Authors: James Lowder
Por primera vez en las muchas horas de interrogatorio, el rostro mostró otra expresión diferente de la de rabia. La vacilante luz del mísero candil que alumbraba el calabozo mostró el miedo en la odiosa cara del hombre, pero la expresión sólo duró un segundo.
—Lamento haber hecho daño a toda esa pobre gente que por desgracia se encontraba cerca del estrado —se disculpó Bors, en voz baja y monótona—. Pero no podéis ver mi alma, así que no anticipéis lo que puedan decidir los dioses sobre mi castigo, si es que consideran justo castigarme por intentar salvar la vida de miles de conciudadanos inocentes en una lucha inútil.
—Vamos, Vangy, dejemos que descanse —dijo Dimswart, que recogió las notas, el tintero y la pluma, y se puso de pie—. Ya sabemos todo lo que puede decirnos.
Él hechicero real echó una última ojeada a Bors, antes de llamar a la guardia. Se presentó un hombre con casco y vestido con una túnica en la que llevaba bordado el dragón púrpura, emblema del rey Azoun, y pantalones de lana. La espada era tan larga que casi tocaba los tacones de las botas de caña alta. El guardia abrió la puerta con flejes de hierro y dejó salir a Dimswart y a Vangerdahast.
—Vigila que el prisionero no se suicide —le ordenó Vangerdahast mientras el guardia echaba los cerrojos.
Vangerdahast bajó muy tieso la ancha escalinata de la torre. A través de las saeteras abiertas cada tres metros a lo largo de todo el recorrido de la escalera, vio el cielo rosado que anunciaba el amanecer. La luz le hizo ver unas imágenes fantasmales. El hechicero se tambaleó, pero consiguió apoyarse en la pared antes de caer. Dimswart palmeó la espalda del anciano barrigón.
—Has perdido la costumbre de pasar las noches en blanco, ¿no, Vangy? —comentó, afectuoso.
—Son días muy extraños, Dimswart —replicó el hechicero, con el entrecejo fruncido. Reanudó el descenso pero esta vez a paso lento—. Me pregunto si alguna vez volveré a dormir.
—Creo que es verdad que no está al servicio del gremio —dijo el sabio, sin apartarse de Vangerdahast.
—¿Eh?
—Bors —le aclaró Dimswart—. Creo que dice la verdad. Lo vi en sus ojos. —Hizo una pausa para después añadir con una sonrisa—: Además, mis fuentes me informan que los gremios habrían planeado algo mucho más complicado que un hombre y el hechizo de un pergamino.
Una vez más, Vangerdahast buscó la pared para sostenerse. Después de cuatro o cinco escalones, se detuvo para mirar al sabio de pelo gris.
—Me resulta difícil creer que dispusiera de dinero suficiente para comprar un pergamino de tanto poder.
—Pienso que el tonto que le vendió el pergamino no sabía su verdadero valor —opinó Dimswart—. O quizá lo robaron y el ladrón quería desprenderse de él. Hay un floreciente mercado negro para los artículos de magia en cualquier ciudad del tamaño de Suzail.
—¿Y el dinero? —preguntó el hechicero real, impaciente.
—Tenía el dinero que consiguió con las capturas del invierno —contestó el sabio con una sonrisa complacida—. Lo más probable es que invirtiera todo lo que tenía en el pergamino. Dime una cosa, ¿a ti te parece que Bors haya comido mucho en los últimos días?
—Así que ésta era su última esperanza —concluyó Vangerdahast. Se acarició la barba mientras reflexionaba—. Tiene sentido.
El hechicero y el sabio bajaron los últimos escalones sin pronunciar palabra, cada uno abstraído en sus teorías sobre el intento de asesinato. Cruzaron el patio cubierto de escarcha hasta el alcázar, y volvieron a hablar cuando por fin llegaron a la antecámara de la alcoba real.
Cuando Vangerdahast abrió la puerta, Azoun estaba sentado en un rincón del cuarto, tirándose con aire ausente la punta del bigote. El monarca vestía las mismas prendas que se había puesto inmediatamente después del atentado: una casaca sencilla, pantalones y botas de caña alta negras. Sobre los hombros llevaba una gruesa capa púrpura que la reina Filfaeril le había puesto para abrigarlo del frío.
Vangerdahast pensó que el rey tenía el aspecto de un náufrago perdido en una playa remota y desierta. Las pocas velas encendidas en el cuarto y la luz del alba que se filtraba por la ventana proyectaban sobre el rostro de Azoun unas sombras que resaltaban su edad. En cuanto entraron, Vangerdahast carraspeó con fuerza para llamar la atención del rey, que se volvió. Las oscuras ojeras y la palidez del rostro acentuaron su aspecto de náufrago solitario.
—Hemos acabado de interrogar al trampero —le informó Dismwart, sin alzar la voz.
—¿Está involucrado Zhentil Keep? ¿Ha sido cosa de los gremios? —El rey formuló las preguntas con tono ligero. Esta no era la primera vez que alguien atentaba contra su vida: las conspiraciones y los intentos de asesinato se habían convertido en parte de la rutina habitual del monarca.
Vangerdahast se sentó en una silla acolchada, y con aire cansado se masajeó la nuca para aliviar la tensión de los músculos.
—Tu amigo, el «sabio de Suzail», cree que Bors no tiene cómplices. Su teoría tiene algunos aspectos interesantes, pero no me convence. Sabemos que los tramperos están comprando armas. Eso puede significar problemas.
—Reconoce que fue un intento bastante chapucero si, como tú dices, tuvo el respaldo de un gremio poderoso —replicó Dimswart.
—Creí que la gente…, que los mercaderes lo comprenderían, que serían los primeros en ver lo necesario de la cruzada —dijo el rey; se volvió hacia la ventana, que daba al jardín, y advirtió que faltaba muy poco para la salida del sol—. Hemos pasado la noche en pie —comentó distraído.
—Tienes que descansar, Azoun —aconsejó el hechicero real, con un tono de sincera preocupación—. El enviado especial de Zhentil Keep llegará a media mañana para discutir el tema de la cruzada.
Azoun inspiró con fuerza y se levantó. La capa cayó al suelo junto a sus pies, plegada sobre sí misma.
—Las cosas comienzan a salirse de madre —señaló, como si hablara sólo para él—. No lo puedo permitir.
Azoun hizo una pausa, perdido en sus pensamientos. Al ver que los años ya le pesaban al rey, que apenas si se mantenía de pie, con los hombros caídos y los miembros sin fuerzas, Dimswart aprovechó la oportunidad para darle un consejo.
—Vangy tiene razón. Necesitáis descansar. —Las palabras del sabio arrancaron al monarca de su abstracción.
—¿He oído bien, Dimswart? —preguntó con la sombra de una sonrisa triste en el rostro—. ¿Estás de acuerdo con Vangerdahast? —El sabio asintió, sin responder, a la media sonrisa de su amigo—. Supongo que los dos tenéis razón —añadió Azoun. Se acercó a la vela más próxima y la apagó—. Antes intenté dormir pero fue inútil.
—¿Quizás un hechizo? —le ofreció Vangerdahast.
—¿O unas hierbas? —propuso Dimswart.
—No, no. Me acostaré junto a Filfaeril e intentaré dormir por mis propios medios. Los hechizos o las pociones quizá me amodorren demasiado y necesito estar bien lúcido para la entrevista con nuestro visitante. —Caminó arrastrando los pies hasta la siguiente vela y la apagó con los dedos. Después se dirigió hacia la puerta dorada que comunicaba con el dormitorio.
El rey salió de la habitación en silencio. La puerta dorada se cerró sin hacer ningún ruido, y el hechicero y el mago se quedaron solos en la antecámara. Vangerdahast apagó la última vela.
—Buenas noches, ¿o es buen día? Gracias por la ayuda, Dimswart.
—¿Crees que estará bien? —replicó el sabio, preocupado, señalando la puerta dorada.
Vangerdahast asintió y murmuró algo sobre los deberes del rey y que todos los hombres necesitaban descansar, mientras acompañaba al sabio hasta la puerta. Aprovechó para avisar a los centinelas apostados en el pasillo que lo llamaran al cabo de tres horas. Antes de que Vangerdahast cerrara la puerta, Dimswart dijo:
—Son las primeras consecuencias de la cruzada, ¿verdad?
El hechicero real cerró la puerta sin responder. Sin hacer ruido, Vangerdahast recogió la capa del rey, se la echó sobre los hombros, y arrastró la silla acolchada hasta la ventana. Se sentó lentamente, con las articulaciones doloridas, y se arropó en los pliegues de la túnica marrón. Por último, se tapó con la capa a modo de manta. Miró el cielo a través de la ventana. Hacía mucho frío, pero confiaba en que el sol disiparía el helor del aire.
Azoun pasaría más de una noche sin dormir si quería derrotar a los tuiganos, fue lo último que pensó el hechicero antes de sumergirse en un sueño ligero e inquieto.
Los guardias lo despertaron puntualmente tres horas más tarde. Vangerdahast abrió los ojos sobresaltado. Su mente velada por el sueño trajo a primer plano un hechizo protector, pero el viejo hechicero reconoció a los soldados a tiempo de evitar una equivocación.
El sol brillaba sobre el jardín cuando Vangerdahast miró por la ventana. Calculó que aún disponían de una hora antes de que se presentara el enviado especial de Zhentil Keep. Se frotó los brazos a través de la tela para librarse del entumecimiento. El frío de esta mañana era una prueba de que el invierno se resistía a abandonar Cormyr.
Vangerdahast se preguntó si el rey habría conseguido dormir. Se acercó a la puerta dorada y golpeó. Al no recibir ninguna respuesta, abrió poco a poco la puerta, que giró sin hacer ruido sobre las bisagras bien engrasadas.
Para disgusto del hechicero, Azoun estaba despierto. El monarca no advirtió la presencia de Vangerdahast, abstraído junto a una vidriera que reproducía la imagen de un dragón púrpura. Azoun recorría con un dedo el contorno de la figura hecha con fragmentos de cristal teñido de púrpura, burdeos y dorado. La luz del sol iluminaba la vidriera y envolvía al rey en un baño de color.
—Su alteza—comenzó Vangerdahast—, es…
Azoun se dio la vuelta al instante y acercó un dedo a la boca. Después señaló el enorme lecho con el baldaquín blanco que ocupaba la mayor parte del dormitorio. Al ver que el rey señalaba a la esposa dormida, el hechicero asintió. Azoun contempló unos momentos a Filfaeril antes de salir con Vangerdahast a la antecámara.
—Perdona la intromisión, Azoun —se disculpó el hechicero en voz baja en cuanto cerró la puerta dorada—. ¿Qué tal has dormido?
—Me siento bien, Vangy. —Se dirigió inquieto hacia la ventana y añadió con ironía—: Hasta que vi tu expresión sospechaba que habías utilizado uno de tus hechizos para que recuperara las fuerzas.
—Nunca lo haría sin tu consentimiento.
—No, supongo que no.
Vangerdahast decidió ir con pies de plomo, a la vista de la irritabilidad del rey. Era obvio que Azoun apenas si había dormido.
—¿Estás preparado para recibir al enviado zhentarim?
El rey soltó una carcajada casi amarga mientras se apartaba de la ventana.
—Lo estoy —respondió con firmeza—. No puedo permitir que los locos, ni un grupo de tozudos de Los Valles, ni nadie, entorpezca la marcha de la cruzada. Es mi obligación estar preparado.
Sin esperar una respuesta, el rey dio medio vuelta y abandonó la antecámara. El hechicero lo siguió, y tomó buena nota de las órdenes que daba el rey. Por fin llegaron al estudio de éste. Antes de abrir la puerta, Azoun dispuso que se diera una cuantiosa recompensa al hombre que había capturado a Bors, y que el juicio del presunto asesino tuviera lugar cuanto antes.
—Sin duda lo condenarán a muerte —señaló Vangerdahast, sin apartar la mirada del rostro de Azoun para ver cómo reaccionaba.
—Si no hubiera matado a todas aquellas personas quizás el fallo sería otro —replicó el rey sin cambiar de expresión—. Debo defender la ley. Quiero que los jefes del gremio de tramperos asistan al juicio. Tienen que responder a muchas preguntas.
Vangerdahast optó por hacer una pausa al comprender que el rey estaba furioso. Era muy poco habitual que Azoun se comportara como lo hacía ahora, pero, desde luego, tampoco los últimos días habían sido muy normales.
—Tal vez convendría cambiar la hora de la reunión con el enviado zhentarim —propuso Vangerdahast, en la esperanza de que su amigo entendiera el motivo de la sugerencia.
Azoun frunció el entrecejo al tiempo que dirigía una mirada feroz al hechicero. La expresión de enojo resultó tan pasajera como un nubarrón solitario en una brillante tarde de verano. Vangerdahast disimuló un suspiro de alivio.
—No será necesario —respondió Azoun, cruzando las manos delante del pecho—. Además, si no convenzo a los hombres de Los Valles de que debemos salir dentro de unos diez días, los tuiganos conquistarán la mayor parte de Thesk. Si eso ocurre, más nos valdrá aceptar la recomendación de lord Mourngrym y esperar a que los bárbaros se presenten ante nuestra puerta.
Vangerdahast rogó para que el rey pudiera olvidarse de las preocupaciones el tiempo suficiente para hablar con el enviado.
—¿Traigo hasta aquí a nuestro visitante de Zhentil Keep? —preguntó el hechicero, dispuesto a marcharse.
—No —contestó el rey, mientras abría la puerta del estudio—. Hojearé un par de libros a ver si se me despeja la cabeza. Cuando llegue el enviado llévalo a la sala del trono.
—Nunca recibes a un simple emisario en la sala del trono —señaló Vangerdahast, intrigado.
—Sin duda el emisario lo sabe y espera un recibimiento más sencillo —le explicó el rey, con una sonrisa picara que sorprendió al mago—. Creo que nos conviene mantenerlo un poco desorientado. ¿Tú qué opinas?
El hechicero real respondió a la sonrisa del rey con otra cargada de malicia. Se despidió de Azoun con una reverencia y se marchó de prisa, mucho más tranquilo por el estado del monarca. Ahora su mente se concentraba en la estrategia de su señor y amigo.
Azoun entró en el estudio. Sin perder ni un segundo ocupó su escritorio y redactó una carta para Torg, el rey de los enanos, en la que le informaba de los preparativos de la cruzada. Hecho esto, el soberano abrió el grueso volumen encuadernado en cuero que tenía sobre la mesa. Durante un rato, leyó y releyó las páginas correspondientes a la historia de los «días negros» bajo el reinado de Salember, el príncipe rebelde. Los habitantes de Cormyr y, en particular, los de Suzail se mostraban firmes partidarios de la cruzada. A pesar de esto, Azoun se preguntó —como había hecho durante casi toda la noche— si era verdad o no que el pueblo consideraba sus planes como algo en beneficio de todos.
El rey sabía que la historia lo recordaría como el siguiente traidor de Cormyr si el atentado de Bors era una expresión acertada de los sentimientos verdaderos de los súbditos sobre la cruzada, su cruzada. La opinión de sus futuros descendientes preocupaba a Azoun más de la cuenta, así que, antes de ir a la sala del trono para encontrarse con el emisario zhentarim, pensó en un plan que le permitiría averiguar qué pensaba de verdad la gente sobre la cruzada y enterarse de cualquier complot urdido por los tramperos.