En todo ese horrible lugar no se podía distinguir más que un rasgo característico del paisaje, una amplia fisura que partía en dos una prominencia rocosa, cortando su domo como un hacha cortaría un cráneo. De la fisura brotaba aún más agua…, más bien la eruptaba, a grandes borbotones furiosos, ligeramente humeantes, manchando el paisaje con sus emanaciones biliosas.
Un agua amarilla gorgoteaba y se volvía marrón entre negros basaltos. En el cielo, los mismos parduscos estandartes ondeaban mientras las desbocadas nubes corrían constantemente por encima. No había el menor rastro del sol. Tan sólo una serie de manchas más claras o más oscuras allí donde los vapores en suspensión se estacionaban.
Mal podían pensar los viajeros mentales que estuvieran suspendidos sobre tierra firme o sobre el lecho de un mar en formación, pues ningún concepto tenía allí significado. La altura sobre el suelo hablaba de las convulsiones que había de sufrir la Tierra en su delirio.
—¡No podemos quedarnos aquí! —dijo Ann.
Todos, indiscutiblemente, estaban de acuerdo. Viajaron de nuevo.
Viajaron cinco veces, en cada ocasión zambulléndose más profundamente en los terribles eones, siempre avanzando hacia el período en que la Tierra se convertía en un planeta extranjero, con su atmósfera constituida en una tormentosa mezcla de metano y amoníaco, mortal para los pulmones humanos.
No eran más que granos de polen en un gigantesco mar.
Bush se dio cuenta de que los otros estaban entonando la disciplina Wenlock en voz alta, como si fuera una plegaria. En todos ellos anidaba el terror a lo desconocido, a lo inaccesible; el criptozoico contenía en su desenfrenado reino las cinco sextas partes del tiempo geológico. Cada uno de sus viajes mentales cubría quizá diez millones de años; los cinco viajes que realizaron juntos los llevaron casi a las primitivas franjas del período.
Cada vez que emergían a la superficie, la altura del suelo era distinta —en una ocasión se encontraron enteramente incrustados en la roca—, pero siempre la lluvia caía, convertida en densa neblina cuando fustigaba contra las indefensas laderas. Bush recordó el cuadro de Turner ‘Lluvia, vapor y velocidad’; ¡el viejo hombre lo había creado tras haber atravesado Maidenhead en un tren a vapor! Aquí, los cinco se estaban consumiendo en un Turner de tres dimensiones que se prolongaba a través de toda la era prefanerozoica.
La quinta vez que surgieron en la superficie se encontraron con un período de sequía; las siniestras capas de nubes se negaban a descargar sus jugos sobre el paisaje. No podían saber si la tregua duraría un día o una era; fuera como fuese, habían superado ese punto metaempírico en el que las viejas connotaciones humanas del tiempo formadas en la sobremente carecían de sentido y relevancia.
No podían más que permanecer de pie, aturdidos, y mirar el impenetrable geograma que los rodeaba.
Ninguno de ellos dudaba que el silencio en que se encontraban encajados fuera una representación cabal del mundo más allá de la barrera de la entropía temporal. Era un panorama dedicado al silencio; inmóviles en él, envueltos en su vastedad, eran como cinco hormigas atrapadas en las ruinas de una catedral.
Sus ojos estaban tan desconcertados como sus oídos. Estaban en medio de un enigma mórfico en el que las reglas de la perspectiva eran tan inútiles como las leyes de la acústica o los caprichos del tiempo.
Cada una de las arcillosas rocas de las inmediaciones tenía el tamaño de una pequeña montaña, no menor que alguna de las losas de Stonehenge. Estaban esparcidas al azar alrededor de ellos…, y sin embargo con un terrible significado que insinuaba las fuerzas que las habían arrojado allí. Eran grises, sin estratos, con los bordes corroídos por las energías del agua. No podían ver otra cosa que no fuera un cúmulo de confusos ángulos por todos lados, mientras que debajo de ellos se extendían trampas de sombras. Bajo la desnuda y amarillenta red de nubes parecían ser algo entre lo orgánico y lo inorgánico, no pertenecer ni al reino mineral ni animal. Era como si se extendieran por las decrépitas márgenes del tiempo revistiendo las sorprendentes formas que el mundo debería acarrear, como si la cruda y turbulenta Tierra estuviera sufriendo una pesadilla de piedra acerca de la progenie que pulularía en ella. Esas cosas copromórficas sugerían formas de elefantes, focas, morsas, cráneos, diplodocus, extraños seres escamosos y saurópodos, hipopótamos, escarabajos, tortugas, caracoles, huevos, patos, murciélagos, tiburones asesinos, fragmentos octópodos, tracodontes, pingüinos, mastodontes de aplanadas defensas, cochinillas, fetos y heces, cosas vivas y muertas; y había también reminiscencias del físico humano: aparecían torsos, muslos, ingles ligeramente hundidas, columnas vertebrales, senos, sugerencias de manos y dedos, rodillas, hombros masivos, formas fálicas: todo distinto y sin embargo todo mezclado con las más extrañas anatomías alrededor en una insondable y visceral agonía de la naturaleza…, y todo ello moldeado ciegamente en un magma gris, sin que el pensamiento apareciera, sin que el pensamiento fuera desintegrado. Se extendía tan lejos fuera del alcance de la vista, apiladas unas encima de las otras; en su multitud parecían implicar que recubrían completamente el globo.
Los viajeros mentales las contemplaron en un terror cercano a la alegría, como si las emociones corrieran también hacia un vórtice, en un círculo con las agujas del reloj. Sensatamente, no podían hablar. Para aquellas increadas promesas de arcilla no había palabras.
Bush veía que la Dama Oscura estaba una vez más de pie junto a ellos. Sintió que había un elemento en el aire que picaba en los ojos e irritaba la garganta. No representaba ninguna diferencia. Tenían que deglutir, digerir de algún modo, esos jeroglíficos que los rodeaban antes de poder seguir con sus propias preocupaciones.
No obstante, fue el primero en hablar, en jadear algo en voz alta.
—¡Así es, pues, como comenzó el mundo!
—No, así es como termina —dijo Silverstone; los miró con una expresión de autorreprobación en su rostro—. Estamos en el criptozoico, de acuerdo, pero se halla al final de la historia de la Tierra, y no al principio, como ustedes han creído.
Y empezó a explicarlo.
—Tengo que hablarles de una revolución del pensamiento tan grande —dijo Silverstone— que es difícil creer que ninguno de los presentes aquí seamos alguna vez capaces de adaptarnos completamente a ella en todas nuestras vidas. La generación contemporánea a Einstein fue incapaz de captar la revolución a la que había dado nacimiento; con toda humildad, nosotros nos hallamos enfrentados hoy a algo mucho más grande.
Observen que he dicho ‘revolución del pensamiento’, y les ayudará a no olvidar nunca que de eso se trata. No es un giro de ciento ochenta grados de todas las leyes naturales, aunque a menudo lo parezca. El error que nos ha engañado hasta ahora se hallaba en las mentes de los hombres, no en el mundo externo.
Aunque lo que tengo que decirles puede inducir a confusión, lo hallarán menos confuso si reflexionan primero en el simple pero despreciado hecho de que conocemos tan sólo el mundo exterior; el universo, nuestro patio trasero o nuestras uñas, a través de nuestros sentidos. En otras palabras, conocemos solamente el-mundo-exterior-más-su-observador, el-universo-más-su-observador, el-patio-trasero-más-su-observador, nuestras-uñas-más-su-observador. Eso continúa siendo cierto incluso cuando interponemos instrumentos entre el objeto observado y nuestros sentidos. Pero lo que la humanidad nunca ha tenido en cuenta hasta ahora es hasta qué punto el observador ha conseguido distorsionar el objeto externo y fundar una gran montaña de ciencia y civilización sobre esa distorsión.
Eso es suficiente como prefacio. Ahora les hablaré tan concisa y sencillamente como me sea posible de lo que es esta revolución del pensamiento.
Trabajando con Anthony Wenlock, y más tarde, me temo, trabajando contra él, yo y mis colaboradores hemos descubierto la verdadera naturaleza de la submente, que como ustedes saben, es el antiguo núcleo, históricamente hablando, del cerebro; su contrapartida existía antes de que el hombre se volviera sapiens y existe en los mamíferos superiores. La sobremente es un desarrollo muy posterior, una sorprendente estructura que era única en sus poderes de razonamiento hasta que engendró al computador; pero tenemos motivos para creer que su razón de existir fue la de
deformar y ocultar la auténtica naturaleza del tiempo
a la humanidad. Tenemos ahora la prueba absoluta…, y de hecho la prueba absoluta ha existido siempre, pero nunca había sido reconocida como tal…, de que lo que considerábamos como el flujo del tiempo se mueve en realidad en dirección opuesta a la aparente.
Ustedes saben que Wenlock cambió nuestra antigua visión del tiempo. Refutó la vieja idea monodireccional y con ella la espacialización del tiempo. Yo no tengo ninguna teoría para remplazar ésta; de lo que estoy profundamente cualificado para hablar es de la mente humana. Pero tengo que decirles que nuestros descubrimientos acerca de la mente indican con claridad que el tiempo está fluyendo en la dirección que ustedes llamarían hacia atrás.
Wenlock y yo empezamos con más o menos la misma idea sobre la materia…, una antigua idea. Incluso el gran Sigmund Freud tuvo en el siglo XIX una visión de ella. Dice en algún lugar que los procesos mentales inconscientes carecen de tiempo… Su ‘inconsciente’ era una especie de parodia de nuestra submente; en otro lado dice algo en el sentido de que “hemos hecho tan poco uso en nuestra teoría del hecho de que los sentimientos reprimidos permanecen inalterados por el paso del tiempo”. Fue lo más cercano a lo que había llegado a decir Freud de las represiones, que… asentadas en alguna parte del cerebro, son inmunes al tipo de tiempo inventado por la sobremente.
El siglo siguiente estuvo completamente obsesionado por el tiempo, con multitud de gente sufriendo esquizofrenia, a medida que la división entre sobremente y submente se hacía más notoria. Como ocurre a menudo, los artistas fueron los primeros en revelar la obsesión por el tiempo, o en hablar de ello en términos reveladores; pintores como Duchamps y Degas y Picasso, y escritores como Thomas Mann, Olaf Stapledon, Proust, Wells, Joyce y Woolf… Luego siguieron los científicos, con los descubrimientos de las más pequeñas unidades de tiempo, el milisegundo, el nanosegundo y el attosegundo, estableciéndolas a todas ellas como unidades viables con su propia escala de acontecimientos. Al principio de nuestro propio siglo hemos visto un hinchado tiempo entrar en el lenguaje corriente y es así que hablamos alegremente de megasegundos y de gigasegundos, y consideramos conveniente pensar que el sistema solar empezó a existir hará unos 150.000 tetrasegundos. El más relevante novelista de nuestra época, Marston Orston, creó con
Fullbright
una novela deliberadamente inconclusa de más de cuatro millones de palabras que simplemente describe las acciones de una joven levantándose para ir a abrir la ventana de su dormitorio. Las composiciones de nuestro amigo que reside en el tiempo, Borrow, estoy seguro de que se revelarán igualmente trascendentales.
Todas estas cosas son síntomas de los crecientes y desesperados esfuerzos de la sobremente, oscilando de un lado a otro para mantener su falso control sobre la submente. Mis descubrimientos terminan completamente con su dominio. Resulta que yo aparezco como un instrumento de su caída; soy simplemente la culminación de un proceso que, con retrospectiva, podemos ver iniciado mucho tiempo atrás. San Agustín, en el siglo IV, tiene un famoso pasaje en sus Confesiones, “In te, anime meus, tempora metior…”
Es en ti, mente mía, en donde mido el tiempo. No mido en sí mismas las cosas cuyo paso ha dejado una huella; es la huella lo que mido cuando mido el tiempo
. Agustín casi alcanzó la verdad, y el genio, siempre en más estrecho contacto con la submente, ha parecido a menudo sospechar la verdad.
Pero ustedes pueden ver que estoy hablando de todo esto en los términos antiguos, de la forma en que hemos sido acostumbrados todas nuestras vidas. Ahora voy a parafrasearlo en sus auténticos términos, de acuerdo con nuestro propio concepto del tiempo, tal y como nuestros hijos lo aprenderán.
Tras Wenlock y Silverstone, la verdadera naturaleza del tiempo estaba perdida, y se creía que iba hacia atrás. Debido a que la verdad reposaba únicamente justo bajo la superficie, fue una época de gran inquietud, con los científicos ocupando sus pensamientos con henchidas escalas temporales, mientras un novelista de la época, Marston Orston, llenaba una novela de cuatro millones de palabras con el relato de una muchacha levantándose para ir a abrir la ventana de su dormitorio. Novelistas más modernos, como Proust y Mann, y pintores como Picasso, manifestaron la distorsión del tiempo que estaba siendo digerida por la sociedad. Muchos miembros de esa sociedad, incapaces de aceptar que el tiempo fluía a la inversa, enfermaron mentalmente, a menudo con esquizofrenias.
La sociedad pudo superar el problema refrenando su ritmo y abandonando algunos medios de transporte rápidos, tales como el aeroplano y el automóvil. Al principio de una era más pausada aparece el psicoanalista Freud, que comprendió claramente muchos de los desórdenes temporales, aunque nunca llegara a profundizar en su causa. Tras él, la idea de la submente empezó a volverse nebulosa.
A lo largo de los siglos la población humana fue disminuyendo, y las perturbadoras verdades de la submente quedaron casi enterradas, aunque ocasionales genios las sospecharon, de tal modo que en el siglo IV Agustín estuvo a menos de un paso de la realidad.
Bien, amigos, éste es brevemente el asunto. Os lo he ofrecido sin mucho cómo y ciertamente sin ningún porqué, pero sé que en su conjunto es terrible e indigesto. Antes de que vayamos más lejos, quizá deseen hacerme algunas preguntas…
Silverstone se había levantado para dirigirse a sus cuatro compañeros, apostados instintivamente entre las crípticas formas grises, mirándolo directamente al rostro cuando le escuchaban. Y dejaron caer sus miradas hasta las ambiguas rocas cuando el profesor calló.
Howes fue el primero en hablar:
—San Agustín…, fue una especie de chalado, ¿no? —dibujó una tímida sonrisa—. Así que lo hemos rescatado a usted para que pueda decirle al mundo que hemos tenido el tiempo de espaldas durante todos estos años.