Aquel instante se dilató por toda una estación, como si el pánico en la mente de Bush fluyera en la concepción humana del paso del tiempo. Tuvo tiempo suficiente para leer en el rostro del hombre el miedo y la locura —tan odiosos como el propio y temido golpe—, y para efectuar toda una serie de observaciones interconectadas: tendría que haber vigilado al hombre, o al menos concederle una mirada. Lo reconozco… Es el tipo mayor que iba con Lenny y Ann, maldita sea ella; su nombre era… Pero Roger había mencionado también su nombre. ¿Por qué no puedo recordarlo? ¿Por qué siempre estoy preocupado por otras cosas? Siempre egoístamente, por supuesto. Y ahora me estoy buscando problemas… Stone…, no, Stein, Stein. ¡Stein!
La porra alcanzó su destino, torpe pero fuertemente, a medias entre el rostro y el cuello. Cayó. La ira llegó demasiado tarde (¿nuevamente a causa de que estaba demasiado preocupado por sí mismo como para reaccionar rápidamente a la situación exterior?), y mientras caía se agarró de las piernas de Stein. Sus dedos se aferraron al pantalón. Stein le dio una patada en el pecho y se soltó. Hundido en el blando suelo generalizado, Bush vio al hombre echarse a correr, pasar junto a la muchacha sin prestarle ninguna atención.
Todo el incidente no había levantado el menor grano de polvo del jurásico. Permanecía ajeno, impasible.
Dos hombres acudieron y ayudaron a Bush a levantarse. Dijeron algo acerca de acompañarlo hasta
El huevo amniótico
. Era lo que menos deseaba. Aún aturdido, se apartó de ellos y se alejó tambaleante de la zona de las tiendas, masajeándose el cuello, con las emociones vibrando y agitándose en su interior. Recordó el rostro de la muchacha cuando se volvía para verlo recibir lo que se merecía; con sus espesas cejas y su pequeña nariz idiota, lo era todo menos hermosa.
Allí donde terminaban las toscas tiendas de su propia época proseguían las brumosas estructuras pertenecientes a los futuros invasores del pasado. Bush se tambaleó entre ellas, pasando a través de las sombras que las habitaban, para dejarlas finalmente atrás y abrirse camino entre una verde espesura de gimnospermas.
Un pequeño celulosaurio, no mayor que una polilla, se escurrió entre sus piernas impulsándose con sus patas traseras. Bush se sobresaltó más que el animal.
Se encontró de pronto en la orilla de un amplio y lento río que emergía de la espesura; el mismo que Ann y él habían visto, antes que la chica lo dejara. Se sentó un rato allí, con una mano en su dolorido cuello. La selva estaba casi al alcance de la mano, la densa y casi sin flores selva del jurásico medio, mientras que el lado opuesto del río, donde se estaba formando un meandro, era más bien pantanoso, y en él florecían los juncos y las cicadáceas en forma de barril.
Bush contempló la escena algunos momentos. Se preguntaba sobre lo que pensaba sobre el panorama, y entonces se dio cuenta de que le recordaba un dibujo de un libro de texto de hacía mucho tiempo, cuando estaba en la escuela, mucho antes de los días del viaje mental pero en una época en la que se observaba —ahora parecía curioso— una preocupación general por el pasado remoto. Era por 2056, cuando su padre abrió el nuevo consultorio de dentista. La gente estaba loca por la época victoriana…, incluso su padre había instalado junto al sillón un enjuagabocas de caoba plástica para que la gente escupiera. Los victorianos fueron los que primero revelaron el mundo prehistórico, con sus monstruos tan parecidos a las cosas que se movían en las profundidades de la mente, y que presumiblemente una cosa había conducido a la otra. Wenlock probablemente había sido influido por las mismas corrientes de la época… Se había revelado como una de las mentes más esclarecidas de su tiempo, no como un artista fracasado y vencido.
El dibujo de aquel antiguo libro de texto presentaba la misma disposición del río, del pantano, de las exóticas plantas de variada clase y del bosque distante extendido ante Bush. Sólo que el dibujo mostraba también una selección de reptiles primitivos: un enorme allosaurio que picoteaba delicadamente a un estegosaurio derribado, a la izquierda de la figura; cerca, un comptosaurio que caminaba como un hombre, con sus pequeñas patas delanteras levantadas casi como si estuviera rezando por el alma del estegosaurio; interrumpiendo su devoción, en el centro de la figura, dos pterodáctilos en animado picoteo; luego había un pequeño ornitoleste de rápidos pies, agarrando a un arqueóptero y sacándolo de unos helechos; y por último, a la derecha, un brontosaurio extendiendo complacientemente su largo cuello y su cabeza fuera del río, con un manojo de hierbas colgando pulcramente de su boca para indicar sus hábitos vegetarianos.
¡Qué simple era el mundo de los libros de texto, qué parecido y qué distinto de la realidad! Aquel crujiente y viejo mundo verde nunca había estado tan poblado como proclamaban las figuras de los libros; los animales, al igual que los hombres, nunca coexistieron en tan sencilla beatitud. Además, Bush nunca llegó a ver un pterodáctilo. Quizá fueran escasos. Quizás habitaran en otra parte del globo. O quizá simplemente algún imaginativo paleontólogo del siglo XIX había ensamblado equivocadamente los huesos fósiles de alguna criatura reptante. El pterodáctilo podía ser así otra de tantas invenciones victorianas…, como Peter Pan, Alicia en el País de las Maravillas y Drácula.
Hacía calor y el cielo estaba nuboso —eso al menos guardaba correspondencia con el dibujo, ya que ninguno de los animales representados arrojaba sombra—, igual que el día en que su madre le había dicho que no lo quería y se lo había demostrado echándolo al jardín durante todo el día. Su anhelo de ese momento era que un buen viejo y amistoso brontosaurio asomara la cabeza fuera del agua haciendo chomp-chomp; eso le habría hecho algún bien también aquel día…, pero no apareció ningún brontosaurio. La verdad era que la época de los reptiles nunca estuvo tan repleta de reptiles como la época de los hombres de hombres.
A medida que el dolor de su cuerpo iba muriendo y su pulso recuperaba lentamente la normalidad, Bush intentaba razonar. La culpabilidad seguía deslizándose en su razonamiento, pero, con todo, consiguió ver más claro algunas cosas.
Por alguna razón, Stein había creído que Bush lo seguía a él y no a la muchacha. Si Stein estaba allí, era probable que Lenny y sus camaradas vestidos de ante estuvieran también por los alrededores. Su presencia explicaba de algún modo la desaparición de Ann; probablemente Lenny la había atrapado y la retenía prisionera. No, seamos razonables: ella lo había visto y había corrido hacia él con gratitud, contenta de cambiar la pretenciosa cháchara de Bush por sus pies sucios y su obtusa mente. ¡Bueno, al fin me libré de ella! Aunque, por Dios, aquella primera tarde, sobre aquellas conchas de fragmocerátidas, en aquel pequeño valle, su gesto de levantar una doblada pierna, las exquisitas líneas de sus muslos, su dulce y viscosa excitación…
—¡No te pongas nervioso! —exclamó en voz alta. Otra cosa estaba clara; no deseaba nada de nadie allí, ni de Roger y Ver, ni de Lenny y sus treintones, ni de Stein. Pero era posible que uno o varios de ellos lo siguieran para partirle la cara. En cuanto a Ann…, no tenía ningún derecho sobre ella; él no le había hecho ningún bien.
Miró ansiosamente a su alrededor. Incluso la Dama Oscura lo había abandonado. Ya era tiempo de que viajara mentalmente a casa, de hacer frente a los problemas que le presentara el Instituto. El jurásico, como siempre, era un fracaso…, él y sus huevos amnióticos.
Abrió la mochila y sacó una ampolla de CSD. Su viejo, gastado y lejano presente lo estaba aguardando. Allá no había reptiles… Sólo padres.
El viaje mental era fácil en algunas circunstancias, una vez aprendidos los principios y la disciplina de Wenlock. Pero regresar al presente era tan penoso y lleno de dolor como un nacimiento. Era un renacimiento. La oscuridad lo rodea a uno, la claustrofobia es incesante y el peligro de sofocación amenaza constantemente. Bush pateó y se debatió y gritó con su mente, “¡aquí, este lugar!”, dirigiéndose hacia allí gracias a los movimientos peristálticos de alguna desconocida parte de su cerebro.
La luz regresó a su universo. Estaba tendido en una cómoda litera, y el lujo saturaba todo su ser; estaba de vuelta. Lentamente, abrió los ojos. Otra vez en la estación mental de Southall, de donde había partido. El cuello le seguía doliendo, pero estaba en casa.
Yacía en una especie de capullo en un cubículo que seguramente permaneció cerrado desde que partiera, en un día de invierno de 2090. Sobre su cabeza tenía el pequeño equipo que mantenía con vida algunos de sus tejidos y un litro de su sangre. Eran casi sus únicas posesiones en aquel tiempo, y ciertamente las más vitales, ya que gracias a ellas, mediante algún sorprendente proceso osmótico, había sido capaz de regresar a su casa como una paloma mensajera. Pero su utilidad ya había terminado.
Bush se sentó, desgarró la fina piel de plástico que cubría su litera —era como una reminiscencia de un dinosaurio que emerge de su famoso huevo amniótico, ¿no?— y examinó su cubículo. Un reloj-calendario en la pared le ofreció el desnudo dato de la fecha: martes, dos de abril de 2093. No había tenido intención de estar fuera tanto tiempo; siempre tenía uno la sensación de que le habían robado parte de su vida cuando regresaba y descubría el tiempo transcurrido. Porque el pasado no era el mundo real; era tan sólo un sueño, como el futuro… El presente era lo real, el presente del tiempo que pasa, el tiempo que el hombre ha inventado y al que está adherido.
Bush salió de su capullo, se puso en pie y se contempló en el espejo. En aquel ambiente aséptico, le pareció que estaba obscenamente sucio. Introdujo sus medidas en el vestimático y marcó un ‘una pieza’. Exactamente a los treinta segundos su pedido era satisfecho; la gaveta metálica contenedora se abrió con brusquedad y golpeó fuertemente la tibia de Bush. Dolorido, tomó la ropa y se tendió en la cama para quitarse los instrumentos de la muñeca; luego tomó una toalla limpia de la barra de la calefacción y penetró en la ducha. Mientras se relajaba bajo el agua caliente —un lujo inimaginable—, pensó en Ann con su mugrienta piel, perdida en algún remoto tiempo/lugar transformado ahora en estratos rocosos pulverizados y enterrados en el subsuelo. A partir de ese momento debería pensar en ella apenas como otra de sus aventuras ocasionales; no había ninguna razón para suponer que volvería a verla.
En diez minutos estuvo listo para abandonar el cubículo. Pulsó un timbre, y un vigilante acudió a desprecintar la puerta y presentarle una factura por la habitación y los servicios. Bush miró el total y dio un respingo; pero era el Instituto Wenlock el que pagaría. Tenía que acudir a informar pronto, probar que había estado haciendo algo en esos dos años y medio… En primer lugar, iría a su casa como el respetuoso hijo que era. No importaba retrasar un poco el informe.
Se echó la mochila al hombro y descendió por el inmaculado corredor hasta el vestíbulo de entrada —tras todas esas puertas selladas, muchos otros evadidos merodeaban mentalmente en las oscuras profundidades y abismos del tiempo—. Una de sus composiciones estaba allí, sujeta al techo…, una de las más grandes. El condenado Borrow la había mejorado. Cruzó los chorros calientes de la entrada prohibiéndose mirarla, y salió al aire libre.
—¿Taxi, señor?
—¿Un regalo para su regreso a casa, señor? ¡Preciosas muñequitas!
—Cómpreme algunas flores, señor… Ramilletes de hoy, recién cogidos.
—¡Taxi! ¡Lo llevo adonde quiera!
—¿Quiere una chica, compañero? Para quitarse de la cabeza el viaje mental…
—¡Deme un céntimo!
Recordó los gritos de desesperación. Estaba en casa; 2090 o 2093, ésta era la franja del tiempo que conocía. Podía hacer un dibujo para un libro de texto con todo eso; los desdichados alineados de derecha a izquierda, como los dinosaurios de aquel otro dibujo…, el mendigo primero, luego la mujer, luego el taxista tirando de su carrito, después el vendedor de juguetes, más allá el chiquillo harapiento, con la mujer que vendía flores tocando el margen derecho, debajo de la farola; y al fondo, la elegante estación mental contrastando con las deterioradas casas y las calles llenas de socavones. Bush echó a andar abriéndose camino a través de la apretada multitud de mendigos y buhoneros, luego cambió de idea y se dirigió hacia un taxista que permanecía sentado hoscamente en su carrito. Le dio la dirección de su padre y le preguntó cuánto costaría la carrera. Después que el hombre se lo dijo, exclamó:
—¡Es demasiado!
—Los precios han subido mucho mientras usted estuvo revoloteando por el pasado.
Es lo que decían siempre. Y siempre era cierto.
Bush subió al vehículo, el hombre tomó las varas, y partieron.
¡El aire tenía un sabor maravilloso! Era un milagro que sólo aquella pequeña fracción de tiempo, el presente, pareciera poseer ese mágico componente en abundancia, por todos lados, incluso allí donde no había gente. Por muy ingeniosos que fueran los filtraires, uno siempre tenía la impresión de hallarse cerca del sofoco. Y no era solamente el aire… Había miles de ruidos aquí, todos invadiendo voluptuosamente los oídos de Bush, incluso los más estridentes. Además, cada cosa visible tenía su cualidad táctil propia; todo lo que se había convertido en vidrio elástico en el pasado poseía allí sus propias y milagrosas cualidades de textura.
Pese a saber que estaba completamente atrapado por el viaje mental y que inevitablemente se sumergiría de nuevo en él, Bush era reacio a abdicar de los sentidos que traía consigo. Allí estaba el mundo, el mundo real, estrepitoso, deslumbrante, vivo… Aunque, probablemente, demasiado para él, tal como antes ya lo había comprobado.
Mientras hinchaba los pulmones, cruzando ruidosamente las calles, pudo darse cuenta de las inquietantes evidencias de que 2093 distaba mucho de ser un paraíso, mucho más, quizá, que 2090. Tal vez fuera cierto el proverbio que decía que uno podía quedarse fuera demasiado tiempo…, quizás el indiferente pasado de los reptiles le era ya más familiar que este presente. Y supo que realmente no pertenecía a ese lugar cuando vio que no podía comprender los slogans de las murallas.
En determinado punto del camino, una columna de soldados en dos filas avanzaba calle abajo. El taxista los cruzó dando un amplio rodeo.
—¿Hay problemas en la ciudad?
—No, si uno no mete la nariz en ellos.