—No te preocupes por Lenny —dijo Ann—. Está de mal humor —lo miró; su figura no era realmente nada del otro mundo, se dijo él, e iba sucia y desaliñada, pero no dejaba de estremecerse. El aislamiento del viaje mental podía producir una completa disociación del carácter; ya en viaje, no se podía tocar nada, oler nada, oír nada, excepto los compañeros de viaje. Aquella chica… ¡Era como el menú de un banquete! Y había también algo más…,
algo
que no conseguía determinar.
—Ahora que los que no desean discutir temas vitales se han marchado, podemos sentarnos y charlar —dijo el hombre mayor. Quizá fuera tan sólo aquella expresión irónica, o tal vez en cierto modo estuviera burlándose…
—Creo que ya he permanecido aquí demasiado tiempo. Me voy —para su sorpresa, el hombre avanzó y le estrechó la mano—. Frecuenta usted extrañas compañías —dijo Bush; no se sentía particularmente interesado en aquel tipo, quien quiera que fuese.
Echó a andar a lo largo de la playa en dirección a su solitario campamento. Su mente estaba llena del deseo inútil de intentar algo con la amiga de Lenny… La cosa oscura sobre el mar había desplegado sus monstruosas alas y luchaba por apoderarse de la tierra. Repentinamente sintió lo estéril de establecer al Hombre en tan gigantesco universo y luego dejarlo que lo desafiara… O insuflarle deseos que no podía controlar ni cumplir.
—No llego a acostumbrarme al hecho de no poder tocar nada del mundo real —dijo Ann—. Es algo que verdaderamente me molesta. Yo…, ya sabes, tengo la impresión de no existir —caminaba junto a él, podía oír el sonido de las botas palmeando contra sus piernas.
—Yo me he adaptado. Es el olor de este lugar lo que me falta. Los filtraires no nos proporcionan el menor asomo de los olores de esto…
—La vida nunca nos da lo suficiente.
Bush se detuvo.
—¿Tienes que seguirme? Me meterás en problemas. Será mejor que vuelvas con tu amigo…, puedes ver que no soy tu tipo.
—Todavía no lo hemos comprobado.
Se miraron por un momento con expresión desesperada, como si algo tremendo tuviera que ser resuelto en silencio. Siguieron andando. Bush tenía ya su decisión; o mejor dicho, no tenía ninguna decisión. Había huido de él, anegada en el océano de su flujo sanguíneo, en las mareas donde le parecía debería surgir la nueva dirección a seguir. Se abrieron camino juntos en el lecho del río, apresurándose a lo largo de la orilla, sujetándose fuertemente las manos. Sólo momentáneamente fue consciente de lo que estaba haciendo.
—¿Qué ocurre contigo?
¡Estás loca!
¡Estás loco!
Avanzaron apresuradamente sobre un lecho de grandes conchas rotas. Habría podido cortarse una mano con cualquiera de ellas. Las había visto anteriormente en el libro de consulta. Fragmoceráticas. Primero pensó que eran dientes de algún tipo de animal, no los abandonados hogares de un cefalópodo primitivo. Silurianos, quizás, agudizados por el mar para tomar su sangre cuaternaria, si el viaje mental no hubiera erigido aquella impenetrable barrera entre lo-que-había-sido y lo-que-era. Las conchas no se aplastaron cuando él y la chica pasaron sobre ellas. Mirando hacia abajo en su fiebre, vio que sus pies flotaban sobre las conchas, pisando el esponjoso suelo perteneciente más a su propia dimensión que al período devoniano…, una especie de mínimo común denominador de los suelos.
Se detuvieron en una cañada, al abrigo. Se aferraron uno al otro. Se miraron intensamente bajo la declinante luz. ¿Cuánto estuvieron así? ¿Qué se habían dicho? Todo se escapaba de la mente de Bush…, excepto una observación de ella:
—Estamos a millones de años de nuestro nacimiento… Deberíamos sentirnos libres para actuar, ¿no?
¿Qué había respondido él, que tuviera valor para ella…, que pudiera constituir una ofrenda? Recordaba tan sólo que la había empujado al suelo, quitado sus farragosas botas, ayudado a quitarse los pantalones y luego haberse quitado los suyos. Ella procedía como si la hubieran conectado a una sobremarcha; estuvo inmediatamente, absoluta e irresistiblemente dispuesta para él, a recibirlo enérgicamente.
Luego recordó con obsesión, una y otra vez, el gesto particular con que ella había levantado una doblada pierna para recibirle en su abrazo, y su sorpresa y su gratitud al descubrir que en cualquier lugar del rugiente abismo de los siglos había aquella dulce cavidad donde cobijarse.
Mientras descansaban, oyeron las motocicletas rugir como frustrados animales. Aquello simplemente los impulsó a hacer de nuevo el amor.
—¡Hueles tan condenadamente bien…! ¡Eres hermosa! —recordó que aún estaban medio vestidos, así que le quitó la blusa y la túnica para besarle los pezones.
—Deberíamos ir siempre desnudos como los salvajes… Lo somos, ¿verdad, Bush?
—Dios santo, sí. No tienes idea de lo lejos de un salvaje que soy habitualmente. Dominado por mi madre, lleno de dudas y temores… ¡Lo contrario de tu Lenny!
—¿Él? ¡Está chiflado! Tiene realmente miedo… Miedo de todo esto…
—¿…de hacer el amor, quieres decir? ¿O del mundo del espacio/tiempo?
—De eso, sí. Bajo su superficie, tiene miedo de todo. Su viejo le pegaba todo el tiempo.
Sus rostros estaban muy juntos. Eran más tenues que la oscuridad que les crecía alrededor, sumergidos eternamente en las complejidades de sus propias mentes.
—Tengo miedo de él, lo tuve cuando aparecisteis por primera vez. ¡Creí que ibais a echaron encima mío para golpearme! Es hermoso… ¿Qué ocurre, Ann?
Ella se había sentado, y comenzó a ponerse la túnica.
—¿Tienes un cigarrillo? No he venido aquí para oír lo gallina que eres. ¡A la mierda con eso! Vosotros los hombres sois todos iguales… ¡Siempre tenéis algo estropeado!
—¡No somos todos iguales! ¡No lo somos en todos los aspectos! Mira, ahora es tiempo de que hable. No he hablado en intimidad con nadie desde hace meses. He estado encerrado en el silencio. Y nada que tocar… Uno termina perseguido por fantasmas. Realmente debería regresar a 2090 para ver a mi madre, pero voy a tener problemas cuando vuelva… Hacía mucho que no hacía el amor con una chica…, honestamente, empezaba a imaginar que me estaba volviendo afeminado o algo así.
—¿Qué te hace decir esto? —preguntó Ann ásperamente.
—El deseo de ser honesto mientras pueda. Es un lujo, ¿no?
—¡Bueno, ya basta, si no te importa! ¿Crees que voy a lloriquear en un hombro y a contarte también un montón de estupideces? No vine aquí contigo para eso.
Momentos antes, Bush no sentía más que amor hacia ella. Ahora se veía desbordado por la irritación. Le tiró sus ropas.
—¡Ponte tus pantalones y lárgate a reunirte con tu estúpido amiguito si es eso lo que sientes! ¿Por qué me seguiste, en primer lugar?
Ella, pasando por encima de la irritación de Bush, le puso la mano sobre un brazo.
—He cometido un error. Creí que serías distinto —le echó a la cara una bocanada de humo—. No te preocupes, he disfrutado con el error. ¡Lo haces bien, aunque te creas afeminado!
Bush se puso de pie y se subió los pantalones indignamente, rabiando… contra sí mismo más que contra Ann. Se volvió; Lenny estaba recortado contra el cielo color limón. Dominándose, se subió la cremallera y le hizo frente.
Lenny volvió la cabeza y llamó a los otros treintones:
—¡Está aquí!
—¡Ven a buscarme si quieres algo de mí! —dijo Bush; tenía miedo… Si le rompían los dedos, nunca volvería a trabajar con calidad. O si lo cegaban. Por allí no había patrullas de la policía; podían hacer lo que quisieran con él, tenían todo el inmenso devónico para hacerlo pedazos. Luego recordó lo que había dicho Ann; Lenny también tenía miedo.
Avanzó lentamente; Lenny tenía algo contundente en la mano, una llave inglesa, al parecer. Sin embargo, lo percibió vacilante cuando le gritó:
—¡Voy por ti, Bush! —Lenny miró por encima del hombro para ver si los otros lo apoyaban.
Pero Bush, sin más, saltó sobre él, lo apretó entre sus brazos y lo zarandeó salvajemente. El treintón era sorprendentemente liviano, y trastabilló cuando Bush lo soltó. Cuando Lenny levantó la llave inglesa, Bush lo golpeó en el rostro e inmediatamente dio un paso atrás, como si con eso ya tuviera bastante.
—¡Golpéalo de nuevo! —gritó Ann.
Lo golpeó de nuevo. Pero Lenny le envió una patada a la rótula. Bush cayó, agarró las piernas de Lenny y lo tiró también al suelo. El treintón levantó de nuevo la llave inglesa, Bush le sujetó la muñeca, y ambos rodaron, luchando. Finalmente Bush consiguió colocar un rodillazo contra la entrepierna del otro, y Lenny abandonó la lucha. Jadeante, Bush se puso de pie, sujetándose la rodilla. Los otros cuatro miembros de la pandilla estaban alineados cerca de él.
—¿Quién es el próximo? —preguntó; al ver que no tenían ninguna intención de moverse, les señaló al jefe—. ¡Llévenselo! ¡Sáquenlo de aquí!
Se movieron dócilmente. Uno de ellos dijo, malhumorado:
—Eres un bravucón. Nosotros no te habíamos hecho nada. Ann es la chica de Lenny.
El deseo de luchar lo abandonó. Desde ese punto de vista, tenían toda la razón de verlo así. De acuerdo, los modales del grupo no le habían gustado desde el principio, pero posiblemente ellos eran menos responsables de lo que él había prejuzgado.
—Me voy —anunció—. ¡Lenny, puedes quedarte con tu chica!
Ya era tiempo de viajar de nuevo. Iría a un lugar tranquilo, y luego viajaría a otro tiempo y lugar. Echó a andar hacia las colinas, y frecuentemente miraba hacia atrás para asegurarse de que no lo seguían. Al poco rato oyó las motocicletas; el ruido lo hizo consciente de la fuerte impresión de soledad que tenía. Se volvió a mirar cómo las luces láser se desvanecían a lo largo de la orilla. La fantasmagórica Dama Oscura estaba allí; las luces se extinguían a través de su silueta. No le cupo duda de que ella estaba cumpliendo una misión, y de que venía de algún muy remoto futuro. Más allá de las órbitas de sus ojos las estrellas del Boyero brillaban…
Hubo un ruido cerca, que le indicó la presencia de alguien de su propio continuum, fundido con él por todo el resto del tiempo. La chica lo seguía.
—¿Tu amiguito no quiso llevarte?
—¡No seas así, Bush! Quiero hablar contigo.
—¡Oh, Dios!
La tomó del brazo y la arrastró consigo en medio de la oscuridad. Al menos no había obstáculos para andar sobre el suelo generalizado.
Sin decirse palabra, subieron hasta donde estaba su tienda y se metieron dentro.
Cuando se despertó, ella se había ido.
Permaneció tendido un largo rato mirando el techo de la tienda, preguntándose si le importaba mucho. Necesitaba compañía, pero nunca se sentía completamente a gusto cuando la tenía; necesitaba una mujer, pero nunca se sentía feliz con ninguna. Deseaba hablar, aunque supiera que la mayor parte de las conversaciones tenían que admitir la incomunicación.
Se lavó y vistió y salió. Ni el menor rastro de Ann. Aunque, por supuesto, en viaje mental nadie deja algún rastro tras de sí… El caso es que la vegetación de un verde intenso estaba intacta por todos lados, pese a que Bush había andado sobre ella docenas de veces para ir a visitar a los crosopterigios.
El sol brillaba. Su enorme y constante horno derramaba su calor sobre un mundo donde los depósitos de carbón aún no estaban formados, en previsión del período de cosecha para su combustión. Bush sentía dolor de cabeza.
Por un instante permaneció allí, de pie, rascándose, preguntándose el origen de su dolor: las excitaciones del día anterior, o la implacable presión de los vacíos eones. Se inclinó por lo segundo. Nadie podía decir que se viviera realmente en aquellos siglos desiertos; él y los treintones y los demás podían viajar hasta allí, pero sus relaciones con el actual devónico eran meramente tentativas. El Hombre había conquistado el paso del tiempo; al menos, los intelectuales del Instituto Wenlock lo habían hecho… Pero mientras pasaba, el tiempo no era más que un tic (¿tic tac?) del homo sapiens, con el universo inviolado por aquel logro.
—¿Vas a hacer una composición de mí?
Bush se volvió. La chica estaba de pie por encima de él, a unos pasos de distancia. Debido a que la dimensión cambiaba entre ellos, y el mundo filtraba parte de la luz, Ann parecía sombría y espectral. Apenas le podía ver el rostro; el viaje mental los había reducido a todos a la condición de espectros, incluso para ellos mismos.
—Pensé que te habías vuelto con tus amigos…
Ann descendió hacia él. Hacía oscilar distraídamente su filtraire. Con la túnica abierta y los cabellos despeinados, se parecía más que nunca a un vagabundo. Palpando los bíceps de Bush, dijo:
—¿
Esperabas
que me hubiera ido…, o
temías
que me hubiera ido?
Bush frunció el ceño, intentaba descubrir a qué se parecía realmente ella. Las relaciones humanas lo agotaban; quizá por eso fuera que había permanecido tanto tiempo allí, lejos en el vacío del exhausto tiempo.
—No puedo comprenderte, chica. No te ofendas. Es como mirar a través de un vidrio de doble refracción. Nadie es nunca como parece ser.
Ella abandonó la dureza de su mirada y lo observó casi conmiserativamente.
—¿Qué es lo que te corroe, cariño? Algo muy profundo, al parecer…
Su compasión pareció reabrir una herida.
—No puedo explicártelo. Las cosas están tan confundidas en mi cabeza… Todo está embrollado.
—Cuéntamelo, si te hace bien hacerlo. Tengo todo el devónico del mundo por delante.
Bush sacudió la cabeza.
—¿Qué es lo que dijo ayer tu amiga Josie? Que esto podía ser más bien el fin del mundo que el principio. Sólo podría desembrollarme si eso fuera cierto, si pudiera iniciar de nuevo mi vida.
Ann se echó a reír.
—De vuelta a la matriz, ¿eh?
Bush se dio cuenta de que no se sentía bien. Tendría que informarlo al Instituto; uno puede perder su mente en esos condenados laberintos de silencio. No podía responder a Ann ni hacer frente a su nauseabunda sugerencia. Suspirando profundamente, regresó a su tienda y tiró de la cuerda de deshinchado. Se hundió sobre sí misma en una serie de espasmos; nunca se había preocupado de observar el proceso, pero esta vez alguna parloteante voz en su interior hizo un comentario al respecto, comparándola con una decepcionada matriz de la que hubiera conseguido escapar algún niño afortunado.