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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (29 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—Lo que tú digas, ya que eres el ministro de Defensa —dije.

Capítulo 18

El ministro de Defensa estaba sentado sobre una roca, con los pies metidos en el arroyo. Kevin estaba tumbado en el agua fría, dejando que corriera sobre su cuerpo grande y peludo. Fi se había encaramado en otra roca, por encima de la cabeza de Homer, y parecía una pequeña diosa. Se la veía tan liviana que no me habría extrañado que le salieran de pronto alas de arco iris y se fuera volando con ellas. Robyn estaba tumbada de espaldas sobre la orilla, leyendo
My Brilliant Career
. Chris se encontraba a pocos metros de mí, bajo un árbol, acompañado de sus canutos.

Bien pensado, no sé si debería llamarlos «sus canutos».

Chris estaba contemplando los rocosos despeñaderos que se veían a lo lejos, a través de los árboles.

Corrie estaba sentada al lado de Robyn. Tenía la radio puesta otra vez. Estaba probando unas pilas nuevas que habían encontrado en Wirrawee. Una de las mujeres con las que habían hablado les había dicho que a veces se oían emisoras pirata de radio, que daban noticias y consejos. Corrie también estaba tanteando la onda corta, pero sería difícil captar nada durante el día, y no estábamos en un buen lugar para la recepción de radio.

Yo estaba arrimada a Lee, con la cabeza en su pecho, acurrucándome en él como si fuera un bebé. Habíamos pasado casi toda la tarde abrazándonos, besándonos y tocándonos apasionadamente, hasta que tuve la sensación de estar desmenuzándome; como si las fibras que mantenían mi cuerpo de una pieza estuvieran desapareciendo. Hacia Homer me había sentido más atraída físicamente, pero lo que me atrajo de Lee en un principio fue su mente, su cara inteligente y sensible, y la seguridad que sentía estando con él. Homer no irradiaba seguridad precisamente. Pero por debajo del sereno exterior de Lee encontré a alguien profundamente apasionado. Yo era virgen y sabía que él también lo era; de hecho, creo que todos lo éramos, excepto tal vez Kevin. Estoy bastante segura que él y Sally Noack habían hecho guarrerías con frecuencia el año pasado, cuando tuvieron una larga relación. Pero si aquella tarde calurosa hubiésemos gozado de intimidad en el claro del Infierno, creo que Lee y yo habríamos perdido la virginidad juntos. Yo me apretada contra él sin soltarlo nunca, como si quisiera meter todo mi cuerpo dentro de él, y me gustaba poder hacerlo gemir, suspirar y sudar. Disfrutaba dándole placer, aunque no habría sabido decir cuándo se trataba de placer y cuándo de dolor. Yo lo provocaba y lo tocaba, preguntándole: «¿Esto duele? ¿Y esto? ¿Y esto?», y él decía entre jadeos: «Ay mi madre, no, sí, no». Eso me hacía sentir poderosa. Pero luego se cobró su venganza. No sé cuál de los dos rió el último… o gimió el último. Por lo general, cuando estoy fuera de control, cuando me arrastra una corriente de aguas embravecida, sea por la risa o por la melancolía o por una de mis famosas rabietas, sigo siendo capaz de salir fuera de mí, sonreír y pensar: «Menuda loca». Parte de mi mente se despega de mí, puede observarme, ser consciente de todo lo que hago y reflexionar sobre ello. Pero aquella tarde, con Lee, no. Estaba perdida en el torrente de mis sentimientos. Si la vida es una lucha contra las emociones, estaba perdiendo irremisiblemente. Casi daba miedo. De hecho, me sentí aliviada cuando Homer nos llamó a gritos diciendo que teníamos que empezar nuestra asamblea.

—¿Está bien el libro? —le pregunté a Robyn.

—Sí, no está mal —contestó—. Tenemos que leérnoslo para la clase de literatura.

Todavía no nos habíamos hecho del todo la idea de que el mundo había cambiado, de que no íbamos a empezar las clases el día indicado. Supongo que deberíamos estar encantados de no tener que ir al instituto, pero no era así. Estaba empezando a desear volver a utilizar el cerebro; enfrentarme a nuevas ideas y teorías complicadas. En aquel momento decidí que seguiría el ejemplo de Robyn y leería alguno de los libros más densos que nos habíamos traído. Había uno llamado
La letra escarlata
que tenía pinta de ser bastante serio.

—Bueno, chicos, tenemos más decisiones que tomar —empezó a decir Homer—. He estado mirando al cielo cada cinco minutos, esperando a que llegaran los soldados americanos con sus grandes helicópteros verdes, pero de momento no ha habido suerte. Y Corrie todavía no ha oído ningún boletín de noticias que nos diga que va a llegar ayuda. O sea, que tendremos que apañárnoslas solos un poco más.

»Tal y como yo lo veo, tenemos varias opciones, ahora que sabemos un poco mejor cómo está el asunto. La primera: quedarnos quietecitos sin hacer nada. Y no es ninguna cobardía. Tiene muchas cosas a favor. No estamos preparados para esto, y es importante para nosotros mismos, para nuestras familias y, ya puestos, para todo el país, que sigamos con vida. La segunda: podemos intentar rescatar a nuestros familiares y puede que a otra gente del recinto ferial. Es bastante difícil, y seguramente está muy por encima de nuestras posibilidades. Vale que tenemos fusiles y escopetas, pero serían como pistolas de juguete al lado de lo que tienen esos payasos. La tercera: podemos hacer algo diferente para ayudar a los buenos. Que somos nosotros, por cierto, por si alguien se ha perdido. —Sonrió a Robyn—. Podríamos implicarnos de alguna manera que ayude a los nuestros a ganar esta guerra y recuperar nuestro país. Hay otras cosas que podríamos hacer, claro, otras opciones, como trasladarnos a otra parte o rendirnos, pero son tan remotas que no creo que valga la pena tenerlas en cuenta, aunque podernos hacerlo si alguien quiere, por supuesto.

»Total, que esto es lo que hay, esto es lo que pienso y algo tendremos que hacer. Tenemos tres opciones, y creo que ha llegado el momento de que elijamos una y nos atengamos a ella.

Dicho esto, se reclinó de nuevo, se cruzó de brazos y volvió a meter los pies en el agua. Se hizo un silencio, hasta que Robyn recogió el guante.

—Todavía no tengo muy claro qué hay que hacer y qué no hay que hacer con todo este tinglado —dijo—, pero tampoco me veo quedándome aquí sentada sin hacer nada durante meses. Es algo instintivo en mí, no sería capaz. Estoy de acuerdo con Homer en que el recinto ferial está más allá de nuestras capacidades, pero me parece que deberíamos salir e intentar algo. Por otro lado, tampoco quiero que vayamos por ahí matando a todo el que encontremos. He leído libros sobre Vietnam como
Fallen Angels
, donde una mujer escondía una mina entre las ropas de su propio hijo y se lo daba a un soldado para que lo sujetara, y entonces los hacía explotar a los dos. Todavía tengo pesadillas con eso. Y ya estoy teniendo pesadillas con esa gente a la que atropellamos. Pero supongo que mis pesadillas no se pueden comparar con lo que han tenido que sufrir muchas personas. Mis pesadillas son solo un precio que tengo que pagar, eso ya lo sé. Diga lo que diga esa gente sobre una invasión «limpia», creo que todas las guerras son sucias, inmorales y depravadas. No tiene nada de limpio que destrozaran la casa de Corrie, o que mataran a la familia Francis. Sé que puede sonar a contradicción, pero en realidad no lo es. Puedo entender por qué esta gente nos invade, pero no me gusta nada lo que están haciendo y no los veo muy éticos precisamente. Esta guerra es algo que no ha impuesto, y no tengo las agallas necesarias para ser una objetora de conciencia. Solo espero que podamos evitar hacer más cosas que contribuyan a la suciedad, la inmoralidad y la depravación.

Nadie tuvo más que añadir durante un rato. Entonces Fi, que tenía un aspecto pálido y desolado, dijo:

—Entiendo que desde el punto de vista de la lógica deberíamos hace esto o lo otro. Pero solo sé que la idea de hacer cualquier cosa basta para hacerme sangrar la nariz. Lo único que quiero hacer es bajar a la cabaña del Ermitaño y esconderme debajo de su vieja cama roñosa hasta que haya pasado todo. Os aseguro que tengo que contenerme para no hacer eso. Supongo que, cuando llegue el momento, seguramente haré lo que tenga que hacer, pero sobre todo será porque me habré obligado a seguiros el ritmo. No quiero decepcionaros. Me moriría de vergüenza si no pudiera secundaros en cualquier cosa que decidamos hacer. Ahora mismo no creo que podamos ayudar a nuestras familias de ningún modo, y no quedar mal delante de todos vosotros se ha convertido en mi principal objetivo. Y lo que más me preocupa es no poder garantizar que no me venga abajo con tanta presión. Tengo tanto miedo que podría reaccionar de cualquier manera, ese es el problema. Puede que me quede allí parada, chillando.

—Es la presión del grupo —comentó Lee, dirigiendo sin embargo una sonrisa comprensiva a Fi. Había usado una de las expresiones favoritas de la señora Gilchrist, la directora de nuestro instituto.

—Pues está claro que eres la única que está así —dijo Homer—. Los demás no conocemos la palabra «miedo». Kevin ni siquiera sabe cómo se escribe. No tenemos sentimientos. Somos androides, Terminators, Robocops. Hemos sido elegidos por Dios para cumplir con nuestra misión. Somos Superman, Batman y Wonder Woman —y entonces prosiguió en tono más serio—: No, es verdad que es un problema. Ninguno de nosotros sabemos cómo reaccionaremos cuando la cosa se ponga fea. Solo puedo juzgar por lo que he sentido hasta ahora, haciendo cosas insignificantes, como esperar en ese coche en Three Pigs Lane. Me castañeaban tanto los dientes que tenía que cerrar bien la boca para que no se me salieran. No sé cómo no eché la pota. Estaba completamente convencido de que iba a morir.

Seguimos dándole vueltas y más vueltas al tema. Aparte de Fi, los que estaban menos dispuestos a actuar eran Chris y, curiosamente, Kevin.

Lo de Chris podía entenderlo. Casi siempre vivía en su propio mundo, sus padres estaban en el extranjero, no tenía muchos amigos. De hecho, no creo que le gustara mucho la gente. Seguramente podría haber vivido tranquilamente en la cabaña del Ermitaño. No como Fi, que se habría vuelto loca antes del primer día. Pero me daba la impresión de que, como Fi, Chris se apuntaría a cualquier cosa que decidiéramos; en su caso porque no tenía la energía o la iniciativa necesarias para enfrentarse al grupo. Kevin, que cambiaba su actitud de un día para otro, era más desconcertante. Unas veces se le veía sediento de sangre y otras, acobardado. Me pregunté si eso dependía de cuánto tiempo hubiera pasado desde la última vez que se había enfrentado a un peligro. Podría ser que si había entrado en acción recientemente se amilanaba, buscaba la calma. Pero si había pasado un tiempo a salvo, empezaba a recuperar su agresividad.

En cuanto a mí, las emociones me abrumaban. Deseaba ser capaz de tomar decisiones calmadas y lógicas, hacer dos listas de puntos a favor y en contra en una hoja de papel, pero siempre se metían los sentimientos por medio. Cuando pensaba en esas balas y en el cortacésped y en la incursión en camión, sentía temblores y mareos y me entraban ganas de gritar. Lo mismo que Fi y Homer y todos los demás. No sabía cómo lo manejaría cuando volviera a afrontar algo así. Igual sería más fácil. O igual más difícil.

Sin embargo, creo que todos pensábamos que debíamos hacer algo, aunque fuera solo porque la idea de no hacer nada nos parecía tan escandalosa que ni siquiera podíamos planteárnosla. Así pues, empezamos a barajar ideas. Poco a poco acabamos hablando cada vez más de la carretera de la bahía de Cobbler. Nos pareció que era donde estaba sucediendo lo más importante. Decidimos que, cuando Homer, Fi, Lee y yo saliéramos la noche siguiente, concentraríamos allí nuestra atención.

Me alejé del lugar de reunión, dejando atrás a los demás, incluido Lee, y me puse a andar un rato por el camino. Al final me senté en uno de los Escalones de Satán, cuando ya caía la calurosa tarde. Por debajo, oía el arroyo arremolinándose sobre un montón de rocas. Llevaba unos diez minutos allí cuando una libélula se posó cerca de mis pies. Para entonces yo debía de haberme convertido en parte del paisaje, porque el insecto no me prestó ninguna atención. Cuando lo miré, me di cuenta de que tenía algo en la boca. Fuera lo que fuera, todavía estaba revolviéndose y agitando las alitas. Me acerqué lentamente para ver la escena más de cerca. La libélula seguía ajena a mi presencia. Entonces vi que era un mosquito lo que tenía y que estaba comiéndolo vivo.

Pedazo a pedazo, el mosquito, sin dejar de resistirse frenéticamente, fue siendo engullido. Yo me quedé observando, fascinada, hasta que desapareció por completo. La libélula se quedó allí encaramada un minuto más o así, y de pronto alzó el vuelo.

Volví a sentarme, apoyada en la roca caliente. Así eran los dictados de la naturaleza. El mosquito sentía el dolor y pánico pero la libélula era ajena a la crueldad. Carecía de imaginación para ponerse en el lugar de su presa. Simplemente, se zampó su comida. Los seres humanos llamarían malvada a la gran libélula que destruye al mosquito sin tener en cuenta su sufrimiento. Y, sin embargo, también desprecian a los mosquitos, a los que llaman perversos y sanguinarios. Todas estas palabras, como «malvado» y «perverso», carecen de significado en la naturaleza. Sí, la maldad es una invención humana.

Capítulo 19

Estaba oscuro, seguramente era medianoche. Estábamos escondidos en un gran conducto de alcantarilla, asomándonos por el borde a la negra carretera. Habíamos estado a pocos segundos de cometer un gran y fatal error. Tal como lo habían contado Robyn y los demás, ellos se habían deslizado a hurtadillas hasta la carretera, se habían quedado allí vigilando durante una hora o así, y después se fueron por donde habían venido. Nosotros habíamos empleado la misma estrategia. Estábamos a unos cincuenta metros del arcén de gravilla. Yo iba a la cabeza, seguida de un renqueante Lee y de Fi, y Homer cerraba la marcha. Un levísimo sonido fuera de lo común me llamó la atención. Ya iba a pasarlo por alto, pero el instinto pudo más, y me paré y miré a la derecha. Y allí estaban, formando una sólida masa oscura que se aproximaba lentamente por la carretera.

Pero entonces mis instintos me traicionaron: me decían que me quedara quieta; impedían que me fuera a ningún lado. Tenía que recuperar el raciocinio urgentemente. Se activó una voz decidida en mi cerebro que me decía: si no haces nada, morirás. Muévete, pero muévete despacio. Con control. No te dejes llevar por el pánico. Empecé a retroceder, como una película en marcha atrás, y estuve a punto de chocar con Lee. Por suerte, no dijo nada; noté su sorprendida vacilación, y entonces él también empezó a desplazarse hacia atrás. Para entonces, la patrulla estaba tan cerca que seguir moviéndonos se hizo demasiado peligroso. Nos quedamos quietos, fingiendo ser árboles.

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