—No empecemos con eso de nuevo.
—¿Qué es lo que ha hecho Bolt por el Instituto?
—Prospera, desde todo punto de vista. Por supuesto, no sé nada. No tiene nada que ver conmigo. He oído decir que sigue una línea de acción más bien militar.
—Tengo que dar mi informe. Es lo primero que haré mañana, o me van a despedir.
—¿No vas a volver al pasado? El nuevo gobierno va a organizar todo eso. Actualmente hay tanta gente viajando mentalmente que los índices de criminalidad están aumentando incluso allá abajo. El carnicero le dijo a la señora Annivale que dos tipos fueron asesinados en el pérmico la semana pasada. El general Bolt ha dispuesto una patrulla de policía en viaje mental a fin de mantener el orden.
—Hay orden suficiente. Yo nunca vi ningún crimen. Unos cuantos miles de personas esparcidas a lo largo de millones de años…, ¿qué mal pueden hacer?
—La gente no está esparcida, ¿o sí? De todos modos, si tienes intención de volver atrás yo no puedo detenerte. ¿Por qué no te instalas aquí y haces algunas composiciones y esas cosas, y ganas algo de auténtico dinero? Todos tus útiles están en el estudio. Puedes vivir aquí.
Bush sacudió la cabeza. No podía hablar de su trabajo. La bebida estaba consiguiendo que el cuello volviera a dolerle. El oído le zumbaba. Quizá lo que más deseaba era un buen sueño. Al menos aquí podría conseguir eso; parecía que la intimidad de su padre muy pocas veces era invadida.
Alguien golpeó fuertemente la puerta de entrada en el momento en que Bush dejaba su vaso sobre el amplio brazo del sillón.
—Dice muy claro: “Llame y entre”, ¿no?
Pero papá Bush se había puesto pálido.
—No es ningún paciente. Probablemente sean los militares. Será mejor que vayamos a ver. Ted, baja conmigo, ¿quieres? Puede que sea para ti. Yo no he hecho nada. Guardaré solamente esta botella debajo del sillón; se han vuelto muy estrictos sobre el mercado negro, malditos sean. ¿Qué querrán? No he hecho nada. Apenas salgo de casa… —bajó las escaleras murmurando, con su hijo pegado a sus talones.
El perentorio golpear sonó de nuevo antes de que hubieran llegado abajo. Bush pasó delante de su padre en la sala de espera y abrió la puerta con brusquedad.
Dos hombres armados y uniformados estaban de pie en el umbral. Llevaban cascos de acero y su aspecto era de todo menos pacífico. Un camión aguardaba en la calle detrás de ellos, con el ruidoso motor en marcha.
—¿Edward Lonsdale Bush?
—Soy yo. ¿Qué desean?
—No ha presentado su informe al Instituto Wenlock tras haber sobrepasado el límite de tiempo de su viaje mental. Se ha metido usted en problemas; síganos.
—Mire, sargento, ahora precisamente iba al Instituto.
—Por el camino más corto, ¿no? Ha estado usted bebiendo, ¡se huele a un kilómetro…! ¡Síganos!
Bush se volvió y tomó su mochila de la mesa llena de revistas.
—Todas mis notas están aquí, se lo aseguro; precisamente ahora iba…
—No discuta, o lo acusaremos de incitar al tumulto y terminará mirando el pelotón de ejecución desde el lado malo. ¡En marcha, aprisa!
Miró a su alrededor, desesperado, pero su padre había retrocedido a la oscuridad y no era visible. Los guardias acompañaron a Bush a lo largo del sendero, cruzaron la medio derruida pared de ladrillos donde había sido cometida la violación, lo empujaron al interior del camión que aguardaba, cerraron la puerta tras él. El camión se puso en marcha.
A Bush le pareció extraño que durante el viaje no perdiera el tiempo preocupándose en lo que le iría a pasar. Pensaba en cambio cariñosamente en su padre. El viejo estaba de espaldas contra la pared, era digno de compasión. Sus días de dudoso esplendor habían quedado atrás, la situación se había invertido…, o se iba a invertir si Bush no volvía nunca a aquella pequeña y descuidada casa.
Aunque sus heridas familiares eran incurables, aquel mero hecho significaba que existían inexplicables golfos de calma entre las tormentas, golfos llenos de la mejor de las paces, la paz de la indiferencia, cuando todas las cosas horribles han sido dichas. Era como el tema del incesto que popularmente se suponía yacente bajo todas las disputas familiares; una mezcla de las mejores y más dulces y de las peores prohibiciones.
Entonces empezó a pensar en la muerte de su madre, examinando sus reacciones. Seguía en ello cuando el camión se detuvo violentamente y lo hizo deslizarse a lo largo del banco hasta golpear con un chasquido contra las puertas traseras, que se abrieron. Bush cayó a medias afuera.
Mientras permanecía con las manos apoyadas contra el suelo, antes de que sus captores lo levantaran, echó una rápida mirada a los deprimentes alrededores de la parte trasera del camión. Habían cruzado una barrera situada en una alta pared de cemento, y en ese momento volvía a cerrarse. Había rígidos guardias en la puerta, y otros deambulaban por las inmediaciones de un par de barracones adosados a la pared. El suelo, como si lo hubieran limpiado recientemente, estaba lleno de grava.
Los dos soldados lo hicieron rodear el camión y dirigirse hacia la entrada de un gran pero no imponente edificio. Incrédulo, Bush lo reconoció como el Instituto Wenlock.
La confusión latente en toda mente que se ha movido entre tiempos distintos y experimentado el ayer como el mañana y el mañana como el ayer surgió y lo dominó. Por un momento, no pudo creer que estuviera en el año correcto. El Instituto había estado situado en una tranquila calle secundaria, con un aparcamiento para coches a un lado y edificios en el otro, y tenía enfrente una compañía de seguros que hacía buenos negocios con los viajeros mentales.
Penetró en el Instituto antes de haber hallado la sencilla respuesta. Bajo el régimen del ilustre general Peregrine Bolt, el Instituto había crecido en status; su padre se lo había advertido. Simplemente habían demolido el resto de la calle y edificado un muro alrededor del lugar para que el Instituto fuera entonces fácilmente defendible y se pudiera controlar a cualquiera que entrara o saliera.
Por dentro, el Instituto había cambiado muy poco. Evidentemente pasaba por un período de prosperidad; la iluminación era mejor, e igualmente el revestimiento del suelo. Se había instalado un circuito cerrado de televisión cuyas esferas transmitían regularmente coloreados mensajes. La recepción había sido considerablemente ampliada; tras el enorme mostrador había ahora cuatro hombres uniformados. El hastío y la inquietud generados por sus uniformes hacían más por transformar la sencilla atmósfera de antes que todos los otros cambios juntos.
Los guardias presentaron un trozo de papel. Uno de los recepcionistas dijo algo en un teléfono insonorizado. Aguardaron. Finalmente, el recepcionista asintió, colgó y dijo:
—Habitación Tres.
Los guardias condujeron a Bush hacia la Habitación Tres —un cubículo en el corredor principal— y se fueron.
La habitación estaba vacía a excepción de dos sillas. Bush permaneció de pie entre ellas, aferrando su mochila, escuchando. Aunque no podía explicárselo, tenía la impresión de que todo iba a salir bien; todos los horrores que había tenido en mente de puñetazos en la boca, patadas en los testículos y demás rasgos característicos de los regímenes totalitarios estaban lejos. Quizá sus captores habían dado simplemente órdenes de traerlo hasta allí lo más rápidamente posible para rendir su informe. Esperaba que Howells estuviera aún; él era quien siempre recogía su informe y —Bush había reconocido los síntomas hacía mucho tiempo— el hombre lo admiraba y sentía por él una secreta envidia.
La ansiedad hacía que respirara aprisa y levemente. La habitación era como una caja pequeña, y lo estaban haciendo esperar un tiempo sospechosamente largo.
Seguro que iba a verse en problemas. Si al menos pasaran por alto el año en que se había excedido…, si pudieran comprender que había tenido la intención de regresar, de trabajar correctamente, de informar. Era el mejor viajero mental que tenían.
Pero si no era el viejo Howells sino algún hombre nuevo… —el cerebro de Bush tomó otro camino—, que no supiera que había rebasado su período establecido… Pero un hombre nuevo, un totalitario, uno de los hombres de Bolt…
Absolutamente ignorante de todo acerca de la situación política imperante, excepto las pocas palabras que su padre había dejado escapar, Bush empezó a montar en su cabeza un terrible argumento en el cual era brutalizado y a la vez infligía humillación a otros. Era como si, con la muerte de su madre, su mente necesitara encontrar otras complicaciones para alimentarse con ellas. Los recientes acontecimientos, el encuentro con la pandilla de Lenny, el inesperado golpe de Stein, la impresión de descubrir cómo Borrow había alcanzado tan sin esfuerzo lo que él siempre había deseado, la noticia de que su madre había muerto hacía unos meses…, todo eso era demasiado para él. Temió ser incapaz de soportar más.
Bush se sentó en la silla del rincón y dejó que el universo golpeara y se estremeciera a su alrededor con la cabeza entre las manos.
Cosas indescriptibles lo atravesaron precipitadamente. Como galvanizado por una descarga, se quedó rígido. La frágil puerta se abrió; un mensajero, inmóvil en el umbral, esperaba. Había algo raro en los ojos de Bush, que no podía ver claramente al hombre.
—¿Desea que haga mi informe ahora? —preguntó, poniéndose de pie de un salto.
—Sí. Sígame.
Tomaron el ascensor hasta el segundo piso, donde Bush acudía normalmente a informar. Un terror macabro se apoderó de él, la premonición de un grave mal. Tenía la impresión de que el auténtico interior del Instituto era distinto, que había variado de alguna forma; las perspectivas y sombras se habían vuelto más inhumanas aún, los ascensores más crueles, con sus rejas metálicas cerrándose sobre Bush como colmillos. Cuando salieron al pasillo superior estaba sudando.
—¿Vamos a ver a Reggie Howells?
—¿Howells? ¿Quién es? Ya no debe trabajar aquí. Nunca oí hablar de él.
La sala de informes era tal como la recordaba, excepto por la telesfera y una o dos instalaciones que le conferían una atmósfera de secreto y desconfianza. Había sillas a ambos lados de la mesa, cuadernos de informes, una telepantalla que zumbaba inútilmente en un rincón. Bush, aún de pie, abría y cerraba los puños cuando Franklin entró.
Franklin había sido el asistente de Howells; era pálido de aspecto porcino, con carne de gallina y vista enfermiza. Los ojos le flotaban tras las pequeñas gafas con montura de acero. Nunca fue una persona grata… Bush recordó en ese momento que jamás le había simpatizado, ni que alguna vez hubiera intentado congraciarse con él. Sin embargo esta vez lo había saludado casi efusivamente… Era un alivio inesperado encontrar un conocido, aunque fuera Franklin. Se lo veía más gordo, más grande… Por lo menos, unos treinta centímetros más alto.
—Siéntese y póngase cómodo, señor Bush. Deje la mochila.
—Siento no haber venido a rendir mi informe inmediatamente, pero mi madre…
—Sí. El Instituto funciona ahora mucho más eficientemente que cuando estuvo usted aquí por última vez. En adelante, venga a informar
directamente
aquí apenas regrese. Obedezca esta regla y no tendrá nada que lamentar. ¿Comprendido?
—Sí, muy bien, entiendo. Lo recordaré. He oído que Reggie Howells se ha ido. Eso es lo que me ha dicho el mensajero.
Franklin lo miró y entrecerró ligeramente los ojos.
—A decir verdad, Howells fue fusilado.
Bush no pudo saber exactamente por qué, pero la frase ‘a decir verdad’ fue lo que más le impresionó de la afirmación; ¡era tan coloquial para encajar en el contexto del resto…! Prefirió callar prudentemente y no decir nada más respecto a Howells. Al mismo tiempo, llegó a la conclusión de que lo que más deseaba hacer era lo más imprudente imaginable: darle a Franklin un puñetazo en su porcina nariz.
Para ocultar su confusión, Bush dejó su gastada mochila sobre la mesa y empezó a abrirla.
—Yo la abriré —dijo Franklin, tirando de la mochila hacia sí; la puso bajo un aparato a su derecha, miró un panel situado encima, gruñó algo, y la abrió desgarrándola, esparciendo el contenido entre los dos. Ambos contemplaron el modesto batiburrillo que había acompañado a Bush durante todo aquel largo período.
Bush sintió, acompañado de aprensivos estremecimientos, que su vientre se contraía. También tenía deformado el sentido del tiempo, como cuando Stein lo golpeó. Franklin husmeaba entre los objetos esparcidos sobre la mesa, con movimientos de brazo perfectamente controlados, un esquema polidimensional movido por una serie de intrincadas relaciones entre los sistemas nervioso y muscular y las fuerzas gravitatorias, en el que intervenían también la presión del aire y los juicios ópticos. Era un ejercicio de mecánica anatómica de libro de texto; mientras lo contemplaba, pudo ver la burda subestructura del gesto. El húmero avanzaba, el cúbito y el radio se elevaban a partir de él, la muñeca se doblaba, los huesos de los dedos se extendían como las lisiadas alas de un pájaro; bajo la manga de sarga azul bullía la linfa.
Disgustado, Bush levantó la vista hacia el otro; los ojillos astigmáticos seguían mirándolo, aislados tras las gafas…, pero el rostro era un desnudo ejemplo diagramático de cráneo, con una parte de la carne retirada para revelar los dientes, el paladar y los intrincados detalles del oído interno. Una serie de flechitas rojas se desplegaban por el aire a partir de las entreabiertas mandíbulas en dirección a Bush, indicando el sentido del flujo respiratorio del organismo mientras decía:
—Grupo de Familia.
Lo leía en una hoja de papel que había recogido del esparcido montón sobre la mesa. El papel había sido enrollado. El organismo lo estaba aplanando y lo examinaba.
La figura era un somero esbozo a color que mostraba un desolado paisaje con un mar de metal; de un sol, de un árbol, brotaban rostros. Lentamente, Bush se dio cuenta de que se trataba de algo que había realizado en el devónico; él mismo había garabateado el título que el organismo acababa de leer en voz alta.
Cerró los ojos y sacudió la cabeza de un lado a otro. Cuando volvió a mirar, Franklin parecía otra vez normal, con su anatomía decentemente cubierta por su traje. Había enrollado de nuevo el dibujo y lo había dejado de lado con disgusto.
Se puso a examinar más bocetos…, una serie que Bush había realizado en un bloc y que representaban formas crípticas que nunca se habían transmutado en algo reconocible. Las había apilado en la página con intención de hacerlas más inaprensibles aún, desafiando el sentido monodireccional, violando todas las duraciones.