Peyton no iba a darse por vencido tan fácilmente.
—Crees que este mundo de ficción es mejor que la realidad? ¿No deseas escapar de él?
El hombre se echó a reír de nuevo, pero sin pizca de alegría.
—Comarre es la realidad para mí. El mundo nunca me dio nada, ¿por qué habría de desear volver a él? Aquí he encontrado la paz, y es todo lo que necesito.
Peyton giró de pronto sobre sus talones y salió de la habitación. Oyó que el hombre se tumbaba de nuevo, con un suspiro de alivio. Se dio cuenta de que había sido derrotado. Y ahora supo por qué había deseado reanimar a los otros. No había sido por ningún sentido de deber, sino por su propio objetivo egoísta, Había querido convencerse de que Comarre era el mal. Ahora sabía que no lo era. Siempre habría alguien, incluso en Utopía, a quien el mundo nada tendría que ofrecer, salvo pesares y desilusiones.
Cada vez serían menos con el paso del tiempo. En las edades oscuras de mil años atrás, la mayor parte de la humanidad había estado de algún modo inadaptada. Por muy espléndido que fuese el futuro del mundo, todavía habría algunas tragedias. Así pues, ¿por qué había que condenar a Comarre, si ofrecía a los desgraciados su única esperanza de paz?
No intentaría más experimentos. Su sólida fe y su confianza habían sido gravemente quebrantadas. Y los soñadores de Comarre no le agradecerían el trabajo que se había tomado.
Se volvió de nuevo al Ingeniero. El deseo de abandonar la ciudad se había intensificado en los últimos minutos, pero el trabajo más importante estaba todavía por hacer. Como de costumbre, el robot se le anticipó.
—Tengo lo que tú quieres. Sígueme, por favor.
Contrariamente a lo que casi había esperado, no le condujo de nuevo a la planta de las máquinas, con su laberíntico equipo de control. Al final del trayecto se hallaron a mayor altura de la que nunca había estado Peyton, en una pequeña habitación circular que imaginó que estaría en la cima misma de la ciudad. No había ventanas, a menos que unas curiosas placas puestas en la pared pudiesen hacerse transparentes por algún medio secreto. Era un estudio, y Peyton lo observó con veneración al comprender quién había trabajado en él hacía muchos siglos. Las paredes estaban revestidas de antiguos libros de texto que no habían sido tocados durante quinientos años. Parecía como si Thordarsen hubiese salido de allí pocas horas antes. Había incluso un circuito a medio terminar, fijado en un tablero contra la pared.
—Casi parece como si le hubiesen interrumpido —señaló Peyton, como si hablara para sí.
—Así fue —dijo el robot.
—¿Qué quieres decir? ¿No se reunió con los demás cuando os hubo construido?
Era difícil creer que no hubiese la menor emoción en la respuesta, pero el robot habló en el mismo tono frío con que lo había hecho hasta entonces.
—Cuando nos hubo terminado, Thordarsen aún no se sintió satisfecho. El no era como los demás. Con frecuencia nos decía que había encontrado la felicidad al construir Comarre. Repetía una y otra vez que iba a reunirse con los demás, pero siempre surgía una última mejora que deseaba hacer. Y así continuó hasta un día en que lo encontramos tumbado aquí, en esta habitación. Se había parado. La palabra que leo en tu mente es «muerte», pero yo no tengo idea de lo que esto significa.
Peyton guardó silencio. Le parecía que el final del gran científico no había carecido de nobleza. La amargura que había oscurecido su vida por fin había desaparecido de ella. Había conocido el gozo de la creación. De todos los artistas que habían venido a Comarre, él era el más grande. Y su trabajo no habría sido humano.
El robot se deslizó en silencio hacia una mesa de acero y metió uno de sus tentáculos en un cajón. Cuando lo sacó, sostenía un grueso volumen encuadernado con dos hojas de metal. Se lo tendió a Peyton sin decir palabra, y éste lo abrió con manos temblorosas. Contenía muchos miles de páginas escritas en un papel fino pero muy resistente.
En la guarda figuraban estas palabras, en firmes caracteres:
Rolf Thordarsen
Notas sobre Subelectrónica
Empezado: Día 2, Mes 13, 2598
Debajo continuaba la escritura, muy difícil de descifrar, por lo visto garrapateaba con una prisa frenética. Al leerlo, Peyton comprendió al fin, con la rapidez de una aurora ecuatorial.
A quien lea estas palabras:
Yo, Rolf Thordarsen, que no he hallado comprensión en mi tiempo, envío este mensaje al futuro. Si Comarre existe todavía, habrás visto mi obra y escapado a las trampas que he tendido para seres menos inteligentes. Por consiguiente, tú eres la persona adecuada para llevar este conocimiento al mundo. Confíalo a los científicos y diles que lo empleen con prudencia.
He derribado la barrera entre el hombre y la máquina. Ahora deben compartir por igual el futuro.
Peyton leyó varias veces el mensaje y sintió un creciente afecto por su antepasado muerto hacía tanto tiempo. Era un plan brillante. De esta manera, y tal vez de ninguna otra, Thordarsen había podido enviar su mensaje con seguridad a lo largo de los siglos, sabiendo que sólo lo recibirían las manos adecuadas. Peyton se preguntó si Thordarsen lo había proyectado ya al reunirse con los Decadentes, o si lo había concebido en un período más avanzado de su vida. Nunca sabría la respuesta.
Miró de nuevo al Ingeniero y pensó en cómo sería el mundo cuando todos los robots hubiesen alcanzado la conciencia. Y miró aún más allá, en la niebla del futuro.
El robot no tendría ninguna de las limitaciones del hombre, ninguna de sus lamentables flaquezas. No dejaría nunca que las pasiones nublasen su lógica. No sería nunca arrastrado por el egoísmo y la ambición. Sería un complemento para el hombre.
Peyton recordó las palabras de Thordarsen: «Ahora deben compartir por igual el futuro.»
Peyton interrumpió su ensueño. Todo esto, si llegaba a producirse tardaría siglos. Se volvió al Ingeniero.
—Voy a marcharme. Pero un día volveré.
El robot se apartó despacio.
—Quédate absolutamente quieto —le ordenó.
Peyton miró desconcertado al Ingeniero. Entonces observó apresuradamente el techo. Allí estaba de nuevo aquel abultamiento enigmático bajo el que se había encontrado cuando entró en la ciudad. —¡Eh! —gritó—. No quiero...
Demasiado tarde. Detrás de él estaba la pantalla oscura, más negra que la misma noche. Ante él se extendía el claro, con el bosque en su orilla. Era por la tarde y el sol casi tocaba los árboles.
Sonó un súbito gemido detrás de él: un asustado león contemplaba el bosque con incredulidad. A Leo no le había gustado el traslado.
—Ahora todo ha terminado, viejo amigo —le dijo Peyton, en tono tranquilizador—. No puedes censurarles por intentar librarse de nosotros lo más pronto posible. A fin de cuentas, hemos causado algunos estropicios. Vamos, no quiero pasar la noche en el bosque.
Al otro lado del mundo, un grupo de científicos se dispersaba pacientemente, sin saber todavía la importancia de su triunfo. En la Torre Central, Richard Peyton II acababa de descubrir que su hijo no había pasado los dos últimos años con sus primos en América del Sur, y estaba escribiendo un discurso de bienvenida para el hijo pródigo.
A mucha altura sobre la Tierra, el Consejo Mundial trazaba planes que pronto serían anulados por el advenimiento del Tercer Renacimiento. Pero el causante de todos aquellos trabajos no sabía nada de esto, y de momento le importaba poco.
Peyton descendió pausadamente los peldaños de mármol de la misteriosa entrada que seguía siendo un secreto para él. Leo lo siguió a poca distancia, mirando por encima del hombro y gruñendo en voz baja de vez en cuando. Juntos emprendieron el regreso por la carretera metálica y la avenida flanqueada por pequeños árboles. Peyton se alegró de que el sol no se hubiese puesto aún. De noche, este camino resplandecería de radiactividad interna, y los árboles retorcidos no tendrían siluetas agradables contra el cielo tachonado de estrellas.
Se detuvo un rato en el recodo de la carretera para contemplar la pared curva de metal con su única abertura negra tan engañosa a la vista. Todo su sentimiento de triunfo pareció desvanecerse. Sabía que mientras viviese nunca podría olvidar lo que había detrás de aquellos imponentes muros: la dulce promesa de paz y de infinita felicidad.
En el fondo de su alma temía que cualquier satisfacción, cualquier logro que pudiese ofrecer el mundo exterior, no sería nada en comparación con la bienaventuranza gratuita que brindaba Comarre. Por un instante se vio, como en una pesadilla, volviendo viejo y achacoso por esta carretera en busca del olvido. Pero se encogió de hombros y apartó esta idea de su mente.
En cuanto hubo salido del llano, recobró rápidamente el ánimo. Abrió de nuevo el precioso libro y hojeó sus páginas microimpresas, embriagado por las promesas que contenía. Hacía siglos que lentas caravanas habían pasado por este camino, trayendo oro y marfil para Salomón el Sabio. Pero todos aquellos tesoros no eran nada en comparación con este simple libro, y toda la sabiduría de Salomón no había podido imaginar la nueva civilización de que esta obra sería la semilla.
Peyton empezó a cantar, cosa que hacía muy raras veces y terriblemente mal. La canción era muy antigua, tan antigua que procedía de una era anterior a la energía atómica, anterior a los viajes interplanetarios e incluso anterior al advenimiento de la aviación. Se refería a cierto barbero de una desconocida ciudad llamada Sevilla.
Leo guardó silencio todo el tiempo que le fue posible. Después, también él empezó a cantar. El dúo resultó un fracaso.
Cuando se hizo de noche, el bosque y todos sus secretos se ocultaron detrás del horizonte. Peyton durmió bien, de cara a las estrellas y con Leo vigilando a su lado.
Y esta vez no soñó.
(
On Golden Seas
, 1987)
No estoy seguro de si esto debería considerarse un cuento corto o un artículo inventado. Le otorgaré el beneficio de la duda y así podré utilizarlo para terminar esta antología.
Lo escribí como reacción a las montañas de literatura que había leído sobre la Iniciativa de Defensa Estratégica (como, para pesar de George Lucas, La guerra de las galaxias) desde que el presidente Reagan la anunció en su famoso discurso de marzo de 1983. Cuanto más estudiaba este tema increíblemente complejo (y deprimente), tanto más confuso me sentía, hasta que al fin decidí que sólo había una manera de tratarlo: la que utilizo En mares de oro.
Fue también una respuesta a un discurso ulterior del presidente Reagan en el que, para mi regocijo algo mortificado, fui utilizado en favor de su proyecto predilecto al atribuirme este dicho: «Cada nueva idea pasa por tres fases. Primera: Es una locura; no me haga perder el tiempo. Segunda: Es posible, pero no vale la pena. Tercera: ¡Ya dije desde el principio que era una buena idea!»
*
(Sé quién dio esta munición al presidente: siga leyendo...)En mares de oro, que en principio había titulado «Iniciativa de defensa del presupuesto: una breve historia», tuvo un récord de publicación increíble. Apareció por primera vez en un periódico de circulación un tanto minoritario, el número de agosto de 1986 de Newsletter, de la Junta de Ciencia de Defensa del Pentágono, que seguramente no encontrarán ustedes en la librería de su barrio.
La persona responsable de esta pieza de desinformación de alto nivel fue, en 1943, un joven graduado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts que trabajaba en el Ground Control Approach Team (véase mi única novela que no es de ciencia ficción, Clide Path, pero que habría sido de ciencia ficción si se hubiese publicado veinte años antes). Mi colega durante la guerra, Vert Fowler, había ascendido, convirtiéndose en el doctor Charles A. Fowler, vicepresidente de la Mitre Corporation y presidente de la Defense Science Board. A pesar de estas responsabilidades, no había perdido el sentido del humor. Cuando le envié mi pequeña sátira, pensó que alegraría las grises vidas de los muchachos de la Iniciativa de Defensa Estratégica, hasta entonces sólo interrumpidas por ocasionales rayos láser y por explosiones de pocos megatones. En todo caso, dio resultado.
El año siguiente, en el número de mayo de 1987, la revista OMNI presentó la obra a un público bastante numeroso, y el consejero de ciencias de la Casa Blanca, doctor George (Jay) A. Keyworth II, fue bombardeado con copias por todos sus amigos, los cuales, por alguna oscura razón, pensaron que podía interesarle...
Por fin nos conocimos en el mes de julio de 1988 en el Johns Hopkins Medical Center, de Baltimore, en el que Jay, para mi profunda gratitud, había patrocinado mi admisión. También debo mi agradecimiento al doctor Daniel Drachman, director de la unidad neuromuscular de la Johns Hopkins School of Medicine y a sus valiosos colegas por animarme con la noticia de que mi problema no era la enfermedad de Lou Gehrig, sino el bastante menos amenazador síndrome de pospolio. Todavía espero llegar al 2001 en buena forma.
¿Que si volveré a escribir más cuentos reales? Pues realmente no lo sé; no he tenido deseos de hacerlo durante más de una década y considero que Encuentro con Medusa es un canto del cisne bastante bueno. Lo seguro es que voy a estar ocupado durante los próximos años con una trilogía Rama muy ambiciosa, con mi colaborador en Cuna, Gentry Lee, y con una novela propia, cuyo título actual es The Ghost of the Grand Banks.
En todo caso, todavía no me creo merecedor del descarado comentario que apareció recientemente en un ensayo, deplorando el triste estado de la moderna ciencia ficción, de «esos famosos no-muertos, Clarke y Asimov».
Inútil decir que envié esto de buen grado a mi amigo transilvano, con este comentario: «Bueno, esto es mucho mejor que la alternativa.»
Tengo la seguridad de que el Buen Doctor estará de acuerdo.
E
n contra de lo que opinan muchos de los llamados expertos, hoy es incuestionable que la controvertida Iniciativa de Defensa del Presupuesto de la presidenta Kennedy fue una idea enteramente suya, y su famoso discurso «Cruz del Bien» sorprendió tanto al OMB y al secretario del Tesoro como a todos los demás. El asesor científico presidencial, doctor George Keystone («Cops» para los amigos) fue el primero en enterarse de ello. La señora Kennedy, gran lectora de ficción histórica, del pasado o del futuro, tropezó con una oscura novela sobre el Quinto Centenario, en la que se decía que el agua de mar contiene considerables cantidades de oro. Con intuición femenina (así dijeron más tarde sus enemigos), la presidenta vio al instante la solución a uno de los problemas más apremiantes de su administración.