Criptozoico (10 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Criptozoico
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—¿Qué es eso? —preguntó Franklin.

Quizá sólo voy a carraspear, pensó Bush. Se sentía bastante tenso, todo aquello era muy desagradable. Nada había que explicar, por supuesto… Carraspeó, experimentó cierto alivio cuando las mucosidades dejaron de ejercer su débil presión. Era un error pensar que los acontecimientos del espaciotiempo pudieran expresarse con símbolos sobre el papel…, un error cardinal que había sido de gran ayuda a la humanidad desde las primeras pinturas rupestres. Quizá pudiera inventar una forma de trasladarlos al espaciotiempo. Pero eso era algo que se hacía constantemente. Una partitura musical…

—Mis registros de notas…

Asintiendo, Franklin aceptó eso como una respuesta adecuada. Puso cuidadosamente el bloc en una bandeja que tenía al lado, un gesto deliberado. Por un momento, amenazó con disolverse en un diagrama de energía motriz, y Bush luchó por rechazar aquella sensación.

—Yo… Mis registros de notas…

La ilusión, fuera cual fuese, había desaparecido. El tiempo recuperó la normalidad. Podía sentir de nuevo la pesada atmósfera de la sala, oír los ruidos, el ligero sonido de Franklin revolviendo en su equipo…

Franklin separó los registros de notas y la cámara de pulsera, y barrió el resto hacia una bandeja lateral, incluida una foto de mujer.

—Sus pertenencias personales le serán devueltas más tarde.

Metió el primer registro en la minilectora de la pared y dejó que fuera girando. La voz grabada de Bush llenó la habitación y la grabadora detrás de Franklin la registró de nuevo.

El hombre permanecía sentado, escuchando, inexpresivo. Bush empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa, luego los enlazó en torno a sus rodillas. Cada uno de los registros necesitaba veinticinco minutos para ser escuchado, y había cuatro y medio de ellos llenos con sus informes, espaciados a lo largo de todos los meses transcurridos. Cuando terminó el primer registro, Franklin insertó el siguiente sin ningún comentario. Lo habían entrenado para inquietar a la gente; dos o tres años antes habría tosido o dado señales de nerviosismo en esa desagradable atmósfera, pero en la ocasión era Bush quien lo hacía.

Los informes habían sido pensados para los oídos de Howells, el genial Howells que se complacía con todo tipo de charla. Contenían muy poca información nueva acerca del pasado, pese a existir un sólido desarrollo de las fragmocerátidas, y Bush había investigado genuinamente la duración de los años primitivos, que se incrementaba a medida que uno retrocedía en el tiempo, debido al decreciente efecto de frenado de la Luna sobre la Tierra por la fricción de las mareas. Había confirmado que a principios del período cámbrico, un año se componía de unos 428 días. Había anotado también cuidadosamente los efectos psicológicos del CSD y del viaje mental. Pero una gran parte del informe parecía allí como un fútil charloteo acerca de la gente que había encontrado en sus vagabundeos a través del tiempo, intercalada con notas artísticas. Cuando terminó el último registro, tras por lo menos dos horas de lectura, apenas se atrevió a mirar a Franklin, que parecía haber aumentado de tamaño durante todo ese tiempo, mientras él se encogía.

Franklin habló con una deliberada suavidad:

—¿Cómo concibe usted los objetivos de este Instituto, Bush?

—Bueno…, empezó siendo un centro de investigaciones sobre el análisis mental, como una ampliación del descubrimiento de la submente…, de su teoría, quiero decir. No poseo una educación científica, me temo que no podré expresarlo con precisión. Pero Anthony Wenlock y sus investigadores descubrieron los usos del CSD y abrieron las nuevas vías de la mente que nos han permitido superar las barreras que erigieron nuestros lejanos antepasados para protegerse del espaciotiempo, y así fue como se desarrolló el viaje mental. Por supuesto, esto es una simplificación, comprendo que quedan todavía muchas paradojas por elucidar. Pero… bien, de todos modos, el Instituto es el cuartel general del viaje mental, dedicado a un mayor conocimiento científico de… bueno, del pasado. Como decía, yo…

—¿Cómo diría usted que ha servido a esa “dedicación a un mayor conocimiento científico”, utilizando su propia expresión?

La grabadora seguía zumbando, reteniendo para la posteridad la insinceridad de su voz. Sabía que estaba atrapado. Haciendo un esfuerzo, dijo:

—Nunca he pretendido ser un científico. Soy un artista. El propio doctor Wenlock me entrevistó; él creía que los puntos de vista artísticos eran tan estrictamente necesarios como…, bueno, como los científicos. Además, descubrieron que yo era un sujeto particularmente dotado para el viaje mental. Puedo ir más lejos y más aprisa que la mayor parte de los viajeros, y acercarme mucho más al presente. Usted sabe todo esto… Está en mi expediente.

—¿Pero cómo diría usted que sirve a la “dedicación a un mayor conocimiento científico” de la que tanto habla?

—Supongo que usted
piensa
que no muy bien. Ya le he dicho que no soy un científico. Estoy más interesado en… Mire, hago las cosas lo mejor que puedo, pero mi interés se centra en la gente. Maldito sea, he realizado el trabajo para el cual me estaban pagando. De hecho, aún tengo que cobrar un montón de sueldo atrasado.

Franklin parpadeó ligeramente, como si fuera uno de sus pasatiempos.

—Diría, por la evidencia de esos informes suyos, que usted ha despreciado casi completamente el aspecto científico de las observaciones. Ha perdido el tiempo revoloteando. Ni siquiera se ha confinado en la era que le había sido asignada.

Interiormente, Bush reconoció la veracidad de lo que decía Franklin, y eso —quizás afortunadamente— le impidió responder nada. En cambio, carraspeó; el puño contra los dientes, la bota en los testículos… Se estaban acercando de nuevo.

—Por otro lado, ha traído usted un montón de información sobre la gente…

Bush asintió. Notó que Franklin no se había preocupado mucho por el hecho de no haberle respondido, y se sintió algo mejor. Franklin se inclinó sobre la mesa y apuntó con el índice hacia el rostro de Bush, como si de pronto detectara algo extraño en la habitación.

—Los objetivos de este Instituto han cambiado desde la última vez que estuvo aquí, Bush. Está usted fuera de tiempo… Ahora tenemos cosas más importantes de las que preocuparnos que del “mayor conocimiento científico”. Será mejor que se saque esa idea de la cabeza. Claro que nunca estuvo allí muy afianzada, ¿verdad? Bueno, ahora estamos de su lado —con una sonrisa en su rostro, Franklin aguardó el efecto que causaría en Bush ese momentáneo alivio.

Bush inclinó la cabeza, avergonzado de hallar un tal aliado de base en su traición a la ciencia. Considerándose a sí mismo como un artista, se creía orgullosamente opuesto de alguna manera a la ciencia, algo así como un defensor de lo particular contra lo general; de pronto vio hasta qué punto era débil e insulsa esta noción; esta especie de dicotomía había contribuido a aquella otra especie de oposición a la ciencia, que reconocía —quizás a partir del propio olor de aquella sala intimidatoria— como antítesis de los valores humanos. De tal modo se había equivocado —Franklin hasta podía permitirse decirlo como una broma de mal gusto— que ambos estaban ahora en el mismo lado.

El valor de Bush regresó. Se puso de pie.

—Tiene usted razón. ¡Estoy fuera de tiempo! ¡Soy un fracasado! De acuerdo, dimito del Instituto. Firmaré mi dimisión inmediatamente.

Franklin se permitió un parpadeo.

—Siéntese, Bush, aún no he terminado. Como usted dice,
está
fuera de tiempo. Bajo el actual sistema de empleo, y por la duración de la emergencia…, supongo que ya sabe que hay una emergencia, nadie puede abandonar su trabajo.

—Yo puedo abandonarlo. ¡Puedo negarme, simplemente, a efectuar ningún otro viaje mental!

—Entonces sería usted encarcelado, o quizás algo peor. Siéntese. ¿O quiere que llame a alguno de nuestros especialistas? Así está mejor. Mire, Bush, no voy a irme con rodeos… La economía está naufragando debido a que la gente parte de viaje mental…, ¡por miles! ¡Por centenares de miles! Obtienen su CSD de contrabando; viene del exterior. Son elementos desafectados, y eso representa una traición al régimen… A usted y a mí, Bush. Necesitamos hombres que viajen mentalmente allá abajo y vean lo que está ocurriendo, hombres entrenados. Usted haría un buen trabajo por allá, con sus habilidades… Y de verdad que es un buen trabajo, muy bien pagado; el general se preocupa de que sea así. Un mes de entrenamiento intensivo y podremos enviarlo con su correspondiente categoría, siempre que sea usted razonable.

A Bush le costaba entender lo que Franklin le decía.

—¿…razonable? ¿Qué quiere usted decir con razonable?

—Eficaz, útil. Usted participa activamente en la comunidad, y lo hace sincronizadamente… Tiene que renunciar a esa idea de salir en persecución de su propia personalidad a lo largo de las eras —al ver que sus palabras eran asimiladas, Franklin añadió—: Olvide toda esa historia de ser un artista. Eso terminó, ¡ha sido barrido! Ya no hay mercado ni oportunidades para el trabajo de artista… De todos modos, la inspiración se le ha ido, ¿no? ¡Seguro que Borrow se lo demostró!

Bush inclinó la cabeza…, luego, forzó la mirada; quería encontrar los huidizos ojos que habitualmente se ocultaban tras las pequeñas gafas, y que en ese preciso instante lo estaban observando desde el otro lado de la mesa.

—De acuerdo —consiguió decir; se sometía de ese modo a las argumentaciones de Franklin, admitía ser incapaz de desempeñarse en cualquier otra función que no fuera la de espía, informador o como quisieran llamarle. Pero incluso entregándose voluntariamente al hasta allí tradicional enemigo, estaba encontrando un nuevo valor, una nueva determinación en él; ésa era su única posibilidad como artista de recomenzar los viajes mentales. Aunque también comprendía que era menos artista que viajero mental, el primero de una nueva raza cuyo único
métier
era el viaje mental, y que prefería morir antes que perder su salvaje libertad mental… Como corolario de este descubrimiento, pudo ver que interpretando su personalidad bajo estas nuevas bases podía alcanzar con el tiempo una nueva forma de arte que expresara la transformada visión del mundo, la nueva y esquizofrénica
zeitgeist
.

Por un momento, mientras miraba fijamente a Franklin, una gran alegría lo invadió; vio que tenía todavía la posibilidad de hablarle al mundo (o a las minorías) de su visión, su única visión; y luego pensó cuán insignificantes se verían entonces las maquetas de Roger Borrow. Ese mezquino pensamiento lo devolvió a la realidad, al zumbido de la grabadora y a la nariz y las gafas de Franklin.

Era el turno de Franklin de levantarse.

—Si espera abajo, le devolverán dentro de poco sus efectos personales.

—¿Y mi paga?

—Y su paga. Una parte de ella. El resto será emitido en créditos post-emergencia. Luego podrá volver a su casa. El próximo curso de entrenamiento empieza el lunes; tiene usted permiso hasta entonces. Pero no vaya a hacer ninguna tontería, por supuesto… Un camión irá a buscarlo a primera hora de la mañana del lunes. Esté preparado. ¿Entendido?

La malicia de Bush le hizo decir:

—Bueno, fue un placer volver a verlo, Franklin. ¿Y qué piensa el doctor Wenlock de todos estos cambios?

Franklin tuvo uno de sus típicos parpadeos.

—Ha estado usted fuera demasiado tiempo, Bush. Wenlock se trastornó hace ya un tiempo. A decir verdad, está en una institución psiquiátrica.

6 LA ANALOGÍA DEL RELOJ

Estaba empezando a llover cuando Bush pasó delante de los cariados tocones de cerezo y la pared donde se habían apoyado violador y violada; subió los peldaños para descubrir que su padre había cerrado la puerta con llave. Sólo tras mucho llamar y golpear la puerta y gritar por la ranura del buzón consiguió que el viejo bajara y abriera.

Papá Bush había ingerido casi todo el resto del whisky. Con las pagas atrasadas del viajero mental compraron más por la tarde, y estuvieron bebiendo toda la noche y el día siguiente. La embriaguez era un sustituto infalible de la amistad que no conseguían establecer. También ayudaba a alejar el terror de la mente de Bush.

Al día siguiente, jueves, James Bush llevó a su hijo a inspeccionar la tumba de su esposa. Ambos estaban sobrios y graves, cubriendo sus dosis de melancolía. El cementerio era antiguo y abandonado, situado en una colina tan escarpada y batida por el viento que la hierba crecía a un solo lado del túmulo. Parecía un lugar poco adecuado para el reposo de Elizabeth Lavinia, Amada Esposa de James Bush. Su hijo se preguntó por primera vez qué habría sentido ella en el interior de la casa aquel largo día en que lo tuvo castigado en el jardín. Era ella quien ahora estaba encerrada para siempre, con el alma arrojada a una playa más desolada y larga que cualquier otra conocida en toda la historia de la Tierra.

—Sus padres eran católicos. Ella abandonó todas sus creencias a la edad de seis años.

¿Seis? Parecía una edad curiosa para abandonar creencias; papá Bush bien podía haber dicho “a las seis de la mañana”.

—Algo le ocurrió cuando tenía seis años que la convenció de que Dios no existía. Nunca quiso decirme qué fue.

Bush no dijo nada. Su padre había eludido el tema de la religión desde su entrevista con Franklin. En ese momento se aprestaba a volver sobre él…, la ocasión era abominablemente favorable. Se puso a silbar muy bajo, con aire molesto, para contrarrestar la ventaja de papá. El solo pensamiento de la religión lo irritaba.

No creía en la historia de su madre perdiendo la fe, o lo que tuviera a la edad de seis años. Si realmente hubiera acontecido algo como tal, habría oído hablar de ello a menudo a sus padres, que no eran del tipo de los que ocultan sus desdichas.

—Supongo que será mejor que regresemos, papá —arrastró los pies; James Bush no se movió, permaneció de pie mirando la tumba de su esposa, rascándose una nalga con aire ausente. Observó cómo adoptaba una de sus clásicas expresiones mojigatas, seguida por algo quizá más sincero, quizás un vacío y generalizado sentimiento de asombro ante lo que él mismo y Ted y el resto de la humanidad y todas las cosas animadas del planeta se suponía que hacían con la vida. Y consideró todo esto más grave que la expresión mojigata; Bush se conocía lo suficiente para saber de dónde podía provenir tanto enervante autoanálisis. Esperó que los años de flirteo de su padre con la fe estuvieran muertos y enterrados; una resurrección a esa altura de la vida sería de lo más inconveniente.

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