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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (27 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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Al menos me daba alguna oportunidad de dilucidar qué debía o no debía hacer.

Tanto darle a la cabeza me había cansado más que la caminata arriba y abajo por las montañas. La luna estaba en su máximo esplendor, pero no podía quedarme allí. Me levanté y bajé por las rocas hasta el eucalipto y el principio del camino. Cuando llegué al campamento me molestó encontrar a Lee profundamente dormido. Pero no podía culparlo, teniendo en cuenta lo tarde que era. Lo que pasaba es que yo llevaba toda la tarde esperando a verlo y volver a hablar con él. Al fin y al cabo, era culpa suya que yo hubiera estado comiéndome el tarro de aquella manera. Él era quien había empezado, con aquella charla sobre la mente y el corazón. Y ahora tenía que conformarme con arrastrarme hasta su tienda y dormir a su lado. El único consuelo era que, al despertar a la mañana siguiente, se daría cuenta de que había dormido conmigo sin saberlo siquiera. Creo que todavía estaba pensando en eso cuando me quedé dormida.

Capítulo 17

Robyn, Kevin, Corrie y Chris sonreían de oreja a oreja, y les devolví la sonrisa sin esfuerzo. Era un enorme alivio, una enorme alegría, volver a verlos. Los abracé con ansia, consciente de pronto del miedo que había pasado por ellos. Pero, por una vez, todo parecía haber salido bien. Era algo maravilloso.

No habían contado gran cosa a Homer ni a Fi, porque estaban agotados y porque no querían repetir la misma historia cuando nos vieran a Lee y a mí. Lo único que dijeron fue que no habían visto a ningún familiar nuestro, pero que habían averiguado que se encontraban sanos y salvos en el recinto ferial. Al oír eso, me sentí tan aliviada que me caí sentada al suelo, como si algo me hubiera cortado la respiración. Lee se apoyó en el tronco de un árbol, cubriéndose la cara con las manos. Creo que nada podía importarnos más que eso. Aunque teníamos muchas preguntas, éramos conscientes de lo cansados que estaban todos, por lo que les dejamos que desayunaran antes de que nos contaran nada más. Y, con un buen desayuno en el estómago —aunque consistiera solo en unos pocos huevos frescos, cocinados a toda prisa en un pequeño pero arriesgado fuego que extinguimos también a toda prisa—, ya llenos de comida y de adrenalina, se pusieron cómodos para contárnoslo todo. Robyn tuvo la palabra la mayor parte del tiempo. Ya era su líder oficiosa cuando se fueron, y resultaba interesante observar hasta qué punto acaparaba la atención ahora. Lee y yo nos sentamos en un tronco cogidos de la mano, Fi se dejó arropar por Homer, dentro de la "V" formada por las piernas abiertas de él, y Kevin se tumbó en el suelo con la cabeza sobre el regazo de Corrie. Éramos como un grupo de parejas perfectas, y aunque seguía preguntándome si preferiría estar en el lugar de Fi, no podía quejarme. La pena era que no hubiera posibilidad de que Chris y Robyn acabaran juntos, porque entonces sí que habríamos sido las parejas perfectas.

Chris se había traído un paquete de cigarrillos y dos botellas de oporto que había cogido "de recuerdo", como él decía. Se sentó en el tronco a mi lado, hasta que se puso a fumar y yo le pedí amablemente que se apartara. No pude evitar preguntarme hasta qué límite llevaríamos el concepto de coger cosas "de recuerdo". Eso me trajo a la memoria lo que había estado pensando la noche anterior. Si íbamos a desobedecer las leyes del país, deberíamos crear en su lugar unas reglas propias. En realidad no me arrepentía de todas las veces que habíamos infringido la ley —hasta el momento podíamos ser acusados de robo, allanamiento de morada, daños a la propiedad, asalto, homicidio o incluso asesinato, de conducir sin permiso y sin luces, de saltarnos los
stop
, y seguro que de muchas más cosas—. Todo apuntaba a que además no tardaríamos en cometer el delito de beber antes de la edad permitida, aunque reconozco que no sería la primera vez en mi vida. Eso tampoco me daba problemas de conciencia: siempre he pensado que esa ley era un ejemplo más de la estupidez de la mayoría de las leyes. Al fin y al cabo, decidir que a los diecisiete años, once meses y veintinueve días eras una persona demasiado inmadura para probar el alcohol pero que un día después podías ponerte ciego de cerveza no era una idea precisamente brillante. Aun así, no me gustaba la idea de que Chris pillara priva y cigarros en cualquier momento y lugar que le apeteciera. Supongo que porque no era tan necesario como las demás cosas que habíamos birlado. He de confesar que me había llevado chocolate de casa de los Gruber, lo que tampoco era tan diferente. Sin embargo, en Outward Bound nos daban chocolate para que tuviéramos energía, así que al menos se puede decir que eso tiene algo de necesario. No es que se pueda decir lo mismo del alcohol o la nicotina.

Me pregunté qué habría pasado si Chris hubiera traído algo más fuerte al Infierno, o si hubiera querido cultivar marihuana o algo aquí. Pero en aquel momento Robyn iba a empezar su gran discurso, de modo que dejé de pensar en cuestiones morales y me concentré en ella.

—Bueno, chicas y chicos —empezó a decir—, ¿tenéis las orejas a punto? Hemos pasado un par de días bastante interesantes. Aunque vosotros también parece que hayáis pasado un par de días interesantes —apuntó, mirándonos a Lee y a mí, y a Fi y a Homer—. No sé si conviene volver a dejaros aquí solos.

—Está bien, mamá, empieza ya —dijo Homer.

—Vale, vale, pero que sepáis que os voy a estar vigilando. Bueno, ¿por dónde empiezo? Lo primero es que, como ya os hemos dicho, no hemos visto a nadie de nuestras familias, pero hemos tenido noticias de ellos. La gente con la que hemos hablado nos ha jurado que están todos bien. De hecho, todos los del recinto ferial están como una rosa. Lo que hemos dicho medio en broma hace un rato es verdad: comida no les falta. Se han comido los bollos, las tartas decoradas, los bizcochos, el pan casero, los huevos dobles, los pasteles de fantasía. ¿Me dejo algo?

—Las tartas de frutas —añadió Corrie, que era una experta en el tema—. Las mermeladas, las conservas y los encurtidos. El mejor surtido de galletas.

—Vale, vale, vale —protestaron como tres personas a la vez.

—Y además, están acabando con el ganado —dijo Robyn—. Es una pena, porque era lo mejorcito del distrito. O sea que tienen productos de la mejor calidad. Todas las mañanas hacen pan en los salones de té de la CWA; allí tienen un par de hornos. Aunque durante un tiempo empezaron a quedarse sin verduras, porque se comieron entero el puesto de los Young Farmers, que por cierto ayudé a montar el día antes de que saliéramos de excursión.

—Pero si tú no eres de los Young Farmers —le dije.

—No, pero Adam sí —contestó ella, con un aire ligeramente sonrojado.

Cuando se hubieron apagado nuestros inmaduros silbidos, aullidos y ruidos de animales, ella siguió hablando, sin dejarse amilanar.

—Pero ha habido ciertas novedades —dijo—. Ahora han montado cuadrillas que salen del recinto ferial a diario. Van en grupos de ocho o diez, acompañados de tres o cuatro guardias. Hacen tareas como limpiar las calles, enterrar cadáveres, conseguir comida (verdura, por ejemplo) y ayudar en el hospital.

—Entonces, ¿el hospital sigue en funcionamiento? Nos lo imaginábamos.

—Sí. Ellie les ha dado trabajo —contestó, y pareció arrepentirse de haberlo dicho en el mismo momento en que lo hizo.

—¿Qué? ¿Te han dicho algo?

Ella negó con la cabeza.

—No, no, nada.

—Venga ya, no hagas eso, Robyn. ¿Qué te han dicho? —No es nada, Ellie. Ha habido bajas. Eso ya lo sabías.

—Entonces, ¿qué te han dicho?

Robyn estaba incómoda. Yo sabía que me arrepentiría, pero ya era demasiado tarde para parar.

—¡Robyn! ¡Deja de tratarme como a una cría! ¡Dímelo ya!

Ella hizo una mueca de dolor, pero aun así me respondió.

—Nos han dicho que han muerto dos de los soldados heridos por el cortacésped. Y dos de los que atropellamos.

—Ah —dije.

Robyn lo había dicho en tono neutro y reposado, pero la impresión seguía siendo terrible. La cara me empezó a sudar, y me sentí mareada. Lee me cogió la mano con fuerza, pero yo casi no lo noté. Corrie se acercó y se sentó a mi otro lado, donde antes estaba Chris, y me abrazó.

Al cabo de un minuto Chris dijo:

—Es diferente de las películas, ¿verdad?

—Sí —contesté—. No os preocupéis por mí. Sigue, Robyn, por favor.

—¿Estás segura?

—Del todo.

—Resulta que hay algunas bajas más en el hospital. El primer y segundo día hubo muchos combates, y mucha gente resultó herida o muerta. Soldados y civiles. No en el recinto ferial (allí el efecto sorpresa fue tan perfecto que ocuparon el lugar en diez minutos) sino en el pueblo y en otras partes del distrito, con la gente que no había ido a la feria. Y todavía no ha terminado. Hay algunos grupos de guerrilleros, gente corriente como nosotros, supongo, que siguen por ahí y atacan a patrullas siempre que pueden. Pero el pueblo en sí está en calma. No debe de quedar nadie escondido, y están seguros de tener la situación bajo control.

—¿Están tratando bien a la gente?

—En general, sí. Por ejemplo, las personas que estaban en el hospital el día de la invasión se han quedado allí, donde reciben cuidados. La gente con la que hemos hablado dice que los soldados tienen mucho interés en no mancharse las manos. Saben que tarde o temprano vendrán las Naciones Unidas y la Cruz Roja, y no quieren provocar su indignación. Siempre están hablando de una invasión "limpia". Esperan que, si no hay denuncias de campos de concentración, torturas, violaciones y cosas así, se reducirán las posibilidades de que se impliquen países como Estados Unidos.

—Muy listos —comentó Homer.

—Sí, pero a pesar de eso ha habido como cuarenta muertos solo en Wirrawee y alrededores. El señor Althaus, por ejemplo. Toda la familia Francis. El señor Underhill. La señora Nasser. John Leung. Y hay gente que ha recibido palizas por no obedecer órdenes.

Nos quedamos sin palabras de la impresión. El señor Underhill era el único al que conocía bien. Era un joyero del pueblo. Era un hombre tan pacífico que no podía imaginarme cómo podía haber provocado a los soldados. A lo mejor intentó impedir que saquearan su tienda.

—Entonces, ¿con quién habéis hablado? —preguntó Lee al rato.

—Ah, sí, ahí quería llegar. Estoy contándolo todo desordenado. Bueno, pues lo que pasó es lo siguiente. Entramos en el pueblo la primera noche sin problemas. Llegamos a la casa de mi profesora de música a eso de la una y media. La llave estaba donde ella siempre la dejaba. Es un buen escondite, como os había dicho, porque hay muchas puertas y ventanas por las que salir en un momento dado. Hay una buena vía de escape por una ventana del primer piso, por ejemplo, por la que se llega a un tejado y luego una gran rama, y te plantas en la casa de al lado en un par de segundos. Además, desde el puesto de observación se abarca toda la calle y el camino de entrada frontal a la casa, y la valla trasera no se puede atravesar a menos que vengan en tanque. Por eso era ideal.

»Lo primero que hicimos después de sondear la casa fue pertrecharnos y montar el falso campamento en el templo masónico. Esa parte fue bastante divertida: dejamos allí algunas revisas, fotos y osos de peluche para que diera el pego. Luego, Kevin hizo el primer turno de guardia y los demás nos acostamos. Alrededor de las once de la mañana, yo estaba de guardia y, de pronto, vi a un grupo de personas en la calle. Entre ellas estaba el señor Keogh, uno que antes trabajaba en la oficina de correos.

—¿Uno viejo y calvo?

—Sí. Se jubiló el año pasado, creo. Total, que desperté a los demás enseguida, como os podéis imaginar, y los observamos mientras recorrían la calle. Había tres soldados en total, y seis personas del pueblo. Tenían una furgoneta y una camioneta, y parecía que estuvieran llevándose cosas de las viviendas. Dos de ellos entraban en las casas mientras los soldados se quedaban fuera. Pasaban unos diez minutos en cada una, y luego salían con bolsas de basura llenas de cosas. Algunas bolsas las dejaban directamente en la camioneta, pero otras pasaban por la inspección de los soldados, y las metían en la furgoneta.

»Lo que hicimos fue esperar a que estuvieran cerca de nosotros, y entonces nos escondimos en partes diferentes de la casa. Yo estaba en la cocina, escondida en un armario escobero. Llevaba allí unos veinte minutos cuando entró el señor Keogh. Abrió la puerta de la nevera y empezó a sacar toda la comida estropeada y apestosa. Eso es lo que no fuimos capaces de hacer nosotros cuando llegamos allí a la una y media con el estomago vacío.

»—¡Señor Keogh! —susurré—. Soy Robyn Mathers.

»¿Y sabéis qué?, ni siquiera pestañeó. Yo pensé, cómo controla este tío. Y entonces me acordé de que está bastante sordo. No me había ni oído. Así que abrí la puerta del escobero, me acerqué por detrás y le di unos toquecitos en el hombro. ¡No veas! Aunque Chris ha dicho antes que la guerra no es como en las películas, esto sí que lo fue. Dio tal bote que parecía que hubiese tocado un cable pelado de la nevera. Tuve que sujetarlo. Yo pensé, "socorro, que no le dé un infarto". Al final se calmó, y tuvimos una conversación muy rápida. Tenía que seguir trabajando mientras hablábamos; me dijo que, si tardaba demasiado, los soldados sospecharían y entrarían. Dijo que su trabajo consistía en hacer que las casas volvieran a ser habitables, limpiarlas de comida pasada y animales muertos, y llevarse joyas y otros objetos de valor. Me contó lo que sabía de nuestros familiares, y lo demás que os he dicho. Me dijo que también saldrían cuadrillas al campo, a partir de cualquier día de estos, para cuidar del ganado y poner los ranchos en funcionamiento otra vez. Y que iban a colonizar todo el país con su propia gente: se repartirían los ranchos, y a nosotros nos pondrían a hacer las tareas domésticas, como limpiar los váteres, supongo. Tenía que irse, pero me dijo que seguirían por West Street después de Barrabool Avenue, y que si me metía en una de las casa de allí podríamos seguir hablando. Y, acto seguido, se fue.

»Bueno, cuando la casa volvió a quedarse vacía, tuvimos una asamblea rápida. Kevin había hablado con una tal señora Lee, que se había metido en el dormitorio donde se escondía él, y Kevin le sacó más información. Así pues, acordamos ir West Street para volver a intentarlo. No nos costó mucho llegar allí, pasando a través de los jardines traseros, y probamos en varias casas. Las primeras dos seguían cerradas con llave, pero la tercera estaba abierta, de modo que nos repartirnos por las habitaciones. Yo me metí debajo de la cama del dormitorio principal. Chris montó guardia y nos dijo cuándo calculaba que estarían cerca, o sea casi dos horas. Fue un aburrimiento. Si queréis saber cuántos cuadrados forman los alambres del somier de los del número 28 de West Street, os lo puedo decir. Pero al final llegó alguien, una señora a la que no conocía. Se fue hacia el tocador con una bolsa verde y empezó a meter cosas dentro. Le susurré:

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