Cuando la guerra empiece (16 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

BOOK: Cuando la guerra empiece
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No puedo decir que me entusiasmase la idea. Pero sabía que éramos los más cualificados para hacerlo. Y quería pasar más tiempo con aquel nuevo Homer, un chico interesante e inteligente al que había conocido sin conocer durante tantos años. Desde nuestra excursión al Infierno, Lee había captado mi interés, pero cuantas más horas estaba separada de él y cerca de Homer, más cambiaban las cosas.

Recuerdo que, por alguna razón, una vez acompañé a mi padre a los mataderos. Mientras él hablaba de negocios con el director, yo observé cómo conducían a los animales hasta la rampa que los llevaba a la zona de sacrificio. Nunca olvidaré a aquellos dos novillos que ascendían por la rampa, a dos minutos de la muerte, mientras uno de ellos aún intentaba montar al otro. Sé que es una comparación algo burda, pero esa era nuestra situación. «En medio de la muerte estamos en vida». Nos hallábamos en medio de una lucha desesperada por seguir vivos y, sin embargo, ahí estaba yo, aún pensando en chicos y en el amor.

Tras avanzar unos cuantos minutos en silencio, Homer me alcanzó para que fuésemos el uno junto al otro.

—Cógeme de la mano, Ellie —dijo—. ¿Puedes conducir con una sola mano?

—Claro.

Continuamos así durante un kilómetro o dos. Estuvimos a punto de chocar el uno contra el otro una decena de veces. Luego nos soltamos para ganar velocidad. Hablamos mucho; no sobre bombas, muerte ni destrucción, sino sobre pequeñas trivialidades. Y, después, para pasar el tiempo, jugamos un rato.

—Nombra cuatro países que empiecen por B antes de llegar al desvío.

—Ay, socorro. Brasil, Bélgica. Bretaña, supongo. Hum… ¿Bali? ¡Ah, espera! ¡Bolivia! Vale, te toca. Cinco hortalizas de color verde antes de que pasemos ese poste telegráfico.

—Col, brócoli, espinaca —empezó—. Ve despacio. Ah, guisantes y judías, por supuesto. Ahora tú. Cinco razas de perro. Tienes hasta que lleguemos a la señal.

—Qué fácil. Corgi galés, labrador, pastor alemán, pastor escocés y pastor australiano. Venga, aquí va una de griegos. Nombra tres variedades de aceitunas.

—¡Aceitunas! ¡Si no conozco ningún tipo!

—Pues hay tres: te las puedes comer rellenas, te las puedes comer partidas o te las puedes comer con un pepinillo en el culo.

Rio con tanta fuerza que a punto estuvo de salirse de la carretera.

Al llegar a la señal que indicaba cinco kilómetros, nos pusimos otra vez serios. Avanzábamos pegados a un lateral, sin hablar. Homer iba unos doscientos metros por detrás de mí. Me gusta tomar el control de la situación —no es ningún secreto—, y creo que Homer ya había tenido suficiente para un buen rato. A cada curva que nos acercábamos, me apeaba y seguía a pie. Entonces, le hacía un gesto a Homer para indicarle que la carretera estaba despejada. Pasamos el cartel de «Bienvenidos» y la vieja iglesia, y nos adentramos en lo que él llamaba «el extrarradio de Wirrawee». Ya que toda la población de Wirrawee apenas podría ocupar una manzana en la ciudad, la idea del extrarradio era otro chiste de Homer. Cuanto más cerca estábamos de casa de Robyn, más nerviosa me ponía. Estaba muy preocupada por Lee y por ella. Los echaba mucho de menos, y me asustaba la idea de un nuevo enfrentamiento con los soldados. Habían pasado tantas cosas durante el día que apenas tuve tiempo de pensar en ellos, excepto para decirme a mí misma obviedades y banalidades como «me pregunto dónde estarán», «espero que estén allí esta noche» u «ojalá estén sanos y salvos».

Esos eran mis verdaderos pensamientos, pero no dejaban de ser obvios y tontos.

Recorrimos con sumo cuidado el último kilómetro que nos separaba de casa de Robyn. Caminábamos junto a las bicicletas, en alerta ante el menor movimiento: una rama que se mecía bajo la brisa, el ruido de un trozo de corteza al caer de un eucalipto, el grito de un ave nocturna. Una vez llegamos a la verja, observamos el camino de entrada. La casa estaba silenciosa y oscura.

—Tengo una duda —susurró Homer—. ¿Dijimos que nos reuniríamos en la casa o en la colina que hay detrás?

—Creo que en la colina.

—Sí, eso pensaba yo. Echemos un vistazo allí primero.

Dejamos las bicicletas escondidas tras una zarza que quedaba cerca de la puerta y rodeamos la casa atravesando hierbajos. Yo iba a la cabeza y me movía tan sigilosamente como podía y, aun así, varios obstáculos me cogieron por sorpresa, como la carretilla con la que choqué o el aspersor con el que tropecé antes de caer. Tras el encontronazo de Corrie con el tractor cortacésped en casa de la señora Alexander, empecé a preguntarme si había alguien que guardara las cosas en su sitio. Esta vez, dudaba que pudiese transformar la carretilla o el aspersor en armas letales. A lo sumo podríamos activar el aspersor y mojar al enemigo. Reí al imaginarme la escena y Homer me lanzó una mirada de desconcierto.

—Te lo estás pasando en grande, ¿verdad? —susurró.

Negué con la cabeza, pero lo cierto era que me sentía más segura y relajada. Siempre he preferido la acción; hacer cosas me hace sentir bien. Por ejemplo, ver la televisión me parece aburrido; prefiero ocuparme del ganado, preparar la comida e incluso arreglar el cercado.

Desde lo alto de la colina nada había cambiado. Las vistas de Wirrawee eran las mismas, las luces seguían encendidas en el recinto ferial y en algún que otro edificio. Uno de ellos, según Homer, era el hospital. Y, a juzgar por su aspecto, estaba en funcionamiento. Sin embargo, no había ni rastro de Robyn y Lee. Aguardamos unos veinte minutos; entonces, cuando empezamos a bostezar y a tener frío, decidimos pasar al plan B: explorar la casa.

Nos pusimos en pie y bajamos la colina. Estábamos a cincuenta metros de la casa cuando Homer me agarró por el brazo.

—Hay alguien ahí dentro —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—He visto movimiento en una de las ventanas. Seguimos observando durante un buen rato, pero no vimos nada.

—Podría ser un gato —sugerí.

—¿Y por qué no un ornitorrinco?

Va a ser que no.

Avancé un poquito hacia delante, por nada en particular, sino porque estaba cansada de quedarme allí quieta. Homer me siguió. No me detuve hasta casi alcanzar la puerta trasera, tan cerca que, de tender la mano, la habría tocado. Aún no estaba segura de por qué hacíamos aquello. Mi mayor temor era que cayésemos en una emboscada. Pero existía la posibilidad de que Robyn y Lee estuviesen ahí dentro, y no podíamos marcharnos sin descartarla. Quería abrir la puerta, pero no sabía cómo proceder sin hacer ruido alguno. Intenté recordar escenas de películas en las que los protagonistas se ven inmersos en situaciones similares, pero no se me ocurrió ninguna. En las películas, suelen derribar la puerta de una patada y entrar disparando a bocajarro. Había, como mínimo, dos razones por las que no podíamos actuar de ese modo. Una: era demasiado ruidoso; dos: no llevábamos armas.

Me deslicé hasta la puerta y permanecí en una postura incómoda, con la espalda pegada a la pared e intentando abrir la puerta con la mano izquierda. No obstante, no podía hacer fuerza, así que opté por volverme, agacharme e intentar abrir con la mano derecha. Giré el pomo muy lentamente pero, por un instante, me faltó valor y me detuve en seco, con la mano en el pomo, en aquella posición inclinada. Entonces, tiré de la puerta hacia mí, con demasiada brusquedad, porque casi esperaba que estuviera cerrada. Se entreabrió unos treinta centímetros, emitiendo el chillido de un alma en pena. Homer estaba detrás de mí y no podía verlo, pero oía y sentía su respiración en el aire y lo oí enderezarse ligeramente. Cómo deseé tener una lata de aceite a mano. Esperé antes de decidir que no tenía sentido esperar. Tiré de la puerta, que se abrió un metro más, emitiendo un sonido estridente a cada centímetro. Empezaba a sentir náuseas, pero me armé de valor y avancé tres pasos en la oscuridad. Me quedé ahí, esperando que mis ojos se adaptaran y fueran capaces de distinguir en las tinieblas las siluetas que se alzaban ante mí. Noté un movimiento en el aire cuando Homer me alcanzó: al menos, esperaba que fuese él. Ante la idea de que no se tratara de Homer, me vi invadida por una sensación de pánico tan violenta que tuve que reprenderme por mi falta de autocontrol. Sin embargo, mi determinación me instó a avanzar un par de pasos más, hasta que con la rodilla golpeé en algún tipo de sillón. En ese preciso instante, oí un chirrido en la habitación contigua, como si alguien hubiese desplazado una silla sobre un suelo de madera. Intenté a la desesperada pensar quién podría haber allí y qué aspecto tendría, pero estaba demasiado cansada como para resolver ese tipo de enigmas. Así que procuré convencerme de que no había sido una silla, de que no había nadie allí, de que me estaba imaginando cosas. Pero entonces, llegó la temida confirmación: el crujido de una tabla del suelo bajo el peso de un pie.

Por instinto, me agaché y fui deslizándome lentamente hacia la derecha. Rodeé el sillón con el que había tropezado. Detrás de mí, Homer hizo lo mismo. Me tendí en la moqueta. Olía a paja, a paja seca y fresca. Podía oír a Homer arrastrándose, como un viejo perro que intenta buscar la postura idónea. Me asombró que estuviese haciendo tanto ruido. ¿Acaso no se daba cuenta? Frente a mí, distinguí algo más: el inconfundible sonido de alguien que coloca un cartucho en la recámara y amartilla el fusil.

—¡Robyn! —grité.

Después de aquello, Homer dijo que estaba loca. E incluso cuando me expliqué, dijo que era imposible que hubiese atado tantos cabos en una décima de segundo. Pero así fue. Sabía que los soldados que iban tras nosotros utilizaban modernas armas automáticas. Y el que oí cargar era el típico fusil monotiro. Del mismo modo, recordé que el señor Mathers iba a cazar con mi padre a menudo y que tenía su propio fusil, uno del calibre 243. Así que supe que debía de tratarse de Robyn o de Lee, y pensé que era mejor decir algo antes de que empezaran a disparar.

Más tarde, me di cuenta de que podía haber sido cualquier otra persona, un saqueador, desertor u
okupa
, o alguien que huyese de los soldados. Por suerte no fue así, pero no sé cómo habría reaccionado de haber barajado todas aquellas posibilidades en su momento.

—Ellie —dijo Robyn antes de desfallecer.

Siempre ha sido un poco propensa al desmayo. Recuerdo el día que el servicio médico irrumpió en clase del señor Kassar y este anunció que iban a vacunar a las chicas contra la rubeola. En cuanto mencionó la palabra «vacuna», Robyn se desplomó en el suelo. Y en geografía, mientras veíamos un documental sobre tatuajes faciales en las islas Salomón, volvimos a perderla.

Homer llevaba una linterna, y fuimos al cuarto de baño para coger algo de agua y salpicarle la cara a Robyn. Volvió en sí. Menudo día de salpicar caras llevábamos. El caso es que el suministro de agua seguía funcionando y aquello me pareció un dato interesante. No había electricidad en casa de Robyn, pese a que habíamos visto luz en otras partes de Wirrawee.

Yo estaba bastante tranquila, pero uno de los peores momentos estaba por llegar. Cuando Robyn se sentó, lo primero que le pregunté fue:

—¿Dónde está Lee?

—Recibió un disparo —dijo, y tuve la sensación de que era yo quien había recibido el tiro y que todo a mi alrededor se venía abajo.

Homer emitió un profundo y terrible gemido; bajo el halo de la linterna, vi cómo su cara se contorsionaba. En un instante pareció viejo y feo. Agarró a Robyn; al principio pensé que quería sacarle más información, pero creo que simplemente necesitaba aferrarse a alguien. Estaba desesperado.

—No está muerto —explicó Robyn—. Es una herida limpia, pero bastante importante. En la pantorrilla.

A Robyn también se la veía demacrada; la linterna tampoco ayudaba, su rostro era más bien una calavera, con sus pómulos pronunciados, las mejillas flácidas y los ojos hundidos. Y, para colmo, olíamos fatal. Parecía haber pasado una eternidad desde nuestro chapuzón en el río, y desde entonces habíamos sudado mucho.

—¿Cómo podemos encontrarlo? —preguntó Homer, afligido—. ¿Está libre? ¿Dónde se encuentra?

—Tranquilo —contestó Robyn—. Está en el restaurante. Pero es demasiado temprano para ir allí. Es la hora punta en Barker Street. Me arriesgué muchísimo para llegar hasta aquí.

Nos relató lo sucedido. Tuvieron problemas en cada esquina, casi tropiezan con una patrulla, se escondieron al pasar un camión, oyeron que alguien les pisaba los talones. El restaurante de los padres de Lee quedaba en plena zona comercial, y su casa encima del local. Tal y como Homer y Fi habían comprobado con sus propios ojos, Barker Street, la principal calle comercial, estaba hecha un desastre. Robyn y Lee llegaron por el extremo opuesto por el que lo hicieron Homer y Fiona, pero se encontraron con los mismos problemas. Necesitaron una hora para atravesar una manzana, porque se toparon con dos grupos de soldados que saqueaban la zona; uno en la droguería y otro en la cafetería de Ernie.

Mientras esperaban escondidos en la escalera de la compañía de seguros City and Country, oyeron un ruido que procedía de la escalera. Alzaron la cabeza y encontraron al señor Clement, el dentista, agazapado y mirándolos furtivamente.

Robyn y Lee se emocionaron mucho al verlo, tanto como nosotros al oír la noticia. Sin embargo, el señor Clement no mostró el mismo entusiasmo. Resulta que había estado allí todo el tiempo sin decir una palabra. Hizo ese ruido solo porque le había dado un calambre en la pierna. Cuando ellos le preguntaron por qué no había atraído su atención, se limitó a decir algo como: «En boca cerrada no entran moscas».

A regañadientes y mostrando impaciencia, les proporcionó información que resultó ser muy valiosa. Dijo que todas las personas a las que habían cogido estaban retenidas en el recinto ferial. Mencionó que había dos tipos de soldados: los profesionales y los que solo estaban ahí para engordar las tropas. Reclutas, probablemente. Los profesionales eran extremadamente eficientes, pero los reclutas estaban mal entrenados y peor equipados, y algunos de ellos se comportaban con mucha crueldad. Por extraño que parezca, eran los soldados profesionales quienes trataban mejor a la gente.

Dijo que no había soldados suficientes para llevar a cabo una redada exhaustiva por todo el pueblo, casa por casa. Su política consistía en preservar sus propias vidas, a cualquier precio. Si una casa levantaba sospechas, en vez de arriesgarse a caer en una emboscada, colocaban un lanzamisiles delante y la volaban. Dijo que pensaba que unas cuantas decenas de personas seguían escondidas, y que, tras comprobar lo que les había pasado a aquellos que, en sus propias palabras, «se hacían los héroes», habían optado por no asomar la cabeza. Robyn tuvo la impresión de que el señor Clement escondía a su familia cerca, pero dado que no respondería a ninguna pregunta personal, desistió. Entonces, una patrulla pasó frente al edificio, y el señor Clement se puso muy nervioso, hasta el punto de que los instó a que se marcharan.

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