Cuentos desde el Reino Peligroso (34 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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—¡Oh, sí! —dijo Parish—, la tiene. Me rescató mucho antes. La Segunda Voz, ya sabes, hizo que me enviaran aquí. Dijo que tú habías pedido verme. Esto te lo debo a ti.

—No. Se lo debemos a la Segunda Voz —dijo Niggle—. Los dos.

Siguieron viviendo y trabajando juntos. No sé por cuánto tiempo. No sirve de nada negar que al comienzo había ocasiones en que no se entendían, sobre todo cuando estaban cansados. Porque en un principio, de cuando en cuando, se cansaban. Comprobaron que a ambos les habían entregado un reconstituyente. Los dos frascos llevaban la misma indicación: «Tomar unas pocas gotas diluidas en agua del Manantial, antes de descansar».

Encontraron el Manantial en el corazón del Bosque; sólo una vez, hacía muchísimo tiempo, había pensado Niggle en él; pero no llegó nunca a dibujarlo. Ahora comprendió que era el origen del lago que brillaba a lo lejos y la razón de cuanto crecía en los contornos. Aquellas pocas gotas convertían el agua en un astringente, que, aunque bastante amargo, era reconfortante y despejaba la cabeza. Después de beber descansaban a solas; luego se levantaban y las cosas marchaban de maravilla. En tales ocasiones Niggle soñaba con nuevas y espléndidas flores y plantas, y Parish sabía siempre cómo colocarlas y dónde habían de quedar mejor. Bastante antes de que se les terminase el tónico, habían dejado de necesitarlo. También desapareció la cojera de Parish.

A medida que el trabajo progresaba se permitían más y más tiempo para pasear por los alrededores, contemplando los árboles y las flores, las luces, las sombras y la condición de los campos. En ocasiones cantaban a una. Pero Niggle se dio cuenta de que comenzaba a volver los ojos, cada vez con mayor frecuencia, hacia las Montañas.

Pronto tuvieron casi todo terminado: la casa de la hondonada, el césped del bosque, el lago y todo el paisaje, cada uno en su propio estilo. El Gran Árbol estaba en plena floración.

—Terminaremos al atardecer —dijo Parish un día—. Luego nos iremos a dar un paseo que esta vez será realmente largo.

Partieron al día siguiente y cruzaron la distancia hasta llegar al confín. Este no era visible, por supuesto: no había ninguna línea, valla o muro; pero supieron que habían llegado al extremo de aquella región. Vieron a un hombre con pinta de pastor. Se dirigía a ellos por los declives tapizados de hierba que llevaban hacia las Montañas.

—¿Necesitan un guía? —preguntó—. ¿Van a seguir adelante?

Durante unos momentos se extendió una sombra entre Parish y Niggle, porque éste sabía ahora que sí quería continuar y (en cierto sentido) tenía que hacerlo. Pero Parish no quería seguir ni estaba aún preparado.

—Tengo que esperar a mi mujer —le dijo a Niggle—. Se encontrará sola. Creí oírlos que la enviarían después de mí en cualquier momento, cuando estuviese lista y yo lo tuviera todo preparado. La casa ya está terminada, e hicimos lo que estaba en nuestras manos. Pero me gustaría enseñársela. Espero que ella pueda mejorarla, hacerla más hogareña. Y confío que también le guste el sitio. —Se volvió hacia el pastor—. ¿Es usted guía? —preguntó—. ¿Puede decirme cómo se llama este lugar?

—¿No lo sabe? —dijo el hombre—. Es la comarca de Niggle. Es el paisaje que Niggle pintó, o una buena parte de él. El resto, se llama ahora el Jardín de Parish.

—¡El paisaje de Niggle! —dijo Parish, asombrado—. ¿Imaginaste tú todo esto? Nunca pensé que fueras tan listo. ¿Por qué no me dijiste nada?

—Intentó hacerlo hace tiempo —dijo el hombre—, pero usted no prestaba atención. En aquellos días sólo tenía el lienzo y los colores, y usted pretendía arreglar el tejado con ellos. Esto es lo que usted y su mujer solían llamar «el disparate de Niggle», o «ese Mamarracho».

—¡Pero entonces no tenía este aspecto; no parecía real! —dijo Parish.

—No, entonces era sólo una vislumbre —dijo el hombre—; pero usted podía haberlo captado si hubiera creído que merecía la pena intentarlo.

—Nunca te di muchas facilidades —dijo Niggle—. Jamás intenté darte una explicación. Solía llamarte Viejo Destripaterrones. Pero ¡qué importa eso ahora! Hemos vivido y trabajado juntos últimamente. Las cosas podían haber sido diferentes, pero no mejores. En cualquier caso, me temo que yo he de seguir adelante. Espero que volvamos a vernos: debe de haber muchas más cosas que podamos hacer juntos. Adiós.

Estrechó con calor la mano de Parish: una mano que dejaba traslucir bondad, firmeza y sinceridad. Se volvió y miró un momento hacia atrás. Las flores del Gran Árbol brillaban como una llama. Los pájaros cruzaban el aire entre trinos. Sonrió, al tiempo que se despedía de Parish con una inclinación de cabeza, y siguió al pastor.

Iba a aprender a cuidar ovejas y a saber de los pastos altos y a contemplar un cielo más amplio y caminar siempre más y más en permanente ascensión hacia las Montañas. No alcanzo a imaginar qué fue de él tras haberlas cruzado. Incluso el infeliz de Niggle podía en su antiguo hogar vislumbrar las lejanas Montañas, y éstas encontraron un lugar en su cuadro; pero cómo sean en realidad, o qué pueda haber al otro lado, sólo lo saben quienes han ascendido a su cima.

—Creo que era un pobre estúpido —dijo el Concejal Tompkins— . Desde luego, un inútil. Sin ningún valor para la sociedad.

—Bueno, no sé —dijo Atkins que sólo era un maestro, alguien sin mayor importancia—. No estoy muy seguro. Depende de lo que se entienda por valor.

—Sin utilidad práctica o económica —dijo Tompkins—. Me atrevería a decir que se podría haber hecho de él un ser de alguna utilidad si ustedes los maestros supiesen cuál es su obligación. Pero no la saben. Y así nos encontramos con inútiles como éste. Si yo mandase en este país, los pondría a él y a los de su clase a trabajar en algo apropiado para ellos, lavando platos en la cocina comunal o algo por el estilo, y me preocuparía de que lo hiciesen bien. O los pondría en la calle. Hace tiempo que debí haberlo echado.

—¿Echarlo? ¿Quiere decir que lo habría obligado a salir de viaje antes de cumplirse el tiempo?

—Sí, si usted se empeña en usar esa expresión vacía y anticuada. Empujarlo a través del Túnel al Gran Vertedero: eso era lo que yo quería decir.

—Entonces no cree que la pintura valga nada, que no hay por qué conservarla, mejorarla, o aun utilizarla.

—Claro, la pintura es útil —dijo Tompkins—. Pero no se podía usar la suya. Hay cantidad de oportunidades para los jóvenes agresivos que no teman las ideas ni los métodos nuevos. Ninguna para esta vieja morralla. Sólo son ensueños personales. No hubiese sido capaz de diseñar un buen mural ni aunque lo matasen. Siempre jugueteando con hojas y flores. En cierta ocasión le pregunté la causa. ¡Me contestó que las encontraba hermosas! ¿Puede creerlo? ¡Dijo «hermosas»! ¿Qué?, le pregunté yo, ¿los órganos digestivos y genitales de las plantas? Y no encontró contestación. Pobre majadero.

—¡Majadero! —suspiró Atkins—. Sí, pobre hombre, nunca terminó nada. Bueno, sus telas han quedado para «mejores usos» desde que él se marchó. Pero yo no estoy muy seguro, Tompkins. ¿Recuerda aquella grande que emplearon para reparar la casa vecina después del ventarrón y las inundaciones? Encontré tirada en el campo una de las esquinas. Estaba estropeada, pero se podía distinguir el dibujo: la cima de un monte y un grupo de hojas. No puedo quitármelo de la mente.

—¿De dónde? —dijo Tompkins.

—¿De qué estáis hablando? —terció Perkins, intentando evitar la discusión. Atkins se había puesto completamente colorado.

—No merece la pena repetir la palabra —dijo Tompkins—. No sé por qué perdemos el tiempo hablando de esto. El no vivió en la ciudad.

—No —dijo Atkins—. Pero usted de todas formas ya le había echado el ojo a su casa. Por esa razón solía visitarlo y burlarse de él mientras se tomaba su té. Bueno, ahora ya ha conseguido la casa, además de la que tiene en la ciudad. Así que ya no necesita envidiarlo. Hablábamos de Niggle, si le interesa, Perkins.

—¡Oh, pobrecillo Niggle! —comentó Perkins—. No sabía que pintase.

Aquélla fue seguramente la última vez que el nombre de Niggle surgió en una conversación. A pesar de todo, Atkins conservó aquel único retazo de lienzo. La mayor parte de él se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció intacta. Atkins la hizo enmarcar. Más tarde la donó al Museo Municipal, y durante algún tiempo el cuadro titulado Hoja, de Niggle estuvo colgado en un lugar apartado y sólo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el Museo ardió, y el país se olvidó por completo de la hoja y de Niggle.

—Desde luego, está resultando muy útil —dijo la Segunda Voz— . Como lugar de vacaciones y de descanso. Es magnífico para los convalecientes; y no sólo por eso: a muchos les resulta la mejor preparación para las Montañas. En algunos casos logra maravillas. Cada vez envío más gente allí. Rara vez tienen que regresar.

—Sí, es cierto —dijo la Primera Voz—. Creo que deberíamos dar un nombre a esa comarca. ¿Cuál sugiere?

—El Maletero se encargó de ello hace ya algún tiempo —dijo la Segunda Voz—. «El tren de Niggle-Parish está a punto de salir»: eso es lo que ha venido gritando durante años. Niggle-Parish. Les envié un mensaje a los dos para comunicárselo. —¿Y qué opinaron?

—Se rieron. Se rieron, y las Montañas resonaron con su risa.

Apéndices

M
i propósito es hablar de los cuentos de hadas, aunque bien sé que ésta es una empresa arriesgada. Fantasía es una tierra peligrosa, con trampas para los incautos y mazmorras para los temerarios. Y de temerario se me puede tildar, porque, aunque he sido un aficionado a tales cuentos desde que aprendí a leer y en ocasiones les he dedicado mis lucubraciones, no los he estudiado, en cambio, como profesional. Apenas si he sido en esa tierra algo más que un explorador sin rumbo (o un intruso), lleno de asombro, pero no de preparación.

Ancho, alto y profundo es el reino de los cuentos de hadas, y lleno todo él de cosas diversas: hay allí toda suerte de bestias y pájaros; mares sin riberas e incontables estrellas; belleza que embelesa y un peligro siempre presente; la alegría, lo mismo que la tristeza, son afiladas como espadas. Tal vez un hombre pueda sentirse dichoso de haber vagado por ese reino, pero su misma plenitud y condición arcana atan la lengua del viajero que desee describirlo. Y mientras está en él le resulta peligroso hacer demasiadas preguntas, no vaya a ser que las puertas se cierren y desaparezcan las llaves.

Hay, con todo, algunos interrogantes que quien ha de hablar de cuentos de hadas espera por fuerza resolver, o intenta hacerlo cuando menos, piensen lo que piensen de su impertinencia los habitantes de Fantasía. Por ejemplo: ¿qué son los cuentos de hadas?, ¿cuál es su origen?, ¿para qué sirven? Trataré de dar contestación a estas preguntas, u ofrecer al menos las pistas que yo he espigado... fundamentalmente en los propios cuentos, los pocos que yo conozco de entre tantos como hay.

Cuentos de Hadas

¿Q
ué es un cuento de hadas? En vano acudiréis en este caso al
Oxford English Dictionary
. No contiene alusión ninguna a la combinación
cuento-hada
, y de nada sirve en el tema de las
hadas
en general. En el Suplemento,
cuento de hadas
presenta una primera cita del año 1750, y se constata que su acepción básica es
a)
un cuento sobre hadas o, de forma más general, una leyenda fantástica;
b)
un relato irreal e increíble, y
c)
una falsedad.

Las dos últimas acepciones, como es lógico, harían mi tema desesperadamente extenso. Pero la primera se queda demasiado corta. No demasiado corta para un ensayo, pues su amplitud ocuparía varios libros, sino para cubrir el uso real de la palabra. Y lo es en particular si aceptamos la definición de las
hadas
que da el lexicógrafo: «Seres sobrenaturales de tamaño diminuto que la creencia popular supone poseedores de poderes mágicos y con gran influencia para el bien o para el mal sobre los asuntos humanos».

Sobrenatural
es una palabra peligrosa y ardua en cualquiera de sus sentidos, ya sea estricto o impreciso, y es difícil aplicarla a las hadas, a menos que
sobre
se tome meramente como prefijo superlativo. Porque es el hombre quien, en contraste con las hadas, es sobrenatural (y a menudo de talla reducida), mientras que ellas son naturales, muchísimo más naturales que él. Tal es su sino. El camino que lleva a la tierra de las hadas no es el del Cielo; ni siquiera, imagino, el del Infierno, a pesar de que algunos han sostenido que puede llevar indirectamente a él, como diezmo que se paga al Diablo.

¿No ves esa angosta vereda

cubierta de espinos y zarzas?

Esa es la vereda del Bien,

aunque pocos vengan por ella.

¿Y no ves ese ancho camino

que cruza los campos de lirios?

Por él se camina hacia el Vicio,

aunque algunos digan que al Paraíso.

¿Y aquel tan hermoso sendero,

el que serpentea entre helechos?

Va al hermoso país de los Elfos,

donde tú y yo esta noche iremos.

Por lo que al
tamaño diminuto
se refiere, no niego que ésta sea la idea hoy más extendida. A menudo he pensado que sería interesante tratar de indagar cómo se ha llegado a ella; pero mis conocimientos no alcanzan a dar una respuesta concreta. Cierto es que ya de antiguo había algunos habitantes de Fantasía que eran pequeños (rara vez, en cambio, diminutos), pero no era una característica generalizada de ese pueblo. Yo imagino que en Inglaterra el personaje diminuto, sea elfo o hada, es en gran medida un producto refinado de la ficción literaria
[6]
. Tal vez no sea impropio que en Inglaterra, el país donde con frecuencia ha aparecido en el arte el amor por lo delicado y elegante, la ficción se haya dirigido en este punto hacia lo exquisito y diminuto, de la misma forma que en Francia se volvió hacia la corte y se cubrió de polvos y diamantes. Sospecho, sin embargo, que esta delicadeza de porcelana fue también un producto de la «racionalización», que convirtió la fascinación del país de los elfos en mera delicadeza, y su invisibilidad en una fragilidad que podía ocultarse en una prímula o encogerse tras una brizna de hierba. Tal noción comenzó a ponerse de moda poco después de que los grandes viajes empezaran a reducir demasiado el mundo como para albergar juntos a los hombres y los elfos: esa época en que la mágica región occidental de Hy Breasail se transformó en el simple Brasil
[7]
, la tierra del palo brasil. De cualquier forma, fue en gran medida un asunto literario en el que William Shakespeare y Michael Drayton tuvieron su parte
[8]
. La
Nymphidia
de Drayton es un antecedente de esa larga genealogía de hadas de las flores y revoloteadores duendes con antenas que a mí tanto me disgustaban de niño, y que mis hijos detestaron a su vez. Andrew Lang compartía estos sentimientos. En el prefacio a
Lilac Fairy Book
alude a los cuentos de tediosos autores contemporáneos: «Siempre empiezan con un niño o una niña que sale y se encuentra con las hadas de las prímulas y de las gardenias y de las flores del manzano... Estas hadas intentan hacer reír y no lo logran; o intentan sermonear y lo consiguen».

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