—Siempre y cuando permanezca aquí mientras tanto.
—Sí, señora. Puede contar con eso. Y vendrá una pareja de agentes uniformados por si acaso surge algún problema. Por lo visto hay muchas protestas. Supongo que ya habrá leído en el periódico lo de esa petición con tantas firmas que han presentado al gobernador. Y hoy mismo he oído decir que unos remilgados de California se han puesto en huelga de hambre.
Dirigí una mirada fugaz al aparcamiento vacío y a la acera opuesta de la calle Main. Pasó un automóvil sin aminorar la marcha, con un siseo de neumáticos sobre el pavimento mojado. Las farolas eran borrones en la niebla.
—Conmigo que no cuenten. Por Waddell, ni siquiera me perdería una taza de café —El policía protegió con las manos un encendedor y empezó a aspirar bocanadas de humo—. Después de lo que le hizo a esa Naismith…. Todavía me acuerdo de cuando la veía por la tele. A mí, las mujeres me gustan como el café: dulce y muy claro. Pero he de reconocer que era la negra más guapa que he visto en mi vida.
Hacía apenas dos meses que había dejado el tabaco, y ver fumar a alguien delante de mí aún me ponía frenética.
—Dios mío, debe de hacer casi diez años —prosiguió él—. Pero nunca olvidaré la conmoción que hubo. Uno de los peores casos que hemos tenido nunca. Se diría que un oso pardo la…. Le interrumpí.
—¿Nos hará saber lo que vaya ocurriendo?
—Sí, señora. Me lo dirán por radio y yo le pasaré la información —Regresó hacia el refugio de su automóvil.
En el interior de la morgue, luces fluorescentes despojaban de color al pasillo, impregnado de olor a desodorante. Pasé ante el pequeño despacho donde las casas de pompas fúnebres firmaban la entrega de los cuerpos, y luego ante la sala de rayos X y el frigorífico, que era en realidad una amplia sala refrigerada con camillas de dos pisos y macizas puertas de acero. La luz del pabellón de autopsias estaba encendida, las mesas de acero inoxidable bruñidas hasta refulgir. Susan estaba afilando un cuchillo largo y Fielding etiquetando tubos que contenían sangre. Los dos parecían tan cansados y faltos de entusiasmo como yo misma.
—Ben está arriba en la biblioteca, mirando la tele —me informó Fielding—. Nos avisará si hay alguna novedad.
—¿Qué probabilidades hay de que ese tipo tuviera el sida? —Susan se refirió a Waddell como si ya estuviera muerto.
—No lo sé —respondí—. Nos pondremos guantes dobles, todas las precauciones de costumbre.
—Espero que nos digan algo si lo tenía —insistió—. No me fío en absoluto cuando nos mandan estos presos. Creo que les da igual que sean VIH positivos, porque no es problema suyo. No son ellos los que han de hacer las autopsias y preocuparse por los pinchazos de aguja.
Susan se estaba volviendo cada vez más paranoica respecto a los riesgos profesionales, como la exposición a la radiación, a productos químicos y a contagios. No podía reprochárselo. Estaba embarazada de varios meses, aunque apenas se le notaba.
Después de enfundarme un delantal de plástico, volví al vestuario y me puse la bata verde, me cubrí los zapatos con polainas y cogí dos paquetes de guantes. Inspeccioné el carrito quirúrgico colocado junto a la mesa tres. Todo estaba provisto de etiquetas con el nombre de Waddell, la fecha y el número de autopsia. Los envases y tubos etiquetados irían a parar a la basura si el gobernador Norring intercedía en el último momento. Se tacharía el nombre de Ronnie Waddell del registro de la morgue y su número de autopsia sería asignado al próximo que llegara.
A las once de la noche, Ben Stevens bajó meneando la cabeza. Todos miramos el reloj de pared. Nadie dijo nada. Fueron pasando los minutos.
Entró el policía municipal, radio portátil en mano. Por fin recordé que se llamaba Rankin.
—Lo han declarado muerto a las once y cinco —anunció—. Estará aquí en cosa de quince minutos.
La ambulancia emitió un pitido de advertencia mientras entraba en marcha atrás, y cuando se abrieron las portezuelas traseras saltaron de ella varios guardias del Departamento de Instituciones Penitenciarias, en cantidad suficiente para reducir un pequeño motín carcelario. Cuatro de ellos sacaron la camilla donde yacía el cuerpo de Ronnie Waddell. La transportaron rampa arriba hacia el interior de la morgue, con tintineos de metal, roce de pies contra el suelo y todos quitándonos de en medio. Tras depositar la camilla sobre el suelo de baldosas sin molestarse en desplegar las patas, la empujaron como un trineo sobre ruedas, su pasajero sujeto con correas y cubierto con una sábana ensangrentada.
—Una hemorragia nasal —me explicó uno de los guardias antes de que pudiera preguntárselo.
—¿Quién ha tenido una hemorragia nasal? —pregunté, al advertir que las manos enguantadas del guardia estaban manchadas de sangre.
—El señor Waddell.
—¿En la ambulancia? —estaba intrigada, porque Waddell ya no hubiera debido tener presión sanguínea cuando lo llevaron a la ambulancia.
Pero el guardia estaba pendiente de otros asuntos y no obtuve respuesta. Tendría que esperar.
Trasladamos el cadáver a la camilla situada sobre la báscula del piso. Manos afanosas se ocuparon en desabrochar correas y apartar la sábana. La puerta del pabellón de autopsias se cerró sigilosamente cuando los guardias de Instituciones Penitenciarias se retiraron con tanta presteza como habían llegado. Waddell llevaba exactamente veintidós minutos muerto. Podía oler su sudor, sus sucios pies descalzos y el leve hedor de la carne chamuscada. Le habían arremangado la pernera derecha del pantalón por encima de la rodilla, y llevaba la pantorrilla envuelta en gasa nueva aplicada post mortem a las quemaduras. Había sido un hombre corpulento y vigoroso. Los periódicos le habían puesto el mote de «el gigante apacible», el poético Ronnie de ojos melancólicos. Sin embargo, hubo un momento en el que utilizó las grandes manos, los robustos hombros y los brazos que ahora tenía ante mí para arrancar la vida de otro ser humano. Desabroché los cierres de velcro de su camisa de dril azul claro, registrándole los bolsillos mientras lo desvestía. Buscar efectos personales es un formalismo generalmente infructuoso. Se supone que los internos no llevan nada encima cuando van a la silla eléctrica, y quedé muy sorprendida al descubrir lo que parecía ser una carta en el bolsillo de atrás de sus tejanos. El sobre estaba sin abrir. En su anverso, escrito en grandes letras de molde, rezaba:
SUMAMENTE CONFIDENCIAL.
¡ENTIÉRRENLO CONMIGO, POR FAVOR!
—Haz una fotocopia del sobre y de lo que haya en su interior y deposita los originales junto con sus efectos personales —le encargué a Fielding, tendiéndole el sobre.
Lo prendió con sujetapapeles en una tabilla, bajo el protocolo de la autopsia, y farfulló:
Jesús. Es más grande que yo.
—Me asombra que alguien pueda ser más grande que tú —le dijo Susan a mi delegado, practicante devoto del culturismo.
—Menos mal que no hace mucho que ha muerto —comentó éste—. De otro modo, habríamos necesitado las cizallas gigantes.
Cuando una persona musculosa lleva unas cuantas horas muerta, se muestra tan poco dócil como una estatua de mármol. La rigidez aún no había empezado a manifestarse. Waddell estaba tan flexible como cuando vivía. Se hubiera dicho que dormía.
Tuvimos que colaborar todos para pasarlo, boca abajo, a la mesa de autopsias. Pesaba ciento diecisiete kilos con cuatrocientos gramos. Los pies le sobresalían del borde de la mesa… Estaba midiendo las quemaduras de la pierna cuando sonó el timbre de la puerta cochera. Susan fue a ver quién era y al poco rato regresó con el teniente Pete Marino, la gabardina desabrochada, arrastrando un extremo del cinturón por el suelo de baldosas.
—La quemadura de la parte posterior de la pantorrilla mide diez centímetros por tres —le dicté a Fielding—. Está seca, contraída y ampollada.
Marino encendió un cigarrillo; parecía agitado.
—Están armando jaleo con eso de la sangre —dijo.
—La temperatura rectal es de cuarenta grados centígrados —anunció Susan tras extraer el termómetro químico—. Esto es a las once cuarenta y nueve.
—¿Sabe por qué tiene sangre en la cara? —preguntó Marino.
—Uno de los guardias habló de una hemorragia nasal —le contesté, y añadí—: Tenemos que darle la vuelta.
—¿Ha visto esto en el haz interno del brazo izquierdo? —Susan me señaló una abrasión.
La examiné con lupa bajo una luz intensa.
—No sé. Quizá se la haya causado una de las correas.
—Hay otra igual en el brazo derecho.
Le eché un vistazo mientras Marino me observaba y fumaba. Volteamos el cadáver y le colocamos un tarugo bajo los hombros. Manó un hilillo de sangre de la ventanilla derecha de la nariz. Le habían afeitado descuidadamente la barba y la cabeza. Hice la incisión en forma de Y.
—Puede que aquí haya abrasiones —sugirió Susan, contemplando la lengua.
—Sácala —Introduje el termómetro en el hígado.
—Jesús —masculló Marino entre dientes.
—¿Ahora? —Susan tenía el escalpelo a punto.
—No. Fotografía las quemaduras de la cabeza. Tenemos que medirlas. Luego extirpa la lengua.
—Mierda —protestó—. ¿Quién fue el último que usó la cámara?
—Lo siento —dijo Fielding—. No había carrete en la recámara. Lo olvidé. A propósito, te corresponde a ti reponer el rollo de película.
—Sería muy de agradecer que me avisaras cuando la recámara está vacía.
—Se supone que las mujeres son intuitivas. No creí que hiciera falta avisarte.
—Tengo las medidas de estas quemaduras de la cabeza —anunció Susan, haciendo caso omiso de su comentario.
—Adelante.
Susan le dictó las medidas y empezó a ocuparse de la lengua. Marino se apartó de la mesa.
—Jesús —repitió—. Esto siempre puede conmigo.
—La temperatura del hígado es de cuarenta grados y medio —le informé a Fielding.
Miré el reloj de soslayo. Waddell llevaba una hora muerto. No se había enfriado mucho. Era corpulento. La electrocución calienta el cuerpo. En autopsias que había hecho a individuos más pequeños, había encontrado temperaturas cerebrales de hasta más de cuarenta y tres. La pantorrilla derecha de Waddell estaba por lo menos a esa temperatura, caliente al tacto, el músculo en contracción tetánica total.
—Una pequeña abrasión en el borde. Pero nada importante —declaró Susan.
—¿Se mordió la lengua con tanta fuerza como para soltar toda esta sangre? —preguntó Marino.
—No —contesté.
—Bien, pues ya han empezado a armar follón al respecto —alzó la voz—. He creído que le interesaría saberlo.
De pronto caí en la cuenta. Hice una pausa y apoyé el escalpelo sobre el borde de la mesa.
—Usted ha presenciado la ejecución.
—Sí. Ya le dije que asistiría a ella. Todos lo miraron.
—Ahí afuera se están cociendo problemas —prosiguió—. No quiero que nadie salga de aquí solo.
—¿Qué clase de problemas? —inquirió Susan.
—Un puñado de lunáticos religiosos anda merodeando por la calle Spring desde esta mañana. De alguna manera se enteraron de la hemorragia y cuando salió la ambulancia con el cuerpo empezaron a marchar en esta dirección como una banda de zombis.
—¿Vio usted cuándo empezaba a sangrar? —quiso saber Fielding.
—Ah, sí. Lo frieron dos veces. La primera vez se oyó un siseo fuerte, como un radiador con una fuga de vapor, y empezó a salirle sangre por debajo de la máscara. Ahora dicen que quizá la silla no funcionó bien.
Susan puso en marcha la sierra Stryker y nadie quiso competir con su potente zumbido mientras cortaba el cráneo. Seguí examinando los órganos. El corazón estaba bien, y las coronarias de maravilla. Cuando paró la sierra, volví a dictarle a Fielding.
—¿Tienes el peso? —me preguntó.
—El corazón pesa quinientos cuarenta, y se aprecia una sola adherencia del lóbulo superior del pulmón izquierdo al arco aórtico. Incluso he encontrado cuatro paratiroides, por si aún no lo tenías.
—Ya lo tenía.
Coloqué el estómago sobre la tabla de cortar.
—Es casi tubular.
—¿Estás segura? —Fielding se acercó a inspeccionarlo—. Es extraño. Un tipo tan grande necesita un mínimo de cuatro mil calorías diarias.
—Pues últimamente no las ingería —repliqué—. No tiene ningún contenido gástrico. El estómago está absolutamente limpio y vacío.
—¿No se comió la última cena? —me preguntó Marino.
—Por lo visto, no.
—Normalmente, ¿suelen comérsela?
—Sí —respondí—. Normalmente.
Terminamos alrededor de la una de la madrugada y seguimos a los empleados de la funeraria hacia la entrada de automóviles, donde esperaba el coche fúnebre. Cuando salimos del edificio, la oscuridad palpitaba de luces rojas y azules. Parásitos de radio crepitaban en el aire frío y húmedo, se oía zumbido de motores y, más allá de la cerca de tela metálica que rodeaba el aparcamiento, había un círculo de fuego. Hombres, mujeres y niños aguardaban en silencio, los rostros fluctuantes a la luz de las velas.
Los empleados de la funeraria depositaron el cuerpo de Waddell en el vehículo sin pérdida de tiempo y cerraron la portezuela posterior de un golpe.
Alguien dijo algo que no entendí y desde el otro lado de la cerca cayó de pronto una lluvia de velas como una tempestad de estrellas fugaces que aterrizaban blandamente sobre el asfalto.
—¡Condenados pájaros! —exclamó Marino.
Los pabilos refulgían anaranjados y minúsculas llamas punteaban el asfalto. El coche fúnebre salió apresuradamente en marcha atrás. Hubo destellos de flashes. Vi la unidad móvil del Canal 8 aparcada en la calle Main. Alguien corría por la acera. Hombres de uniforme apagaban las velas a pisotones, se dirigían hacia la cerca, pedían a los manifestantes que se dispersaran.
—No queremos problemas —dijo uno de los agentes—. Y no los habrá a menos que algunos de ustedes quieran pasar la noche en el calabozo….
—¡Asesinos! —gritó una mujer.
Otras voces se le unieron y hubo manos que aferraron las mallas de la cerca y empezaron a sacudirlas.
Marino me acompañó a toda prisa hasta mi coche.
Se alzó un cántico de intensidad tribal: «Asesinos, asesinos, asesinos….»
Manoseé las llaves con torpeza, las dejé caer sobre la esterilla, las recogí precipitadamente y logré encontrar la adecuada.
—La sigo hasta su casa —dijo Marino.