con avidez; pasó una eternidad antes de que el aire me llenara el pecho.

—Por lo menos una cosa —respondí—. Me marcharé de Atenas.

—¿Pero crees que tú mismo continuarás vivo de otro modo?

El joven parecía auténticamente interesado por lo que yo pensaba, o más bien por lo que pensaban los creyentes en Zoroastro.

—Creemos que todas las almas fueron creadas en el principio por un Sabio Señor. Cada alma nace a su tiempo, una vez y solamente una vez. Por otra parte, en el este, creen que un alma nace, muere y vuelve a nacer, miles y miles de veces, en formas distintas.

—Pitágoras piensa lo mismo —dijo Sócrates—. Cuando Arquelao y yo fuimos a Samos, conocimos a uno de los viejos alumnos de Pitágoras. Dijo que Pitágoras había tomado sus doctrinas de los egipcios.

—No —respondí con firmeza. No sé por qué. Verdaderamente, no se nada acerca de Pitágoras—. Las ha tomado de otros que viven más allá del río Indo, donde he estado…

Arquelao estaba impaciente.

—Eso es fascinante, Embajador. Pero el hecho es que nuestro amigo ha sido arrestado.

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