Y más. Estaban en el limbo, pero el pensamiento circulaba entre ellos. O, para expresarlo más exactamente, estaban en un limbo en el que adoptaban las formas de sus pensamientos. Se convertían instantáneamente en lo que pensaban. Y como cada uno de ellos se hallaba en el flujo mental de todos los otros, no poseían existencia excepto como formas-pensamiento.
“Todas las mentes se comunican”, llegó el pensamiento de Wygelia, derramándose sobre ellos como un gran arbusto en floración. “Es extrayendo una porción de ese enorme poder que somos capaces de realizar el viaje mental. ¿Nunca os habéis preguntado cuáles eran las fuerzas que existían detrás del viaje mental? Hubo una época, hace tiempo, en la cual la raza se comunicaba siempre mentalmente, como hacemos nosotros en este momento; pero ahora…, quiero decir en mi época, que está separada de la vuestra por unos pocos años, la humanidad ha dejado atrás esa gloria absoluta y se hunde en el ocaso; o en el Himalaya, para utilizar esta elocuente expresión”.
Pero las pálidas metáforas del lenguaje se convertían aquí en su misma noción, de modo que durante un momento infinito se vieron encarnados en las incansables miríadas de generaciones de hombres y mujeres que se agrupaban hundidas en la luminosidad gris y opaca más allá de las nubes y por encima de las más altas montañas.
Los pensamientos de Ann eran pequeños y estaban aislados, pero vivos como zapatillas de baile sobre un escenario vacío. “¡Wygelia, formas parte de la espléndida realidad que sólo Norman Silverstone vislumbró!” Tras las zapatillas de baile se arrastraban las franjas de luz en el horizonte, hablando de su admiración por aquella mujer más joven y sus habilidades; y tras las franjas de luz, un boomerang plateado cantaba: “Y ni siquiera me siento celosa de tu particular relación con Eddie”.
Los pensamientos de Wygelia volvían, complejos como un copo de nieve pero torbellineando con su fantasía y coloreados con su risa y su malicia. “No tienes que sentirte celosa… ¡Soy lo que tú llamarías la nieta de tu unión con Eddie!”.
Y todos ellos estaban llenos de un concierto de formas que expresaban las entremezcladas emociones, deleite y cierto azoramiento y sorpresa…, y había también algunos pequeños cubos de obsidiana de protesta, originarios de Ann y Bush, aglutinándose con una especie de vivacidad nupcial. Y toda esa sorprendente experiencia se hacía más sorprendente aún debido a que Borrow estaba llenando enormes espacios multidimensionales con pensamientos abstractos, que se convertían en replegadas barras de energía mental que formaban una enorme y transitoria obra de arte. Simultáneamente, Howes y Wygelia intercambiaban pensamientos en forma bilateral. La pregunta del capitán, fluyente como gravilla, era sobre el lugar adonde estaban yendo; la respuesta de ella, vívida y eléctrica, significaba: “Has de saber que ya estamos a varios miles de millones de años más allá del tiempo fanerozoico, en la era de la Descomposición, donde tan sólo las sustancias químicas luchan aún por su existencia… Veréis que Silverstone procede de los últimos días del mundo”.
Pero nuevamente, los débiles pensamientos de Howes llegaron suaves y persistentes como un grano de polen: “Y luego moriremos…”.
Apenas sabían dónde estaban, apenas sabían lo que habían experimentado.
Primero Howes, y luego Borrow, Ann y Bush, se llevaron las manos a la garganta; el oxígeno ya no brotaba de sus filtraires. Habían recorrido tantos geocronos hacia el fin —el comienzo— del mundo, que los gases que son el sustento de la vida humana estaban aprisionados en las rugientes entrañas del globo, en combinaciones no volátiles.
—¡Estáis a salvo! —gritó Wygelia, señalando a sus cuatro congéneres portadores del féretro; habían extraído de sus mochilas unas varillas huecas parecidas a antenas y las habían encendido a modo de antorchas… Despedían una densa humareda—. Tenemos nuestros propios medios de proporcionarnos oxígeno y nitrógeno en estos desolados lugares —dijo—. Además, estamos protegidos de las condiciones exteriores por una esfera de energía que opera en nuestro ámbito entrópico, así que estamos libres de cualquier peligro.
Tranquilizados, pudieron llenar sus pulmones de aire y tomarse el tiempo necesario para examinar los alrededores. La Tierra se debatía en su fin en un estado semilíquido.
Fuera de la esfera protectora y de los límites de la entropía la temperatura era de varios miles de grados centígrados. Estaría amaneciendo, aunque lo más probable era que no existiera en ese planeta delicuescente una noche propiamente tal. Todo alrededor de ellos era un mar de cenizas, parcheado con líneas de radiante luz quebrada. El mar se henchía; las cenizas no eran más que una delgada costra extendida sobre una insondable y purulenta roca en estado de fusión.
El pequeño grupo, con el cuerpo de Silverstone en medio, permanecía de pie en el suelo generalizado del viaje mental que casi coincidía con la superficie de una enorme losa de casi un kilómetro. Como el mar, la roca tenía un suave y constante movimiento; flotaba como un iceberg en el magma, y como un iceberg, terminaría disolviéndose y desapareciendo.
Bush contemplaba la escena. No sentía miedo. No sentía nada. Había archivado por el momento la información de Wygelia de que se casaría…, que se había casado con Ann; por algún extraño truco mental, todo lo que entonces podía recordar era el matrimonio de la pequeña Joan Bush, por oscuras razones, con el hombre que dirigía lo que había sido la tienda de alimentos de su padre. La imagen de la chica, con un amoroso brazo rodeando a su padre, estaba presente en él, quizá suscitada por esta reciente revelación de una relación familiar. Algo que no tenía un nombre más adecuado que el de nostalgia estaba naciendo en él; apenas podía ver que la vida de la pequeña Joan Bush fuera menos importante que la de la Tierra.
Y volviéndose hacia Wygelia, involuntariamente casi interrumpiendo la conversación que ella mantenía con Ann, dijo:
—Tú me has seguido por muchos lugares… Conoces el pueblo minero y a Joan, y viste lo que le ocurrió a Herbert… Wygelia asintió.
—Allí empezaste realmente a conocerte… O, según mis términos, allí te perdiste.
—¿Estoy en lo cierto? Según tus términos, lo ocurrido en Breedale es menos trágico que según los míos…
—¿En qué aspecto?
—Viste cómo fue el final de Herbert, ¿no? Las cosas fueron haciéndosele más y más insoportables… Su única salida era cortarse la garganta y correr ensangrentado a morir en el jardín. Y el final de su esposa fue igualmente desdichado… Joan, creo que se casó más por dinero que por amor, lo cual no podía aportarle más que desgracias. Y esa historia, en su generación, puede multiplicarse miles de veces, ¿no?
—Bueno, contemplemos ahora lo que en realidad ocurrió, sin las lentes enmascaradoras de la sobremente. Joan emerge de su matrimonio sin amor y vuelve a casa un día para descubrir a su padre inmóvil entre la maleza, a punto de nacer. Su madre volverá a la vida del mismo modo, y su desgraciado embarazo se detendrá a su tiempo. El hombre acudirá a devolverles su pequeña tienda. Rejuvenecerán. La mina vuelve a funcionar, todo el mundo trabaja. Gradualmente, la familia disminuye, las cargas se aligeran, la esperanza aumenta. Joan, presumimos, penetra en una infancia feliz y finalmente entra en su madre, que vuelve a ser joven y bonita. No hay tragedia, y mucho menos desesperación.
—Ahora entiendo por qué ese período que pasé en Breedale fue tan vital para mí. Vi cómo la mayor parte del pecado es resultado de la miseria humana; fue la miseria, y sobre todo la miseria de la
incertidumbre
, lo que me hizo cometer los actos más bajos de mi vida. Una vez liberado de la sobremente, cualquiera, todos nosotros, deja de sufrir la incertidumbre, porque conoce el futuro. Lo que le ocurrió a Joan, una amante criatura que finalmente reniega del amor, es la historia de todo el mundo bajo el dominio de la sobremente.
Así que…, dime qué terrible aflicción hizo caer la sobremente sobre la humanidad. ¿Qué ocurrió en el Himalaya?
Borrow dijo suavemente:
—Desconozco tu experiencia particular con Joan, Eddie, pero ésa, precisamente, era la pregunta que le iba a hacer a Silverstone…, y a Wygelia. ¿
Por qué
todo esto, en nombre del cielo, desde la Edad de Piedra hasta nosotros?
—Merecéis una respuesta, y os la daré tan sencillamente como pueda, intentando expresarla en vuestros términos —dijo Wygelia; antes de continuar miró el rostro sereno de Norman Silverstone, como si quisiera tomar fuerzas de allí—. Nada se os ha dicho todavía del largo pasado de la raza humana…, el futuro, tal como habéis aprendido a considerarlo. Pero debéis saber que ese pasado es extremadamente largo…, una docena de criptozoicos sucesivos cubriendo incalculables épocas. El crecimiento de la sobremente fue algo rápido…, no cubrirá más que dos o tres generaciones.
La sobremente nació de la primera alteración mental seria jamás conocida…, ya que nosotros no hemos tenido la historia de la tragedia y del sufrimiento mental y del dolor que vosotros sí habéis tenido, a vuestro lado del Himalaya. Esa alteración nació de la comprensión de que el fin de la Tierra se estaba acercando. No podéis imaginar el poder o la gloria de nuestra raza, ya que aunque sois hijos nuestros —y nosotros los vuestros— y no ha habido ruptura en la sucesión, nosotros existimos, sin embargo, bajo leyes naturales distintas de las vuestras, como explicó Silverstone, y hemos sido creados con ellas…, bueno, muchas cosas que vosotros consideraríais demasiado milagrosas como para ser creíbles, de las que el viaje mental a una escala formidable es apenas una de ellas. Veníamos de ser una raza casi perfecta… Vosotros diréis “seremos”.
¿Podéis imaginar la amargura que puede experimentar un pueblo al darse cuenta en sus mejores días de que el planeta en que vive va a morir, así como el sistema del cual forma parte? Nosotros no estábamos como vosotros templados por incontables males. No conocíamos el dolor, y una epidemia se hizo de nosotros…, una repelencia al tiempo, que nos condujo al borde de la catástrofe.
Pensamos que se trataba de una enfermedad evolutiva. La generación siguiente a la nuestra, o en todo caso la próxima, nació (murió, como diríais vosotros) con la polaridad temporal de la parte superior de su mente invertida, de tal modo que percibían las cosas como las percibís vosotros, porque ellos sois vosotros.
Y ahora podemos ver que esta inversión es la más grande misericordia que…
—¡Espera, Wygelia! —dijo Bush—. ¿Cómo puedes llamarle misericordia a eso cuando admites que si nosotros, que si el pueblo de Breedale, pudiera ver sus vidas del modo correcto serían mucho más felices? ¡Y es lo mismo a través de toda la historia conocida, a través de todas las civilizaciones antiguas!
Wygelia le respondió firmemente, sin la menor vacilación:
—Le llamo misericordioso porque tenéis la distracción de vuestras pequeñas desgracias para ocultaros la mayor de todas.
—¡No puedes decir eso! ¡Piensa en Herbert Bush saliendo al jardín con su garganta chorreando sangre! ¿Hay mayor desgracia que ésa?
—Sí. La desgracia de ser plenamente consciente de que vuestras gloriosas facultades os están abandonando una tras otra, generación tras generación; de ver que los ingenieros construyen aparatos cada vez más burdos, que los gobiernos pierden sus luces en favor de la esclavitud, que los constructores derriban confortables casas y levantan otras menos adecuadas, que los químicos degeneran su ciencia a torpes intentos de transmutar un metal en oro, que los cirujanos dejan sus sofisticados equipos a cambio de sierras, que los ciudadanos olvidan sus escrúpulos para correr a los ahorcamientos públicos…, y todo eso unas pocas y patéticas generaciones después de que hayáis desaparecido en el seno de vuestras madres. ¿Podríais soportar eso? ¡Es la senectud de toda una especie! ¿Podríais soportar el ver que los últimos rudimentos de la agricultura desaparecen ante un mugriento nomadismo? ¿Podríais soportar el ver que las chozas son cambiadas por burdas cavernas? ¿Podríais soportar el ver que la mirada humana se apaga a medida que la inteligencia la abandona?
Y luego todo lo demás entrando también en la senectud, incluso las plantas, incluso los reptiles y los anfibios. Con el viaje mental, sois capaces de ir a verlos trepar a tierra firme y poblarla. ¡Por cínicos que seáis, eso ha debido daros firmeza y esperanza! Pero suponed que veis ese proceso bajo la lucidez de nuestros ojos. ¿No amaríais a los pesados anfibios pérmicos, por burdos que fueran, sabiendo que son el símbolo de la grandeza que pobló un buen día la Tierra? Y cuando esos anfibios se sumerjan en el barro y en los pantanos y se conviertan en cosas con aletas, ¿no lloraréis? ¿No lloraréis cuando las últimas pseudoalgas marinas verdes se deslicen por última vez de las rocas hacia el caliente mar? ¿…y cuando desaparezcan los trilobites? ¿…y cuando la vida muera en el lodo?
¡Ese terrible proceso, la senectud de la Tierra, no podrá ser invertido jamás! La humanidad deberá seguir el duro camino hasta el elusivo mundo sin mente de la selva, la selva que bajo la ineluctable marea del tiempo deberá reducirse a algas, y todo eso disolverse en el fuego y las cenizas que vemos a nuestro alrededor. No hay escapatoria…, ¡ninguna esperanza de escapatoria! Pero la sobremente cayó como un visor y protegió a la humanidad de tomar conciencia del completo horror de esta última decadencia.
Enterraron a Silverstone allí. O, tal como habían empezado a ver las cosas, recibieron su cuerpo de la naturaleza… Y aquel mundo mucilaginoso de rocas en fusión era el rostro más salvaje de la naturaleza que cualquiera de ellos haya podido ver en su vida.
La esfera de fuerza era manipulada por Wygelia. Las parihuelas que transportaban el cuerpo del profesor fueron depositadas en la parte inferior, lo que hizo que la esfera se deformara, englobándolas ampliamente. El globo se cerró por sí solo y se separó del resto, como una burbuja de vidrio soplado. La burbuja, con el cuerpo dentro, derivó sin rumbo por la losa flotante, se balanceó sobre el océano de cenizas y entró en contacto con él. Inmediatamente, un gran chorro, un bloque de llamas líquidas, brotó desde una gran altura en el denso aire. La burbuja estalló y desapareció. Todo terminó, excepto una gran línea de luz que hendió por unos momentos la gelatinosa extensión del magma antes de desaparecer.
Con voz emocionada, Howes dijo:
—Tendríamos que haber traído una corneta. Habríamos podido dedicarle el Toque de Queda.