Cuando comer es un infierno (18 page)

BOOK: Cuando comer es un infierno
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El peor de mis miedos cuando era bulímica era morirme gorda, y estuve a punto de conseguirlo a base de diuréticos, laxantes y pastillas, sin lograr nada salvo torturar mi pobre cuerpo. Me deshidraté, y tuvieron que internarme. Mi orina se había vuelto verdosa, y mi piel amarilla. No podía entender cómo era que engordaba consumiendo 800 calorías al día, ni una más. Estuve internada mes y medio, y tuvieron que someterme a diálisis, una de las peores experiencias de mi vida. Sólo tenía diecinueve años...

Respecto a las pildoras para adelgazar, sólo puedo añadir que si hubiera una que funcionara, nos habríamos librado de este problema hace mucho tiempo. No importa lo que digan los anuncios, las estrellas pagadas, las modelos... la industria dietética es muy poderosa, y es el único negocio en el que si se fracasa, la culpa ha sido tuya y no del producto... y fracasan en un 98% de los casos. ¡Y nadie dice nada! ¡Nadie protesta, y todo el mundo continúa con ellas!

Lo que yo saqué de tres años consumiendo pastillas fueron cambios de humor, una adicción psicológica que casi me destrozó, y muchísimo dinero perdido, que hubiera podido emplear en el cine, en ropa bonita, o en unas vacaciones.

Esa adicción no suele limitarse únicamente a las pastillas. Es fácil, cuando te sientes tan deprimida y vulnerable, caer en otros peligros, como la cocaína, las pastillas de diseño o la heroína. Si lo haces, te estás matando. Una personalidad como la tuya debería llevar la vida más sana posible. Destrozará tu cuerpo, matará tu mente. ¿Has pensado en el riesgo de sida? Al menos, date otra oportunidad.

Hace poco se puso de moda en Estados Unidos emplear el jarabe o jugo de Ipecac, un medicamento tóxico empleado como vomitivo en quirófanos, en casos de intoxicación o envenenamiento. El Ipecac destruye los tejidos del esófago y el estómago, y los efectos secundarios son muy dolorosos. Te sentirás mareada durante horas. Los daños que produce son crónicos e irreversibles. Muchas personas han muerto con el estómago reventado debido a ello. Y, por supuesto, no sirve para perder peso.

No seas estúpida: no desperdicies tu juventud ni tus esfuerzos. Si estás enferma, reconócelo, y emplea tu energía en recuperarte. Es posible, siempre que no dejes pasar demasiado tiempo.

¿DÓNDE SE METEN?
La vergüenza

Los últimos estudios parecen indicar que el número de bulímicas va en aumento. En efecto, contra lo que habitualmente se cree, la anorexia parece mantener una incidencia estable, mientras que parecen darse más casos de bulimia. Esta teoría es defendida por numerosos expertos, como la doctora Francés Connan, jefa de la Unidad de Psiquiatría en los hospitales Maudsley y Bethlem de Londres.

En Estados Unidos, los Institutos Nacionales de la Salud (NIH), barajan cifras que rondan un 1% de la población mundial en el caso de la anorexia, y un 2-3% en el de la bulimia. Estos datos son probablemente inexactos e inferiores a la realidad, porque apenas existen datos en amplias zonas del mundo, y porque resulta difícil diagnosticar estas enfermedades distinguiéndolas del resto de los trastornos alimenticios.

El tópico de que afecta únicamente a mujeres blancas, jóvenes y de clase media-alta ha dejado de ser válido. Niñas y mujeres adultas, de distintas razas, padecen la enfermedad. Un diez por ciento de los afectados son varones.

En los últimos tiempos las investigaciones tratan de descubrir patrones genéticos, influencias culturales y factores biológicos que puedan explicar qué extraño caldo de cultivo da como resultado este trastorno. Es posible que la línea científica que se ocupa de encontrar soluciones al estrés dé con medicamentos válidos para la bulimia. Se investiga también hasta qué punto las variaciones de los niveles de serotonina pueden influir en el comportamiento alimenticio.

Sin embargo, en apariencia nada ha cambiado. Observando la vida en la calle, las conversaciones, lo que dicen los medios de comunicación, nadie podría deducir que los hospitales reciben cada vez más consultas e ingresos por estos problemas, que los centros de día apenas dan abasto, y que resulta difícil encontrar alguna familia que no haya padecido estos problemas en su seno o en su entorno.

¿Dónde se meten las bulímicas? ¿Qué puestos ocupan? ¿Qué les distrae en su tiempo libre? ¿Qué tipo de familias o relaciones mantienen? ¿Por qué son invisibles?

Si una bulímica no es una gran comedora social y ha hecho de la ocultación un hábito, nadie, salvo los que viven con ella, pueden sospechar que esa criatura habladora, sociable, con apetito por la comida o por la vida, está enferma. Ni su peso lo delata, ni su actuación parece denotar ningún conflicto. Suelen llevar una fascinante vida amorosa, cuajada de apasionados romances y sonadas rupturas; por lo general resultan populares, parecen ocuparse de su cuerpo, quizás demasiado, compran cremas y mucha ropa (por lo general de distintas tallas), y si acuden al gimnasio no son ni las más discretas ni las más torpes. Les gusta bailar y beber, a veces incluso en exceso, se muestran osadas y atrevidas, y su agenda no podría estar más repleta.

Una mujer así representa en gran medida el prototipo del éxito en su variante femenina. Alguna vez llegará el colapso, y ese escenario caerá en pedazos, pero mientras tanto nadie será capaz de ver nada.

¿Dónde están? Por todas partes. En puestos de responsabilidad y en las facultades, en las tiendas de ropa, comprando o siendo las dependientas, en las pasarelas, en los despachos, en las cocinas, en cualquier sitio en el que pueda esperarse ver a una mujer o a algunos hombres. A veces aparecen en los centros de planificación familiar, o en las clínicas de interrupción del embarazo, porque la mezcla entre no prever las cosas, dejar claro su atractivo sexual y la no absorción de la pildora anticonceptiva debido a los vómitos o los laxantes ha causado un embarazo no deseado.

Esperan también a las puertas de los colegios, o en la cola del supermercado. Un altísimo porcentaje de enfermas son adultas, y están al cargo de una familia. Algunas de ellas se casaron siendo bulímicas, o enfermaron al quedarse embarazadas, o a lo largo de los años de matrimonio. Atrapadas en su rol de amas de casa, de madres y esposas, no se sienten con derecho a quejarse o a protestar.

De las amas de casa se espera que aprovisionen la nevera, que cocinen aceptablemente, que recuerden qué alimentos prefieren sus maridos y qué productos son los más sanos para sus hijos. Se espera que empleen tiempo en la cocina, que preparen los bocadillos de la merienda, que obsequien a las visitas con pastas y churros, que hagan las croquetas para aprovechar los restos de la cena. La mayor parte de ellas tienen grabado a fuego que la comida no se tira, pero viven con la realidad de niños que no terminan su comida, o de maridos que no se presentan a comer. Se les ha enseñado que su valía depende de una mesa bien servida y de una nevera repleta. A cambio, su recompensa es quedarse con el cuello del pollo y terminar con los yogures caducados.

Son leonas de la jungla: cazan, crían, alimentan, para ceder luego el mejor bocado y el prestigio al macho. Muchas de ellas viven la sensación de vergüenza y ocultamiento con aún mayor intensidad que las enfermas más jóvenes: consideran que deberían dar buen ejemplo, sienten que no pueden controlarse, que desequilibran el presupuesto familiar con sus excesos, temen que no podrán cuidar de sus hijos, o que sus maridos las abandonen. En su momento, eligieron o se vieron forzadas a responsabilizarse de la casa. Si fracasan en esa misión, si no mantienen una casa impecable, las comidas a punto, si no se entregan por entero a los otros, si no renuncian a ellas mismas a favor de la familia, es decir, si atraen la atención hacia ellas o sus problemas, la censura social puede ser muy cruel.

Por lo general, cuando una mujer adulta reconoce un trastorno alimenticio es tan grave que le impide continuar con una vida normal. O las circunstancias se han aliado de tal manera que lo que en principio fue diagnosticado como depresión resulta ser una bulimia arrastrada durante años.

En todos los casos la familia debe tomar conciencia del problema de la enferma, y ha de prestar una atención especial a las circunstancias. No puede esperarse que una mujer enferma desde hace años, con unos hábitos ya tipificados, que se queda sola muchas horas al día, que para colmo debe afrontar la responsabilidad de buscar los alimentos, comprarlos, prepararlos, cocinarlos y retirarlos se recupere. No se trata de un resfriado, no es algo que se pase con el tiempo, que se logre mediante fuerza de voluntad o que pueda hacerse sin provocar cambios.

Los hijos deberán asumir responsabilidades: a partir de una edad muy temprana pueden prepararse el desayuno solos, y posiblemente también la merienda. Como los ingresos dependen del marido, posiblemente éste sea reacio a solicitar una baja laboral para ocuparse de los problemas de su mujer: por lo general, si es una hija la que padece bulimia y los dos padres trabajan, es la mujer la que deja de hacerlo para ocuparse de ella, en parte porque es lo que se espera de una buena madre, en parte por el complejo de culpa, en parte por el pensamiento, tan extendido, de que si una chica es anoréxica o bulímica se debe a que existe algún problema con la madre. Si esa situación se da en el caso de las hijas, de pocos maridos se puede esperar que se involucren totalmente en el caso de sus mujeres, que son al fin y al cabo adultas y responsables.

Entonces, sería sensato que otra persona se encargara de liberar al ama de casa de esas preocupaciones: o bien una asistenta que se ocupe de preparar las comidas y lo que las rodea, o bien un pariente que asuma esa responsabilidad. Muchas de las enfermas se sienten aún más culpables porque parte de los ingresos de la familia se desvíen a su tratamiento y a contratar una persona que la ayude. Piensan que no tienen derecho a condicionar el futuro de sus hijos (tal vez la universidad, o las salidas de fin de semana, en otros casos hipotecar la casa) a costa de sentirse mejor. Y muchas familias no ven la necesidad de sacrificar sus ahorros, o cambiar sus costumbres porque a su madre le haya entrado una manía con la comida.

No es posible sentirse más sola de lo que estas mujeres se sienten. Ni más incomprendidas. Ni más ignoradas. Una vez más, el peso del machismo se deja sentir; la enfermedad de una muchacha joven es una demostración de histeria. La de una mujer madura, algo que debe llevarse en silencio.

La pregunta sigue en el aire: si, como parece, hay tantas bulímicas, si todo el mundo conoce al menos un caso o sabe de un familiar afectado, entonces, ¿por qué no reconocen su enfermedad? Las respuestas pueden ser muy variadas. Una de ellas, como se ha repetido en muchas ocasiones, es que una de las características de la bulimia es su negación. A menudo, cuando son conscientes de que tienen un problema, no saben adonde acudir. Se sienten avergonzadas, y posiblemente teman reconocer que padecen una dolencia que necesita tratamiento psicológico. La sociedad no reacciona bien frente a los enfermos, y menos aún ante los trastornos mentales, por muy leves que sean.

Muchas temen que su trabajo se vea afectado, o que las aparten de sus estudios. Otras no quieren tirar por la borda su imagen de chicas perfectas, o temen arruinarse si tienen que costear un tratamiento. Otras llevan tanto tiempo enfermas que no saben cómo enfrentarse a la rutina diaria fuera del círculo de atracón-vómito. Muchas creen poderlo superar solas, y otras piensan que el tiempo mejorará las cosas, o que lo lograrán cuando terminen de estudiar, o cuando consigan un novio, o cuando...

La mayor parte de las ciudades cuentan con centros de apoyo a las enfermas, y aparte de la atención telefónica que algunos ofrecen, la difusión de Internet está facilitando que las bulímicas se aproximen al tratamiento.

Las llamadas de ayuda que reciben los teléfonos y las páginas web especializadas están permeadas de desesperación y de pánico apenas contenido. En esos ámbitos en los que se asegura la privacidad, en los que no hay necesidad de controlar las lágrimas, o mantener una postura serena, las enfermas gritan y suplican una solución. Algunas de ellas logran liberar parte de la tensión únicamente pidiendo socorro: para otras, es el paso inicial que les conducirá a un tratamiento.

«Tengo veintiún años, y un niño precioso de siete meses. Llevo cuatro años sin dejar de vomitar, y ya no puedo controlarme. No me atrevo a decirle nada a mis padres ni a mi marido. ¡Creo que me estoy volviendo loca! Hace un mes he aceptado que tengo problemas bulímicos, pero no sé a quién acudir, ni por dónde empezar, ni a quién pedir ayuda. No tengo dinero, y tengo miedo de que alguien sepa que tengo este vicio, y pese a mis esfuerzos, yo sola no estoy logrando nada. Por favor, decidme quién puede guiarme para conseguir ayuda. ¡Ayuda!».

(LISTA DE DISTRIBUCIÓN EN INTERNET PARA PROBLEMAS ALIMENTICIOS, 30.11.01)

Las enfermas, en distintos grados de recuperación, se ponen en contacto y realizan una auténtica terapia de grupo virtual. A veces cuentan con los consejos de un profesional en la materia, y cuando no, hacen hincapié en sus vivencias y en cómo se enfrentaron a los conflictos. Aunque ni los foros de Internet ni los teléfonos de ayuda pueden sustituir la ayuda de un terapeuta, les ayudan a disolver miedos, a romper con su idea de exclusión, y puede suponer el primer paso hacia la recuperación.

Existe otro factor interesante, en este caso relacionado con los hombres que sufren trastornos alimenticios. Internet y la tecnología cibernética suponen un foco de enorme atracción para los chicos más jóvenes, que a veces acceden a estos espacios por curiosidad, y que pueden romper así el doble silencio que impone su enfermedad y su sexo.

«Me metí a este foro y me he fijado que son puras mujeres, no sé si me puedan ayudar a mí que soy hombre. Yo, como ustedes, soy anoréxico. Todo empezó por un anuncio de comercial donde decían que el organismo puede bajar de peso comiendo sólo lo necesario y haciendo ejercicio todos los días; pues bien, empecé por comer lo que yo creí era lo justo, luego todos los días en la noche hacía una hora de arduo ejercicio, pasaron como 5 meses y sin darme cuenta bajé 12 kilos. Hace poco me hice un examen de salud y hallaron que yo tengo 12 kilos menos de los que debería tener, ya que mido 1,72 m y peso 50 kilos, díganme qué puedo hacer.

Me siento muy inseguro, tengo mucho frío y todo me da miedo. Ayúdenme, porfa».

(PÁGINA WEB
CON SU SALUD,
ÁMBITO HISPANOAMERICANO, 9.1.02)

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