—Aquí trajimos de Inglaterra una escalera que encaja muy bien con los detalles de época. Claro que no fue barata, precisamente. Sólo se fabrican cinco escaleras como ésta al año, pero la calidad cuesta. Y hemos mantenido una estrecha colaboración con el museo de Bohuslán, con la idea de no destruir el espíritu de la casa. Tanto Viveca como yo somos muy meticulosos con esas cosas y procuramos renovar las viviendas con sumo cuidado de no destruir su espíritu. Por cierto, tenemos varios ejemplares del último número de la revista
Residence,
donde se da cuenta del resultado de nuestra reforma. El fotógrafo dijo que jamás había visto una reforma ejecutada con tanto gusto. Tomad un ejemplar de la revista y así podéis hojearlo en casa tranquilamente. Ah, quizá debería explicar que
Residence
es una revista en la que sólo aparecen viviendas de lujo. Vamos, que no es como la sueca,
Sköna Hem,
donde meten la casa de fulanito y de menganito —observó Erling con una risita que indicaba lo absurda que se le antojaba la idea de que su casa apareciese en semejante publicación—. En fin, ¿nos sentamos y nos ponemos manos a la obra? —dijo señalando la gran mesa del salón, preparada con el servicio de café.
Su mujer había ido poniéndola mientras él les enseñaba la casa y ahora aguardaba en silencio a que tomaran asiento. Erling le hizo un gesto de aprobación. Su querida Viveca valía su peso en oro, sabía cuál era su sitio y era una anfitriona excepcional. Un tanto taciturna, quizá, nada versada en el arte de la conversación, pero más valía una mujer capaz de callar que una charlatana incansable, como solía decirse.
—Bien, ¿qué ideas se os ocurren sobre el gran tema al que nos enfrentamos hoy?
Se habían sentado todos a la mesa y Viveca iba sirviéndoles el café en delicadas tazas de porcelana blanca.
—Bueno, ya sabes cuál es mi postura —respondió Uno Brorsson mientras se ponía cuatro terrones de azúcar. Erling lo observó con desprecio. No entendía a los hombres que descuidaban su físico y su salud de aquel modo. Él salía a correr todas las mañanas y hasta se había hecho algún que otro
lifting
discretísimo, aunque esto sólo lo sabía Viveca.
—Ya, de tu postura no cabe la menor duda —aseguró Erling, con más crudeza de la que pretendía—. Pero tú has tenido la oportunidad de decir lo que pensabas y, ahora que hemos adoptado esta decisión, considero que debemos procurar sacarle el mayor partido posible. De nada sirve seguir debatiendo el asunto. El equipo de televisión llegará hoy y, bueno, ya conocéis mi punto de vista, personalmente considero que es lo mejor que le podía suceder a la comarca. No tenéis más que ver las consecuencias que las ediciones anteriores han tenido para las zonas donde se ha desarrollado el programa. Cierto que Amal saltó a la fama con la película de Moodysson, pero eso no fue nada comparado con la publicidad que obtuvo gracias al programa protagonizado por gente del pueblo. Y
Fucking Töreboda
dio a conocer el pueblo en todo el país. ¡Sabed que la mayor parte de la población sueca se plantará ante el televisor para ver
Fucking Tanut!
¡Es una posibilidad única para promocionar la mejor cara de este rincón de Suecia!
—¡La mejor cara! —resopló Uno—. Alcohol y sexo y un montón de imbéciles, de famosos de pacotilla que se creen estrellas de televisión por salir en el programa, ¡eso es lo que verán de Tanumshede!
—Ya, bueno, yo creo que será muy emocionante —terció entusiasmada Gunilla Kjellin, con su voz un tanto chillona, mirando a Erling con chiribitas en los ojos. A Gunilla le encantaba Erling. Incluso podría decirse que estaba enamorada de él, aunque ella jamás admitiría tal cosa. En cualquier caso, Erling no vivía ignorante de dicha circunstancia y la aprovechaba para conseguir su voto en todos los asuntos que deseaba sacar adelante.
—Ahí lo tienes, ¡ya oyes a Gunilla! Ese es el espíritu con que todos deberíamos acoger el futuro proyecto. Vamos a emprender una aventura muy emocionante y una oportunidad que deberíamos agradecer —exclamó Erling con su tono de voz más persuasivo y entusiasta. El mismo que le había valido siempre la atención y el interés tanto del personal como del Consejo. Cuando pensaba en los años de éxito candente, lo invadía la nostalgia. Pero, por suerte, lo había dejado a tiempo. Cogió el merecido pago y se despidió. Antes de que los periodistas, movidos por su sed de sangre, se lanzasen a la caza de los desgraciados de sus colegas, como sobre una presa que abatir y descuartizar. A Erling lo angustió mucho la decisión de jubilarse anticipadamente después del infarto, pero luego se dio cuenta de que había hecho lo correcto—. Venga, probad estos deliciosos dulces: de la pastelería Elg. —Los animó señalando la bandeja repleta de bollos de crema y de canela. Todos obedecieron y se sinceraron, un dulce. Él se abstuvo. El hecho de haber sufrido un infarto, pese a lo cuidadoso que era con la alimentación y el ejercicio había incrementado más aún su prudencia.
—¿Qué pasará con los posibles daños? Tengo entendido que en Töreboda hubo muchos destrozos durante la grabación del programa. ¿Se hará cargo de los desperfectos la cadena de televisión?
Erling resopló impaciente en dirección al origen de la pregunta. El joven jefe municipal de economía tenía que andar siempre incordiando con minucias, en lugar de ver la imagen a gran escala,
the big picture,
como él solía decir. Por lo demás ¿qué demonios sabría él de economía? Apenas había cumplido los treinta y seguramente no habría visto en toda su vida la cantidad que Erling manejaba en un solo día en los tiempos dorados de La Empresa. No, esos ridículos contables no le parecían dignos de ninguna consideración. Se dirigió a Erik Bohlin, el contable en cuestión, y le dijo con retintín:
—No es ése un asunto que debamos abordar ahora. Teniendo en cuenta el incremento del flujo turístico, no creo que merezca la pena preocuparse por unos cristales rotos. Y además, espero que la policía haga cuanto esté en su mano por ganarse el sueldo y mantener la situación bajo control.
Posó la mirada en cada uno de ellos durante unos segundos, era una técnica que le había procurado muchos éxitos con anterioridad. Y así fue también en esta ocasión. Todos bajaron la vista y se guardaron sus protestas para sí, como debía ser. Habían tenido su oportunidad, pero la decisión había sido adoptada tras una votación conforme al mejor espíritu democrático, y los autobuses de la tele entrarían aquel día en Tanumshede, con los participantes del programa.
—Todo saldrá bien —dijo Jörn Schuster, que aún no se había recuperado del golpe que le supuso el hecho de que Erling ocupase ahora el puesto de consejero municipal, puesto que había sido suyo durante casi quince años.
Erling, por su parte, no alcanzaba a comprender por qué habría decidido Jörn quedarse en el Consejo. Si a él lo hubieran desacreditado con tan pocos votos, se habría retirado con el rabo entre las piernas. Pero si Jörn quería quedarse, por él no había problema. Tenía ciertas ventajas conservar al viejo zorro, aunque ya estuviese cansado y desdentado, hablando metafóricamente. Aún contaba con un puñado de fieles seguidores y, mientras Jörn siguiese activo en el Consejo, no causarían problemas.
—Bien, pues entonces empezamos hoy mismo, ¡adelante a toda máquina! Yo iré a darle la bienvenida al equipo personalmente, a la una en punto, y ni que decir tiene que vosotros también podéis participar. De lo contrario, nos vemos en la reunión ordinaria del jueves. —Dicho esto, se levantó para indicar que había llegado el momento de despedirse.
Cierto que Uno seguía mascullando entre dientes cuando se iba, pero, por lo demás, Erling creía haber logrado unir a las tropas. Aquello olía a éxito, tenía el presentimiento.
Más que satisfecho, salió al porche y encendió el puro de la victoria. Dentro, en el comedor, Viveca quitaba la mesa en silencio.
—Ta-ta-ta-ta. —Maja parloteaba en la trona al tiempo que, con habilidad asombrosa, esquivaba la cuchara que Erica intentaba meterle en la boca. Tras unos minutos de enfrentamiento con la habilidad de la pequeña, logró por fin introducir una cucharada de papilla, pero fue breve la satisfacción, puesto que Maja eligió justo aquel momento para demostrar lo bien que sabía reproducir el sonido de un coche.
—Brrrrr —dijo con tal pasión que la papilla salió despedida para aterrizar en una capa homogénea en la cara de Erica.
—¡Joder con la niña! —se quejó Erica con voz cansina, aunque se arrepintió en el acto de sus palabras.
—Brrrr —insistió Maja alegremente, consiguiendo así esparcir sobre la mesa los últimos gramos de la papilla que aún le quedaban en la boca.
—¡Joder con la niña! —dijo Adrian, a lo que Emma, ejerciendo de hermana mayor, lo reprendió enseguida.
—Adrian, no debes decir palabrotas.
—Pues Ica sí las dice.
—Bueno, pero no deben decirse de todos modos. ¿A que no, tía Erica? ¿A que no se deben decir palabrotas? —preguntó Emma con los brazos en jarras y clavando en Erica una mirada exigente.
—No, por supuesto que no deben decirse. Lo que he hecho ha estado muy feo, Adrian.
Satisfecha con la respuesta, Emma continuó con su yogur. Erica la observó con una mezcla de cariño y preocupación. Se había visto obligada a hacerse mayor demasiado deprisa. A veces se comportaba con Adrian más como su madre que como su hermana mayor. Anna no parecía advertirlo, pero Erica lo veía clarísimo. De hecho, sabía muy bien lo que suponía cargar con ese papel cuando aún se era demasiado joven.
Y allí estaba otra vez, haciendo de madre de su hermana, al mismo tiempo que era madre de Maja y una especie de madre suplementaria de Emma y Adrian, a la espera de que Anna despertase de su letargo. Erica echó una ojeada a la planta de arriba mientras ponía orden en el desbarajuste que había sobre la mesa. Pero no se oía nada. Anna rara vez se despertaba antes de las once y Erica la dejaba dormir. No sabía qué hacer.
—Yo no quiero ir a la guardería hoy —declaró Adrian adoptando un mohín desafiante que mostraba a las claras: «E intenta obligarme, si eres capaz».
—Por supuesto que vas a ir, Adrian —intervino Emma, con los brazos otra vez en jarras.
Erica frenó la riña que sabía estaba a punto de iniciarse y, mientras limpiaba como podía a su hija de ocho meses, ordenó:
—Emma, ve a ponerte el abrigo y los zapatos. Adrian, no tengo ganas de discutir por eso hoy. Irás a la guardería con Emma, sin posibilidad de negociación.
Adrian abrió la boca para protestar, pero algo vio en la mirada de su tía que le dijo que, justo aquella mañana, era mejor obedecer, de modo que, con una sumisión nada habitual en él, se encaminó también al vestíbulo.
—Muy bien, ahora ponte los zapatos —le dijo Erica al tiempo que le daba las zapatillas de deporte. Al verlas, el pequeño negó con vehemencia.
—Yo no sé, tendrás que ayudarme.
—Por supuesto que sabes, si en la guardería te las pones tú solo.
—No, no sé. Soy demasiado pequeño —añadió, para que quedase bien claro.
Erica dejó escapar un suspiro y sentó en el suelo a Maja, que empezó a alejarse gateando mucho antes de que ella se hubiese arrodillado siquiera. La pequeña había aprendido a gatear muy pronto y, a aquellas alturas, era una maestra en la materia.
—Maja, bonita, quédate aquí —le dijo Erica mientras intentaba ponerle una zapatilla a Adrian. No obstante, la niña optó por ignorar el encarecido ruego de su madre y se lanzó a la aventura. Erica notó cómo le corría el sudor a raudales por la espalda y las axilas.
—Yo la cojo —dijo Emma solícita, que tomó el silencio de Erica por una afirmación. Al cabo de un instante, apareció zapateando ligeramente con Maja retorciéndose como un gato en sus brazos. Erica vio que la carita de su hija empezaba a adquirir ese tono rojizo que, por lo general, anunciaba la pataleta, y se apresuró a cogerla. Luego apremió a los niños para que se dirigieran al coche. ¡Mierda!, cómo odiaba esas mañanas.
—Venga, al coche, que llegamos tarde otra vez y ya sabéis lo poco que le gustan los retrasos a la señorita Ewa.
—No le gustan nada —constató Emma meneando la cabeza con preocupación.
—No, desde luego, no le gustan lo más mínimo —corroboró Erica mientras le ponía a Maja el cinturón de la sillita.
—Yo quiero ir delante —declaró Adrian cruzando los brazos indignado, preparándose para la batalla. Pero a Erica ya se le había agotado la paciencia.
—Vete ahora mismo a tu asiento —le rugió al pequeño que, con cierta satisfacción para Erica, se sentó volando en su sitio. Emma se sentó en el centro, sobre su cojín, y se puso el cinturón de seguridad sin ayuda. Con cierto exceso de brusquedad. Erica le ajustó el cinturón a Adrian, pero se moderó cuando, de repente, sintió una manita en la mejilla.
—Ica, te quieeeeeero mucho —declaró el pequeño esforzándose al máximo por parecer tan dulce como le era posible. Estaba más que claro que se trataba de un intento de hacerle la pelota, pero no fallaba nunca. Erica sintió que se le derretía el corazón, se inclinó y le plantó un sonoro beso en la mejilla.
Lo último que hizo antes de dar marcha atrás para salir fue lanzar una mirada inquieta hacia la ventana del dormitorio de Anna. Pero el estor seguía bajado.
Jonna pegó la frente a la fría ventana del autobús y contempló el paisaje que discurría ante su vista, de nuevo invadida por la inmensa indiferencia de siempre. Se tiró de los puños del jersey hasta cubrir bien con ellos las muñecas. Con los años, se había convertido en un gesto instintivo. Se preguntaba qué hacía ella allí. Cómo se vio envuelta en aquello. ¿Por qué existía tal fascinación por su vida y su día a día? Jonna no lo entendía. Una joven destrozada llena de cortes en el brazo, una joven rara y condenadamente sola. Aunque, quizá justo por eso la votasen en La Casa semana tras semana, porque había otras muchas jóvenes como ella en todo el país. Chicas ávidas de reconocerse en su persona, cada vez que terminaba discutiendo con los demás participantes, cuando se sentaba en el cuarto de baño a llorar y hacerse cortes en los brazos con cuchillas de afeitar, cuando irradiaba tanta impotencia y desesperación que los demás ocupantes de La Casa se apartaban de ella como si tuviese la rabia. Quizá fuera justo por eso.
—¡Ooooh, qué emocionante! ¡Qué suerte que tengamos otra oportunidad, oye! —Jonna oía la infinita expectación que resonaba en la voz de Barbie, pero se negó a ofrecerle ni un amago de respuesta. Su solo nombre le producía náuseas. Pero a la prensa le encantaba aquello. BB-Barbie quedaba divinamente en las portadas. Aunque su verdadero nombre era Lillemor Persson. Uno de los diarios de la tarde lo había averiguado. Además, habían encontrado fotos suyas de hacía un tiempo, de cuando era una chica esquelética con el pelo castaño y unas gafas demasiado grandes, que no se parecía en nada a la bomba rubia de silicona que era en la actualidad. Jonna se echó a reír cuando vio aquellas fotos en el ejemplar del periódico que les llevaron a La Casa. Pero Barbie lloró. Y luego quemó el diario.