Tomó la droga.
Y volvió a ser otro; ni muerto ni vivo sino en un estado en el que, al no haber allí ningún cambio, tampoco había tiempo. Su mente se estaba abriendo, haciendo que las puertas que habían permanecido selladas para la humanidad por un millón de años se abrieran y dejaran pasar una parte del universo. Puesto que era ésa la salud mental, se sentía feliz. Los palos de golf se alejaron flotando, y también dejó que se deslizaran una pierna curvándose, una botella con una etiqueta a cuadros escoceses… Era el universo lo que deseaba, y no sus minucias. Era libre.
Libre, pero no carente de objetivo. La droga y la disciplina estaban actuando conjuntamente, con un sentido de la dirección que surgía de él como una llamada divina. Trabajaba del modo como lo haría un submarinista que, posado en el borde de la plataforma continental, se sintiera atraído por el abismo abierto ante él, fuera del alcance de cualquier auxilio; Bush se sentía atraído hacia abajo por la vasta ladera de la entropía que podía conducirlo a… quién sabía dónde ni cuándo, pero lejos del criptozoico desprovisto de aire, si no luchaba. Forcejeó en su camino ladera arriba, nadando, pateando, orientándose. El medio lo empujaba hacia abajo pero él se debatía. Hasta que el agotamiento lo venció y tuvo la seguridad de que volvería a caer.
Entonces emergió en la superficie.
Las casas trepaban por la colina a ambos lados de la arenosa carretera. Eran pequeñas, generalmente de sólo dos exiguas habitaciones en la parte alta, apretadas bajo el techo de pizarra; pero estaban sólidamente construidas de piedra, y confortablemente apretujadas en la ladera de la colina como para protegerse un poco de los fríos vientos del este. Cada casa poseía su propio jardincillo trasero, que en las proximidades de la cresta de la colina era tan inclinado que casi era posible desbrozarlo desde la ventana del piso superior.
En la cresta de la colina, al llegar a la última casita de piedra, el paisaje se allanaba, extendiéndose hasta perderse de vista bajo el amplio cielo, y revelando claramente que su verdadera naturaleza era la del páramo indómito. Andando cerca de aquella última casa, que había sido convertida parcialmente en una pequeña tienda de comestibles, Bush pudo mirar hacia abajo el pequeño pueblo que aún lo sorprendía. Lo veía casi totalmente desde allí; para verlo todo, simplemente tenía que darse la vuelta. Porque allí donde terminaban las casas empezaba otro tipo de casas.
Esas otras casas, que difícilmente parecerían formar parte del pueblo, estaban edificadas en pequeñas y miserables terrazas, unas frente a otras. Eran de ladrillo y se extendían en una línea irregular, desafiando el perfil del terreno, como bloques que un chico hubiera dispuesto geométricamente sobre su cama de enfermo. Desde ninguna de esas casas era posible ver otra cosa que no fuera el amarronado páramo y el cielo, que en aquella época del año descargaba frecuentes lluvias que barrían las deterioradas calles sin desagües; el resto del pueblo quedaba oculto para ellas por el arco de la colina; ni siquiera la tienda de comestibles, cuyo techo sobrepasaba el arco, podía ser vista desde la última casa de la terraza; sus ocupantes no gozaban del privilegio de contar con ventanas que dieran hacia ese lado.
Bush se quedó observando la escena bajo el chaparrón. Sabía muy bien que los habitantes de aquel melancólico lugar debían tener algún tipo de problema, tanto como él los tenía, pero aún era incapaz de descubrir su naturaleza. La lluvia no lo tocaba; estaba en viaje mental; excepto en un sentido emocional, no había ninguna posibilidad de que esa zona desconocida de la historia de la Tierra y él entraran en contacto. Y parecía ser desconocida… Ninguna sombra del futuro se movía por allí, no había edificios fantasmas; el jurásico hacía que ese lugar pareciera desierto, remoto a las empresas del mundo del espaciotiempo. Se había sentido tan determinado a escapar del régimen de Acción Popular que había viajado mentalmente hasta un período relativamente reciente de la historia humana. ¡Y había sido casi sencillo!
La lluvia amainó con el crepúsculo, que parecía extenderse sobre el paisaje como una cortina que recoge en su brumoso seno los insignificantes obstáculos del terreno. Las casas luchaban débilmente contra ese proceso de digestión poniendo unas pocas luces en sus ventanas cuando el oscurecimiento era ya casi completo. Había algunas excepciones, principalmente al fondo de la colina. En esa dirección avanzó Bush.
En la parte baja de la colina, del lado de las casas de piedra, había uno o dos edificios de mayor envergadura, también construidos de piedra, algunas tiendas y una iglesia. Luego venía un paso a nivel, con una sucia y vetusta estación de ferrocarril de las que Bush no había conocido. Los rieles principales se dirigían hacia un conglomerado de edificios grandes y parduscos levantados en los confines del pueblo. A la luz del día Bush había podido ver que esos edificios estaban coronados por una enorme rueda inmóvil erigida en lo más alto de una torre de madera.
En la oscuridad era posible distinguir dos o tres luces entre la maraña de edificios ferroviarios; dispersas en las inmediaciones brillaban unas pocas linternas rojas. En ese momento no se alcanzaba a ver la menor huella del par de rieles que partía de todo aquel conjunto y avanzaba sobre un pedregoso camino hasta donde el valle terminaba y más allá de los enormes hombros del terreno. Ni una sola luz, tampoco, que revelara la muerta masa de edificios del otro lado del paso a nivel.
La mayor parte de la vida del lugar se concentraba en el interior y en los alrededores de una casa de bebidas, a media docena de puertas de la iglesia, colina arriba, y cuyo desgastado escalón frontal quedaba aproximadamente al mismo nivel que el canalón que circundaba el tejado de la iglesia. El único signo de función allí era un pequeño letrero sobre el porche, en la pared exterior, que decía: Posada de la Fragua - Cervezas. Llevaba mucho tiempo en ese mismo lugar y permanecería aún mucho allí, ya que hasta Bush en viaje mental fue incapaz de atravesar sus paredes… Tuvo que entrar por la puerta, como un cliente cualquiera.
Había poca animación y luz en el interior de la Posada de la Fragua. En la única sala, los hombres estaban sentados en bancos, con sus botas firmemente plantadas en el suelo cubierto de serrín. Varios fumaban cigarrillos, unos pocos bebían. Todos iban vestidos de la misma forma, con ropas oscuras y delgados abrigos abotonados hasta el cuello aun dentro del local, y gorros de paño en la cabeza. Incluso se veían como parecidos, con los rostros finamente erosionados, los gestos agudos pero desconfiados.
Uno de los que bebían lo hacía solo, ocupando su asiento ante una mesa pequeña. Los demás lo saludaban al entrar o salir, pero ninguno se sentaba con él. Vestía de la misma forma pobre que ellos, pero el rostro era más redondo y posiblemente más colorido. Fue en él que Bush concentró su atención, pues creía que llevaba su propio nombre: Bush.
Cuando el hombre terminó su bebida, miró en derredor como esperando hallar algún tipo de diversión, y al no hallar ninguna, se levantó, alcanzó su vaso vacío al camarero y dirigió un saludo general de buenas noches. Pareció recibir un murmurado ‘buenas noches’ colectivo como respuesta, pero Bush, desde su aislamiento, no percibió sonido alguno.
Bush salió tras su presunto homónimo. El hombre se levantó el cuello del abrigo y se lo apretó contra el rostro, encorvó los hombros y echó a andar colina arriba. Bush reparó en que el suelo sobre el que caminaba era prácticamente lo mismo que la calle…, tanto tiempo establecida en el mismo lugar.
En la cresta de la colina, el hombre se detuvo junto a la pequeña tienda de comestibles y la rodeó hacia la parte trasera. Invisible para él, intangible, la modesta tienda estaba plantada en el jardín trasero, entre la maleza y los troncos de col. Llamó a la puerta trasera y entró. Bush se deslizó tras él.
Cuando estuvo deambulando aturdidamente por el pueblo la primera vez había observado que había un letrero colgando del escaparate de la tienda de comestibles…, una simple ventana de la casa cuya conversión al comercio había sido efectuada retirando las cortinas y colocando una pila de pastillas de jabón rojo y un montón de latas de corned-beef, y la inspección de las amarillentas letras le había indicado: ‘Amy Bush, Comestibles, etc.’ Aunque era incapaz de determinar por qué las corrientes instintivas del viaje mental lo habían dirigido hasta allí, creía que su homónimo podía proporcionarle algún indicio. Por supuesto, se preguntaba si esos Bush podían contarse entre sus antepasados.
La habitación en la que entraron estaba atestada hasta la locura. Tres niños pequeños de diversas edades correteaban y brincaban por todos lados, gritando… Pero ningún decibelio llegaba a oídos de Bush a través del muro de la entropía. El más pequeño de los chicos, que era también el más pálido y enjuto (parecía que los huesos estaban a punto de brotarle dolorosamente por todo su cuerpo), estaba desnudo e iba mojado; resistía los intentos de una hermana mayor de capturarlo y devolverlo a una gran bañera metálica, correteando alocadamente de un lado a otro de la habitación. Sus carreras lo hicieron entrar en colisión con una mujer en zapatillas entrada en carnes, que estaba lavando un vestido en un fregadero de piedra, y con una mujer de edad, evidentemente la abuela de la familia, que permanecía sentada con una manta sobre las rodillas en un rincón de la habitación, rumiando su dentadura postiza.
El hombre al que había seguido Bush colina arriba sacudió los brazos y pareció gritar salvajemente. El chiquillo enjuto se volvió hacia su hermana, que lo metió inmediatamente en la bañera mientras los hermanos mayores se arrojaban sobre algunas cajas de embalaje de madera que oficiaban de banco a lo largo de la pared detrás de la puerta interior, y se hundieron en la apatía. La mujer metida en carnes de la fregadera se volvió hacia el hombre para mostrarle lo raída y remendada que estaba la camisa que restregaba, y ese movimiento le permitió a Bush ver que estaba en avanzada gravidez.
Bush era incapaz de estimar la edad de la hija; podía estar entre los quince y los diecinueve años; su silueta estaba en desarrollo y su cabello era hermoso. Pero los dientes no eran buenos, y un aire apagado añadía a su actitud y expresión el recuerdo para Bush desagradable de los pocos años que la separaban de la vieja que rumiaba en el rincón. No obstante, ella sonrió a su hermano mientras lo frotaba, lo secaba cuidadosamente y por último, con una ayuda marginal de su padre, enviaba a los tres niños a la cama.
Los arreglos para dormir eran de lo más pobres. El menor de los chicos dormía con sus padres en una cama doble, a cuyo lado una colchoneta acomodaba a los otros dos pequeños. Eso era en la más amplia de las dos exiguas habitaciones bajo el tejado. En la más pequeña apenas había espacio para la única cama en que dormían la hija con su abuela.
El hombre vació la bañera en el jardín. Cuando su hija regresó de las habitaciones, la sentó cariñosamente en sus rodillas y trabajó sobre la mesa con algunas cuentas, para las cuales vino finalmente a ayudarle su mujer. La hija se contentaba con pasar un brazo alrededor del cuello de su padre, con la mejilla apoyada en la cabeza del hombre.
Esa era la familia Bush. En los días y semanas que siguieron, Bush llegó a conocer bien a sus homónimos. Aprendió lentamente sus nombres. La madre encinta, que cuidaba de la tienda, se llamaba Amy, tal como declaraba el cartel en el escaparate. Cuando la vieja abuela bajó renqueando colina abajo hasta la oficina postal, Bush leyó en su cartilla de pensionista que su nombre era Alice Bush, viuda. Y cuando su homónimo se puso a la cola del desempleo y presentó sus cupones para ser estampillados, el espectral Bush que observaba por encima de su hombro descubrió que era Herbert William Bush. El nombre de la chica era Joan. Los dos muchachos mayores eran Derek y Tommy. Bush nunca pudo descubrir el nombre del pequeño.
Pronto supo que el pueblo se llamaba Breedale. Un periódico de Darlington, revoloteando caprichosamente colina abajo a impulsos del viento, le proporcionó la fecha: marzo de 1930. Había viajado mentalmente a ciento sesenta y dos años del tiempo al que era cómodo considerar como ‘presente’. Allí era poco probable encontrar a Silverstone, e igualmente ser descubierto por los agentes de Gleason, suponiendo que lo buscaran. Así que estaba seguro allí…, pero volvió a preguntarse qué sistema de orientación lo habría traído. Aquel era para él el aspecto más desconcertante del viaje mental; algo equivalente al instinto migratorio de los pájaros lo había llevado hasta 1930, y él seguía absolutamente ignorante acerca de su función.
Su principal preocupación no era sin embargo ni su finalidad ni su seguridad, sino algo sobre lo que volvía continuamente sin que Bush fuera capaz de abarcarlo. Esa preocupación era como un remolino en una corriente, en la que todo lo que pasaba era atraído y finalmente atrapado. Indiferente a lo que pasara, a la escena de Breedale en la que se mezclara, su atención volvía una y otra vez a la brutalidad con que había golpeado a Lenny con el palo de golf. Aquella habitación blanca en el acuartelamiento estaba siempre con él. Veía la elevada ventana cegada, oía el crujido del impacto que hacía el extremo metálico contra la caja torácica, veía la sangre empapar el suelo. Para su víctima aquello no era nuevo… Ann había dicho que “su viejo le pegaba todo el tiempo”. Recordaba la sobreexcitación expresada por el rostro de Stanhope, así como la mirada de desdén de Howes cuando se marchó, en la puerta de la sala de torturas. Sabía que se había degradado; pese a que nunca había pensado en términos teológicos, se veía a sí mismo como un ser en pecado. Breedale era un autoexilio. Bush permaneció en ese estado durante las siguientes semanas. Era como un mal gusto en la boca. Habría sido un desterrado en Breedale por esa causa, incluso sin el aislamiento de la entropía.
No hizo intento alguno por redimirse de su propia bestialidad. Era como algo tangible, podía llevarla consigo como si fuera una joroba y sentirse satisfecho de que representara una carga. Lo que había hecho había sido el peor acto de su vida. Y prefería, en su actual disposición autocondenatoria, contemplarlo como el clímax de su vida antes que como la aberración subsiguiente a su entrenamiento militar…, como algo que realmente merecía el día de exilio en el jardín, cuando el atizador al rojo se había elevado sobre él y su madre le había probado que no lo amaba. Aquel castigo convenía a este crimen. ¡Era típico que el orden se hubiera visto invertido, como si simbólicamente viviera su vida al revés, con el espíritu aturdido de principio a fin! En su tienda en el jardín de 1930, a veces intentó llorar; pero la impresión de que ofrecer cualquier síntoma de debilidad sonaría falso en alguien que había golpeado tan alegremente a su víctima retenía las lágrimas, dejaba sus ojos secos y duros como el cristal.