Authors: James Lowder
Al primer sonido de una reyerta, reinó el silencio en la taberna. Un miembro de la guardia real, sentado cerca de la puerta, abandonó la silla y caminó hacia el fondo de la sala. Pero Geoff no estaba lo bastante borracho ni era tan estúpido como para iniciar una pelea en una taberna cormyta, por haber insultado al rey que era el líder más popular de Faerun, y reaccionó de inmediato.
—¡Un brindis por el rey Azoun —gritó apropiándose de la jarra de Jan—, el monarca más valiente de todo Faerun!
Ninguno de los presentes consideró sincero el brindis del marino, pero aceptaron la disculpa. Levantaron las jarras, bebieron un trago y volvieron a ocuparse de sus asuntos. El Dragón Púrpura regresó a su mesa.
Geoff le pagó una jarra al hombre de los puños como jamones y pidió otra para el flechero. Para sus adentros, agradeció la orden real que prohibía llevar armas sin atar en la ciudad. Charló unos minutos con Jan y después se inventó una excusa para marcharse de La rata negra, dispuesto a reunirse con sus compañeros en la nave lo antes posible. Al ver marchar al sembiano, el hombre de la mesa vecina se volvió hacia Jan.
—No es uno de los nuestros —comentó.
El flechero asintió. No le caían bien los sembianos. Estaban mucho más interesados en el dinero y las diversiones que en el trabajo honrado. A su juicio tenían muy poco en común con los cormytas. Eran poco leales a su país, y los gobernantes eran mercaderes como la mayoría de sus súbditos. Ni siquiera tenían un ejército importante.
—Si su alteza finalmente anuncia la cruzada —le dijo Jan a su compatriota—, no verá a muchos sembianos en el campo de batalla a menos que sean mercenarios.
—¿Es que no lo sabes? —exclamó el hombre, apartando un mechón de pelo rubio que le caía sobre los ojos—. Iremos a Thesk a luchar contra los bárbaros. Los llaman tuiganos. Azoun se reunió con un grupo de nobles hace unos días.
—Supongo que eso será lo que anunciará el rey.
—Sí —afirmó el hombre, con un entusiasmo evidente—. Pedirá voluntarios. Un amigo mío de Arabel me dijo precisamente ayer que la señora Lhal ya ha comenzado a reclutar soldados y magos.
—Azoun reunirá también unos cuantos en Suzail —señaló Jan. Levantó la jarra y se acabó la cerveza de un solo trago.
—Y yo estaré entre los primeros que firmen —gritó el hombre, que se golpeó el pecho con muchos aspavientos.
—Y yo —dijo una mujer desde una mesa cercana—. Yo también iré, Mal. No dejaré que te lleves toda la gloria tú solo.
—No esperaba menos de ti, Kiri —replicó Mal, con una carcajada estruendosa y bien intencionada.
Jan se giró para mirar a la mujer. Kiri era delgada, pero con la cara un poco redonda. Las facciones eran atractivas, aunque nada extraordinarias, excepto por los ojos. Los ojos de Kiri, castaños y risueños, atrajeron la atención del flechero en el acto. Le dirigió una sonrisa un tanto presumida, y sonrió todavía más al ver que Kiri le correspondía con otra sonrisa.
Otros parroquianos sentados cerca de Jan rompieron el encanto cuando anunciaron a voz en cuello que ellos también irían a Thesk a luchar contra los bárbaros. Se pidieron más rondas, y se sucedieron los brindis a la salud del rey y de los valientes voluntarios. Jan se preguntó cuántos de estos presuntos matadores de tuiganos se embarcarían cuando llegara el momento.
—¿Y tú qué harás, flechero? —quiso saber Mal—. ¿Te quedarás con los viejos y los niños?
—No lo sé —contestó Jan, pensativo—. Todavía no lo he pensado.
La respuesta era sincera. Jan no creía en los rumores y hasta el momento no había escuchado otra cosa sobre la cruzada. Sin embargo, si el rey pedía soldados, el flechero se presentaría voluntario. Era un hombre valiente y un buen arquero. Pero, por encima de todo, Jan el flechero era leal al rey y a la patria.
Jan tenía veintiún años y no conocía otro rey que Azoun IV. Desde que era niño, cada año el flechero había renovado el juramento de fidelidad al monarca en el festival de invierno.
Como la mayoría de sus conciudadanos, Jan sabía que el monarca pertenecía a la casa Obarskyr, y que los años se contaban a partir del día en que la familia de Azoun había ocupado el trono de Cormyr. Esta información, junto con algunos rudimentos de matemáticas y de la lengua común, el idioma comercial en el Mar Interior, formaba todo el bagaje de conocimientos que Jan había conseguido de su corta educación formal.
No obstante, había sido más que suficiente para despertar en el flechero un fuerte sentimiento de lealtad hacia Azoun. Para el artesano, el rey era Cormyr, no sólo un representante o un figurón, sino la encarnación real de todo lo que era bueno en el país. Y, dado que Cormyr y, sobre todo, Suzail habían florecido durante el reinado de Azoun, Jan daba por hecho que los dioses del bien bendecían al monarca.
—Si el rey Azoun será quien vaya al mando de las tropas —dijo Jan, después de una pausa—, entonces supongo que iré.
Mal invitó a Jan a otra jarra de cerveza para celebrar la decisión. El flechero sólo bebió un trago antes de anunciar que iba al castillo para escuchar el discurso del rey.
—¿Por qué? —preguntó el hombretón rubio, que se apoderó de inmediato de la jarra de Jan, para bebérsela él—. Los magos se encargarán de que la voz de Azoun llegue a toda la ciudad. No tenemos más que salir a la calle.
Kiri se levantó, se acercó a la mesa, y comenzó a tironear del hombre para que se levantara.
—Acompañemos a Jan —pidió entre tirones—. No recuerdo haber visto nunca al rey en persona.
Mal suspiró, apartó las manos de Kiri con un gesto irritado, y se acabó la cerveza de un trago.
—Bueno, está bien. Vamos allá.
Jan, Mal y Kiri salieron de La rata negra y pusieron rumbo al palacio.
—Peón a cuatro rey.
La reina Filfaeril sonrió complacida mientras observaba el tablero con una atenta mirada de sus azules ojos.
—Tu juego se ha convertido en algo bastante previsible, esposo —comentó acercando una mano al tablero. Cogió un caballo hecho con el marfil más puro—. Caballo toma peón.
—Sabes que tomaré el caballo con mi dama —señaló Azoun, consternado—. Perderlo por un peón parece un tanto inútil. —El rey movió la dama de ónice hasta el escaque de cuatro rey y cogió el caballo blanco—. Dama toma caballo.
Filfaeril estudió la posición sólo un momento y después movió el alfil.
—Alfil toma dama. —Azoun maldijo por lo bajo—. Mate en tres jugadas —anunció la reina.
Azoun cogió una torre y la situó junto a su rey.
—¿Estás seguro de querer acabar la partida? —preguntó la reina, con un tono serio.
—Desde luego. Nunca renuncio hasta que se acaba la partida.
Filfaeril dio jaque con su dama y tal como había anunciado, dio jaque mate en tres jugadas.
El rey y la reina acomodaron las piezas para cuando volvieran a jugar.
—¿De verdad soy previsible? —preguntó Azoun.
—Hay algunas cosas que sé seguro que harás y otras con las que puedo contar que nunca harás —respondió la reina después de pensar la respuesta durante un momento.
—Dame un ejemplo.
—No sabes cambiar las piezas, esposo mío —dijo Filfaeril, mientras cogía un peón—. Por eso no has comprendido la lógica del sacrificio del alfil.
—Tendría que existir la manera de ganar sin sacrificar una pieza por otra —replicó Azoun. Cogió el peón de la mano de su esposa y lo colocó en el tablero.
—Te lo dije —señaló la reina, que sonrió al tiempo que sujetaba la mano del marido—. Hay algunas cosas que sé que nunca harás.
El rey rió de buena gana, palmeó los blancos y delgados dedos de Filfaeril, y se puso de pie.
—Supongo que no dejo de darle vueltas a lo que Vangerdahast dijo el otro día al finalizar la reunión. No me considero inflexible ni previsible. —Azoun hizo una pausa y miró a su esposa a los ojos—. No obstante, lo que dijo de Alusair…
Filfaeril vio el dolor reflejado en el rostro del marido al mencionar el nombre de la hija. Lo ocurrido con Alusair también le dolía a ella, aunque sabía que Azoun se consideraba responsable directo de la fuga de la muchacha.
—Alusair es muy obstinada, esposo mío —comentó, después de una breve pausa—. Casi tanto como su padre. —La reina se levantó para acercarse a Azoun y lo abrazó con fuerza—. Si quieres una prueba de que eres un buen padre, Tanalasta es un ejemplo más que suficiente.
Azoun asintió, aunque sin abandonar su expresión ceñuda. Desde luego quería a Tanalasta, la hija mayor, y ella le había dado múltiples razones para sentirse muy orgulloso. Sin embargo, Tanalasta carecía del espíritu, del fuego que animaba a la hermana menor. No, la devoción de Tanalasta no llenaría nunca la brecha entre el monarca y Alusair.
Filfaeril lo sabía, pero confiaba en que sus palabras conseguirían que Azoun recuperara el buen humor. Acarició la mejilla de su marido y lo obligó suavemente a que la mirara.
—Y me tienes a mí. No eres tan inflexible como para no merecer mi amor.
Este último comentario devolvió la sonrisa a Azoun. Al mirar a la reina, advirtió que se mantenía tan hermosa como el día de la boda. Muchos de los cortesanos decían que Filfaeril poseía una belleza clásica, y Azoun estaba de acuerdo. Las delicadas facciones de la reina parecían tallas en el alabastro más fino. Tenía cincuenta años —treinta de ellos pasados en la corte— y el paso del tiempo no había reducido un ápice su belleza. Incluso las diminutas patas de gallo de los preciosos ojos azules de Filfaeril parecían talladas por algún artista.
Pero Azoun no se había enamorado de la reina sólo por la belleza. Filfaeril era mucho más que la bonita hija de un noble; era también una mujer muy inteligente y perspicaz. De hecho, se había ganado el amor del monarca más por su negativa a vivir rodeada de los halagos de los cortesanos que por la figura esbelta y el pelo rubio. Los azules ojos de Filfaeril podían ser muy bonitos, pero el joven Azoun aprendió muy pronto que siempre veían la dura realidad más allá de las ilusiones y el idealismo.
—Sí, al menos te tengo a ti —respondió Azoun, con un suspiro fingido de resignación. Filfaeril frunció el entrecejo, como si lo creyera, y Azoun le dio un beso muy largo y tierno.
No habían acabado de besarse cuando el rey oyó que alguien carraspeaba muy fuerte. Miró hacia la puerta del estudio y vio a Vangerdahast, que, con el rostro rojo de vergüenza, miraba el techo como si no hubiese visto nada.
—Entra, Vangy —dijo Azoun, resignado—. Supongo que es la hora de la ceremonia y el discurso.
—Continuaremos la discusión más tarde, su alteza —susurró Filfaeril al oído de su marido. La reina se apartó suavemente de los brazos de Azoun y fue hacia la puerta—. Os espero a los dos en la sala del trono —añadió mientras salía.
El hechicero real esperó a que la reina cerrara la puerta antes de hablar.
—Sí, es casi mediodía. Ya están preparados los hechizos de protección en el estrado. ¿Estás listo para comenzar la procesión?
El rey echó una última ojeada al uniforme de ceremonias. La sobreveste púrpura estaba bordada con hilos de platino y oro, y los calzones los habían confeccionado con la mejor seda de Shou Lung. No le gustaba el uniforme: le parecía chillón. No obstante, el protocolo exigía que lo vistiera en la ceremonia de coronación previa a la alocución pública.
—Estoy preparado —anunció Azoun después de acomodar bien una de las solapas—. No sé por qué tenemos que pasar por todo esto.
—Si quieres… —comenzó a decir el hechicero, pero el rey lo interrumpió con un ademán.
—Lo sé, Vangy. El respeto a las tradiciones ayudará a resaltar la importancia de la cruzada. —Se acercó a la ventana y miró hacia el patio interior. Sirvientes y mensajeros iban y venían del castillo a la puerta de la muralla; la prisa que se daban señalaba la importancia del día.
—Debemos irnos, su alteza.
Azoun observó a un paje, vestido con la púrpura real, que salió a la carrera del alcázar en dirección a la entrada. Esto le recordó el encargo que le había hecho a Vangerdahast a primera hora de la mañana.
—¿Alguna noticia de Zhentil Keep? —le preguntó al consejero.
Vangerdahast se dio la vuelta como si no hubiese escuchado la pregunta y caminó hacia la puerta en un esfuerzo para llevar a Azoun a la sala del trono.
—Recibí un mensaje de la jerarquía zhentarim poco antes de venir a buscarte —contestó Vangerdahast en voz baja. Respondió con una reverencia el saludo del centinela mientras el rey y él entraban en un ventoso corredor de piedra, y añadió—: Mañana enviarán a alguien para hablar de los tuiganos.
Azoun se detuvo en seco al escuchar la noticia. El hechicero avanzó un par de pasos y, al advertir que el rey no lo seguía, se volvió.
—¿Tan pronto? —exclamó Azoun—. No nos dan mucho tiempo para prepararnos.
—Creo que ésa es la intención —replicó el hechicero y, cogiendo al monarca del brazo, lo obligó a seguirlo.
La reina Filfaeril esperaba en la sala del trono cuando llegaron Azoun y Vangerdahast. La multitud de nobles y músicos que llenaba la amplia y lujosa sala aguardaba impaciente la aparición del rey. Las doncellas arreglaron la cola del vestido de seda de la reina, al tiempo que el chambelán se dirigía al monarca para comunicarle que la corona, el cetro y el medallón —los símbolos del reino— estaban preparados. Vangerdahast dejó al rey sin molestarse en solicitárselo, y fue en busca de los demás hechiceros reales que participarían en la ceremonia.
Azoun sólo tardó unos minutos en reunirse con su esposa cerca de los grandes tronos de madera tallada colocados en el frente de la sala. La reina llevaba el símbolo de su rango, una pequeña pero preciosa corona de plata. El metal blanco parecía resplandecer con el dorado del pelo de Filfaeril y reflejar el azul de sus ojos. Azoun saludó a la reina con una inclinación de cabeza; después recogió la cadena, otro símbolo real, colgada del brazo del trono como marcaba la tradición. La gruesa cadena de oro infundió confianza al rey, que la levantó por encima de la cabeza. El medallón sujeto a la cadena mostraba el grabado de un dragón, con el lema «atento y vigilante», que cubría toda una cara.
A continuación, el chambelán ofreció al rey la corona, colocada sobre un almohadón de seda púrpura. Todos los presentes hicieron una reverencia cuando Azoun alzó la corona con las dos manos.
La luz del sol que entraba por las vidrieras arrancó destellos del oro, la plata y las piedras preciosas cuando Azoun exhibió la corona. El poderoso y esbelto cuerpo de un dragón cubría todo el borde, y la cabeza del monstruo remataba el frente. El rubí engarzado en las fauces abiertas de la fiera resplandecía como una brasa. Esta corona —la más antigua de las tres que poseía el rey— sólo se utilizaba en ocasiones muy especiales. Mientras se la ponía, Azoun se preguntó cuántos cormytas la habrían visto.