Criptozoico (2 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Criptozoico
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La conciencia humana se había ampliado de manera tan alarmante y se había afanado tanto en transformar cualquier objeto natural con sus propias tonalidades peculiares, que no podía existir ningún arte que no tomara exacta conciencia de este hecho. Algo enteramente nuevo tenía que ser forjado; incluso la escultura bioelectrocinética de la década anterior había sido superada.

El poseía las semillas de aquel arte nuevo en su vida, la cual, tal como había reconocido hacía tiempo, seguía el esquema de un vórtice, con sus emociones que se derramaban copiosamente en el deformado centro de la existencia, siempre en movimiento, empujando como un huracán, pero siempre volviendo al mismo punto. El pintor que más lo impresionaba era el viejo Joseph Mallord William Turner; su vida, desarrollada en otro período en el que la tecnología estaba alterando las ideas sobre el tiempo, se había movido también en vórtices, hasta tal punto que sus últimas telas habían sido dominadas por ese motivo.

El vórtice, símbolo de la forma en que todos los fenómenos del universo penetraban torbellineando en el ojo humano, como agua vaciándose de un lavabo…

Había pensado en eso un millar de veces. La idea torbellineaba también, girando y girando, sin llevar a ningún lado.

Gruñendo para sí mismo, Bush se sentó para mirar las motocicletas.

Estaban casi a un kilómetro de allí, estáticas sobre la deslustrada playa; podía verlas con claridad, los objetos de su propia dimensión parecían mucho más oscuros de lo que serían si existieran en el mundo exterior, con la barrera de la entropía reteniendo aproximadamente el diez por ciento de la luz. Los diez conductores se veían más bien como siluetas recortadas contra el exótico fondo del Devónico, con todas las fuerzas conspirando para admitir que no pertenecían ni pertenecerían nunca a aquel lugar.

Las motos eran de esos modelos ligeros que sus conductores podían llevar consigo en sus viajes mentales. Giraban en intrincados movimientos pero sin proyectar por eso los consabidos chorros de arena, ni levantar olas cuando parecían circular entre ellas. Carecían del poder de afectar las cosas que nunca habían afectado y apenas conseguían evitarse unas a otras. Finalmente terminaron por detenerse en una línea recta casi perfecta, vueltas a un lado u otro, con sus discos horizontales flotando casi sobre la arena.

Bush observó a los conductores descender y empezar a hinchar una tienda. Llevaban todos el atuendo verde de ante que era virtualmente el uniforme de los de su clase, y vio que uno tenía una larga cabellera rubia, flotante…, quizás una mujer. Aunque no pudo asegurarse de ello desde allí, su interés se despertó.

Al poco rato los conductores lo descubrieron, sentado sobre los guijarros rojos. Bush se sintió cohibido cuando vio que cuatro de ellos venían hacia él, pero permaneció en su sitio simulando no haberlos visto.

Eran altos. Todos llevaban botas altas de ante, peladas. Los filtraires les colgaban negligentemente. Uno de ellos tenía pintado en su casco un cráneo de reptil. Tendrían entre treinta y cuarenta años —era el promedio en estos grupos, de donde les venía el apodo de ‘treintones’, pues treinta era la edad mínima para los viajes mentales—. Había, en efecto, una chica entre ellos.

Aunque se puso nervioso al verlos avanzar, Bush sintió una repentina oleada de deseo al ver a la chica. Era la de los cabellos largos y rubios, que parecían sucios y grasientos. Nada de maquillaje, rasgos angulosos pero al mismo tiempo indefinidos, la mirada perdida. Silueta delgada… Deben ser esas estúpidas botas, pensó mofándose de sí mismo, puesto que la chica no era precisamente atractiva, y sin embargo su excitación persistía.

—¿Qué haces aquí, compañero? —preguntó uno de los hombres, bajando la vista hacia Bush.

Pensó que sería tiempo de ponerse de pie, pero permaneció sentado por la única razón de que levantarse habría parecido hostil.

—Descansaba, hasta que habéis llegado con vuestro ruido —levantó la vista hacia su interlocutor, un tipo de nariz aplastada y profundos pliegues bajo cada mejilla, en nada semejantes a lo que suele llamarse hoyuelos. Huesudo, desaliñado, muy tenso; nada atractivo había en él.

—¿…cansado o algo así?

Bush rió; la pretendida solicitud de su voz de treintón estaba exactamente dosificada. Ya sin tensión, respondió:

—Podría decirse… cósmicamente cansado, embarrancado. ¿Ves esos peces acorazados de ahí? —apuntó hacia donde supuso estarían los crosopterigios engullendo la maleza marina—. He pasado todo el día aquí tendido, contemplando cómo evolucionan.

Los treintones se echaron a reír. Uno de ellos dijo, insolentemente:

—Nosotros pensamos que estabas tendido tratando de evolucionar tú. ¡Te ves como si realmente lo necesitaras! —evidentemente se había erigido en el humorista del grupo, aunque sin mucho éxito. Los otros lo ignoraron y el jefe dijo:

—¡Estás loco! ¡La marea te barrerá, ya lo creo que sí!

—No ha habido ninguna en el último millón de años. ¿No lees los periódicos? —mientras los otros se reían de la observación de Bush, éste se levantó y se sacudió el polvo en un gesto puramente instintivo, ya que en ningún momento había tocado la arena. Habían entrado en contacto. Mirando al jefe, dijo—: ¿Tenéis algo de comer que podáis cambalachear por tabletas nutritivas?

La chica habló por primera vez:

—Es una lástima que no podamos agarrar algunos de tus peces evolutivos y cocerlos. Aún no he conseguido acostumbrarme a esto…, al aislamiento —tenía una dentadura sana, aunque probablemente necesitaba una limpieza a fondo tan grande como el resto de su persona.

—¿Hace mucho que estáis aquí? —preguntó Bush.

—Dejamos 2090 la semana pasada.

Tras un gesto de asentimiento, Bush continuó:

—Yo hace dos años que estoy aquí. De hecho, no he vuelto a… al presente desde hace dos años…, dos años y medio. ¡Es divertido pensar que en nuestros tiempos esos peces andadores estarán durmiendo plácidamente en la Vieja Arenisca Roja!

—Nosotros vamos camino del jurásico —dijo el jefe, apartando a la chica de un codazo—. ¿Has estado ya allí?

—Seguro. He oído decir que cada año se parece más a una feria.

—Encontraremos algún lugar, aunque tengamos que limpiarlo antes.

—Tenéis cuarenta y seis millones de años para elegir —dijo Bush, encogiéndose de hombros. Caminó con ellos en dirección al resto del grupo, que permanecía de pie junto a las hinchadas tiendas.

—Me gustaría evolucionar hasta uno de esos grandes animales del jurásico con enormes dientes —dijo el humorista—. Esos tiranosaurios o como se llamen. ¡Así sería tan duro como tú, Lenny!

Lenny era el jefe, el de las mejillas hundidas. El chistoso se llamaba Pete. El nombre de la chica era Ann; pertenecía a Lenny. Nadie del grupo usaba mucho el nombre excepto Pete. Bush dijo que su nombre era Bush, y así quedó. Había seis hombres, cada uno con su respectiva moto, y cuatro chicas que evidentemente habían petardeado hasta el devónico en los asientos traseros de las motos. Ninguna de ellas era más atractiva que Ann. Estaban junto a las motos, paseando o de pie; Bush era el único que se había sentado. Miró en derredor cautelosamente, buscando a la Dama Oscura; había desaparecido. Bien…, por remota que fuera, habría comprendido más claramente que nadie allí lo que había impulsado a Bush a unirse a la pandilla.

La única persona que Bush consideró interesante era un hombre mayor que el resto, obviamente más que treintón, pese a llevar el atuendo de ante. De pelo negro mate, seguramente teñido, bajo su larga nariz la boca se había quedado en una expresión irónica que parecía merecer un momento de curiosidad. Nada dijo, pero la escrutadora mirada lo advirtió de una mente alerta.

—¿Dices que llevas dos años viajando? —dijo Lenny—. ¿Eres millonario o algo así?

—Pintor. Artista. Hago composiciones espaciocinéticas. CEC, para los que conocen. Trabajo para el Instituto Wenlock. Y vosotros…, ¿cómo habéis conseguido venir hasta aquí?

Lenny desdeñó responder, y dijo, desafiante:

—¡Estás mintiendo, compañero! ¡Nunca has trabajado para el Instituto! Mira…, no soy estúpido, sé que ellos sólo envían registradores al pasado para períodos de dieciocho meses de una vez, como máximo. Dos años y medio… ¿Qué es lo que estás tramando? ¡No puedes engañarme!

—¡No te estoy engañando!
Trabajo
para el Instituto. Es cierto que vine aquí por un tiempo de dieciocho meses, pero simplemente he pasado aquí otro año extra, eso es todo.

Lenny lo miró desdeñosamente.

—¡Van a hacer ligas con tus tripas!

—¡No lo harán! Para tu conocimiento, soy uno de sus mejores viajeros mentales. Puedo ir más cerca del presente que cualquier otro que tengan en sus libros.

—¡No estás muy cerca ahora, paseándote por el devónico! Sigo sin creer nada de tu historia.

—Créela o no; es asunto tuyo —dijo Bush; detestaba los interrogatorios, y se estremeció de rabia cuando Lenny se volvió. Impasible ante la discusión, otro de los treintones dijo:

—Hemos tenido que trabajar, ahorrar, tomar la inyección de CSD, venir… Un montón de dinero. ¡Un montón de trabajo! Apenas me lo creo que realmente estemos aquí.

—No lo estamos. El universo sí está, pero nosotros no. O más bien, el universo puede que esté y nosotros no. Aún no saben exactamente cómo funciona todo esto. Queda mucho por comprender acerca del viaje mental —hablaba docta y condescendientemente para ocultar su turbación.

—¿Te gustaría pintarnos? —le preguntó Ann; fue la única reacción a su declaración de ser pintor.

La miró a los ojos, y creyó comprender algo en el destello que cruzó involuntariamente entre ambos. Una de las pocas ventajas de envejecer era que raramente se interpreta mal tales miradas.

—Si me interesáis, lo haré.

—Sólo que… mira, nosotros no deseamos ser pintados —dijo Lenny.

—No estaba ofreciéndome voluntario para hacerlo… ¿Qué clase de trabajo habéis hecho para ganar tanto como para haber llegado aquí? —a Bush no le interesaba la respuesta; estaba mirando a Ann, que había bajado los ojos. Pensó que podía sentir su realidad…, nada podía ser tocado en el limbo del viaje mental, pero ella pertenecía a su mismo tiempo, así que respondería a su contacto.

Uno de los treintones anónimos le respondió:

—Excepto Ann, aquí, y Josie, todos embarcamos en la nueva estación mental de Bristol. Fuimos de los primeros en hacerlo cuando estuvo terminada. ¿La conoces?

—Yo diseñé la CEC, la composición del vestíbulo…, el símbolo de la sincronizada señal nodal de reentrada con las veletas móviles entrecruzadas. ‘Progresión’, se llama.

—¡Esa condenada cosa! —Lenny se quitó el cigarrillo de la boca para hacer su ácido comentario, y lo arrojó hacia el lento mar. La colilla quedó inmóvil a pocos centímetros de las olas; ardió hasta que la falta de oxigeno la apagó.

—A mí me gustó —dijo Pete—. ¡Parecía un par de relojes plusmarquistas que hubieran chocado uno contra otro en una noche oscura e hicieran señales pidiendo ayuda! —se rió vacuamente.

—No deberías reírte de ti mismo. Acabas de darnos una preciosa descripción de todo esto —Bush hizo un gesto con la mano que englobaba el universo visible e invisible.

—¡Lárgate! —dijo Lenny, apartándose de su moto y avanzando hacia Bush—. ¡Eres tan listo, tío…! ¡Puedes largarte ya mismo!

Bush se levantó. Si no hubiera sido por la chica se habría ido inmediatamente. No estaba dispuesto a dejarse aporrear por esa chusma.

—Si no te interesa mi conversación, ¿por qué no nos proporcionas tú una?

—Dices tonterías, eso es todo. La historia de la Vieja Arenisca Roja…

—¡Es cierta! Puede que no te guste, o que no te importe, pero no son tonterías —señaló al mayor del grupo, de pelo negro, de pie, algo apartado—. ¡Pregúntaselo a él! Pregúntaselo a tu amiga. En 2090 todo lo que aquí ves está comprimido en unos pocos metros de prensada roca roja… gravilla; peces, plantas, la luz del sol, la luz de la luna, la auténtica brisa, todo solidificado allá abajo en algo que los geólogos arrancarán con picos de la tierra. Sí no lo sabes o no te sientes emocionado por la poesía implícita en ello, ¿para qué malgastar entonces diez años de ahorros en venir hasta aquí?

—No te he dicho nada acerca de eso, compañero. He dicho que me aburres.

—Es un sentimiento completamente mutuo —había ido tan lejos como se sentía preparado para ir, y parecía que Lenny también, ya que se dio indiferentemente media vuelta cuando Ann acudió para tranquilizarlos.


Habla
como un artista, ¿no? —dijo la rechoncha y bajita Josie, dirigiéndose particularmente al hombre mayor—. Creo que hay algo en lo que dice. No estamos apreciando realmente este lugar como deberíamos, pienso. Es maravilloso aquí, ¿no? Y lo es mucho antes de que haya hombres o mujeres en el globo.

—La capacidad de maravilla pertenece a todo el mundo. Pero la mayor parte de la gente le tiene miedo —observó el hombre mayor.

Lenny soltó una tos despectiva.

—¡No te metas en esto, Stein!

—Quiero decir que aquí está el mar, donde empezó todo, y aquí estamos nosotros. No podemos tocarlo, por supuesto —Josie luchaba con conceptos demasiado grandes y vagos para su capacidad mental, a juzgar por la expresión de su rostro en trance—. Es divertido…, miro este mar, y no puedo dejar de pensar que estamos en el
fin
del mundo, y no en el principio.

Aquello concordaba extrañamente con algo que Bush había estado meditando ese mismo día; la chica había tenido una idea hermosa, y por un instante estuvo considerando desviar su atención hacia ella. Los otros parecían melancólicos; así consideraban una idea profunda. Lenny montó en su moto y pedaleó para ponerla en marcha; las dos columnas de aire empezaron a soplar simultáneamente. Era como un desafío a las leyes físicas que la arena bajo sus pies permaneciera inmóvil; y de hecho lo era. En ese mismo momento se hallaba en el centro de la circunferencia constituida por el invisible aunque contundente muro del viaje mental. Los otros cuatro treintones montaron en sus motos, y dos de las chicas lo hicieron detrás. Se alejaron gruñendo sobre la arena que ensombrecía. Llegaba la noche, las cortas cerdas de la vegetación se balanceaban con la brisa procedente del mar; pero en la dimensión mental todo estaba quieto. Bush permanecía de pie con el hombre mayor, Josie y Ann.

—Demasiado para una cena —comentó—. Si soy indeseable, me iré. Tengo un campamento junto a la primera serie de colinas —señaló hacia el sol poniente, sin dejar de mirar a Ann.

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