Cuentos completos (388 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
5.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No me seas sarcástica, Sue.

—No estaba… La hizo callar con un gesto:

—Nunca usé los diccionarios como novelas. Pero recuerdo palabras y frases de mis lecturas y estaban bien escritas y bien construidas sintácticamente.

—No estés tan seguro. Has visto infinidad de palabras mal escritas, de infinidad de maneras e infinidad de posibles ejemplos de errores gramaticales.

—Eran excepciones. La mayor parte del tiempo que me he topado con el inglés literario lo he visto empleado correctamente, Lo tengo por encima de accidentes, errores e ignorancia. Y lo que es más, estoy seguro de que incluso mientras estoy aquí sentado, lo voy mejorando, me voy volviendo cada vez más inteligente.

—Y estás tan tranquilo. Y si…

—¿Y si me vuelvo demasiado inteligente? Dime cómo diablos el ser demasiado inteligente puede perjudicarme.

—Lo que yo iba a decir —dijo fríamente Susan— es que lo que estás experimentando no es inteligencia. Es solamente memoria total.

—¿Qué quieres decir con «solamente»? Si no me equivoco, me sirvo correctamente del lenguaje, y si resulta que conozco cantidades infinitas de material, ¿no va a hacerme esto más inteligente? ¿Cómo, si no, puede uno definir la inteligencia? No vas a volverte celosa, ¿verdad, Sue?

—No, —Y su voz fue más fría aún—. Siempre puedo conseguir que me inyecten si me desespero en exceso.

—No lo dirás en serio —exclamó John, dejando los cubiertos.

—No, pero, ¿y si lo hiciera?

—Porque no puedes aprovecharte de tu conocimiento especial para quitarme el puesto.

—¿Qué puesto? Llegó el segundo plato y John, por un instante, estuvo ocupado. Luego, murmuró:

—Mi puesto, como el primero en el futuro. ¡Homo superior! Nunca habrá demasiados. Ya oíste lo que dijo Kupfer. Algunos son demasiado tontos para lograrlo. Otros son demasiado listos para que se note el cambio. Yo soy el único!

—Promedio medio. —Y Susan hizo un gesto despectivo.

—Lo era. Sucesivamente habrá otros como yo. No muchos, pero habrá otros. Lo que yo quiero es imponerme antes de que lleguen los otros. Es por la sociedad, ya sabes. ¡Por nosotros! Y permaneció perdido en sus pensamientos, tanteando delicadamente su cerebro. Susan iba comiendo en silencio, entristecida.

6

John pasó varios días organizando sus recuerdos. Era como la preparación de un libro de referencias. Una a una fue recordando sus experiencias de los seis años que llevaba en «Quantum Pharmaceuticals», de todo lo que había oído, de todos los papeles y notas que había leído. No tuvo la menor dificultad en descartar lo irrelevante y almacenarlo en un compartimiento «para uso futuro», donde no interfirieran con sus análisis. Otros datos estaban ordenados de forma que establecieran una progresión natural. En contra de esta secreta organización, dio vida a todo lo que había oído: chismes, maliciosos o no; frases casuales o interjecciones oídas en conferencias que en su momento no fue consciente de haber oído. Los datos que no encajaban en ninguna parte del fondo que había montado en su cabeza, no tenían valor, estaban vacíos de contenido fáctico. Los que encajaban, lo hicieron firmemente y podían ser considerados auténticos por el hecho de estar allí. Cuanto más creció la estructura y más coherente se hizo, más datos significativos aparecieron y más fácil resultó encajarlos. El jueves siguiente, Ross se acercó a la mesa de John para decirle:

—Quiero verle en mi despacho ahora mismo, Heath, siempre y cuando sus piernas se dignen llevarle en esa dirección. John se puso en pie, inquieto.

—¿Es necesario? Estoy ocupado.

—Sí, parece ocupado. —Y Ross barrió con la mirada una mesa absolutamente vacía, salvo una fotografía de Susan sonriente—. También ha estado ocupado toda la semana. Pero me ha preguntado si venir a mi despacho es necesario. Para mí, no; para usted es vital. Aquélla es la puerta de mi despacho. Por la otra se va directamente al cuerno. Elija una u otra y hágalo de prisa. John asintió y, sin excesiva prisa, siguió a Ross a su despacho. Ross se sentó tras su mesa, pero no invitó a John a sentarse. Mantuvo la mirada fija en él por un momento y después le dijo:

—¿Qué demonios le ha ocurrido esta semana, Heath? ¿Es que no sabe cuál es su trabajo?

—Hasta el extremo en que lo he hecho, creo que lo sé. El informe sobre microcósmica está sobre su mesa completo y siete días antes de lo previsto. Dudo de que pueda quejarse.

—Lo duda, ¿eh? ¿Me da permiso para quejarme si decido hacerlo después de consultarlo con mi alma? ¿O estoy condenado a solicitar su permiso?

—Por lo visto no me he expresado con claridad, Mr. Ross. Dudo de que tenga quejas racionales. Tener otras de otro tipo es cosa enteramente suya. Ross se levantó:

—Oiga, punk, si decido despedirle, no recibirá la noticia de palabra. Nada de lo que le diga le anunciará la buena nueva. Saldrá por esta puerta por la fuerza propulsora que le vendrá por detrás. Así que almacene esto en su pequeño cerebro y métase la lengua en su bocaza. Que haya hecho o no su trabajo, no es la cuestión. Pero si ha hecho el de los demás, sí lo es. ¿Quién o qué cosa le da derecho a manejar a todo el mundo? John no abrió la boca.

—¿Qué? —rugió Ross.

—Usted me ordenó meterme la lengua en mi bocaza.

—Pero deberá contestar a las preguntas. —Y el color de Ross se tornó visiblemente rojo.

—Ignoraba que hubiera estado manejando a todo el mundo.

—No hay una sola persona en este lugar a la que no haya corregido por lo menos una vez. Ha pasado por encima de Willoughby en relación con la correspondencia sobre el TMP; ha fisgado en los ficheros generales sirviéndose del acceso de Bronstein al ordenador; y sabe Dios cuántas cosas más que no me han dicho, y todo en los últimos dos días. Está desorganizando el trabajo de este departamento y debe cesar inmediatamente. Debe de volver a haber calma y a partir de este preciso instante o se desatará el huracán contra usted, hombrecito.

—Si he intervenido, en el sentido más estricto de la palabra, ha sido en bien de la compañía. En el caso de Willoughby, su modo de tratar el asunto TMP colocaba a «Quantum Pharmaceuticals» en situación de violar las disposiciones gubernamentales, algo que ya le había señalado yo a usted en una o varias comunicaciones y que usted, al parecer, no ha tenido ocasión de leer. En cuanto a Bronstein, ignoraba simplemente las directrices generales y costaba a la compañía cincuenta mil dólares en tests innecesarios, algo que yo pude establecer fácilmente por el mero hecho de localizar la correspondencia necesaria…, y sólo para corroborar mi claro recuerdo de la situación, Ross se iba hinchando visiblemente durante la perorata.

—Heath —cortó—, está usted usurpando mi papel. Por lo tanto, va usted a recoger sus efectos personales y a abandonar la oficina antes del almuerzo, y no regrese jamás. Si lo hace, tendré sumo placer en ayudarle a salir con mi propio pie. Su notificación oficial de despido estará en sus manos, o empujada garganta abajo, antes de que haya recogido sus efectos, por de prisa que lo haga.

—No trate de gallear conmigo, Ross. Ha costado un cuarto de millón de dólares a la compañía por su incompetencia, y usted lo sabe. Hubo una breve pausa y Ross se desinfló. Preguntó, cauteloso:

—¿De qué está hablando?

—«Quantum Pharmaceuticals» perdió un buen pico con la oferta Nutley, y lo perdió porque cierta información que se encontraba en sus manos se quedó en sus manos y jamás llegó al Consejo de Dirección. O se le olvidó a usted, o no se molestó en entregarla; en cualquier caso, no es usted el hombre apropiado para su cargo: o es un incompetente, o se ha vendido.

—Está loco.

—No hace falta que me crean. La información está en el ordenador, si uno sabe dónde buscar, y yo sé dónde buscarla. Y lo que es más, el caso está archivado y puede estar en las mesas de los interesados dos minutos después de que salga de este despacho.

—Si fuera así —dijo Ross, hablando con dificultad—, usted no podría saberlo. Es un intento estúpido de chantaje con amenaza de difamación.

—Sabe perfectamente que no es difamación. Si duda de que yo posea la información, déjeme que le diga que hay un memorando que no está en el archivo, pero puede reconstruirse sin dificultad con lo que se encuentra allí. Debería usted explicar su ausencia y se sospecharía que lo ha destruido. Sabe que no fanfarroneo.

—Pero sigue siendo chantaje.

—¿Por qué? Ni reclamo nada, ni amenazo. Explico simplemente mis actos en los dos días pasados. Naturalmente, si me fuerzan a presentar mi dimisión, tendré que explicar por qué dimito, ¿no es verdad? Ross no dijo palabra.

—¿Requiere mi dimisión? —preguntó John, glacial.

—¡Lárguese!

—¿Con mi empleo o sin él?

—Con su empleo. —Su rostro era la viva imagen del odio.

7

Susan había organizado una cena en su apartamento y se había tomado grandes molestias. Nunca, en su opinión, había estado más seductora, y nunca pensó en lo importante que era alejar a John, por lo menos un poquito, de su total concentración mental. Con un esfuerzo por animar la ocasión, exclamó:

—Después de todo, celebramos los últimos nueve días de bendita soltería.

—Estamos celebrando más que eso —dijo John, sombrío—. Han pasado sólo cuatro días desde que me inyectaron el desinhibidor y ya he podido poner a Ross en su sitio. Nunca más volverá a molestarme.

—Por lo visto, cada uno tenemos nuestra propia noción del sentimiento —musitó Susan—. Cuéntame los detalles de tu tierno recuerdo. John se lo contó con precisión, repitiendo la conversación que tuvieron palabra por palabra y sin la menor vacilación. Susan escuchó impertérrita sin participar en el creciente triunfo que se percibía en la voz de John. Luego, preguntó:

—¿Cómo te enteraste de lo de Ross?

—No hay secretos, Sue. Las cosas parecen secretas porque la gente no recuerda. Si puedes acordarte de una observación, de un comentario, de una palabra suelta que te dicen o que oyes y las consideras en conjunto, averiguas que cada persona se descubre fatalmente. Puedes recoger significados que, en estos días de computadorización, te llevan directamente a los oportunos archivos. Puede hacerse. Puedo hacerlo. Lo he hecho en el caso de Ross. Puedo hacerlo en el caso de todos con los que estoy asociado.

—También puedes enfurecerles.

—Enfurecí a Ross. Puedes creerlo.

—¿Lo crees prudente?

—¿Qué puede hacerme? Le tengo amarrado.

—Tiene suficiente fuerza en los círculos superiores…

—No por mucho tiempo. Tengo una conferencia organizada para mañana a las dos de la tarde con el viejo Prescott y su apestoso cigarro, y de paso me desharé de Ross.

—¿No crees que vas demasiado de prisa?

—¿Demasiado de prisa? Ni siquiera he empezado. Prescott no es más que un peldaño. «Quantum Pharmaceuticals» es otro peldaño.

—Es demasiado rápido, Johnny, necesitas a alguien que te dirija. Necesitas…

—No necesito nada. Con lo que tengo —y señaló su sien— no hay nada ni nadie que pueda detenerme.

—Bueno, mira, no discutamos esto. Tenemos otros planes que discutir.

—¿Planes?

—Sí, los nuestros. Nos vamos a casar dentro de nueve días. Seguro —y cargó la ironía— que no has vuelto a los tristes días en que se te olvidaban las cosas.

—Me acuerdo de la boda —contestó John, picado—, pero de momento tengo que reorganizar «Quantum». En verdad, he estado pensando seriamente en posponer la boda hasta que tenga las cosas atadas y bien atadas.

—¡Oh! ¿Y cuándo será eso?

—Es difícil decirlo. No mucho, a la vista de cómo lo estoy llevando. Un mes o dos, supongo. A menos que —y se permitió cierto sarcasmo— creas que es moverme demasiado de prisa. Susan respiraba con dificultad.

—¿Entraba en tus planes consultarme el asunto? John alzó las cejas.

—¿Hubiera sido necesario? ¿Qué problema hay? Seguro que te das cuenta de lo que pasa. No podemos interrumpir y perder impulso. Oye, ¿sabías que soy un as de la matemática? Puedo multiplicar y dividir tan de prisa como un ordenador porque en un momento de mi vida me tropecé con la aritmética y puedo recordar las respuestas. Leí una tabla de raíces cuadradas y puedo… Susan no pudo más y gritó:

—Por el amor de Dios, Johnny, eres como un niño con un juguete nuevo. Has perdido toda perspectiva. El recuerdo inmediato no vale para nada, sino para hacer trucos. No te da ni una pizca más de inteligencia ni más sensatez, ni más juicio. Eres tan peligroso estando cerca como un niño con una granada cargada. Necesitas que alguien inteligente se ocupe de ti.

—¡Ah!, ¿sí? A mí me parece que voy consiguiendo lo que me propongo.

—¿De veras? ¿No es cierto que también te propones tenerme?

—¿Cómo?

—Sigue, Johnny. Quieres tenerme. Adelante, alarga la mano y cógeme. Ejercita la admirable memoria que tienes. Recuerda quién soy, lo que soy, lo que podemos hacer, el calor, el afecto, el sentimiento. John, con la frente todavía arrugada de incertidumbre, tendió los brazos a Susan. Ella los esquivó.

—Pero ni me tienes, ni sabes nada de mí. No puedes recordarme en tus brazos; tendrías que llevarme a ellos con amor. Lo malo de ti es que no tienes la sensatez de hacerlo y te falta la inteligencia para establecer prioridades razonables. Toma, llévate esto y márchate de mi apartamento antes de que te pegue con algo mucho más pesado. John se agachó para recoger el anillo de compromiso.

—Susan…

—He dicho que te vayas. La sociedad Johnny & Sue ha quedado disuelta. Al ver su rostro airado, John dio mansamente la vuelta y se marchó.

8

Cuando llegó a «Quantum» a la mañana siguiente, Anderson estaba esperándole con una expresión de angustiosa impaciencia en el rostro.

—Mr. Heath —dijo, sonriendo al levantarse.

—¿Qué desea? —preguntó John.

—Deduzco que estamos en privado aquí.

—Que yo sepa, no han puesto micrófonos.

—Tiene que pasar a vernos mañana por la mañana para examinarle. Es domingo, ¿se acuerda?

—Naturalmente que me acuerdo. Soy incapaz de no recordar. Pero también soy capaz de cambiar de idea. ¿Por qué necesita examinarme?

—¿Por qué no, señor? Por lo que Kupfer y yo hemos oído, el tratamiento ha funcionado espléndidamente. En verdad, no queremos esperar al domingo. Si pudiera venir conmigo hoy…, ahora, mejor dicho, significaría mucho para nosotros, para «Quantum» y, naturalmente, para la Humanidad.

Other books

My Body in Nine Parts by Raymond Federman
Marigold Chain by Riley, Stella
Gift by Melissa Schroeder
Mission Flats by William Landay
Leon Uris by A God in Ruins
We Are the Hanged Man by Douglas Lindsay
A Midnight Clear by Hope Ramsay
Be Strong & Curvaceous by Shelley Adina