—Parece que va a llover.
—Ella apenas sabía dónde se hallaba con relación a Dios. Pero quería ser enterrada aquí. “Nuestras razones viven su propia existencia”, como dijera el poeta Skellet.
—¿Hay algún autobús que nos lleve de vuelta?
—Sí. Te sorprenderías… No hay forma de conseguir una lápida, ni por dinero ni por caridad, en nuestros días. ¿Ves ésa de ahí? La hice yo personalmente. ¿Cómo la encuentras, Ted? Cemento armado, y grabé la inscripción antes de que se secara.
—Muy profesional.
—¿No crees que habría sido mejor poner solamente ‘E. Lavinia’? Ella nunca usaba el Elizabeth.
—Está bien así, papá.
—Estoy contento de ella.
—Sí.
—Siento que no hayas podido estar aquí para todo esto. No parecía correcto sin ti.
Así terminaba la vida de su madre, no sólo bajo ese túmulo del que el goteo del agua que iba colina abajo había empezado a socavar un lado, sino con el intercambio de trivialidades entre quienes habían sido su esposo y su hijo. Mientras se decía esto, Bush tuvo el convencimiento de que ninguno de los dos volvería otra vez allí. La futilidad que podían soportar los seres humanos tenía sus límites.
—¿Pero no es todo eso increíblemente absurdo? —dijo—. ¿Quién era ella? No lo sé, y dudo que tú lo sepas, tampoco. ¿Había alguna razón para su vida? Y si había alguna, ¿cuál era? ¿La de los seis años? Si esa historia es cierta, entonces el resto de su vida fue anticlimático, y habría sido mejor vivir sus días al revés, con su cáncer curándose y ella volviéndose más y más joven y reencontrando finalmente su fe de niña.
Pudo controlarse ya en el límite del terror, y ambos empezaron a alejarse de la tumba.
Papá Bush dijo:
—Nunca, desde que nos casamos, nos hicimos preguntas de este tipo.
—Lo siento, padre. Volvamos a casa. No sabía lo que estaba diciendo… Tú siempre has sido más sensato que yo. Sólo que…
—Tú eras la razón de su vida, como lo eres para mí.
—Eso no tiene sentido, a menos que creas que toda la razón de la especie humana es simplemente dar nacimiento a otra generación y luego a otra…
Papá Bush empezó a bajar la colina rápidamente, hacia la semiderruida entrada sotechada del cementerio.
Era un día frío. La casa del dentista estaba húmeda. Comieron frugalmente a base de patatas fritas y salazón. La comida era escasa y terriblemente cara. Por la tarde, Bush leyó algunas de las viejas revistas de la sala de espera. Un paciente apareció milagrosamente, apretándose un supurante flemón en la mandíbula, y Bush frunció el ceño ante la interrupción.
A través de las distorsionantes páginas de las revistas, se hizo un cuadro de los factores que habían conducido gradualmente a la actual situación. Había viajado negligentemente a través de la vida, peleándose, haciendo el amor, hablando, pintando, sin ninguna restricción a sus apetitos o referencias a las corrientes que avanzaban a través de su generación. Y veía que una de las ocasionales reacciones contra una todopoderosa sociedad industrial se había manifestado hacía algunos años, bajo la forma de una moda hacia las glorias iluminadas por los mecheros de gas de la era victoriana, muerta bastante tiempo atrás. Tales reacciones se apagaban por sí solas cuando ya no tenían nada que las alimentara, y surgía una nueva moda para distraer la atención. Pero alrededor del 2070 la novedad era el viaje mental, o su posibilidad, lo que reanimó antes que apagó la nostalgia pública. En un tiempo sorprendentemente corto, seguramente a mediados de la década siguiente, las civilizaciones avanzadas del mundo se reorientaron hacia el pasado…, el remoto pasado prehistórico, puesto que paradójicamente era el más fácil de alcanzar, con la segunda ley de la termodinámica no extendiéndose hasta cubrir las zonas más profundas de la mente humana. Una generación creció completamente dedicada, con todas sus energías y habilidades, a escapar de su propio tiempo. Todas las actividades humanas se vieron afectadas, desde la industria turística (las arenas de Florida, las playas del mediterráneo, estaban tan despobladas como en los tiempos victorianos) hasta la industria del acero, desde las diversiones hasta la filosofía.
En medio de la crisis mundial que se avecinaba, tan sólo el Instituto Wenlock seguía prosperando. Cualquiera podía inscribirse a precios moderados en los cursos que enseñaban la disciplina Wenlock que rompía las antiguas cadenas de la mente. Cualquiera podía comprar las drogas que lo ayudaban a uno en su camino hasta los encantados mares donde chapoteaban los plesiosauros. En las estaciones mentales, pertenecientes al Wenlock, cualquiera podía mantener a un precio moderado un anclaje con el mundo del tiempo que pasa mientras desaparecía…, para siempre, si se seguía pagando.
Como otros sistemas humanos, el sistema Wenlock, aunque humanitario en sus fundamentos, era falible. En muchos países fue denunciado como un monopolio peligroso; en otros, pasó inmediatamente al control del gobierno. Y por supuesto, gentes menos bienintencionadas descubrieron los secretos de sus disciplinas y drogas, y sacaron al mercado sus propias versiones. Muchos refrigeradores en multitud de apartamentos vacíos guardaban recipientes de sangre y cultivos de tejidos, mientras toda la familia partía a meter la nariz en el continente de Gondwana.
Para el imperio de Wenlock las cosas tampoco iban demasiado bien. Un artículo en el
Mundo Dental
de enero pasado, titulado ‘La Disciplina y la Remuneración Dental’, llamó por primera vez la atención de Bush hacia el nombre de Norman Silverstone, que luego volvió a encontrar en dos de las otras manoseadas revistas. El comentarista apuntaba que toda la teoría del viaje mental estaba apoyada en unos pocos hechos y en una masa de suposiciones, un poco como las teorías del psicoanalista Sigmund Freud, a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX. Silverstone jugaba ante Wenlock el papel de Jung frente a Freud. Pese a que el hecho del viaje mental fuera innegable, muchos eran los que negaban que Wenlock lo hubiera interpretado correctamente. El más poderoso entre ellos era un antiguo amigo y socio de Wenlock, Norman Silverstone, quien sostenía que la mente humana podía ciertamente librarse de la barrera psicótica tras la cual había edificado su supremacía prisionera del tiempo sobre el resto del reino animal; pero proclamaba que todavía faltaba liberar otros poderes mucho más extraordinarios, y que las limitaciones del viaje mental —como la impenetrabilidad de los tiempos históricos— hacían evidente que la disciplina no era más que un fragmento —probablemente un fragmento distorsionado— de un todo mucho mayor.
Silverstone era de naturaleza poco comunicativa, un hombre que rehusaba ser entrevistado o fotografiado, y sus ocasionales contribuciones en la polémica eran tan abstrusas que difícilmente podía decirse de ellas que constituyeran alguna oposición considerable a Wenlock. De todos modos, él y sus seguidores proporcionaron un instrumento que demostró ser útil a los gobiernos deseosos de meter la mano en la administración de los institutos locales y estaciones mentales.
Por obvias razones, el suministro de antiguas revistas terminaba en la época de la revolución, pero igualmente Bush creía ver claramente el desarrollo de la cadena de acontecimientos. En la mayor parte de los países, el severo descenso de las condiciones se había visto acentuado por el derrumbe del mercado de cambios; los parados habían marchado sobre las capitales; los muertos de hambre se habían sublevado; los gobiernos más fuertes eran reclamados tanto por los ricos como por los pobres, aunque por distintas razones. Sentado en aquella descuidada habitación, Bush fue adivinando el proceso de los acontecimientos.
La inestabilidad no podía durar mucho. Las naciones se recuperarían, como lo habían hecho antes en tantas y tantas ocasiones. Bush había percibido una señal de que incluso el régimen del general Bolt tenía el tiempo contado, casi una señal mística…, aunque en su momento le hubiera pasado casi inadvertida. Cuando estuvo esperando en la Habitación Tres, casi en un estado de paroxismo, se le había aparecido la Dama Oscura. Su mente estaba demasiado preocupada como para darse completamente cuenta entonces de la presencia de su visitante del futuro. Pero en ese momento comprendía que, aun imprecisa como era, había resplandecido ligeramente, como un fantasma de las ridículas representaciones victorianas a las que su madre lo llevaba cuando era un muchacho. Aquello sólo podía significar una cosa: que en su época, ella estaba al aire libre; en otras palabras, el Instituto había sido demolido en su época, lo cual probaba que el ala protectora del General no existiría siempre… No siempre, pero su vigilante fantasma podía estar a quinientos años en el futuro, y eso era demasiado tiempo. Bueno, había una esperanza. Las cosas más terribles del mundo acababan pasando.
Miró a su alrededor en la sala de espera. Precisamente en ese momento ella no estaba. Por fiel que fuera, tenía que tomarse también algún tiempo libre… Entonces pensó que tal vez fuese una invención de su imaginación, de su ánima. ¿Estaré radicalmente desequilibrado, alternativamente cobarde y temerario, sexualmente subdesarrollado y obseso…? Quizá la Dama Oscura no sea más que una proyección de mi disociada personalidad.
Pero era más que eso. Era el futuro, que por razones propias mantenía un ojo vigilante sobre él. El futuro estaba por todas partes en ese entonces, como si quisiera poner un dique a su generación y repeler su oleada de cólera para que el flujo de descontento fluyera lejos y lo dejara olímpico y a salvo. Habían descubierto una forma de viajar a las eras ocupadas por el hombre.
Bush salió de la casa a caminar un poco, después de renunciar a sus intenciones de especular acerca del futuro. Desde que Franklin le había ordenado sufrir un entrenamiento, se sentía incapaz de razonar constructivamente. Su vida estaba a punto de verse alterada. De hecho, apenas comprendía lo que estaba ocurriendo. Por las noches creía oír la voz de su madre.
Intentó pensar en Ann, pero le parecía tan remota como el devónico donde la había encontrado. Trató de pensar en su padre, pero no había nada nuevo en qué pensar. Pensó en la señora Annivale, a la que había conocido esos días, y que lo ponía nervioso; no era ni la mitad de horrible de lo que se había imaginado. De acuerdo con su cálculo, no era mucho mayor que él; aún había algo de juventud en ella. Tenía una sonrisa agradable, era amigable y natural, parecía amar genuinamente a su padre, y su mente no parecía ser enteramente trivial. Pero todo eso no le importaba mucho.
Dio media vuelta. No sentía deseos de ir a ningún lado, y las calles vacías y sucias le repelían. Recordó que en su destrozado estudio había una caja de arcilla para moldear; tal vez pudiera lograr algo de interés en eso, aunque toda chispa de inspiración parecía muerta en su interior.
Cuando la masa que moldeaba empezó a parecerse a la cabeza de Franklin, renunció y regresó a casa.
—¿Ha pasado un buen día? —preguntó la señora Annivale, bajando las escaleras.
—Muy bueno. Esta mañana fuimos a ver la tumba de mi madre, y por la tarde le di un buen repaso a algunas de esas revistas de hace dos años.
Ella lo miró y sonrió.
—Habla usted un poco como su padre… Ahora está durmiendo, no quisiera despertarlo. Iba a mi casa, a buscar mi rallador; quiero hacerles un pastel de queso para esta noche. ¿Por qué no viene conmigo? Aún no ha visto mi casa.
Bush la siguió, malhumorado. La casa de la señora Annivale era limpia y clara y parecía contener muy pocos muebles. En la cocina, preguntó:
—¿Por qué no se va a vivir con mi padre y se ahorra el alquiler y todo lo demás, señora Annivale?
—¿Por qué no me llama Judy?
—Porque no sabía que ése fuera su nombre. Mi padre la llama siempre señora Annivale cuando me habla de usted.
—Es muy formal. Espero que usted y yo no tengamos que ser tan formales, ¿eh? —estaba tontamente de pie junto a él, mirándolo, mostrando ligeramente los dientes.
—Le preguntaba por qué no se va a vivir con mi padre.
—Suponga que le digo que me siento atraída hacia los hombres más jóvenes…
No había posibilidad de engañarse ni con el tono de su voz ni con su mirada. El camino estaba llano, se dijo. La cama de Judy estaría limpia, papá dormía en la casa vecina, ella sabía que él se marchaba la semana próxima. Su cuerpo estuvo a punto de traicionarlo, diciéndole que la idea le gustaba. Pero él se apartó apresuradamente de ella.
—Entonces es deliciosamente gentil de su parte que se ocupe de él, Judy.
—Mire, Ted…
—¿Tiene ya su rallador? Será mejor que volvamos para ver si todo está bien —la precedió al regreso; se sentía estúpido, y ella, evidentemente, también, a juzgar por la forma como charlaba. Pero después de todo… Bueno, habría sido como un incesto. ¡Hay cosas a las que se debe poner límite, por muy fracaso moral que fuera la vida de uno!
Aunque no fuera éste el caso, Judy Annivale debió imaginar que había ofendido a Bush, por lo que se mostró abrumadoramente solícita con él. Una o dos veces él se vio obligado a buscar refugio en el estudio, con el medio moldeado busto de Franklin. El día en que el camión debía venir a buscarlo, ella lo siguió hasta el interior del estudio.
—¡Váyase! —dijo; vio muerte en las líneas que rodeaban la boca de ella.
—No sea insociable, Ted… Quería ver lo que estaba haciendo en el campo artístico. En mis buenos tiempos yo también quise ser artista.
—Si quiere usted jugar con mi arcilla, adelante, hágalo, ¡pero no me siga por todas partes! ¿Intenta ser una madre o algo así conmigo?
—¿Piensa realmente que le he dado muestras de amor materno, Ted?
Bush se encogió de hombros, desmoralizado. Aunque quizás estaba dejando ir una buena oportunidad que más tarde lamentaría haber perdido para siempre.
James Bush metió la cabeza en el cobertizo.
—¿Así que es aquí donde estabais los dos?
—Precisamente le decía a Ted lo mucho que admiro su talento artístico, Jim. Yo también fui un poco artista hace tiempo, cuando era una muchacha. Estoy segura de que todas las amplias perspectivas del pasado por el que ha viajado usted le han ayudado mucho…
El susurro de alguna sospecha habrá cruzado quizás el cerebro de James Bush, quien irritadamente dijo:
—Tonterías, el chico no ha visto casi nada. Eres como la mayor parte de la gente…, parece que no te dieras cuenta de lo antigua que es la Tierra y de lo pequeña que es la parte accesible a los viajeros mentales.