Cruzada (27 page)

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Authors: James Lowder

BOOK: Cruzada
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—Seguramente no os han contado ni la mitad —repuso la joven bajando mucho la voz. Hizo una pausa, que aprovechó para mirar al centauro—. Habéis «escuchado» muchas cosas por ser alguien que vive en una parte tan aislada del mundo.

Jad Ojosbrillantes permaneció en silencio por un instante. Cogió el guante de cuero marrón que llevaba al cinto y se lo puso en la mano izquierda.

—La información es fácil de conseguir. Detenemos a muchos viajeros en el bosque o en sus alrededores, y muchos tienen la amabilidad de contarnos las últimas noticias de Faerun. —Señaló el suelo con la mano derecha.

Alusair comprendió el gesto y asintió. Se sentó mientras Jad doblaba las patas traseras hasta posar la grupa en la hierba. El centauro gruñó al tiempo que se movía un poco para buscar la posición más cómoda.

—He escuchado muchas cosas de vuestro padre de boca de mercenarios y mercaderes, las mismas personas que me advirtieron del malhumor del rey Torg y de su desconfianza a cualquier cosa no enana —explicó el centauro, despreocupado.

—¿Y qué sabéis de mí? —preguntó Alusair. Espantó a un tábano.

—Sois el tema favorito de los cazadores de recompensas —contestó el cacique centauro. Hizo una pausa, levantó la mano izquierda al tiempo que ponía dos dedos de la mano derecha en la boca y soltó un silbido agudo. Alusair dio un respingo; los dos centinelas enanos que estaban cerca de ellos echaron a correr.

—Vaya —exclamó Jad al ver que los centinelas venían hacia ellos—. Decidles por favor que no…

Antes de que el centauro pudiera acabar la frase, el halcón bajó del cielo para posarse sobre el antebrazo protegido por el guante. Alusair tranquilizó a los centinelas, que volvieron a sus puestos.

Jad cogió los cordones atados a las patas del halcón con la mano derecha y los pasó a la izquierda mientras el pájaro se sujetaba con fuerza y soltaba un graznido corto y penetrante.

—Sí, sí —le dijo Jad con un tono paternal acercando su rostro al del halcón—. Has hecho un buen trabajo. —Sacó un trozo de carne pequeño de la bolsa y alimentó al pájaro.

—Es muy hermoso —dijo Alusair. Observó el plumaje del ave, la cabeza oscura y las patas amarillas—. Es un peregrino, ¿verdad?

—Así es, princesa.

—Y supongo que podéis comunicaros con él, ya que espía para vos.

El cacique centauro levantó la mano derecha. Por primera vez, Alusair vio el brazalete plateado que llevaba en la muñeca.

—Un regalo de un mago por las ayudas que le prestó mi tribu. Posee un hechizo que no sólo me permite hablar sino también ver a través de los ojos de cualquier pájaro. Gracias al brazalete y la ayuda del halcón, observo el avance de los enanos desde hace días.

Alusair arrancó un tallo de hierba y lo hizo girar entre el pulgar y el índice. Contempló los ojos del halcón, brillantes y alertas, y se preguntó cómo sería ver pasar el mundo por debajo mientras sobrevolaba bosques, lagos y ejércitos.

—La libertad debe de ser maravillosa —comentó al cabo de un rato. Vio que Jad asentía.

—Pero ¿qué me decís de vos, princesa? —preguntó el centauro—. Por las historias que me han contado, nunca habría imaginado que iríais a luchar junto a vuestro padre. —Al ver que Alusair dejaba de jugar con el tallo de hierba, Jad se disculpó con una sonrisa—. Perdón. No quiero parecer un entrometido.

La princesa intentó sonreír, pero la pregunta la había inquietado. Con un ligero tono de sarcasmo respondió al interrogatorio de Jad.

—Ahora comprendo cómo sabéis tantas cosas —replicó—. Interrogáis a todos los que hablan con vos. —La expresión dolida del centauro la llevó a añadir en el acto—: Yo tampoco imaginaba que acabaría luchando junto a mi padre.

El centauro respiró aliviado y, metiendo una mano en la bolsa, sacó una pequeña caperuza de cuero, adornada con gemas diminutas. Cada una de las piedras preciosas reflejó la última luz del sol mientras Jad le alcanzaba la capucha a la princesa.

—¿Me podéis ayudar con esto? —pidió. Mientras Alusair le ponía la capucha al halcón, Jad cogió la varillas de metal—. Y esto —añadió, cuando la capucha estuvo bien asegurada— es la percha. —La joven cogió la varilla, la dobló en forma de U, y clavó los extremos en el suelo. Jad engatusó al halcón para que se pasara del guante a la parte de la percha envuelta con el cordel, donde las garras del pájaro se sujetaban mejor. El centauro se masajeó el brazo izquierdo—. Mucho mejor —comentó—. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, camino de la guerra.

Alusair y el cacique centauro conversaron tranquilamente durante más de una hora, hasta que desapareció el último rayo de sol. Salió la luna, y una miríada de estrellas alumbró el cielo nocturno. La luz de Selune iluminó el campamento, proyectando un resplandor helado sobre las hileras de tiendas y el contorno oscuro del bosque. Las tropas de Jad regresaron con cestas de nueces y bayas e incluso unas cuantas hogazas de pan fresco. Después de tomar un poco para su cena, Jad y Alusair enviaron el resto de la comida a Torg.

A medida que transcurría la noche, la princesa estudiaba al cacique centauro. La sonrisa amistosa y sincera y la mirada cautivante de los ojos oscuros lo mostraban como alguien franco y bondadoso. Mientras caminaban sin prisas alrededor del campamento, Alusair le contó muchas cosas de su padre y de la campaña, aunque no había sido ésa su intención. Por su parte, Jad se mostró como un buen oyente y sólo la interrumpió con alguna que otra pregunta. También le contó lo poco que sabía de los tuiganos. Por fin, el cansancio del largo día de marcha se reflejo en el rostro de Alusair.

—Quizás es hora de que os retiréis a descansar —sugirió el centauro cuando la princesa ya no podía contener los bostezos.

—Mañana nos espera otra jornada muy dura —asintió Alusair—. Todavía falta un buen trecho hasta el punto de encuentro con mi padre en el Camino Dorado.

—Tengo una idea magnífica —manifestó Jad, que una vez más apartó un mechón de pelo de los ojos—. Le ofreceré a Torg un guía, alguien que os conduzca a través del bosque. Hay muchos caminos directos hasta el lugar del encuentro, y os ahorraréis unos cuantos días de marcha.

—No me parece tan buena —replicó Alusair, con el entrecejo fruncido. Señaló el bosque—. Torg no pasará por allí, ni con guía ni sin él. Yo también creo que es una buena idea, pero el Señor de Hierro es incapaz de superar su desconfianza a casi todo.

—Ya lo veremos —exclamó el centauro. Se alejó al trote, y Alusair corrió detrás de él. Intentó detener a Jad, pero el cacique ya se alejaba entre las hileras de tiendas a oscuras en dirección a la plaza de armas. Una vez allí, no le costó mucho averiguar cuál era el pabellón de Torg, gracias al estandarte de Tierra Rápida colocado delante de la entrada.

Los guardias le cerraron el paso, pero Jan hizo tanto ruido que Torg se vio obligado a salir de la tienda. Alusair los encontró enzarzados en una acalorada discusión.

—Os comportáis como un insensato —afirmó el centauro, que caracoleaba nervioso delante del rey enano y los dos guardias, a los que dominaba con la altura—. Os puedo ayudar.

—He intentado ser cortés en todo este asunto, centauro —replicó el Señor de Hierro, que apartó las trenzas de la barba negra y cruzó los brazos sobre el pecho—, pero es obvio que no funciona. —Separó un poco los pies y añadió—: A ver si ahora queda claro. Los enanos de Tierra Rápida no necesitan la ayuda de criaturas como vosotros.

Jad soltó un bufido que a los oídos de Alusair sonó como el resoplo de un caballo furioso. Ella también estaba furiosa con el enano.

—¿Por qué, Torg? —preguntó—. Si aceptamos la ayuda de los centauros el viaje resultará más fácil, pero…

—No permitiré que mis tropas se alíen con la chusma de los bosques —gruñó el Señor de Hierro, con el rostro cada vez más rojo debajo de la barba negra.

—La raza no es indicativa del carácter —comentó Jad con esfuerzo para contener el enfado. Miró a Alusair y después a Torg—. Conozco enanos que son inteligentes y sabios. Nada que ver con vos. —Sin añadir nada más giró sobre las patas traseras y se alejó al trote.

—¡Esperad! —le gritó Alusair. Miró a Torg por encima del hombro. El Señor de Hierro tenía una expresión hosca y murmuraba algo ininteligible en su idioma. La princesa corrió detrás del centauro.

Al cabo de unos momentos, la hija de Azoun vio al cacique arrodillado junto a la percha del halcón. Intentaba ponerse el guante de cuero cuando la princesa llegó a su lado. Jad volvió la cabeza al escuchar los pasos.

—Ese, ese… —Jad inclinó la cabeza y respiró unas cuantas veces de una forma lenta y pausada. Poco a poco recuperó la calma y miró otra vez a la princesa—. ¡Me ha enfadado tanto que no podía hablar!

—Lo siento —dijo Alusair.

—No tenéis por qué disculparos por Torg, princesa. —El centauro echó una mirada al campamento y acabó de ponerse el guante—. Os seré sincero. No sé por qué vuestro padre le pidió ayuda.

—Mi padre tiene aliados más extraños que los enanos de Tierra Rápida —murmuró Alusair, con una nota de amargura en la voz.

—¿Los orcos que habéis mencionado? —preguntó Jad, ocupado en pasar el halcón dormido al brazo enguantado. El pájaro protestó irritado, y el centauro se detuvo—. Quizá —dijo—, aunque supongo que el rey Azoun del que tantas cosas me han contado tendrá buenas razones para aceptar su ayuda.

Alusair optó por no responder, más por la sensación de culpa que comenzaba a experimentar que por cualquier desacuerdo con las observaciones de Jad. La última y desconcertante muestra de la estrechez de miras de Torg la había afectado mucho.

—Sólo lamento que Torg no acepte vuestra ayuda.

—Cuando le ofrecí un guía, el muy bufón me preguntó por qué no participábamos en la batalla. Le respondí que nuestra obligación era proteger el bosque, que no podíamos marcharnos por las buenas. Aun así, le dije que, si la guerra llega a este territorio, combatiremos a vuestro lado. También le ofrecí provisiones.

—Y él ni quiso oír hablar del tema —señaló Alusair.

—Todavía peor —afirmó Jad, otra vez enojado—. Me insultó. Dijo que intentaba tenderle una trampa, que probablemente era un aliado de los elfos o de los orcos. —El cacique apretó los puños en un esfuerzo por serenarse.

—Hablaré con Azoun de vuestra generosidad, Jad —prometió la princesa con una mano sobre el brazo del centauro—. Estoy segura de que él apreciará vuestra oferta.

El cacique permaneció en silencio durante unos instantes con la mirada puesta en el halcón, que se movía inquieto en la percha.

—Quizá pueda hacer algo por ayudaros —comentó por fin. Sonrió animado—. Aunque estoy seguro de que Torg pensará que lo hago para espiaros.

—No podéis darme el halcón. —Alusair señaló al pájaro—. Os hace falta para vigilar vuestras fronteras.

—En realidad, no. —Jad le pasó el guante a la princesa—. Conocemos el bosque mejor que nadie, de modo que nos resulta fácil acercarnos a los campamentos y espiar.

Al ver que Alusair vacilaba, Jad insistió en ofrecerle el guante. Por último le cogió la mano y le puso el guante sobre la palma. Después, se quitó el brazalete de plata y lo abrochó en la muñeca de Alusair. La princesa levantó el brazo, y el brazalete, demasiado grande para ella, se deslizó casi hasta el codo.

El centauro le explicó brevemente su funcionamiento. Alusair sólo debía concentrar los pensamientos en un pájaro, y la pulsera le permitiría ver a través de los ojos del ave todo el tiempo que quisiera. El cacique añadió unas cuantas recomendaciones sobre los peligros de adentrarse demasiado en la mente de cualquier pájaro, y concluyó la lección. La princesa lo escuchó atentamente, pero sin apartar la mirada del halcón peregrino, que ahora descansaba cómodamente en la percha, con la cabeza metida debajo del ala.

—Espero que el brazalete y el halcón me sean devueltos en cuanto acabéis con los bárbaros —comentó Jad, medio en broma. Alusair asintió. Charlaron un par de minutos más y llegó el momento de la despedida—. Mis saludos a vuestro padre. Espero conocerlo algún día.

Alusair miró apenada al cacique centauro, que se alejaba al galope. La luz de la luna era fuerte, pero perdió de vista ajad Ojosbrillantes en la hierba alta antes de que llegara a la línea de árboles. Aunque ya no veía al centauro, Alusair no se movió de donde estaba. Contempló la masa oscura del bosque de Lethyr durante un rato antes de volverse hacia las tiendas donde dormían los enanos.

Engatusó al halcón para que se pasara al guante y recogió la percha. El pájaro graznó con fuerza, pero el sonido fue como una melodía para Alusair. Mientras caminaba hacia la tienda, la princesa ya esperaba con impaciencia el amanecer para dejar volar al halcón. El pájaro chilló otra vez, y uno de los centinelas frunció el entrecejo cuando la muchacha pasó junto a él cargada con el peregrino. Alusair sonrió al comprender que los soldados de Tierra Rápida no valorarían el regalo del cacique centauro.

11
Don de lenguas

El ritmo suave de la lluvia sobre la lona del pabellón fue interrumpido durante un momento por una ráfaga de viento, y enseguida volvió a escucharse el relajante tamborileo. Azoun suspiró acariciándose la barba, que había encanecido algo más desde la recepción de la carta de Torg cuatro meses antes. Miró el galimatías de palabras escritas en el pergamino que tenía delante y volvió a suspirar. Observó a sus compañeros, Thom Reaverson y Vangerdahast, que estaban absortos en sus trabajos. El hechicero se encontraba en un rincón junto a una lámpara, cuya luz ayudaba un poco a aliviar la penumbra interior, y el bardo compartía la mesa con el monarca.

—¿Estás seguro de que no sabes ningún hechizo que me permita aprender a hablar en tuigano? —preguntó el rey.

—¿Eh? —replicó Vangerdahast con una expresión de cansancio. Dejó en el suelo el largo rollo de pergamino que tenía entre las manos—. No, Azoun, no lo hay. Hay un hechizo que me permite hablar con ellos, pero eso es lo único que puedo hacer. Creo que es suficiente. Si surge la necesidad puedo ser un buen negociador.

—Precisamente por eso quiero aprender el tuigano —comentó el monarca con una sonrisa maliciosa—, para que no surja la necesidad.

Thom Reaverson contuvo la carcajada. Miró a Azoun, que mantenía la sonrisa, y después volvió la atención al papel que tenía delante. Como Azoun, el historiador repasaba una lista de frases, saludos y palabras tuiganas sueltas, escritas con la fonética común para que pudiera entenderla cualquier occidental. Él y Azoun estudiaban el idioma por si se daba el caso hipotético de poder concertar un encuentro diplomático con el Khahan, y que los hechizos de Vangerdahast no funcionaran. Por su parte, Azoun se apresuró a pedir disculpas al ver que una expresión de enfado aparecía en el rostro de Vangerdahast.

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