Bajé a toda prisa por la escala. El rato que tardé en sacar la cuerda se me había hecho eterno. En aquel lapso de tiempo había sido ajena al estruendo que sonaba a centímetros de mi cabeza, pero en aquel momento me di cuenta de que estaba empezando a atenuarse. Podía distinguir pataleos aislados de las pezuñas. Empapándome repentinamente de sudor, encontré el cabo suelto de la cuerda, lo agarré y eché a correr. Tenía gasolina por todas partes, había estado respirándola, y por ello me sentía muy rara, como si estuviera flotando sobre el césped. Pero no era una sensación agradable, sino más bien la que te produce estar en un barco que cabecea.
Estaba a unos cien metros de los matorrales cuando oí dos sonidos simultáneos; uno traía buenas noticias y el otro no. El bueno era un rugido creado por las motos. El malo era un grito que llegaba desde el puente.
Hay sonidos que, dichos en cualquier idioma, tienen un significado inconfundible en cuanto salen de la garganta. Cuando era pequeña tenía un perro llamado
Rufus
, un cruce de border collie y springer spaniel. Era un conejero nato, y muchas tardes me gustaba sacarlo al campo solo por el placer de verlo correr a toda velocidad en pos de un conejo a la fuga. Cuando estaba en plena persecución, emitía un característico gañido agudo que no utilizaba en ninguna otra ocasión. Siempre que oía ese sonido, estuviera donde estuviera, sabía que Rufus estaba persiguiendo un conejo.
El grito del puente, aunque no fue formulado en mi idioma, era igual de inconfundible. Era un grito de «¡alarma!» «¡venid rápido!». Aunque me quedaba un centenar de metros que correr, me pareció de pronto una distancia infinita. Creí que nunca alcanzaría mi meta, que no sería capaz de recorrer tanto trecho, que podría pasarme el resto de mi vida corriendo sin llegar a terreno seguro. Fue un momento terrible, en el que vi la muerte muy de cerca. Entré en un extraño estado en el que me sentía como si estuviera ya en los dominios de la muerte aunque no me hubiera alcanzado ninguna bala. No sabía siquiera si se disparó alguna bala. Pero, si en aquel momento me hubiera alcanzado una, no creo que la hubiese sentido. Solo la gente viva puede sentir dolor, y yo estaba siendo arrastrada por una bruma que me alejaba del reino de los vivos. En aquel momento apareció Fi, gritando:
—¡Ellie, por favor!
Estaba de pie, entre los arbustos, pero parecía estar justo delante de mí, y su cara se veía enorme. Creo que fue el <
Sujeté la moto que estaba más lejos, quité la pata de cabra de una patada y le di la vuelta para ponerla de cara a Fi. En el mismo instante se oyó el silbido de la llama al encenderse, y un reguero de fuego empezó a atravesar el césped a toda velocidad. Fi volvió corriendo hacia mí. Para mi sorpresa, tenía la cara encendida, no por el efecto del fuego sino por algo que le venía de dentro. Estaba eufórica. Empecé a preguntarme si, en su interior, no habría acechando una pirómana secreta. Sujetó su moto; las orientamos y las ruedas traseras giraron con una arrancada que cavó surcos en el cuidado césped del terreno de acampada de Wirrawee. Fi iba a la cabeza, lanzando salvajes gritos de guerra. Y si, confieso que hicimos el caballito en el séptimo
green
del campo del golf. Lo siento. Fue muy inmaduro de nuestra parte.
Cuando nos reunimos con Homer y Lee más arriba, en un barranco que hay detrás de la casa de los Fleet, durante diez minutos se formó una algarabía de sonidos porque estábamos todos intentando hablar a la vez. Alivio, emoción, explicaciones, disculpas.
—¡A callar todos! —gritó finalmente Lee, recurriendo a la técnica de Homer, y aprovechó el silencio repentino que se produjo para decir—: Vale, así está mejor. Fi, empieza tú.
Nosotras contamos nuestra historia, y los chicos la suya. Sintiéndose a salvo en su lado del río, se habían quedado allí para contemplar la explosión; el terremoto que nosotros oírnos y sentimos pero no vimos.
—Uau, Ellie, ha sido lo más alucinante que haya visto nunca —dijo Homer. Empecé a temer que a él también lo hubiéramos convertido en un pirómano.
—Sí, fue la bomba —añadió Lee.
—Contádnoslo todo —les dije—. Tomaos todo el tiempo que necesitéis, tenemos todo el día.
La mañana ya había llegado, y estábamos desayunando latas saladas de la despensa de los Fleet. Yo comí judias en salsa y atún. Mi estado de ánimo era muy bueno; me había dado un baño en la presa antes del amanecer y fue un alivio lavarme los últimos restos de gasolina de la piel. Me apetecía que me trataran con cariño, y estaba deseando pasar el resto del día con Lee haciéndonos arrumacos. Pero mientras tanto me contenté con tumbarme, cerrar los ojos y escuchar un cuento de hadas.
—Bueno, al principio todo iba muy bien —dijo Homer—. Llegamos al rancho sin dificultades, aunque ir empujando esas motos los últimos kilómetros fue más bien duro. —Homer había tenido que hacerlo dos veces; primero llevó su moto hasta el escondite, y después volvió y llevó la de Lee—. Como ya sabéis —prosiguió—, según el plan yo tenía que sacar las vacas a la carretera en orden y en silencio. Después, Lee tenía que esconderse en la carretera y saltar hacia ellas de pronto con las luces, mientras yo usaba la aguijada para provocar una estampida.
—Solo habíamos podido encontrar una aguijada, y descartamos el bote de aerosol por ser demasiado peligroso, pero encontramos un flash de cámara a pilas, y Homer estaba seguro de que unos fuertes y rápidos destellos de luz servirían.
—Total, que allí estábamos —continuó Homer—. Bien instaladitos, tumbados en el prado, contemplando las estrellas y soñando con enormes chuletones recién asados. Tuvimos un par de charlas con vosotras, como ya sabéis, y esperamos tranquilamente a que pasara un convoy. Entonces nos topamos con dos grandes problemas. Uno era que no llegaba ningún convoy. Eso a lo mejor no haber sido tan grave, si al menos hubiéramos podido llamaros y deciros que íbamos a seguir adelante de todos modos. Aunque en ese caso correríamos el gran riesgo de encontrarnos de pronto con un convoy en el culo. Pero el otro problema era que el
walkie-talkie
de los cojones dejó de funcionar. No nos lo podíamos creer. Lo probamos todo, y Lee acabó desmontándolo entero, pero estaba más muerto que los dinosaurios.
«Estábamos bastante desesperados, la verdad. Sabíamos que estabais allí esperando, corriendo un gran peligro, hasta que llegará una señal que no se iba a producir. Se puede decir que en aquel momento estábamos al borde del pánico. Teníamos dos opciones: seguir con las vacas y contar con que sabríais reaccionar a tiempo, o cancelarlo todo. Pero no podíamos cancelarlo sin avisaros, porque eso os habría dejado en una situación muy difícil. Ese era un punto flaco del plan, y es que se apoyaba demasiado en los
walkie-talkies
. Al menos he aprendido una cosa: nunca confíes demasiado en las máquinas.
»De modo que en realidad solo teníamos una opción. Estaba haciéndose tan tarde que ya no podíamos seguir esperando el convoy. Lee se fue a la carretera con el flash, y yo empecé a mover el rebaño.
—Pero ¿cómo? —preguntó Fi.
—¿Qué?
—¿Cómo? ¿Cómo obligas a un gran rebaño a hacer lo que quieres, en mitad de la noche?
Recordé que había hecho esta pregunta antes. Se lo estaba tomando en serio, lo de querer vivir en el campo.
—Bueno —contestó Homer, que parecía sentirse un poco tonto—, hay que sisear.
—¿Qué?
—Sisear. Es un viejo truco de vaquero. Me lo enseñó la señora Bamford. No les gustan los siseos, así que vas andando detrás de ellas imitando a una serpiente.
Casi esperaba ver a Fi sacarse una libreta y anotarlo con esmero. Tras haber revelado uno de sus secretos profesionales, Homer prosiguió su historia.
—Nos habíamos hecho ilusiones de poder contenerlas en la carretera hasta que los centinelas estuvieran en el extremo adecuado del puente, pero no hubo manera. Las vacas estaban demasiado inquietas, y teníamos miedo de que apareciera un convoy o una patrulla. Así que cogimos la aguijada y el flash y nos fuimos para allá.
—Fue divertido —comentó Lee, reflexivo—. Excepto los primeros segundos, en que creí que iban a arrollarme.
—Pero los guardias estaban en el extremo adecuado del puente —dije—. En el sitio perfecto.
—¿Sí? Bueno, pues ha sido el único golpe de suerte que hemos tenido en todo este asunto. Eso no estaba nada planeado. Simplemente volvimos frenéticas a las vacas hasta que empezaron a correr más que nosotros, y entonces volvimos a toda prisa hacia las motos. Ya no vimos nada más hasta cuando paramos las motos en la orilla a mirar. Y os digo una cosa, ojalá hubiésemos cogido una cámara además del flash, porque fue increíble. Las últimas vacas estaban alejándose del puente, y los soldados todavía estaban refugiados en los parapetos, pero estaban disparando como si se hubiera abierto la veda para cazar patos. Ellie, hasta el día que me muera seguiré sin entender cómo no recibiste ningún tiro. El aire estaba lleno de balas. Nosotros gritábamos «¡Corre, Ellie, corre, corre!», y tú no soltaste la cuerda, eso es lo más alucinante. También veíamos el camión bajo el puente, esperando pacientemente a que lo hicierais explotar. Y entonces desapareciste entre los matorrales. Te lo juro, parecía que flotaras en ese momento, como un ángel. Se me pasó por la cabeza la idea loca de que te habían matado y estaba viendo tu espíritu.
Yo me reí al oírlo, pero no dije nada.
—Entonces, un segundo después, apareció la llama —dijo Homer—. No creo que los soldados entendieran qué era eso. Se quedaron ahí parados, señalándola y avisándose unos a otros. No veían el camión, porque estaba muy bien encajado bajo el puente. Pero de pronto todos cayeron en la cuenta de que estaban en peligro. Dieron media vuelta y se fueron del puente cagando leches. Tuvieron el tiempo justo de escapar. —Mirándome a mí, añadió—. Te alegrará saber que creo que nadie salió herido.
Le expresé mi agradecimiento con un gesto de la cabeza. Para mí significaba mucho, pero no todo. Si a sabiendas me dedicaba a hacer cosas como reventar puentes, el hecho de que por pura potra nadie saliera herido no me exime de culpa. Desde el momento en que tomé la decisión de encargarme del remolque, ya estaba preparada para vivir con las consecuencias, fueran cuales fuesen.
—Hubo una pausa de otro segundo —siguió diciendo Homer—. Y entonces saltó por los aires. Os juro que nunca había visto nada igual. El puente se elevó unos cinco metros por el lado del camión. De hecho, estuvo suspendido en el aire unos segundos antes de caer otra vez en su sitio. Pero, al caer, todo había quedado como mal alineado. De pronto, hubo una segunda explosión, y salieron volando trozos de puente por todas partes. Una enorme bola de fuego voló hacia cielo, y entonces hubo dos explosiones más, y ya solo veíamos fuego. Había llamas por todas partes, además del incendio principal. El parque entero parecía estar ardiendo, y ya no te digo el puente. Como ha dicho Lee, ha sido la bomba.
—La verdad es que Wirrawee necesitaba un puente nuevo desde hacía mucho tiempo —apuntó Lee—. Ahora parece que tendrán que poner uno.
El cuento de hadas de Homer había sido muy emocionante, y me había encantado oírlo, aunque casi me daba miedo la magnitud de lo que habíamos hecho, y de lo que éramos capaces de hacer. La única parte que Homer había omitido fue cómo se echó a llorar cuando vio que las dos estábamos sanas y salvas. En aquel momento vi la dulzura propia de Homer, la que tenía cuando era niño y que, supongo, mucha gente creía que había perdido en la adolescencia.
Buscamos un lugar protegido del sol entre las rocas. Lee haría la primera guardia. Yo quería sentarme con él, hacerle compañía, pero de pronto me invadió una oleada de fatiga, tan intensa que me fallaron las piernas y me dejé caer al suelo. Me arrastré hasta un hueco con buena pinta que había entre unos peñascos y me puse cómoda con la ayuda de una almohada que había sisado de la casa. Entré en un sueño tan profundo que era como si me hubiera quedado inconsciente. Lee me dijo más tarde que había intentado despertarme para que hiciera la siguiente guardia, pero no pudo, y entonces hizo el turno en mi lugar. No me desperté hasta las cuatro.
Se hizo casi de noche antes de que cualquiera de nosotros fuera capaz de demostrar un atisbo de vida o de energía. Lo único que nos puso en marcha fue el deseo de volver a casa, de volver a ver a los otros cuatro. Decidimos que podíamos coger las motos sin peligro: elegimos una ruta que nos llevaría a todos de vuelta a mi casa, donde habíamos dejado el Land Rover, siguiendo un trazado entrecortado que nos permitiría sortear patrullas no deseadas.
Es curioso pero, cuando pienso en ese camino de vuelta, me pregunto por qué no tuve ninguna premonición. Supongo que estábamos todos demasiado cansados, y además creíamos que lo peor había pasado, que ya habíamos hecho nuestro trabajo y que nos merecíamos un descanso.
De algún modo, te educan para que creas que así es como debería ser la vida.
Nos pusimos en marcha a eso de las diez. Fuimos con cuidado, viajando lentamente, con el mayor silencio posible. Era cerca de medianoche cuando subimos por mi viejo camino de entrada a casa, dimos la vuelta por atrás y nos fuimos directamente al garaje. El Land Rover estaba oculto entre los arbustos, pero quería coger más herramientas del cobertizo. Paré la moto, la apoyé en la pata de cabra y doblé la esquina para entrar en el gran cobertizo de piezas mecánicas.
Lo que vi allí fue como uno de esos pesebres vivientes de Navidad, con José y María y los pastores y todo eso, cada uno en su posición, en carne y hueso pero petrificados. El pesebre viviente de nuestro cobertizo estaba iluminado por una tenue linterna, con las pilas que empezaban a agotarse. Kevin estaba sentado apoyándose en una antigua prensa de lana que estaba arrimada a la pared. Agachada a su lado estaba Robyn, con una mano en su hombro. Chris estaba de pie al otro lado, bajando la vista hacia Corrie, que se encontraba tumbada en el regazo de Kevin. Tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y el semblante pálido. Cuando aparecí en la entrada, Kevin, Chris y Robyn volvieron la cara hacía mí, pero Corrie seguía sin abrir los ojos. Yo no podía moverme. Era como si me hubiera incorporado al pesebre viviente. Y entonces Kevin dijo: