Con tal razonamiento, sus pensamientos de Breedale descendieron a la tierra. El lugar obvio para empezar a buscar a Silverstone era el Palacio de Buckingham.
Echó a andar, invisible, a través de la multitud, y aun en esos momentos de preocupación halló lugar para deleitarse con la diversidad, excentricidad y ostentación de toda aquella gente, tan distinta de las masas niveladas en el extremo inferior de sus días. Afuera, la gente era menos reprimida. Había carruajes por todos lados, tanto privados como públicos, todos con hombres vestidos de cuero sujetando a los caballos, o caballeros conduciéndolos, solos o en grupo. Bush pensó que los victorianos se parecían más aún a ellos mismos cerca de aquellos oscuros y ambiguos animales. Y deseó poder montar uno y ganar así algo de tiempo.
La espléndida fachada de vidrio y acero del Crystal Palace, con ondeantes banderas en todas las plantas, desapareció tras él después de haber cruzado el Hyde Park y dirigirse hacia Rotten Row. Había briosas calesas avanzando por todos lados; se mantuvo apartado, pese a que no podían dañarlo.
En algún lugar en medio de esa heterogénea humanidad, Turner se dedicaba a su obra, el gran Turner cuyos pensamientos eran amarillos y rojos vórtices de fuego; un artista que era todo lo que sería Bush: consumidor de sí mismo y de su época. Pero mucho más, también. En algún lugar de allí, Turner, en su alcohólica vejez —era el año de su muerte—, se interesaría en nuevas técnicas tan traicioneras como la fotografía y, si visitaba la Gran Exposición, sin duda que sonreiría ante la amazona y su caballo de cinc.
Bush hizo un paréntesis en sus pensamientos. Se prometió a sí mismo que un día se convertiría totalmente en un artista… Pero antes tenía que quitar de su camino unas cuantas necesidades históricas.
Por el momento sus sentidos estaban alerta ante el peligro. A medida que se acercaba al palacio observaba por si descubría la presencia de alguien de su propio tiempo; sabía que sería distinguible incluso a distancia, por su aspecto algo más oscuro y polvoriento, como si fueran ellos antes que la escena que los rodeaba los carentes del grado de realidad suficiente.
Los guardias a caballo desfilaban ante el suntuoso edificio; los animales que cabalgaban miraban desdeñosamente a través de Bush, quien se deslizaba entre ellos por los jardines del palacio abriéndose camino cautelosamente hacia la parte trasera, donde se habían alineado varias carretas y carromatos en tanto porteros y sirvientes del palacio los descargaban y llevaban sus contenidos a las cocinas. Bush observó particularmente uno de los carromatos, del cual sacaban aves de caza…, urogallos, faisanes, perdices y aves de otra clase; perdices blancas, tal vez… Venían en especies de angarillas, con grandes bloques de hielo fundiéndose a cada extremo, cuya agua empapaba el plumaje ya ralo de aquellos volátiles. De otro carromato descargaban pavos. Bush desvió la mirada; su ánimo aún se encontraba en un estado de inocencia y a la vista de todas esas muertes se alteraba.
El Palacio de Buckingham llevaba mucho tiempo edificado. Incluso para los viajeros mentales era suficientemente denso y compacto como para tener que pasar por sus puertas como el resto de los ordinarios mortales prisioneros del tiempo.
Así que las puertas deberían estar vigiladas por el partido de Acción Popular…, si estaba allí. Bush recorrió con la vista el grupo de hombres de librea y mandil que cargaban faisanes hacia el interior. Y reparó especialmente en uno que no llevaba nada; lucía un bigote rizado, ligeramente gris sobre el fondo. Bush lo estaba mirando cuando el hombre desapareció dentro. Por su tonalidad, estaba en condiciones de asegurar que procedía, años más o menos, de su propio presente… Uno de los agentes de Gleason, sin duda.
¿O uno de los de Silverstone? Bush tenía que descubrir todavía hasta qué punto su hombre estaba organizado. Pero entonces se dio cuenta de que no tenía mayor importancia…, tanto unos como otros serían igualmente sus adversarios. Lo mejor era ocultarse en el palacio antes de que la oposición se percatara de su llegada.
Pasó rápidamente entre los lacayos y penetró en el gran edificio. Se encontró en el laberinto de las dependencias de la servidumbre y la trascocina…, la pequeña mujer que vivía en el corazón de aquella gran conejera y la gobernaba igual que gobernaba aquellos otros países tan lejanos probablemente visitaba más a menudo las Indias que esas regiones de su morada… Pero, ¿era cierto todo eso? ¿Se utilizaban dirigibles en aquella época? Creía que no, pero sus nociones de historia no eran muy precisas en ese punto.
Llegó a las escaleras de servicio, no alfombradas, y las subió torpemente. Las escaleras nunca eran fáciles en viaje mental. En el primer piso emergió en un lugar más bien espartano, y retrocedió rápidamente hasta un gabinete cuando vio que un grupo de mujeres se aproximaba. Tres doncellas avanzaron —más bien desfilaron— en sus almidonados uniformes matinales; junto a ellas (Bush recordó al sargento Pond) iba una mujer formidable, quizás una subama de llaves, resplandeciente en un austero vestido violeta que se agitaba en torno a sus pies. El grupo se detenía ante cada puerta a lo largo del corredor, una de ellas se apartaba de la fila y abría la puerta para su superiora, tras lo cual ambas entraban seguramente para una inspección higiénica. A la débil luz era difícil afirmar si esas siluetas correspondían a su propio tiempo.
Bush corrió el riesgo. No podía aguardar las inspecciones y salió valientemente, pasando junto a ellas.
Pero nadie lo vio. Bush era menos que un fantasma.
El corredor terminaba en unas puertas. Las cruzó y se encontró en otro corredor, más amplio y lujoso. Todavía era temprano, tanto como para que el lugar estuviera desierto excepto la servidumbre. Recordó que la gran costumbre victoriana era postergar el desayuno hasta las diez y media o más tarde aún.
Mientras avanzaba por el corredor, vio grandes salas de consejo a un lado, con pesados cortinajes en las ventanas, suntuosas alfombras en el suelo, mesas y sillas de madera maciza tallada, inmensas plantas en jardineras. Avanzó por corredores y corredores hasta casi perder la orientación. Recordó que los intelectuales plantaban sus tiendas en el salón de fumar del príncipe Alberto, pero no supo dar con el piso en que se hallaría esa estancia.
Se estaba sintiendo cada vez más confundido e inquieto. Seguro que los agentes de Gleason habían observado ya su presencia en el palacio. Tenía que estar preparado lo mejor posible para cualquier eventualidad. Pero su pistola había quedado en la mochila… Giró hacia un pasillo lateral, donde la luz era más débil.
Una doncella venía hacia él. Nervioso, se dirigió hacia la primera puerta que encontró abierta. La doncella lo siguió. Lo sujetó del brazo.
—¡Eddie! ¡No te sorprendas! ¡Soy yo!
¿Cuánto tiempo que no oía ninguna voz que no fuera la suya propia? ¿Cuánto tiempo que no sentía una mujer junto a él? ¿Cuántos cientos de años…?
Vio que el filtraire de la chica estaba camuflado como un broche sujeto a la parte frontal de su almidonada ropa, los cabellos enrollados bajo el gorro de doncella. Y el rostro, sucio como siempre.
—¡Ann! ¡Ann! ¿Eres realmente tú? ¡Me abandonaste en
El huevo amniótico
hace siglos…! —se aferró a ella, inseguro de sus propios sentimientos; eso dependería de lo que ella sintiera por él. Su contacto era ligeramente vítreo, la voz le llegaba algo debilitada a través de la barrera de la entropía. Pero había viajado desde una época suficientemente cercana a su propio tiempo como para que le pareciera completamente real.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó la doncella.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¡He pasado una época terrible! —Ann condujo a Edward hacia la habitación más cercana, y entraron. Era algo recargada de muebles, con una chimenea sobrecargada de adornos donde crepitaba un fuego de carbón, ardiendo como en una fría mañana sin el sustento de unas brasas que lo mantuvieran encendido hasta prender completamente. Con la espalda vuelta hacia las llamas azules y amarillas, una mujer regordeta con un manojo de llaves atado a la cintura permanecía sentada ante un pequeño escritorio, redactando una lista de artículos.
—¿Para qué vinimos aquí?
—Es el ama de llaves. Estamos en una de las habitaciones asignadas a la Administración de Palacio, donde se recibe y entrevista a las doncellas y mayordomos. ¡Tranquilízate, Eddie! Nadie creería que te sientes feliz de verme de nuevo.
A Bush no le gustaba eso. La última vez que había visto a Ann, ella había permanecido completamente indiferente a todo lo que la rodeaba. La información gratuita que acababa de proporcionarle despertó inmediatamente sus sospechas. Empezó a quitarse la mochila. Quería tener su pistola a mano.
—Me abandonaste en
El huevo amniótico
allá en el jurásico. ¿Dónde fuiste?
—Cariño, yo no te abandoné. Volví a buscarte a ese lugar una docena de veces, y le pregunté muchas veces a tu amigo, ese tipo elegante, si te había visto. Pero tú te habías largado.
—Eso no explica por qué te escabulliste antes tú —sacó la pistola de rayos de un compartimento de la mochila y se la puso en el bolsillo, cuidadoso de que Ann no se hubiera dado cuenta de sus movimientos.
—Me topé con mi viejo amigo Lenny y un par de sus compinches. Me llevaron a la fuerza, y no pude largarme hasta que estuvieron dormidos.
—Podría ser una explicación.
—¡Maldito seas, es una explicación! Además, yo no significaba nada para ti. Era tan sólo una chica más. Al menos Lenny me necesitaba.
Edward dijo categóricamente:
—Yo te necesitaba… entonces. Ahora parece que fueras tú quien me necesita a mí. ¿Cómo has llegado a 1851? —no le gustó la referencia a Lenny, al que recordó tendido en posición fetal, ensangrentado, en la sala de torturas. ¿Qué pensaría ella si lo supiera?
Los desabridos modales de Ann regresaron. Arrojó su gorro de doncella sobre una mesa…, pero el gorro la atravesó y cayó al suelo.
—No tengo por qué responder a tus preguntas, ¿sabes? Si no quieres ayudarme, de acuerdo. Pero no vale la pena que me preguntes cosas si no estás dispuesto a creer ni una palabra de lo que yo te diga. Puedo ver por tu actitud que estás disgustado por algo. ¿Lo estás?
—Te he preguntado qué estás haciendo en 1851.
—Oh, tú sabes cómo están las cosas allá en el presente… El nuevo gobierno es cada vez más duro; quieren recoger a todos los viajeros mentales, les inyectan su CSD y los confinan en su propia época. Todos los viajeros del jurásico han sido atrapados… El ejército trabaja con ropas civiles, de modo que uno no sospecha nada de ellos hasta que los tiene encima. Se llevaron a Lenny y a sus muchachos al presente, pero yo me escapé. Ya te dije que soy una experta viajera mental, y vine aquí, donde pensé que estaría a salvo. ¿Estás satisfecho ahora?
El ama de llaves iba de un lado a otro de la habitación. Pese a estar seguro de que ella pertenecía a su propia actualidad y no podía afectarlo de ninguna forma, Bush descubrió que sus movimientos lo ponían nervioso.
Extrajo con rapidez la pistola de rayos de su bolsillo y apuntó hacia Ann.
—No, no estoy satisfecho —dijo—. Ocultas algo. ¿Cómo sabías que yo había vuelto a 2093?
Ann pareció atemorizada. Lo miró fijamente con ojos angustiados, un rictus en su boca.
—¿Qué vas a hacer? ¿Te has vuelto loco, Bush? No sabía que hubieras vuelto a 2093. Nunca te dije que lo supiera, ¿no?
—Has dicho que yo sabía cómo están las cosas allá.
—No es necesario volver para saber cómo están las cosas. ¡No me crees en absoluto!
Yo no he vuelto y yo lo sé
.
Bush tuvo que admitir que eso sonaba verosímil. Pero había algo más.
—Dijiste que agarraron a Lenny y a los demás treintones. ¿A quiénes?
—¿Sus nombres, quieres decir…? Pete, Jacky, Josie —iba recitando los nombres.
—¿Stein?
Ann se humedeció los labios.
—¡Eddie, por favor! ¡Me das miedo…!
Bush seguía apuntándole con la pistola.
—¿¡Stein…!?
—No vi a Stein en el jurásico. ¿Y tú?
—¿Dónde está Stein ahora?
—¡Eddie, no lo sé!
—¿Por qué viniste aquí?
—Pensé que estaría a salvo… ¡Ya te lo he dicho!
Bush la sujetó por el brazo y la miró fijamente al rostro. Sentía el cuerpo de la chica contra el suyo.
—¡Oye, sabes que soy un maldito bastardo! Dímelo, ¿está Stein aquí?
Ann se volvió ansiosamente hacia Bush.
—¡Eddie, Eddie, no seas cruel conmigo! Sé que eres cruel, pero yo nunca te haría daño…
—¡Te he preguntado si está el maldito Stein aquí…! —insistió Bush, sacudiendo a la muchacha.
—Sí, sí, está aquí…, con su nombre auténtico.
—¿…Silverstone?
—Sí.
Bush empezó a registrarla. Ann llevaba una antigua pistola de gas bajo el mandil. El contacto con ese cuerpo despertó sus emociones. Hasta podía oler su aroma…, lo primero que olía en mucho tiempo. Pero mantuvo su mente en lo que tenía que hacer. Mientras la miraba, el ama de llaves pasó a través de ellos y penetró en una habitación interior.
—Viniste aquí para matarlo, ¿verdad, Eddie? Te emplean como agente de ellos, ¿no? —la muchacha bajó la vista, temerosa de oír la respuesta.
Bush sabía cuán frágil era ella, no más fuerte que Joan Bush aunque de muy distinto espíritu. Y comprendió que era tan prisionera de las circunstancias como Joan. No podía amarla, pero lamentó el trato que le estaba dando.
—Ann… He sido enviado aquí… He sido enviado aquí para eliminar a Silverstone. Tienes que llevarme hasta él. Tú sabes dónde está, ¿verdad?
Ann estaba agitada; se mordía los labios, miraba la ventana como si el opaco sol del siglo XIX pudiera traerle un mensaje…
—Mira, Eddie, supongo que eres un bastardo como dices, pero… bueno, por favor, confía en mí tan sólo cinco minutos. ¿Puedes esperarme aquí? Te prometo que volveré. Sé que no confías en mí, pero te lo prometo.
—Silverstone está aquí, ¿no? Estoy seguro.
—Sí, sí, está aquí.
—Entonces, te doy cinco minutos. Trae a Silverstone aquí. No le digas de qué se trata ni traigas a nadie más. No le digas a nadie que estoy aquí. Solamente trae a Silverstone. ¿Me has comprendido?
—Sí, sí, Eddie. ¡Por favor, confía en mí!
—Como confío en mi madre.
Ann lo miró, sospechando un oculto sentido en lo que acababa de decir. Luego se volvió y se fue.