—¡Oh, la analogía del reloj no, padre! —Bush había oído ya esa elaborada composición antes.
Pero su padre estaba bloqueando la salida. Concienzudamente, le explicó a Judy un diagrama estándar de libro de texto, según el cual se suponía que la Tierra había sido creada a medianoche, luego habían seguido largas horas de oscuridad sin ninguna vida, el tiempo del fuego y la atmósfera extraña y las largas lluvias, los tiempos precámbricos o el criptozoico, de los que poco se sabía o podía saberse. El cámbrico marcaba el inicio de los hallazgos fósiles y no llegaba hasta que la esfera del reloj señalaba las diez en punto. Los grandes reptiles y los anfibios aparecían con el período carbonífero hacia las once, y se extinguían a las doce menos cuarto. La humanidad entraba en escena doce segundos antes del mediodía, y la Edad de Piedra pasaba en apenas una fracción de segundo.
—¡Eso es lo que quería decir acerca de perspectivas! —dijo Judy animadamente.
—Quizá no lo hayas comprendido exactamente, querida. Todos esos enormes millones de años de los que te hablan tan libremente los viajeros mentales en sus conversaciones no representan más que los últimos diez minutos de la esfera del reloj. El hombre no es más que una cosa pequeña, su escasa vida no sólo termina sino que también empieza con un sueño.
—La analogía del reloj es equívoca —dijo Bush—. No tiene en cuenta el inmenso futuro, que representa muchas veces todo ese inmenso pasado. Tú crees que tu reloj pone las cosas en su auténtica perspectiva, pero realmente lo que hace es deformarlas.
—Bueno…, no podemos ver el futuro.
La cuestión era irrefutable, al menos por un tiempo.
El camión depositó a Bush en el centro de entrenamiento a las diez y media de la mañana. Al mediodía, le habían retirado las ropas civiles y se las habían reemplazado por un basto uniforme color caqui. Le habían afeitado la cabeza, lo habían hecho pasar por un baño desinfectante frío, lo habían vacunado contra la tifoidea, el cólera, el tétanos y la viruela, y lo habían examinado para comprobar que no sufría ninguna enfermedad venérea; le probaron la voz, los reflejos de las retinas; le tomaron las huellas dactilares… Y tuvo que hacer cola en la cocina para que le dieran una comida infecta.
El curso propiamente dicho comenzaba a la una en punto, y desde ese momento hasta finalizar el mes no tuvo el menor descanso.
Bush fue puesto en el Pelotón Diez, bajo las órdenes del sargento Pond, quien condujo a sus hombres a lo largo de una sucesión de tareas difíciles o imposibles. Tuvieron que aprender a andar e incluso correr llevando el paso, aprender a responder órdenes dadas a medio kilómetro de distancia por una voz humana, si podía designarse así los sonidos emitidos por el sargento Pond, gritados en los tonos más rasgados y repulsivos imaginables, aprender a escalar muros de ladrillo y a dejarse caer de las ventanas de los pisos superiores, aprender a lanzar cuerdas y vadear estanques de aguas pútridas, aprender a cavar hoyos de profundidades absurdas y a estrangular a los compañeros; a disparar y apuñalar y maldecir y sudar y comer inmundicias y dormir como muertos. Al principio, una parte sardónica del cerebro de Bush se divirtió permaneciendo apartada y contemplando las acciones. De tanto en tanto se acercaba y decía: “El objeto de este ejercicio es debilitarte como individuo y convertirte en una máquina de recibir órdenes. Si cruzas este puente de cuerdas sin caer a las rocas de abajo serás menos humano de lo que eras antes de conseguirlo. Traga esta ración de empanada de león marino y serás menos artista de lo que eras ayer”. Pero la parte sardónica del cerebro de Bush fue muy pronto anestesiada por la constante actividad carente de sentido. Estaba demasiado cansado y absorto como para que floreciera la crítica, y el bronco rugido de la voz de Pond suplía el murmullo de su inteligencia.
De todos modos, estaba lo suficientemente alerta como para notar las actividades de algunos de sus compañeros reclutas. La gran mayoría aceptaba y sufría como él, dejando a un lado la personalidad —si la tenían— para resistir mejor. Había también dos pequeñas minorías: los infortunados que no conseguían desprenderse de sus personalidades y llegaban tarde a formar filas, con las botas sucias, y no conseguían tragar la comida, giraban a la izquierda cuando había que hacerlo a la derecha, casi se ahogaban en las inmundas charcas y a veces se pasaban las noches sollozando en lugar de dormir.
La otra pequeña minoría se llamaba a sí misma ‘La Tropa Tripera’. Eran los que apreciaban los insultos del sargento Pond, que gozaban con las degradaciones sufridas en el patio de ejercicios, que habían nacido para apuñalar los muñecos llenos de arena. Y en los tiempos libres se emborrachaban salvajemente, se peleaban con los miembros de la otra minoría, vomitaban sorpresivamente en el suelo, lisonjeaban a Pond y generalmente se conducían como héroes.
Eran también ellos los que daban al pelotón su firmeza moral y su espíritu, y Bush se preguntaría más tarde si habría soportado todo el curso sin su deseo de probarse a sí mismo que era tan bueno y resistente como ellos.
Lo hizo lo mejor que pudo, y superó al resto del curso tan sólo en las prácticas de tiro, cuando el pelotón se dispersaba todos los lunes y jueves por los ventosos alrededores. Allí aprendían a disparar con las pistolas de rayos que más tarde se constituirían (lo más probable era que no) en una parte estándar del equipo. Las pistolas de rayos disparaban certeros haces de luz compacta que podían abrir limpiamente un agujero negro a través del cuerpo de un hombre a cuatrocientos metros de distancia. Pero eran menos las cualidades mortíferas del arma que su lado artístico lo que atraía a Bush. El estilizado cilindro de metal trabajaba con la sustancia básica de todos los pintores: la luz, ordenada, organizada… El rubí láser que contenía proyectaba su luz en milésimas de segundo, en una serie de rayos monocromos paralelos en dirección al blanco. Mientras carbonizaba el centro de sus objetivos, Bush tenía la impresión de que se estaba dedicando a la única actividad artística que le quedaba al hombre en aquellos tiempos de emergencia.
Intercaladas con las marchas, persecuciones y simulacros a que estaba sometido el Pelotón Diez, recibían conferencias sobre los más variados temas. El pelotón se sentaba en bancos por unos instantes de bendita paz, y Bush utilizaba a veces esos períodos para preguntarse cuál sería el objeto de ese curso.
Resultaba claro que había sido improvisado rápidamente a partir de otros cursos militares ya establecidos, pero no podía ver qué conexión tenía con el futuro como agente que habían trazado para él. Podía apreciar que estaba siendo sistemáticamente degradado, y quizá más eficientemente que la Tropa Tripera, donde acogían alegremente todos los castigos. Pero seguía fracasando en su intento de captar el objetivo de todo eso; hasta que finalmente se dio cuenta de que iba dirigido a la submente; sabiendo su valor, podría ser humillada y vencida, y podría morir más fácilmente cuando le fuera ordenado.
Pero aquello no tenía sentido, debido a que… Su deber no era morir. El odio que el sargento Pond inyectaba en ellos durante doce horas al día era para ayudarles a sufrir, no a morir. Su submente estaba siendo alimentada de veneno… ¡Y nadie protestaba! Tenían que estar locos. Y esa conspiración no era un capricho del régimen del general Bolt; era ubicua, eterna. Los hombres siempre se habían envenenado de ese modo, adquiriendo hábitos rudos, desprovistos de inteligencia, vacíos de individualidad. Como artista, siempre había estado solo. Allí, por primera vez, estaba rodeado por otros hombres, y veía en ellos. Tenían ventanas en sus pechos. Había algo que se movía en ellos y se asomaba a través de aquellas ventanas brumosas, empañadas por las inhalaciones que se dirigían hacia las esponjas de sus pulmones.
Pero no era fácil ver. Una de las cosas de dentro estaba escribiendo en la ventana con un dedo. Pedía ayuda, algo que explicaba el sano juicio de toda la humanidad. Pero no sólo las letras estaban al revés, sino que, además, habían sido escritas en dirección opuesta a la normal. Ya estaba casi por descifrar el mensaje cuando…
Estaban diciendo su nombre. Se enderezó bruscamente.
Lo estaban llamando y…, ¡se había dormido!
—Bush, tiene usted diez segundos para responder a la pregunta —un oficial de cara rojiza, un tal capitán Stanhope, de pie junto a la pizarra, miraba fijamente a Bush.
El resto del pelotón también se había vuelto para mirarlo, y los Triperos sonreían y se daban codazos. “¡La vena carótida!”, susurró alguien dirigiéndose a Bush.
—La vena carótida, señor —dijo Bush, agarrándose al clavo ardiente.
El pelotón se retorció de risa. Los Triperos estuvieron a punto de tirarse al suelo de puro gozo. Stanhope ladró pidiendo silencio. Cuando el pelotón consiguió callarse, dijo:
—Muy bien, Bush. La pregunta era en qué planta se encuentra la carotina. Ha querido hacerse el gracioso, ¿eh? Me ocuparé de usted luego.
Bush dirigió una mirada de odio a los espontáneos. Más tarde, mientras el resto del pelotón se marchaba ruidosamente, se dirigió hacia el capitán. Permaneció de pie en posición de firmes hasta que el oficial se dignó darse cuenta de su presencia.
—Así que ha intentado usted divertirse a mis expensas…
—No, señor. Me había quedado dormido.
—¡¿Dormido?! ¿Quiere decir que estaba usted durmiendo mientras yo hablaba?
—Estoy agotado, señor. El ejercicio físico es mucho en este curso.
—¿Qué hacía usted en los días prerrevolucionarios?
—Era artista, señor. Hacía composiciones y cosas así.
—Oh, ¿cuál es su nombre?
—Bush, señor.
—Ya lo sé. Su nombre completo, hombre.
—Edward Bush.
—Entonces conozco su trabajo —Stanhope pareció ablandarse ligeramente—. Yo era arquitecto antes de que desapareciera la necesidad de la arquitectura. Admiraba algunas de las cosas que hacía usted… Como sus composiciones, especialmente la que hizo para la estación de Southall; la serie espaciocinética que hizo allí fue toda una revelación. Tengo… Tenía un libro sobre su obra, con ilustraciones.
—¿El de Branquier?
—Branquier, sí, ése mismo. Bueno, me alegra conocerlo, incluso en estos duros lugares y condiciones. He oído también que es usted un experto viajero mental…
—Hace mucho tiempo que lo practico.
—¡No debería estar usted en un curso como éste! ¿No fue acaso el propio Wenlock quien lo seleccionó?
—Quizá sea en parte por eso que estoy aquí.
—Hmmm. Entiendo. ¿Qué piensa usted de esa controversia Wenlock-Silverstone? ¿No cree que la ortodoxia de Wenlock posiblemente sea un poco mitológica, y que en realidad ese Silverstone y sus interpretaciones darían para mucho más si su aproximación al asunto estuviera menos distorsionada? Toma demasiadas suposiciones como hechos, ¿no cree?
—No lo sé, señor. No sé nada al respecto.
Stanhope sonrió.
—Ahora ya se han ido todos. Puede hablar con toda libertad conmigo. Honestamente, el régimen está equivocado al perseguir a Silverstone, ¿no cree? ¿Qué piensa de esto?
—Ya le he dicho, señor, que éste es un curso muy duro. Ya no puedo pensar en nada. No tengo opiniones.
—Pero como artista, en un asunto tan vital como Silverstone, debería tener usted una opinión bien asentada.
—No, ninguna, señor. Tengo ampollas en manos y pies, señor; no opiniones.
Stanhope se levantó.
—Váyase, Bush… Y la próxima vez que lo descubra durmiendo en mis charlas va a tener problemas de verdad.
Bush se alejó, envarado y clavando los pies planos en el suelo. Interiormente reía y cantaba. ¡Los bastardos no lo iban a atrapar tan fácilmente…!
Pero le sorprendía mucho la noticia de que el régimen estuviera persiguiendo a Silverstone. Sonaba auténtico. ¿Y por qué desearían saber su punto de vista al respecto? En ese momento le quedaban tan sólo dos semanas de actividad antes de descubrirlo. Pero esas dos semanas se arrastraron interminablemente a medida que el curso proseguía su camino sin finalidad. De naturaleza antisocial, Bush descubrió que la vida en el barracón no se le había hecho más placentera tras el tropiezo con Stanhope; más bien, al contrario, a causa del incidente, los Triperos lo convirtieron en su blanco favorito.
—¡Eh, compañero! ¿No sabías que la carotina está en la zanahoria? —le preguntaban, con lerdo buen humor y nunca cansados de las respuestas obscenas de Bush.
Hasta que, por fin, el último maniquí de paja fue apuñalado, la última ignorante charla acerca de cómo ver sin ser visto escuchada, el último kilómetro caminado. El Pelotón Diez desfiló para sus últimos ejercicios, y acto seguido vinieron las entrevistas personales a solas con dos oficiales en el miserable barracón donde habían tenido lugar las conferencias.
Bush se encontró frente al capitán Howes, un hombre calvo, y el capitán Stanhope.
—Puede sentarse —dijo Stanhope—. Le haremos una serie de preguntas, sólo para comprobar sus conocimientos y su rapidez de reacción. ¿Qué es lo que está mal en esta frase?: “La naturaleza y las leyes de la naturaleza estaban ocultas por la noche. Dios dijo: ‘Hágase Newton’, y la luz fue hecha”.
—Es una cita exacta de algún poeta que… ¿Pope? Pero no es cierta. No existe Dios, y Newton no iluminó tanto como suponía su generación.
—¿Qué está mal en la frase: “El régimen están equivocados persiguiendo a Silverstone”?
—El sujeto en singular nunca puede ir seguido de un verbo en plural.
Stanhope frunció el ceño.
—¿Qué más?
—No sé.
—¿Por qué no?
—¿Qué régimen? ¿Qué Silverstone? No sé.
—La siguiente pregunta…
Continuaron a través de un laberinto de trivialidades, con los dos capitanes turnándose en el interrogatorio, mirando a Bush sombríamente cuando le tocaba preguntar al otro. Finalmente la farsa terminó.
El capitán Howes carraspeó y dijo:
—Cadete Edward Bush, nos complace informarle que ha pasado usted su prueba. Le concedemos un coeficiente de un ochenta y nueve por ciento, con la mención de que posee usted una personalidad inestable particularmente dotada para el viaje mental. Esperamos enviarlo a una misión especial al pasado dentro de pocos días.
—¿Qué tipo de misión?
Howes rió sin demasiadas ganas. Era un hombre alto, bien parecido, y algo más controlado que Stanhope.