Cruzada (14 page)

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Authors: James Lowder

BOOK: Cruzada
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El armero dejó la piedra pómez que usaba para afilar una daga diminuta con la empuñadura enjoyada y pasó al otro lado del mostrador. Cogió a Yugar de un brazo con una mano mientras que con la otra le arrebataba la espada de dos filos.

—Si eres tan valiente, ¿por qué no te has anotado en la cruzada? —le preguntó el armero.

Yugar, sin darse por vencido, recogió una espada un poco más pequeña de las varias que tenía el armero en exposición sobre el mostrador y la blandió de una manera que Azoun consideró algo chapucera.

—Creo que lo haré —contestó Yugar—. Dicen que se puede sacar un buen dinero apuntándose como mercenario.

El rey hizo una mueca. En el recorrido por las calles de la ciudad había escuchado a muchas personas discutiendo la cruzada. La mayoría de los comerciantes se quejaban de los nuevos impuestos creados para sufragar los costes de la expedición. Azoun sólo había escuchado a dos artesanos satisfechos con la cruzada: uno era un fabricante de armaduras y el otro un armero. Como ambos tenían mucho que ganar en una guerra, no se los podía considerar como una muestra representativa de los ciudadanos.

Azoun también había oído al pasar las opiniones de muchos guerreros como Yugar, hambrientos de dinero, y a unos pocos que pensaban en la aventura. Sin embargo, los banderines de enganche y las iglesias habían informado al mediodía que más de mil personas se habían enrolado en la cruzada. El monarca había dedicado gran parte de la mañana a escribir cartas a los nobles que habían prometido tropas, en las que les pedía que las enviaran a Suzail cuanto antes. Estaba claro que la cruzada no tardaría mucho en convertirse en realidad.

A pesar de esto, el ataque de los tramperos todavía preocupaba al rey. Y, antes de dejar a Filfaeril al mando de Cormyr, él necesitaba saber que se marchaba con la bendición de los súbditos. Eran pocos los dispuestos a hablar en profundidad sobre los gremios, aunque el intento de asesinato era objeto de multitud de comentarios y suposiciones.

Azoun esperaba que la taberna favorita de numerosos aventureros y artesanos resultara una mina de información sobre el gremio de los tramperos y del sentimiento popular ante la cruzada. Y, si no lograba saber más, al menos la visita a La rata negra le permitiría disfrutar de una noche libre de las obligaciones de la corte. Después de todo, él también había sido un buen cliente del local en la época de los Hombres del Rey.

Mientras el monarca recordaba aquellos días felices, el panadero salió del local, miró con gesto agrio al viejo curioso y recogió el toldo con gran estrépito. Azoun captó la indirecta y se marchó en dirección a los muelles.

El rey llegó a la taberna cuando el sol ya se había puesto y la luna brillaba en el cielo. Hacía mucho frío, y el aliento de Azoun formaba nubecillas delante de su rostro. De vez en cuando se veía la luz de un candil o de una vela a través de alguna ventana, pero la mayoría de las tiendas y casas estaban a oscuras. Esto era algo habitual porque eran pocos los que se atrevían a circular de noche por las calles de cualquier ciudad de Faerun, y menos todavía en una tan grande como Suzail. El dicho popular afirmaba que sólo los criminales, los locos, los héroes y los dioses se aventuraban de noche por las calles de una ciudad. El dicho no se equivocaba.

Si bien los guardias hacían rondas por toda la ciudad, las figuras embozadas entraban y salían de los callejones, atentas al paso de los viajeros desprevenidos o los aventureros borrachos. Criaturas que nunca se mostraban a la luz del día salían de los escondrijos durante la noche para rebuscar entre los desperdicios y las basuras que la gente arrojaba a las calles desde las ventanas. Azoun llevaba una daga oculta en la bota, pero así y todo se sintió mucho más seguro en cuanto entró en La rata negra.

—¡Te lo digo por última vez, no! —gritó la camarera. Dejó la jarra de cerveza sobre la mesa más cercana a la puerta del local y le dio una sonora bofetada al cliente tuerto que la ocupaba. Un coro de risotadas resonó en la taberna. La camarera regordeta agradeció el apoyo de los parroquianos con una reverencia, un tanto exagerada para cualquier mujer con un poco de modestia a la vista de lo escaso del atuendo, y regresó a la cocina.

Azoun presenció el incidente mientras se estremecía al sentir el calor que reinaba en el interior. Hasta entonces no se había dado cuenta de la intensidad del frío exterior. El rey buscó una mesa vacía, vio unas cuantas y se decidió por una próxima a la pequeña chimenea construida en la pared norte del local. La docena larga de clientes de La rata negra observaron el paso de Azoun y después volvieron a beber y a las partidas de dados.

—¡Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por esa chica, y esto es lo que consigo! —manifestó el tuerto, a voz en cuello. Azoun advirtió que le costaba un poco pronunciar las palabras.

—Tráele la cabeza de uno de los bárbaros que el rey tiene tanto empeño en matar —le recomendó un hombre de expresión dolida desde una mesa cercana a la de Azoun—. Regálasela y será tuya.

La camarera salió de la cocina y fue directamente a la mesa de Azoun sin hacer caso de los comentarios soeces de la mayoría de los borrachos ni de la declaración de amor del tuerto. El rey, que se había acomodado junto al fuego, le pidió con mucha cortesía una cerveza. La mujer agradeció el respeto del cliente con una sonrisa.

—Esta noche la cerveza es gratis —le informó—. Uno de nuestros clientes recibió una recompensa del rey, y dejó dinero para pagar las rondas. —Volvió a sonreír, apartó de un soplido el mechón de pelo rojo que le caía sobre la frente y fue a buscar la cerveza.

—¡Ay! —suspiró una mujer delgada y morena mientras la camarera desaparecía en la cocina—. Le ha dado su amor a otro hombre, Brak. Ya nunca la conseguirás. Su sonrisa la denuncia.

Algunos de los clientes rieron al escuchar el comentario, pero el guerrero tuerto se levantó enfadado.

—¿Qué? —gruñó, señalando a Azoun—. ¿Crees que está enamorada de ese viejo? —El rey aflojó los hombros, abatido. Lo que menos le interesaba era meterse en problemas.

En aquel momento regresó la camarera con la cerveza del monarca. Dejó la jarra sobre la mesa, y después engatusó a Brack para que volviera a sentarse.

—No hay nadie más aparte de ti —bromeó al tiempo que le pellizcaba la mejilla—. Pero te querré mucho más si demuestras lo valiente que eres en la cruzada. Quizás incluso llegaré a adorarte si no regresas. —Otro coro de carcajadas celebró la salida de la muchacha. Uno de los parroquianos, vestido con una cota de mallas reluciente, se puso de pie y alzó su jarra.

—Propongo un brindis por el rey Azoun, el único rey de occidente digno de ser seguido a la batalla. ¡Larga vida al rey!

Después de las tribulaciones de los últimos días, Azoun sintió que el corazón se le llenaba de júbilo al ver que los clientes de La rata negra, hombres y mujeres, levantaban las jarras y gritaban: ¡Larga vida al rey!

Azoun siempre recordaba a su padre cuando escuchaba esta frase. A Rhigaerd le encantaba escuchar a los hombres ofrecer aquel brindis y habían sido pocos los nobles que habían desperdiciado la oportunidad de complacerlo durante su reinado. En cambio a él la frase le molestaba un poco porque muchos de los cortesanos creían que era la manera más fácil de conseguir su favor. Ya nadie la utilizaba en la corte, pero era obvio que no pasaba lo mismo en la ciudad. Además, Azoun comprendió que los súbditos brindaban por él con sinceridad y entusiasmo. Esbozó una sonrisa que quedó oculta por la barba teñida de blanco, al tiempo que repetía:

—Sí. ¡Larga vida al rey!

—Y tus malditos compañeros pagarán por sus protestas —añadió el caballero armado, que señaló con la jarra hacia la mesa más próxima a la puerta. Brak murmuró algo por lo bajo como única respuesta.

Azoun no pasó por alto la referencia a los tramperos. Sin perder un segundo se acercó a la mesa del hombre que había ofrecido el brindis.

—¿Puedo sentarme? —Al ver que el hombre asentía, Azoun se sentó en el banco desvencijado al otro lado de la mesa—. ¿A qué se debe el comentario sobre los tramperos, joven? —le preguntó en voz baja.

—Los gremios deben ser responsables de sus miembros —comentó el guerrero, después de beber un buen trago de cerveza. Miró enfadado a Brak, antes de añadir—: Es un miembro influyente del gremio de tramperos, y por lo tanto…

—El ataque al rey —lo interrumpió Azoun, al tiempo que levantaba una mano para hacerlo callar—. Así que ése es el motivo de su animosidad.

El rey observó al hombre que tenía delante antes de formular la próxima pregunta. Llegó a la conclusión de que era un mercenario. El guerrero no era mal parecido, pero la expresión obstinada del rostro cuadrado le daba un aire de pendenciero. Después de un momento, Azoun cambió de opinión. El hombre vestía con mucho esmero: la cota resplandecía como si la hubieran acabado de pulir, los pantalones de cuero y la sobreveste de seda se veían inmaculados. No, no era un mercenario, pensó el rey. Sin duda era paladín de alguna orden. Azoun se inclinó un poco sobre la mesa.

—Me llamo Balin —dijo—. Mucho gusto en conoceros… eeeh…

—Ambrosius. —El hombre tendió una mano y sujetó el antebrazo de Azoun—. Ambrosius, caballero de Tyr. —Una fugaz expresión de extrañeza apareció en su rostro mientras soltaba el brazo del rey.

Azoun hizo un esfuerzo para mostrarse impasible, aunque maldijo para sus adentros. El hombre era un paladín, un santo caballero del dios de la Justicia. No era fácil engañar a estos guerreros, y por un instante, cuando Ambrosius le había sujetado el brazo, le había parecido… El rey mostró una sonrisa débil entre la barba blanca e hizo ademán de levantarse.

—No tengáis prisa —le dijo Ambrosius en tono seco, al tiempo que sujetaba con fuerza la muñeca de Azoun—. Me gusta encontrar personas agradables con las que mantener una conversación. —Al ver que el rey vacilaba, el caballero susurró—: No hagáis una escena, buen señor. Sólo quiero saber para quién espiáis.

—Estoy aquí por un asunto del rey —contestó Azoun, que volvió a sentarse, resignado—. ¿Cómo lo habéis descubierto? ¿Tan malo es el disfraz?

Ambrosius sacó la barbilla sin dejar de mirar a Azoun con aquella expresión belicosa. Cuando respondió lo hizo con mucho sigilo.

—Vuestro brazo es demasiado musculoso para un hombre de la edad que simuláis tener —afirmó—. No me gustan los espías ni los subterfugios. Aprendí hace mucho a descubrir a gente como vos. —Hizo una pausa—. Mi brindis al rey fue sincero. ¿Qué quiere saber su alteza?

—La opinión del pueblo sobre la cruzada —manifestó Azoun—. Y la postura del gremio de cazadores respecto al rey.

—El primer punto es sencillo de averiguar —aseguró Ambrosius, que recibió con una sonora carcajada las palabras del monarca—. Hay centenares de súbditos leales al rey… incluido el que habla… que se han alistado en la cruzada. —El paladín se columpió en la silla—. El segundo es mucho más complejo. —El caballero de Tyr se rascó la barbilla y sonrió de buen ánimo—. Pero, una vez más, hay un camino sencillo para saber la verdad. —Se volvió hacia Brak y lo interrogó abiertamente—. ¡Eh, trampero! Este hombre quiere saber cuál es la postura de tu gremio ante el rey.

Se acallaron las conversaciones en el bar mientras Brak miraba al paladín y al rey como un cíclope rabioso.

—No respondo a las preguntas de gente como tú, Ambrosius —replicó el trampero con voz de borracho.

La razón resultaba obvia para todos los presentes en La rata negra enterados de que Ambrosius era un paladín. Estos santos caballeros, debido a la devoción a sus dioses, algunas veces gozaban del poder de descubrir la maldad en los corazones ajenos.

—No tienes por qué tener miedo a responder a menos que los tramperos estén coaligados en contra del rey —anunció Ambrosius. Ahora, el silencio era total, y todos miraban a Brak, que se movió incómodo en la silla—. Más te vale responder cuanto antes —añadió el paladín, después de echar una ojeada a los parroquianos—. Al parecer somos muchos los que nos preguntamos en qué está metido tu gremio. —La tensión aumentó en el bar. Brak bebió un trago de cerveza y se quitó la espuma de los labios con el dorso de la callosa mano.

—El gremio de los tramperos no tuvo nada que ver con el ataque al rey —afirmó. Sostuvo la mirada de Ambrosius con el único ojo—. Pero no ocultamos a nadie nuestra oposición a la cruzada.

Ambrosius no hizo ningún comentario mientras regresaba a la mesa. La mayoría de los clientes de La rata negra se ocuparon otra vez de sus asuntos, aunque algunos no dejaron de mirar al trampero y al paladín.

—Podríais haber formulado la pregunta sin descubrirme como un hombre del rey —se quejó Azoun a Ambrosius, en cuanto éste se sentó.

—Como os dije antes, no me agradan los espías. Se consigue más preguntando abiertamente.

—Debo entender que el trampero dijo la verdad.

—Desde luego —contestó Ambrosius—. Brak me conoce bien. No se atrevería a mentirme.

El rey conversó con el paladín durante un rato. Cuando acabó de beber la cerveza negra, fuerte y espesa, se despidió de Ambrosius y se dirigió hacia la salida. Brak frunció el entrecejo al ver pasar al monarca, pero el trampero borracho se vio envuelto casi de inmediato en una animada discusión sobre los tuiganos. Azoun oyó que alguien comentaba: «¡No podemos perder con el respaldo de todos los ejércitos de Faerun!». El rey rogó para sus adentros que el hombre no se equivocara, y se alejó en la oscuridad de la noche helada.

«Es el último coletazo del invierno», se dijo Azoun, ajustándose la capa sobre los hombros. Esto significaba que los tuiganos no tardarían nada en reanudar el avance sobre Thay, si es que ya no lo habían hecho. Los ejércitos de Faerun debían reunirse cuanto antes.

Además, por lo que se había enterado aquel día, estaba seguro de que no había riesgos en seguir con los planes. El pueblo de Suzail apoyaba la cruzada a pesar de la inquietud de unos pocos gremios. Los comerciantes protestaban por los impuestos, pero el rey sabía que esto era ya algo habitual entre ellos. Lo más importante era la certeza de que el trampero que había intentado asesinarlo había actuado por cuenta propia.

El viento helado lo hizo temblar y, al arrebujarse un poco más en la capa, la rotosa prenda acabó por descoserse del todo. Miró la tela desgarrada con una sonrisa.

Cuando estaba de buen humor, el padre de Azoun calificaba el interés del hijo por el teatro y los disfraces como una pérdida de tiempo. En las ocasiones en que los halcones no se comportaban en las cacerías como se esperaba, o los nobles se mostraban revoltosos, el rey Rhigaerd II solía escoger otros calificativos más duros para las aficiones del hijo. Ahora, mientras caminaba por la calles de Suzail, el rey de Cormyr agradeció a los dioses haber escogido La rata negra para su visita. Sonrió, convencido de que su afición a los disfraces le había sido muy útil.

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